—¿Puedes, Maxl? Espera, que empujo.
Auguste se detuvo y dejó las bolsas en el carro del mercado para tener las manos libres. Sobre la calle asfaltada el carro rodaba muy bien, y Maxl, de dieciséis años, era fuerte y tiraba de la carga tan rápido que a Auguste le costaba seguir el ritmo. Sin embargo, en cuanto salieron de Haagstrasse y tomaron el camino que llevaba al vivero, las ruedas se hundieron en el suelo reblandecido y el chico pasó apuros para tirar del carro tambaleante hasta el vivero. Auguste empujó con todas sus fuerzas desde la parte trasera de madera y el lodo mojado la salpicó y le ensució la falda.
—Hay que tirar grava en el camino —apuntó Maxl, que, pese a que era un día fresco y lluvioso, tenía la frente empapada en sudor.
—Puedes esperar sentado —se quejó la madre con un gemido—. ¡Los señores del ayuntamiento antes construirán sillas de oro que ocuparse de nosotros!
Estaba de mal humor porque la venta en el mercado había sido mediocre una vez más. Los plantones de verduras tiernas, repollo, lombarda, puerro y colinabo, desaparecieron enseguida salvo algo que había sobrado, pero los pensamientos y las caléndulas seguían casi todas intactas en el carro. Con los tiempos que corrían, las flores eran un lujo. La gente reunía el dinero y como mucho compraba la verdura que no tenía en el huerto. De todos modos, ella misma tampoco habría comprado algunas de ellas, quedaban varios haces de puerros del invernadero, igual que el ruibarbo que a los clientes les parecía demasiado agrio. Encima, con los tres ramos de flores secas que había colocado tuvo que escuchar de nuevo que antes eran más bonitos, cuando los montaba su hija Liesl, que ahora era ayudante de cocina en la villa de las telas y, por tanto, la habían perdido como trabajadora del vivero.
Dejaron el carro al lado del nuevo invernadero que habían construido el año anterior para los pepinos, tomates y coliflores, donde la verdura siempre maduraba unas semanas antes que en los bancales. Así se adelantaba a la multitud de huertos domésticos del centro de la ciudad y podía servir a los clientes acaudalados.
Maxl era un chico formal y trabajador que en el colegio siempre sacaba malas notas, pero para Auguste eso no era obstáculo para que fuese un buen jardinero. Sacó del carro sin esfuerzo las cajas del género para guardarlas de nuevo en el invernadero, mientras su madre cogía el bolso con los ingresos del día al tiempo que echaba un vistazo a los campos de verduras, donde su marido estaba retirando los plantones de repollo con Hansl, de ocho años, y Fritz, de cuatro. Qué lástima que el día anterior hubiera empezado a llover; si ahora los dejaban en la tierra se echarían a perder, y eso no ayudaba nada, así que trabajaban bajo la lluvia. Al pobre Gustav le costaba especialmente porque, con la prótesis del pie que llevaba desde la guerra, se resbalaba con facilidad en el suelo fangoso.
—Deja la verdura y las hierbas en el carro, Maxl —le gritó Auguste a su hijo—. Luego lo comprará Liesl para la villa de las telas.
Dicho esto, se fue hacia su casa recién construida, que era su orgullo. Era pequeña, abajo estaban la cocina y el salón, y arriba, bajo el tejado, tenían tres dormitorios y un buen baño. No era tan elegante como el de la villa de las telas, claro, donde la bañera blanca descansaba sobre cuatro patas de león doradas y había dos lavamanos de porcelana blanca pegados a las paredes alicatadas. Sin embargo, tenía un inodoro de verdad, como debía ser; Auguste había insistido hasta la saciedad. Estaba harta de tener que cruzar el patio hasta la casita hiciera el tiempo que hiciera, y en invierno hacía tanto frío que se le helaba todo a una.
Para la casa y el invernadero tuvieron que pedir un cuantioso crédito al banco. Si bien las deudas apremiaban, hasta entonces siempre se las habían arreglado de alguna manera. Además, tenía una boca menos que alimentar porque Christian ya no vivía con ellos.
