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Chapter 11 - Capítulo 10

—¡Debería haberse ocupado del paciente en vez de irse a casa!

El despacho del director de la clínica estaba decorado con muebles pesados y oscuros, tras el escritorio había unas librerías acristaladas con obras médicas, aquí y allá una fotografía con marco de plata, huesos humanos, la representación de una oreja con los canales auditivos. Con ese telón de fondo, el profesor Sonius parecía un gnomo canoso con gafas doradas y media calva. Sin embargo, era el hombre que hacía temblar a todo el personal de la clínica.

—Mi turno había terminado, señor profesor. Aun así, me quedé en la clínica más tiempo del necesario y pasé el paciente al doctor Heinermann.

Tilly se sentía como una acusada, sobre todo porque iba vestida con ropa de calle, sin la bata blanca que la identificaba como médico de la clínica de Schwabing. La habían expulsado, ya no pertenecía a ese lugar. Por eso no fue a escuchar reproches, sino a aclarar los hechos.

—¿Y por qué no estuvo presente en la admisión del señor Kugler? A fin de cuentas, ese día estaba al cargo de la unidad de urgencias.

—Junto con el doctor Heinermann. Él realizó el primer examen del paciente y me llamó después.

El director de la clínica hojeó un montón de formularios escritos que tenía delante sobre el escritorio.

—Según la declaración de la enfermera Martha, mantuvo una conversación privada con una paciente en vez de acudir de inmediato a urgencias cuando el doctor Heinermann la llamó.

Tilly estaba indignada. Ella no mantenía conversaciones privadas con los pacientes, la señora Kannebäcker tenía molestias, por eso fue a verla.

—Considero que esa conversación era importante, señor profesor. No duró más que unos minutos. Es imposible que esa demora fuera la causa de la muerte del paciente. La encefalitis de la que murió se produjo, según tengo entendido, después de la operación.

Sonius apenas la escuchaba, pasaba las hojas con el gesto helado, imperturbable.

—Sabe perfectamente, señora Von Klippstein, que en esos casos cada minuto cuenta. Sea como sea, los familiares del señor Kugler amenazan a la clínica con tomar medidas legales. Se podría haber evitado si usted hubiera estado en su puesto a su debido tiempo.

—Confié en el diagnóstico de mi colega. El doctor Heinermann es un médico con experiencia, señor profesor.

—Pues en este caso, por desgracia, se le pasó algo por alto. Por supuesto, puede pasar, no somos dioses. Si usted hubiera llegado a tiempo, como requiere su oficio, habría salvado una vida humana con el diagnóstico correcto y habría librado a la clínica de consecuencias desagradables. Así están las cosas ahora mismo.

Tilly supo que no tenía opciones. Parecía decidido a echarle la culpa a ella, era el sacrificio del peón que necesitaba el señor profesor para salvar su posición. Como director de la clínica, había suspendido y despedido de inmediato al médico que estaba de servicio, en este caso, una doctora. Seguro que eso impresionaría a los familiares. Ella ni siquiera tenía fuerzas ya para repetirle una vez más que había terminado su turno ese día.

—Lo siento, no puedo hacer nada más por usted.

No lo sentía en absoluto, se le notaba claramente. Se alegraba de poder resolver la situación así. Se decía que ambicionaba hacerse cargo de la dirección de una clínica grande de Berlín, y esa horrible mancha en su currículo se interponía en su camino. Tilly comprendió de pronto que había estado fuera de lugar en aquella clínica desde el principio, porque para ella no se trataba de hacer carrera, sino de curar a los enfermos, aliviar sus dolores, darles esperanza y acompañarlos en la muerte, cuando era inevitable, con ternura y cariño.

—Hice un diagnóstico correcto y usted lo utiliza en mi contra —protestó, y se puso en pie—. En cualquier caso, debo aceptar su decisión. Envíeme los papeles a mi dirección, por favor.

Él sonrió, aliviado.

