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Chapter 10 - Capítulo 9

Fanny Brunnenmayer sacó las gafas del bolsillo del delantal y se las colocó en la nariz para estudiar el plan semanal que la señora Elisabeth acababa de entregarle. ¡No podía ser cierto!

—Tenemos que ahorrar, señora Brunnenmayer —dijo Lisa mientras daba a la pequeña Charlotte una galleta de vainilla—. Con los tiempos que corren, con comer carne tres veces por semana es suficiente. Por lo demás, sopas con tropezones, pasta con queso y platos de patata… el viernes, un guiso de verduras y algo casero de postre.

—No puedo cocinar una sopa sin un trozo de carne —intervino la cocinera—. Y los domingos hay que poner en la mesa un asado de cerdo con albóndigas de patata.

—Por mí, lo del domingo está bien. Pero durante la semana, arroz con leche o pastas al vapor, tal y como le he apuntado. De todos modos a los niños les gusta más.

—Pero no a los adultos —replicó la cocinera—. El señor Melzer no soporta el arroz con leche, y Leo tampoco.

—Todos debemos hacer sacrificios en esta época aciaga —comentó la señora, que recogió una muñeca del suelo para dársela a su hija, que tenía las manos tendidas—. Por favor, de ahora en adelante nada de opulentos pasteles de nata —continuó—. Ni mucho menos de dos pisos con chocolate y mazapán, como el del cumpleaños de la señora Bräuer. Ya no podemos permitirnos semejante despilfarro, señora Brunnenmayer.

A Fanny Brunnenmayer le costaba mantener la calma. Cuando volvió a hablar, su tono era tenso:

—Si la señora lo desea, puedo hacer un buen guiso de colinabo, como cuando había guerra. O una sopa de agua con una piedrecita dentro.

Por supuesto, la señora captó la mordaz ironía, le lanzó una mirada airada y llamó a Hanna porque había que cambiarle el pañal a la niña.

—No es necesario —dijo con frialdad—. Usted cocine lo que le he apuntado. Ahora puede volver a la cocina.

Fanny Brunnenmayer se estiró. Pronto cumpliría cincuenta años al servicio de la familia, no podían sermonearla así.

—El pastel para la señora Bräuer lo pagaré de mi bolsillo, señora —anunció con vehemencia—. Por lo demás, me gustaría saber si las nuevas instrucciones se han acordado con el señor y la señora Melzer, para que luego no me vengan con quejas.

No fue una respuesta muy inteligente porque a la señora le molestaba que dudaran de sus competencias. A decir verdad, llevaba algo de razón porque la cocinera no podía imaginar que Paul Melzer quisiera comer arroz con leche, pero como empleada no le correspondía hacer ese tipo de preguntas.

—Si quiere pagar la tarta de su propio bolsillo, nada se lo impide —contestó Lisa con frialdad—. Ahora no quiero distraerla más de su trabajo, señora Brunnenmayer.

—Como quiera, señora —contestó la cocinera, y se fue del salón.

En la escalera de servicio le subió la bilis. Por supuesto que Lisa no había acordado nada con los señores Melzer, era evidente. También lo era de dónde salía esa repentina afición por ahorrar. Solo podía habérsela inculcado su marido con inclinaciones revolucionarias. Hasta entonces, Fanny Brunnenmayer no tenía nada en contra de Sebastian Winkler y de vez en cuando incluso lo defendía cuando Gertie o Else lo ponían verde. Sin embargo, si no le permitía a la señora Bräuer un buen pastel de nata y quería que en la villa escaseara la comida, se acabó la buena opinión que tenía de él. Un tacaño, eso es lo que era. Le parecía increíble que Lisa, que antes era una persona tan caprichosa y enérgica, estuviera tan sometida a ese tímido profesor. La cocinera suspiró. Era una lástima la deriva que tomaba a veces el amor. En su fuero interno se alegró de su condición de soltera, pues ocupaba una buena posición y solo se debía a los señores. Tiempo atrás tuvo pretendientes, pero decidió seguir siendo cocinera en la villa de las telas. Fue una decisión inteligente: ya había visto en numerosas ocasiones adónde podía conducir un matrimonio desdichado.