Se quitó el chubasquero y lo sacudió con fuerza antes de entrar en la casa. Dejó los zapatos sucios delante de la puerta, bajo la marquesina, para no dañar el suelo de madera. Dentro solo se podía caminar en zapatillas. Auguste era muy meticulosa con la casa nueva, todo estaba impoluto, los muebles sin polvo y en el viejo sofá había tapetes de ganchillo que ocultaban las zonas desgastadas. Los tejió en invierno, cuando no había mucho que hacer en el vivero y la señora Alicia le regaló un hilo precioso por Navidad. En invierno siempre podía ayudar unas horas en la villa de las telas, ya fuera haciendo la colada o en la limpieza a fondo. Era una bendición para su hogar al tener unas cuentas tan justas. Después de contar los ingresos del día, se dirigió a la cocina. En la estufa aún había ascuas de la mañana, añadió carbón, sopló el fuego y esperó a que rompiera a arder. Prepararía otra vez un guiso, así con un trocito pequeño de carne bastaría para sacar sopa para todos, además de patatas, cebollas y zanahorias del año anterior que guardaba en el sótano y unos cuantos tallos de puerro fresco para que tuviera sabor a primavera. Por la ventana de la cocina vio que Gustav se había sentado en el banco y se quitaba una bota. Probablemente la maldita prótesis del pie le volvía a rozar, le pasaba a menudo, a veces incluso le sangraba el muñón y tenía que untarse una pomada y ponerse una venda encima. Era molesto porque luego la prótesis no encajaba y Gustav caminaba muy de lado, lo que a su vez era malo para la espalda. La guerra, la maldita guerra; ya habían pasado doce años desde que terminó, pero a Gustav las secuelas le durarían toda la vida.
Esperó hasta el anochecer, luego llamó a los hombres a comer, se colocó en el pasillo y vigiló que todos se quitaran los zapatos y bajaran las chaquetas y los pantalones sucios al sótano, donde estaba el lavadero. Había que lavarse las manos y la cara antes de comer, peinarse y, a ser posible, limpiarse las uñas. En su propia casa tenían que comportarse igual que los señores en la villa de las telas: había que cambiarse para almorzar y cenar juntos, y la mesa se ponía bonita. Por eso siempre había un ramo de flores encima, y los domingos además ponía un candelabro.
Los hombres no habían terminado de plantar la lombarda y el repollo, así que al día siguiente tendrían que volver al campo de coles y Auguste solo podía ofrecer en el mercado lo que quedaba de los plantones.
—Ojalá Christian siguiera con nosotros —comentó Fritz—. Lo habríamos hecho sin problema.
Nadie le contradijo. Todos sabían que Christian merecía el puesto de jardinero en la villa de las telas, pero había sido una gran pérdida para el vivero de los Bliefert. Además, los tres chicos estaban tristes porque para ellos era como un hermano mayor.
Engulleron el guiso con hambre, Auguste se fijó en que todos tuvieran algo de carne en el plato. Fritz estaba tan cansado que casi se le caía la cuchara de la mano y se fue a la cama enseguida. Hansl aún tenía deberes que hacer, que según él eran fáciles, pero en días como esos casi siempre se quedaba dormido encima de los cuadernos. Maxl era el único que parecía fresco, hablaba con su padre de los árboles frutales que habían plantado en otoño y quería saber cuándo darían frutos.
—Aún tardarán un tiempo, chico —contestó Gustav, y torció el gesto mientras buscaba la postura correcta para la pierna—. Como muy pronto, en dos o tres años podremos recoger las primeras manzanas y peras.
Acababan de terminar de comer, y Auguste iba a llevarse la olla vacía a la cocina cuando llamaron a la puerta.
—Esa es Liesl —dijo Hansl, y dejó el cuaderno a un lado para abrirle la puerta a su hermana mayor.
Liesl venía envuelta en un paño de lana y había cogido prestado el gran paraguas de Fanny Brunnenmayer. La chica había hecho buenas migas con la cocinera, y Auguste estaba muy orgullosa porque Fanny Brunnenmayer era muy selectiva con sus simpatías.
—Llegas tarde, Liesl —dijo Auguste—. Ya creía que hoy no ibas a venir.
La hija se quitó obediente los zapatos y se puso las viejas pantuflas que había preparadas para ella en la puerta.
—Siempre tengo que hablar primero con la señora Brunnenmayer para saber qué necesita para el día siguiente —se disculpó—. Además, hoy había mucho jaleo en la villa y se me ha hecho tarde.
—Pues siéntate y dame la nota.