—Le deseo lo mejor, señora Von Klippstein. El despido ha sido por motivos disciplinarios, no ha tenido nada que ver con su competencia médica, que sigo apreciando igual que antes.

Tilly se acercó a la puerta sin prestar atención a su palabrería.

—¡Mucha suerte en el camino, señor profesor!

Dicho esto, salió del despacho del temido jefe de la clínica y, mientras recorría el largo pasillo hasta la salida, se sintió liberada de una pesada carga. Ya no tenía poder sobre ella. Era libre. Los jefes médicos, que pasaban a toda prisa con su bata blanca y su gesto importante, las pérfidas enfermeras, incluso su colega, el doctor Heinermann, que había tenido suerte y se había salvado de la expulsión, todos le resultaban indiferentes. Ya no formaba parte de aquello, nunca había formado parte.

En el tranvía su buen humor desapareció cuando otras ideas pasaron a un primer plano. Estaba sin empleo, su cualificación médica por la que llevaba tanto tiempo luchando seguía sin llegar y las perspectivas de conseguir un puesto en otra clínica no eran buenas. El motivo de su despido figuraría sin duda en sus papeles, no hacía falta ni que presentara candidaturas. Cerró un momento los ojos de puro agotamiento y pensó en Ernst.

—De ahora en adelante, por la tarde estarás descansada y animada porque tendrás para ti todo el día —le había dicho muy contento—. Yo te daré dinero para que te compres unas cuantas cosas bonitas para el verano. Tienes que ir bien vestida siendo mi esposa.

No dijo ni una palabra más sobre su intención de contratar a un abogado para impugnar el despido, como propuso al principio. Entretanto había llegado a la conclusión de que ella no era del todo inocente en ese «lamentable accidente». Aunque, por supuesto, su colega, el que realizó el diagnóstico incorrecto, se llevaba la peor parte de la responsabilidad.

—Seguro que sabes que el doctor Heinermann está casado con una sobrina del profesor Sonius. Ese tipo de alianzas son difíciles de romper.

—¡La responsabilidad es de la clínica y de quien ha llevado a cabo la operación!

—¿Y quién fue?

—El profesor Sonius.

Luego él se encogió de hombros y cambió de tema.

Eso había ocurrido unos días antes. Cuando se bajó del tranvía en Pasing y se dirigió a la mansión de Menzinger Strasse estaba profundamente abatida. La bonita sensación de libertad se había desvanecido, más bien tenía la angustiosa impresión de ser prisionera. «Yo te daré dinero», fueron sus palabras. No era nada fuera de lo común ni escandaloso, todas las esposas que conocía se compraban vestidos con el dinero de sus maridos. Sin embargo, ella siempre insistió en tener su propio dinero y pagarse todo lo que fueran sus necesidades personales. Eso se había acabado.

La preciosa mansión en la que vivían estaba rodeada por un seto de carpe que empezaba a brotar. ¿De verdad allí se sentía en casa? No, era la casa de su marido, su parque, su propiedad. Igual que ella era su mujer. Cuando se inclinó para sacar la llave del bolso, de pronto notó un roce, algo le hacía cosquillas en el cuello. Se tocó y palpó un pequeño bulto bajo la tela del abrigo. El corazón rojo que llevaba colgado de la fina cadena de oro, el regalo de la pobre señora Kannebäcker. Vaya, no le había dado suerte, a lo mejor debería regalárselo a alguien.

Ernst la esperaba en el comedor, donde a partir de ahora almorzarían juntos todos los días. Julius, que antes trabajaba en la villa de las telas, vestía con traje oscuro y fajín blanco, siempre servía primero al señor de la casa y decía el nombre de los platos. Luego se retiraba con discreción para no molestar a los señores mientras conversaban.

—¿Se va arreglando poco a poco esta situación tan desagradable? —preguntó Ernst mientras abordaba la sopa.

—Sí —contestó Tilly, escueta.