Abajo, en la cocina, Liesl estaba limpiando las verduras para el caldo de ternera, el gratinado de pasta para la noche tenía que entrar ya en el horno, además quería preparar una ensalada de col con panceta y cebolla. Else, que ya había sacudido las alfombras con Gertie y Hanna, se sentó a la mesa larga y se echó una siestecita. A su lado estaba Dörthe tomando un café con leche, y se puso delante un plato con restos de la comida que casi estaba vacío. Dörthe, que había llegado a la villa de las telas con los Winkler desde la mansión Maydorn, no servía para las tareas domésticas. Era una chica de campo, sabía trabajar mucho y comer aún más.

—Té y pastel de nueces para las señoras Alicia y Elisabeth —ordenó Humbert, que entró a paso lento en la cocina y se sirvió un café.

Justo después apareció Hanna con una bandeja llena de vajilla: Dodo había invitado a dos amigas y las había agasajado con chocolate y pastas.

Fanny Brunnenmayer pensó en lo suyo. Ordenar medidas de ahorro y al mismo tiempo pedir pastel de nueces con el té. En adelante los señores tendrían que quitárselo de la cabeza. Las nueces eran caras, y la harina, los huevos y la mantequilla también costaban dinero. A partir de ese día solo haría galletas de avena con margarina; sentía curiosidad por lo que dirían los mimados Melzer. En verdad era un escándalo la cantidad de dinero que derrochaban. Solo en la ampliación se habían gastado una fortuna. Una bañera de mármol y una ducha que ocupaba todo el espacio hasta el techo. Eso no se lo habían ahorrado, ahí se gastaron el dinero a manos llenas.

—¿Por qué pones esa cara, Fanny? —preguntó Humbert en tono cariñoso—. ¿Qué mosca te ha picado?

Al oír esas palabras el enfado que sentía estalló. Sacó el plan de comidas del bolsillo del delantal y lo lanzó sobre la mesa.

—Eso me pasa —dijo enfurruñada—. A partir de ahora solo habrá carne tres veces por semana. Tengo que preparar arroz con leche, guisos y sopas de harina.

La indignación que recorrió la mesa no fue tan intensa, ni mucho menos, como esperaba. Humbert leyó la nota y se encogió de hombros; Gertie calló, disgustada; Hanna suspiró para sus adentros. Else no se había enterado de nada porque seguía durmiendo, y a Dörthe le daba igual lo que le dieran de comer, lo principal es que fuera mucho. Solo a Liesl le parecía una verdadera lástima porque quería aprender a rellenar el ganso de Navidad.

—Bah, eso es una locura —tomó la palabra Gertie en tono de desdén—. Ya pasará. Los Melzer tienen dinero suficiente. Dios sabe que no les hace falta comer sopas de harina.

Humbert subió corriendo con el té y dos pedazos de pastel de nuez, y entonces entró Christian en la cocina. Obediente, había dejado fuera las botas de jardinero mugrientas que llevaba para trabajar en el parque.

—Si sigue lloviendo así, los arbustos de enebro que hemos trasplantado crecerán muy bien —comentó, y dejó que Liesl le sirviera un café.

—Por desgracia Dörthe se ha comido los pasteles —dijo Liesl en tono lastimero—, a lo mejor aún quedan galletas.

Fanny Brunnenmayer decidió darle un poco del pastel de nuez, que en realidad había preparado para los señores. Le apetecía devolvérsela a Elisabeth.

—¿Esta noche vas a tu curso de mecanografía, Gertie? —preguntó Liesl, que se había sentado al lado de Christian.

—Te pica la curiosidad, ¿eh? —contestó con acritud Gertie—. Si quieres aprender mecanografía, no vale la pena. He hecho el examen, hasta me han dado un diploma. ¿Y de qué me ha servido? De nada, porque no hay puestos de trabajo. Por eso.

Por fin Liesl comprendía por qué últimamente Gertie estaba de tan mal humor. Había pagado un curso caro y no le servía para nada.

—¿Por qué quieres trabajar de secretaria en una oficina teniendo un puesto tan bueno con la señora? —le preguntó Hanna.

—Porque quiero progresar —gruñó Gertie, escueta.