No era mucho lo que pedía la cocinera para el menú del día siguiente. Perejil y cebollino, eneldo y perifollo, además de tres manojos de puerro. Nada más. Envió a Maxl al invernadero a prepararlo todo y envolverlo en papel de periódico.
—Que no sean las hierbas que ya han estado en el mercado —le gritó Liesl por detrás—. Córtalas frescas, si no la cocinera no las querrá.
—No es para tanto —criticó Auguste—. Maxl las puso en agua, es como si estuvieran recién cortadas.
—Si sigues así, mamá, ya no nos comprará más.
Disgustada, Liesl se sentó al lado de su padre para preguntarle por el pie.
—Siempre es lo mismo, niña. Unas veces mal, otras peor. Ya estoy acostumbrado.
Auguste, en cambio, después de servirle a Liesl un vaso de sirope de frambuesa diluido, le preguntó por las novedades en la villa de las telas.
—Nada bueno, mamá. Kurti ha estado todo el día con fiebre alta y fuertes dolores de barriga. La señora Melzer estaba desesperada, ha llamado al doctor Greiner, pero no ha llegado hasta última hora de la tarde y para entonces ya tenía el sarpullido. Tiene escarlatina, el pobre.
—¡Jesús! —exclamó Auguste, y dio una palmada—. Seguro que contagiará a Johann y a Hanno. Qué suerte que todos hayan pasado ya la escarlatina.
Liesl le contó que el médico había afirmado que la escarlatina era una enfermedad infantil por la que todos teníamos que pasar. Era mucho peor si se sufría de adulto.
—¿Y cómo está Leo? —preguntó Maxl—. Si hubiera estado yo la semana pasada, les habría dado una paliza a esos canallas.
—No hables así, Maxl —le reprendió su padre—. Y tampoco tienes que pegar a nadie. Solo faltaría que recibiéramos una denuncia y tuviéramos que pagar una indemnización.
Auguste era de la misma opinión, pero Maxl le aseguró con obstinación que habría defendido a Leo Melzer incluso con su sangre.
—Ya lo hice cuando íbamos juntos al colegio. De todas formas, ya quería partirle las costillas a ese Willi Abele porque hace poco me sacó la lengua en el mercado, menudo miserable.
Hansl había vuelto a sus deberes. Cuando calculaba un ejercicio pegaba la lengua a la comisura de los labios y alzaba la vista hacia el techo. Luego escribía el resultado en el cuaderno. Fritz se había quedado dormido en el sofá.
—Leo ya se ha recuperado, aún tiene un rasguño en la frente y un morado apenas visible —intervino Liesl—. Hoy han ido a visitar con Hanna a su amigo Walter a la clínica. Mañana podrá irse a casa, aunque su madre tiene un miedo horrible por él y no quiere ni dejarle ir al colegio.
—¿Y cómo tiene la mano? —preguntó Gustav, compasivo.
—Hanna dijo que le han enyesado la mano y el brazo hasta el codo. Por delante sobresalen un poquito los dedos, pero no puede moverlos. Ni aunque se esfuerce muchísimo. Leo le ha tenido que consolar porque está muy desanimado, el pobre Walter.
—Mira todo lo que puede pasar en una de esas peleas —le dijo Auguste a Maxl en tono de reproche—. Si a Walter se le queda la muñeca rígida, nunca podrá volver a tocar el violín.
—Eso no me da miedo —replicó Maxl, impasible—. Yo no toco el violín.
—Como jardinero necesitas todas tus extremidades sanas —le aleccionó Gustav—. Mírame —añadió, y torció el gesto al empujar el pie un poco hacia delante.
—Nosotros tenemos mucho que hacer —desvió el tema Auguste, y miró esperanzada a Liesl—. Nos irían muy bien un par de manos más. Mucha gente ha solicitado el trabajo, pero no nos queda ni un penique para eso.
Liesl asintió afligida y se disculpó diciendo que ella comía y dormía en la villa de las telas, así que no necesitaba más dinero para su manutención.
—No tienes motivos para quejarte —transigió Auguste—. Hay hasta luz eléctrica en los cuartos de los empleados. Cuando yo era doncella allí, de noche íbamos al retrete con la linterna.
A su juicio, había llegado el puro lujo a los cuartos del servicio. Los suelos estaban pulidos y recién barnizados, las paredes blanqueadas, y a Fanny Brunnenmayer incluso le cambiaron la cama porque la que tenía estaba rota.