—Creo que necesitas reposo —dijo él con una sonrisa—. ¿Qué te parece si pasamos unos días junto al lago Ammer en un pueblo bonito? Podemos salir a pasear, ir en barca por el lago, a lo mejor incluso podemos bañarnos ya.

La idea de pasear con Ernst la horrorizaba. El año anterior estuvieron en St. Moritz para practicar deportes de invierno, a ella le hacía ilusión aprender a esquiar, pero pronto renunció a la idea. Debido a sus heridas de guerra, Ernst no estaba en condiciones de practicar ningún deporte y le lanzaba miradas de desaprobación. Hasta que ella, en consecuencia, se desapuntó del curso y le acompañó en sus paseos. Cuando caminaban, él solo hablaba de sí mismo, de sus malestares, de sus negocios y del dinero que ganaba y que quería invertir sin falta.

—No creo que necesite descansar —se apresuró a decir ella—. Quiero volver a ejercer la medicina lo antes posible, es la profesión que he elegido y que considero mi destino.

Ernst torció el gesto porque no le gustó la respuesta. Soltó un bufido, malhumorado, cogió la copa de vino y bebió un trago.

—¿Piensas abrir tu propia consulta?

—¿Por qué no?

En efecto, había coqueteado con esa idea. Era una posibilidad de trabajar sin la molesta jerarquía de la clínica, sin enfermeras testarudas ni colegas malintencionados, completamente sola. Nadie le diría cuánto tiempo ni con qué intensidad se dedicaba a cada paciente. Sin embargo, para alquilar y montar una consulta médica se necesitaba una gran suma de dinero; los ahorros que tenía de sus ingresos no bastarían.

Ernst no parecía oponerse a la idea.

—Yo esperaba que estuvieras a mi lado como mi esposa y compañera. Pero bueno, me dejo convencer. Consideras que tu profesión es tu destino, y estoy dispuesto a apoyarte.

Tilly no se lo podía creer. Ahí estaba de nuevo el hombre que una vez luchó por ella y la ayudó, al que se sintió infinitamente agradecida y aceptó su proposición de convertirse en su esposa.

—En los últimos tiempos he adquirido bienes inmuebles en el centro de Múnich —prosiguió—. Había que invertir el dinero, nunca se sabe si esta crisis económica acabará en inflación. Podrías abrir una consulta en uno de mis edificios. Y tengo muchos amigos y conocidos que podría enviarte como pacientes.

Así se lo imaginaba él: una consulta médica en el centro de la ciudad para gente adinerada. Conocía ese tipo de consultas. Eran la residencia de los médicos de moda, que convencían a los pacientes de todo tipo de achaques, les recetaban medicamentos prescindibles y a cambio se embolsaban unos honorarios abultados.

—Creo que no me gustaría trabajar en esas condiciones —protestó ella, decidida—. Más bien había pensado en abrir una consulta en Giesing o Haidhausen y ayudar a aquellos que necesitan con urgencia un tratamiento médico y no tienen dinero para pagarlo.

—En Haidha… —Él se atragantó del susto con el vino y tuvo que toser, lo que le causaba dolor en el pecho y el estómago por las cicatrices de guerra.

Para Tilly la espera se había convertido en una tortura porque Ernst se concentró primero en comer. Necesitaba tiempo para formular con calma su respuesta, pero no lo consiguió.

—Si pretendes abrir una consulta en uno de esos barrios, no contarás de ningún modo con mi consentimiento. Con mi posición, no puedo permitir que mi esposa tenga trato con sucios trabajadores y borrachos.

Le lanzó una breve mirada para comprobar el efecto que habían tenido sus palabras, luego empezó a cortar las rodajas de asado en el plato. Tilly lo observó un rato, lanzó la servilleta sobre la mesa y se fue sin decir palabra. No reaccionó a sus gritos. Subió corriendo la escalera y se encerró en el cuartito que usaba como vestidor. Allí se hundió en su butaca tapizada y clavó la mirada al frente.