Hanna no lo entendía y Christian también sacudió la cabeza sin comprender; Liesl, en cambio, quiso saber si era muy difícil aprender a teclear en una máquina de escribir, y si una mecanógrafa ganaba mucho dinero.

—Como secretaria puedes alquilar tu propia habitación, comprar ropa bonita y salir todas las tardes —explicó Gertie con desdén—. Pero no es para ti, Liesl, porque tú ya tienes a Christian.

En ese momento Christian debería haber dicho: «En eso tiene razón Gertie», o incluso: «Cuando seas mi esposa, me ocuparé de ti». Sin embargo, tenía la boca llena de pastel de nuez y no podía hablar, pero se le pusieron las orejas rojas. Masticó a conciencia el pastel, se lo tragó con el café con leche y, cuando por fin se dispuso a decir una frase, oyeron que llamaban a la puerta del patio.

—Seguro que es Sedlmair, que trae la harina y los guisantes secos —supuso Fanny Brunnenmayer.

Sin embargo, cuando Hanna abrió la puerta se encontró a Auguste con sus botas de goma y el agua cayéndole del abrigo y el sombrero.

—Saludos a todos —dijo—. ¿Está Christian? ¿O Dörthe? Traigo los pensamientos. Lo demás llegará mañana.

Christian se levantó de un salto para descargar junto con Dörthe la carretilla.

—Sí que son bonitos los pensamientos —comentó la chica cuando volvieron—. Hay muchos capullos. Espero que no se nos congelen. Podrías haberlos traído una semana más tarde, Auguste.

Entretanto Auguste se había quitado las botas y aceptó agradecida un café con leche que Fanny le dio para combatir el frío, además de invitarla al último trozo de pastel de nuez. Entre mordiscos y sorbos explicó que ya no tenían carbón en su casa y que no podía calentarla.

—Ojalá parara de llover de una vez —suspiró, y le dio a Hanna la taza para que se la llenara otra vez de café con leche—. Maxl está en la cama con gripe, y Hansl empieza a toser. Y con esta lluvia las malas hierbas no paran de crecer y cubren los plantones. —Hizo una pausa y miró esperanzada a la cocinera—. ¿No necesitarás unos cuantos puerros y apios más?

—Claro —contestó Fanny Brunnenmayer—. Además de cebollas, hierbas para la sopa y perejil. También me quedaré con la col verde, trae todo lo que tengas.

Auguste no podía creer su suerte, la cocinera le estaba comprando todo lo que no había despachado en el mercado. Y no era poco, porque debido al mal tiempo habían tenido pocos clientes.

—Ahora aquí no se va a comer carne cuatro veces por semana —informó Fanny Brunnenmayer—. Mañana habrá un guiso de verduras, puedes traerme también algunas zanahorias del año pasado.

—¿Y qué hacemos con el caldo de ternera? —preguntó Liesl—. ¿Se puede guardar hasta pasado mañana?

—Me temo que no —contestó Fanny Brunnenmayer—. Será mejor que nos lo comamos nosotros para que no se ponga malo.

Humbert volvió con la vajilla del té a la cocina y comentó con una sonrisa:

—Al final las medidas de ahorro quedarán en nada.

—¿Por qué? —preguntó Gertie.

Humbert lanzó una mirada de desconfianza a Auguste, que cogió con timidez su taza de café para vaciarla. No le gustaba compartir información reservada sobre los señores cuando había una persona ajena en la cocina. Sin embargo, como Auguste había trabajado antes allí y además era la madre de Liesl, continuó en voz baja:

—Porque la señora Alicia está discutiendo ahora mismo con la señora Elisabeth. Cuando Kurti vuelva a casa el sábado tiene que tomar caldo de carne, según ella. Para recuperar las fuerzas. Y le da igual si es un día con o sin carne.

—Lo sabía —exclamó Gertie en tono triunfal—. Esto no es más que una majadería. Aunque sobre todo a la señora Elisabeth le sentaría muy bien un ayuno a base de sopa de harina y pan. Todo el rato tengo que ensanchar sus vestidos.

En ese momento todos tuvieron motivos para reír. Incluso Else se despertó de su duermevela y sonrió al grupo sin saber de qué iba en realidad. Solo Auguste esbozó una sonrisa amarga y dejó la taza sobre la mesa con un suspiro.