—Has tenido suerte, Liesl —dijo Auguste—. ¿Te han pagado hoy la mensualidad?
Su hija recibía quince marcos todos los meses. Era más de lo que ganaba una ayudante de cocina en su época. No es que Auguste estuviera descontenta con la suerte que le había tocado, pero a veces pensaba con melancolía en los buenos tiempos. Cuando trabajaba en la villa, solo tenía que ocuparse de su trabajo y no la asolaban las constantes preocupaciones familiares y económicas.
—Sí, claro —dijo Liesl, y sacó el portamonedas del bolsillo de la falda—. Esta mañana a primera hora Humbert nos ha pagado a todos. Espera: diez, once, doce… Esto es para vosotros, mamá.
Todos los meses entregaba doce marcos de su sueldo a sus padres. Así lo habían acordado con ella. Le quedaban tres marcos que ahorraba para comprarse alguna tontería o a lo mejor un pañuelo para abrigarse en invierno. Del calzado y la ropa se ocupaban los patrones, ¿para qué necesitaba Liesl tanto dinero? Auguste dejó las monedas en la caja. Los intereses del crédito vencían, el dinero llegaba justo a tiempo.
—El domingo hay una gran celebración de aniversario —explicó Liesl mientras se guardaba el portamonedas—. Haremos una tarta de bizcocho con cobertura de chocolate. Y la señora Brunnenmayer me enseñará a hacer rosas de azúcar después de teñirlo de rosa.
—¿Y de quién es el cumpleaños? ¿Del señor Melzer?
—De nadie de la villa, sino de Gertrude Bräuer. Es la suegra de Kitty Scherer, es decir, la madre de su marido Alfons, caído al principio de la guerra, y la abuela de Henny. Kitty se casó más tarde con Robert Scherer…
—No hace falta que me lo expliques, Liesl —rezongó Auguste—. Conozco muy bien a Robert Scherer de la época en que trabajaba allí. Por aquel entonces ya iba detrás de la señorita Kitty. Por desgracia contaba con malas cartas porque ella tenía en mente a otro, el hijo de los Bräuer, que encima era dueño de un banco. La vida es así.
Auguste nunca había contado que ella le echó el ojo al imponente joven. Incluso se planteó endilgarle la criatura que esperaba, Liesl. Sin embargo, el guapo de Robert fue demasiado listo para caer en eso, así que se quedó con el jardinero Bliefert. Por supuesto, era muy feliz con su Gustav, que era un buen hombre, un espíritu leal, y hacía todo lo que ella le ordenaba. Se mataba a trabajar y nunca se quejaba. Pese a todo, a menudo se le pasaba por la cabeza que podría haber escogido mejor si hubiera jugado bien sus cartas. Cuando Robert regresó de América era un hombre rico, ella podría haber sido su esposa si hubiera sido más lista. Sobre todo le fastidiaba que el verdadero padre de Liesl, Klaus von Hagemann, la hubiera dejado tirada con su hija ilegítima. Otra en su lugar no habría sido tan boba. Habría atrapado a ese señor noble. Else le contó que el señor Von Hagemann luego se casó con una campesina en Pomerania. ¡Quién lo iba a decir! ¡Una campesina! Con Auguste habría quedado mucho mejor servido. Sí, a lo largo de su vida había cometido muchos errores, no supo aprovechar las oportunidades que se le presentaron y por eso no había conseguido más que un jardinero.
Por suerte, Gustav nunca le hizo reproches por Liesl y acogió a la niña como si fuera hija suya. De momento ella no sabía quién era su verdadero padre, pero tendrían que decírselo pronto, ya tenía diecisiete años, sobre todo por si Else o Brunnenmayer se iban de la lengua en la villa de las telas.
—¿Me lo has colocado todo, Maxl? —preguntó Liesl—. Vuelvo a la villa, que ya es muy tarde.
Justo cuando se estaba colocando el pañuelo llamaron a la puerta de la casa. Fue un ruido educado, casi tímido, y Auguste enseguida supo quién se encontraba fuera, en la oscuridad, pidiendo entrar.
—¡Christian! Vienes en plena noche, ya queríamos irnos a la cama.
Era una exageración porque no eran más de las nueve, pero en realidad Gustav no iba a permanecer despierto mucho más.