El asunto era muy sencillo: Ernst tenía la sartén por el mango. Una mujer no podía alquilar una vivienda ni abrir una consulta sin el permiso de su marido. Como esposa, apenas tenía más derechos que un menor de edad. Se quedó un rato sentada en el vestidor, era su único refugio en la casa, con una pequeña ventana, pero por lo menos era un sitio donde podía retirarse sola. Al cabo de un rato oyó pasos y alguien llamó a la puerta.

—¿Señora? ¿Está usted ahí dentro? El señor desea hablar con usted.

Había enviado a Julius, el muy cobarde.

—Dígale al señor que no voy a mantener más conversaciones.

—Pero… el señor está muy disgustado.

—Por favor, dígale lo que le he dicho, Julius.

Oyó cómo bajaba despacio la escalera y cuchicheaba con Bruni, que por lo visto se encontraba al pie de la escalera. Sin querer, Tilly oyó el secreteo entre ambos.

—Ahora se ha vuelto loca… Bueno, se va a llevar una buena sorpresa —se indignó Julius.

—Bobadas —masculló Bruni—. Si yo estuviera casada con alguien así, me iría corriendo. No puede hacer nada en la cama. No sé cómo la señora lo aguanta.

—Y yo pagaré los platos rotos —se lamentó Julius—. Seguro que se pondrá hecho una furia cuando se lo diga.

El servicio tenía su propia opinión sobre lo que hacían los señores. Sin embargo, el irrespetuoso comentario de Bruni había surtido efecto. Por supuesto, la rígida obstinación de Ernst, su búsqueda de reconocimiento, su manera de llevar los negocios, todo se debía a las dolencias físicas que le había causado la guerra: como hombre, sobre todo le pesaba la impotencia. Entonces Tilly se propuso permanecer a su lado para siempre, solícita y paciente, pero ahora se preguntaba si seguiría estando dispuesta a hacerlo después de que él se opusiera a una consulta para pobres. Quizá podría encontrar una solución intermedia entre ser la doctora de moda y abrir una consulta para pobres. Si los dos cedían un poco, tal vez no fuera tan difícil. Se levantó y caminó por la habitación sopesando la idea, hasta dónde estaba dispuesta a ceder, dónde establecía sus límites, qué podía aceptar. Cuando por fin se aclaró, abrió la puerta y bajó la escalera para hablar con él. Primero se disculparía por su tensa reacción en el comedor, se había dejado llevar por los nervios, y luego empezaría las negociaciones.

Julius estaba en el vestíbulo, a punto de colgar la bata de Ernst en una percha.

—Si busca al señor, acaba de irse a la ciudad.

«Bien», pensó Tilly. Así se le pasaría el enfado y por la noche hablarían con calma.

—Gracias, Julius, me gustaría tomar un café en la biblioteca.

—Enseguida.

Tilly intentó leer una novela, pero no logró concentrarse. Perdía el hilo una y otra vez, tenía que volver atrás, intentaba distinguir los personajes, seguir la trama. Al final dejó el libro. La historia del antipático trepa Georges Duroy en el París del siglo XIX no le interesaba.

Se bebió el café casi frío, caminó junto a las librerías en busca de otra lectura sin encontrar un solo título que le resultara atractivo. Durante un rato leyó el periódico, pero su mente no paraba de divagar. Necesitaba encontrar una solución aceptable. De ello dependía su futuro. Su matrimonio. Su vida entera.

En la casa reinaba un silencio infinito, de vez en cuando crujían los viejos muebles, el péndulo del reloj de pie se movía con su tenue tictac, de vez en cuando se oían los pasos de los empleados en el pasillo.

De pronto se apoderó de ella la añoranza del ajetreo en casa de Kitty y se dirigió al despacho de Ernst para hacer una llamada.

—¿Sí? Al habla Henriette Bräuer. ¿En qué puedo ayudarle?

Era Henny. Qué adulta sonaba al teléfono. Y qué importante se sentía. Si su situación no fuera tan triste, se habría echado a reír.

—Al habla tu tía Tilly, ¿estás bien?