—Ya me gustaría a mí tener esas preocupaciones —comentó, y se inclinó hacia su hija—. En el vivero se nos sale el trabajo por las orejas. Ya no puedo ver cómo Gustav se mata a trabajar. Justo ahora que hay tanto que hacer, nos falla Maxl por la gripe. Se ha pasado todo el día bajo la lluvia para enterrar los plantones de colinabo y col de Milán. Y aún queda la lombarda, el repollo y las cebollas…

—Ya pasaré la semana que viene —prometió Liesl, que sentía una vergüenza horrible cuando su madre se quejaba en la villa de las telas—. Tendré mi día libre y puedo ayudar.

—La semana que viene es demasiado tarde, Liesl —se quejó Auguste, que se volvió hacia Christian—. Bueno, si un hombre fuerte pudiera ayudarnos sería la gloria.

Christian, que captó la indirecta, asintió, solícito.

—Hay mucho que hacer en el parque —le dijo a Auguste—. Pero podría echar una mano a primera hora y por la tarde.

—Sería muy amable por tu parte, Christian —lo engatusó Auguste—. ¿Sabes? Sobre todo es por Gustav. No dice nada porque no es de los que se quejan, pero yo sé que sufre dolores. El maldito muñón siempre está inflamado.

A Fanny Brunnenmayer ese reclutamiento ahí, en su cocina, le pareció una impertinencia y se arrepintió de haber sido tan complaciente con Auguste. Christian trabajaba como una bestia todos los días muchas horas en el parque, abría nuevos caminos, plantaba árboles jóvenes y podaba los que estaban viejos y podridos. ¡Y ahora encima iba a trabajar más porque Auguste hacía como si no pudiera permitirse ayudantes remunerados! Y el bueno de Christian le haría el favor. Por Liesl.

—Si has venido a contratar trabajadores gratis, siento mucho haberte servido café y pastel —exclamó la cocinera, furiosa—. Puedes traerme las verduras que te he pedido, pero ya no serás bienvenida a partir de mañana.

Auguste se tomó la expulsión con calma y tuvo el descaro de preguntarle a Christian si esa noche tenía algo de tiempo.

—Aún puedes dar un pequeño paseo con Liesl —propuso, la muy astuta.

Sin embargo, Liesl estaba igual de furiosa que Fanny Brunnenmayer por semejante comportamiento. Además, su madre la avergonzaba delante del resto de los empleados.

—Esta tarde no tengo tiempo. Aún hay que limpiar a fondo los fogones y la nevera.

—Pues no pares —comentó Auguste, incansable, y luego recogió sus cosas y se fue. En el patio intentó convencer también a Dörthe para que la ayudara, que entretanto había salido de la cocina.

—Eres tonto si lo haces —le dijo Liesl a Christian—. En el vivero hacen cola los desempleados. Por supuesto, mi madre tendría que soltar unas cuantas monedas…

—Lo haré con mucho gusto —repuso él, cohibido—. Porque Gustav me da pena. Y porque me cae muy bien tu hermano.

—Entonces no te puedo ayudar —dijo Liesl, resignada, y se encogió de hombros.

—Cada hora nace un tonto —comentó Gertie cuando Christian se fue—. Yo no trabajaría gratis en ningún sitio.

Fanny Brunnenmayer podría haberle dicho unas cuantas cosas, pero se contuvo por Liesl. Sabía muy bien que tenía que dar casi todo su sueldo en casa. Era una vergüenza. La chica ni siquiera tenía un abrigo de invierno decente, y los calcetines los había zurcido varias veces. En cambio, Auguste había decorado la casa nueva con muebles bonitos y tenía hasta un baño con una bañera grande. Quería vivir como los señores, y por eso su marido y los chicos tenían que trabajar hasta el límite de sus fuerzas. Maxl lo hacía con gusto porque estaba hecho para el trabajo. Hansl no tanto, era una mente brillante y bueno en los estudios, podía aspirar a algo mejor, pero apenas conseguía hacer los deberes de tanto trabajo como hacía en el vivero. Hasta el pequeño Fritz tenía que trabajar. Pero bueno, no era asunto suyo. Lo único que quería era estar pendiente de Liesl. Le había cogido mucho cariño, tenía que llegar a ser algo decente. A lo mejor algún día incluso llegaba a ser la cocinera de la villa de las telas, su sucesora.