Christian estaba muy avergonzado, se quitó el gorro mojado, se retorció las manos, se las pasó por el pelo empapado por la lluvia y asomó la cabeza por detrás de Auguste hacia el pasillo. Por supuesto, había visto que Liesl se dirigía al vivero y ahora esperaba acompañarla durante el camino de vuelta. No era tonto, Christian, aunque tampoco era el más valiente. Por suerte.
—Lo siento muchísimo, señora Bliefert. Yo… aún tenía que limpiar los aperos y se me ha hecho tarde —balbuceó—. Entonces he visto que había luz en la ventana de su casa y he pensado que habría alguien despierto…
En ese momento apareció Hansl detrás de ella en el pasillo.
—¡Ha venido Christian! —gritó—. Está calado hasta los huesos. Pasa, no te quedes ahí fuera bajo la lluvia.
El comentario de Auguste sobre que ya era hora de acostarse pasó desapercibido. Maxl apareció y esbozó una sonrisa de oreja a oreja de la alegría, y Fritz se despertó y saltó del sofá, corrió al pasillo y se lanzó al cuello del visitante tardío.
—¡Tengo que contarte algo, Christian! —exclamó Fritz—. Tenemos un nido de mirlos en las tablas, y dentro hay cuatro huevos de color verde azulado…
Los tres hicieron entrar al invitado en la casa, Auguste tuvo el tiempo justo para decir: «Quítate los zapatos», de lo contrario habría entrado en el salón con las botas sucias. Ahí estaba Liesl, que en realidad ya se iba.
—¿Qué haces deambulando tan tarde por la zona, Christian? —le preguntó, con una sonrisa pícara.
Auguste pensó que su hija era coqueta. Provocó al chico con su sonrisa y sus mejillas rosadas.
—He venido porque quería encargar pensamientos y tagetes para la glorieta que hay delante de la villa de las telas.
Sonaba bien, prometía cuantiosas ganancias. Seguía siendo una excusa porque en el bancal redondo de delante de la villa ya florecían los tulipanes y los narcisos, y como mínimo tardarían dos semanas en volver a plantar la glorieta. Sin embargo, le pasó la nota con el pedido a Gustav por encima de la mesa.
—La nota tienes que dársela a ella, Christian. —Gustav señaló a Auguste con una sonrisa—. La señora directora es la que coge los pedidos.
—Perdón —se disculpó Christian, y se le pusieron rojas las orejas cuando le entregó el papel. Después ya no supo qué hacer.
—Puedes acompañarme a la villa de las telas —propuso Liesl—. Me alegro de no tener que caminar sola en la oscuridad.
—Maxl también puede acompañaros —intervino enseguida Auguste—. Te llevará las cosas para Brunnenmayer, ya que tienes que cargar con el paraguas grande y una linterna.
Maxl aceptó encantado, pero Christian y Liesl intercambiaron miradas de decepción.
Auguste, en cambio, estaba exultante y acompañó a los tres a la puerta, les dio las buenas noches y agarró por el cuello de la camisa a su hijo Fritz, que quería salir corriendo al patio.
—Mira el sofá —le riñó—. Has descolocado todos los tapetes. Recógelos y vuelve a colocarlos. ¡Y luego a la cama!
De regreso en la casa, cuando el resto de la familia se subió arriba, miró por la ventana de la cocina y vio entre los arbustos aún pelados a los tres paseantes nocturnos iluminados por la luz amarillenta de la linterna. Liesl llevaba abierto el paraguas y se había agarrado del brazo de Christian, y Maxl agarraba la bolsa de las verduras y la linterna. ¿Acaso Christian estaba aprovechando la ocasión para darle un beso tierno a Liesl? Auguste aguzó la mirada hasta que empezaron a llenársele de lágrimas. No, se había preocupado en vano. Christian mantenía una conversación animada con Maxl y su hija caminaba a su lado en silencio.
Aliviada, empezó a secar los vasos y dejarlos en el armario. Christian no significaba nada para Liesl. Era un buen chico, cándido, no muy distinto de su Gustav. Era jardinero, y seguiría siéndolo hasta el fin de sus días. Su hija, en cambio, había nacido para ser alguien, tenía madera para llegar a lo más alto. Era guapa y nada tonta. En la villa de las telas estaba en buenas manos, solo tenía que salir lo antes posible de la cocina. Así conocería a todo tipo de gente y progresaría. Conseguiría lo que a ella le había sido negado: ascender a señora.