—Tía Tilly —se alegró la chica—. ¿Llamas desde Múnich? ¿Cuándo vienes de visita? Imagínate, mamá me ha quitado el camisón de seda. Según ella soy demasiado joven para eso. ¿No te parece una canallada?

—Bueno, es una lástima —comentó Tilly, muy diplomática—. Es verdad que estabas muy guapa con el camisón.

De fondo se oyó la voz de Kitty.

—¿Es Tilly? Pásame el teléfono, Henny. Cuidado con el cable, se ha enrollado en la pata de la mesa… No, así no. Al revés.

Entonces se puso Kitty al aparato. La vida distendida envolvió a Tilly, que la acogió con avidez.

—¿Tilly? ¡Por fin! He llamado a tu casa dos veces, pero el gruñón de tu marido me dijo que no estabas. ¿Te lo llegó a decir? Henny, no te bebas mi café, por favor, y ve a buscar a Gertrude a la cocina. ¿Tilly, cariño? ¿Sigues ahí? ¡No dices nada!

—No puedo meter baza.

—No lo entiendo. Yo hablo sin más y siempre meto baza. Escucha, tengo que decirte algo importante antes de que tu estricta madre me oiga. ¡Ese médico rubio tan guapo y simpático nos llamó hace poco y preguntó por ti!

El doctor Kortner. Tilly notó cierta inquietud. ¿No había intentado hacerle la corte? No, eran imaginaciones suyas.

—Quería saber en qué clínica estabas porque conoce a un colega que también trabaja en una clínica de Múnich… Era una excusa, claro. Yo creo que ese hombre está loco por ti. ¿No es maravilloso?

—No sé qué tiene de maravilloso que un soltero se interese por una mujer casada.

—Nunca está de más que un hombre se interese por una mujer. Sobre todo si es guapo y tiene lo que hay que tener.

Tilly no pudo evitar sonreír de nuevo. Dios mío, cómo le gustaba la charla alocada de Kitty. Su empuje. Su actitud positiva y feliz ante la vida.

—¿Tilly? ¿Cómo estás, mi niña? —dijo su madre, que cogió el teléfono—. ¿Te ha hecho enfadar Ernst? Me da la sensación de que con este matrimonio cada vez estás más delgada y pálida.

Era típico de Gertrude, que rara vez tenía pelos en la lengua y que mandó callar a Kitty, que hacía ruido de fondo.

—Estate en silencio de una vez, Kitty. No entiendo ni una palabra.

—Estoy bien, mamá —dijo Tilly al auricular—. Y te prometo que pronto engordaré. Quiero abrir mi propia consulta aquí, en Múnich.

—¿Una consulta? ¿Tú sola? ¿Lo has pensado bien? Kitty, ¿has oído? Quiere abrir una consulta médica. Ella sola.

—Es una idea genial —anunció Kitty—. Dile que tiene que abrir la consulta en Augsburgo. Aquí hay una cantidad horrible de enfermos. Además, le precede la fama de ser una doctora fantástica que le salvó la vida a un niño con un cuchillo de cocina y el tubito de un bolígrafo.

Se oyó un motor. Tilly dejó el auricular sobre el escritorio y corrió a la ventana. Era él. ¡Por fin!

—¿Mamá? Lo siento pero tengo que colgar, Ernst acaba de llegar a casa. Te llamo mañana.

—¿Por qué tienes que colgar? —preguntó su madre, enfadada—. Permites que tu marido te exija demasiado. Ese hombre es un tirano enmascarado, siempre lo he sabido.

—Hasta pronto, mamá.

Llegó demasiado tarde, Ernst ya había subido la escalera cuando ella salió del despacho al pasillo.

—Señora —le dijo Bruni—. Debo comunicarle que el señor quiere cambiarse y luego tiene que irse otra vez. Le han invitado a una velada. No hace falta que le espere, puede que vuelva muy tarde.

Hizo una reverencia y se fue sin esperar respuesta de Tilly.