En la villa sonó la campanilla del salón rojo y Humbert se levantó de un salto para acudir. Fanny Brunnenmayer metió la cazuela en el horno y encargó a Liesl que sazonara la ensalada y la mezclara bien.

Al poco tiempo, Humbert llamó a Hanna desde el pasillo del servicio:

—Tienes que subir al salón rojo.

La criada se quedó pálida del susto. Cuando citaban a un empleado arriba, casi siempre era por una queja, y Hanna estaba convencida de que era la persona más torpe del mundo.

—No tengas miedo —le susurró Humbert cuando pasó corriendo por su lado—. Ya sabes que Marie Melzer te tiene mucho aprecio.

Para Else, eternamente cansada, ya era hora de preparar el dormitorio de los señores para la noche, correr las cortinas y abrir las camas. Luego tenía que arreglar el baño, que habían usado varias veces ese día. Subió la escalera de servicio a paso lento, indignada por tener que hacer ese trabajo tan pesado sin Hanna.

Se hizo el silencio en la cocina, la cazuela chisporroteaba en el horno, Liesl mezcló la ensalada, la repartió en tres ensaladeras de la vajilla buena y las dejó en el montaplatos. Fanny Brunnenmayer había rehecho el plan semanal y escribía disgustada lo que tenía que comprar.

Afuera seguía lloviendo, se oía cómo caía la lluvia por los canalones desde el tejado. Los cristales de las ventanas de la cocina estaban cubiertos de laberintos transparentes donde las gotitas de agua buscaban su camino hasta el alféizar. Los sufridos jardineros se estarían empapando. Como recompensa, para cenar había caldo de ternera con guarnición de huevo y pan con mantequilla con paté de hígado. Justo cuando la cocinera iba a buscar los huevos a la despensa, Hanna volvió a la cocina.

—¿Y? —preguntó Fanny Brunnenmayer con una sonrisa de satisfacción—. ¿Te han puesto en tu sitio?

Hanna no contestó. Se sentó a la mesa, apoyó la cabeza en los brazos y rompió a llorar.

—Eh, niña, ¿qué pasa? No puede haber sido tan grave.

Liesl ya estaba con ella, la abrazó e intentó consolarla.

—No te lo tomes tan a pecho, Hanna. Esas reprimendas hay que asimilarlas. Mañana todo volverá a ir bien, créeme.

Hanna se secó las lágrimas y quiso decir algo, pero apenas podía pronunciar palabra por el llanto, y costaba entenderla.

—Él está aquí… Me lo imaginé porque me escribió… desde la cárcel, que está ahí… y que está enfermo.

Fanny Brunnenmayer tuvo una vaga idea sobre de qué podía estar hablando.

—¿En la cárcel? ¿Qué ha hecho?

Hanna tenía hipo y se llevó el pañuelo mojado a la cara.

—Nada… comprueban… si podría ser un espía… pero cuando terminen podrá irse.

—Pero ¿quién? —preguntó Liesl con impaciencia.

—La señora y el señor me han preguntado si tengo algo en contra… porque quiere trabajar en la fábrica.

—¿Y tú qué has dicho? —preguntó la cocinera.

En vez de contestar, Hanna rompió a llorar de nuevo.

—Ha dicho que sí —dijo Humbert desde la entrada del pasillo del servicio—. Y por eso Grigori Shukov pronto se presentará aquí, en la villa de las telas. Estoy seguro de que nadie se alegrará de verlo. Tampoco tú, Hanna.

Estaba furioso, rara vez habían visto así a Humbert. Hanna seguía presa de un llanto descontrolado. ¡Vaya! Así que esa era la desgracia que la cocinera se temía. Ese ruso había vuelto. El gran amor de Hanna que estuvo a punto de llevarla a la tumba.

—¿Cómo estás tan seguro, Humbert? —se asombró Liesl.

Por supuesto, estuvo escuchando tras la puerta.