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Chapter 8 - Capítulo 7

Tilly no se sentía tan feliz y protegida desde hacía mucho tiempo. ¡Cómo había echado de menos esa casa pequeña, caótica y al mismo tiempo acogedora de Frauentorstrasse! Su querida madre, que le había dado un abrazo muy tierno al llegar dos días antes, y Kitty, que la abordaba con su verborrea y transmitía tanta calidez y dulzura. Incluso Robert le dio un abrazo sin rodeos, como un hermano, a modo de bienvenida. Henny, que se había convertido en una joven adorable, no se apartaba de su lado, le había confiado que ella también quería ser algún día una mujer trabajadora y que en todo caso deseaba ganar su propio dinero. Tilly era su gran modelo porque había estudiado y era una doctora de verdad.

La tarde se fue alargando y disfrutó con esas personas queridas, en confianza; sintió una cercanía que había añorado muchísimo. Se sentía como si hubiera caminado durante años entre la nieve y el hielo y por fin hubiera encontrado un lugar donde ardía un fuego cálido. Más tarde, cuando su madre Gertrude y Henny se hubieron acostado y Robert se retiró a su despacho, se quedó sola con Kitty. Por supuesto, su cuñada tuvo la intuición correcta.

—Dime, mi pobre y querida Tilly, ¿por qué no has dicho ni una sola palabra sobre tu marido?

—No hay mucho que decir —contestó, y se encogió de hombros—. Ya sabes que nuestro matrimonio es de conveniencia. Ernst tiene sus intereses y yo tengo mi trabajo.

—No suena precisamente a pareja feliz.

Kitty se desperezó en el sofá, colocó bien los cojines y puso los pies en alto. Llevaba una blusa de seda y unos bombachos a juego, y sobre la alfombra descansaban unas bonitas zapatillas verdes. Tilly intentó imaginar lo que diría Ernst si se plantara delante de él con un atuendo tan pintoresco. Seguramente le daría un ataque al corazón.

—Bueno, nos hemos organizado —respondió con una evasiva—. Al fin y al cabo, yo sabía desde el principio dónde me metía.

Kitty puso los ojos en blanco y cogió su copa de vino tinto para beber el último sorbo con deleite.

—¿Sabes lo que creo, Tilly? Eres muy infeliz con Ernst. Y quizá él contigo. ¿De verdad quieres seguir así toda tu vida?

—¿Por qué iba a ser infeliz, Kitty? Tengo mi profesión, apoyo a mi marido en la medida de lo posible, vivimos en una casa bonita…

Su cuñada se inclinó hacia delante para dejar de nuevo la copa y la escudriñó con la mirada.

—¿De verdad? —preguntó mordaz—. A mí no me engañas, Tilly. ¡Pero mírate! Te has convertido en un ratón gris. Cara gris, vestido gris, gesto gris. En unos años serás una pasa gris y arrugada y empezarás a criar moho. No, no lo digo con mala intención, querida Tilly. Me pone muy triste verte así. ¿Sabes? Quédate un par de semanas con nosotros, seguro que consigo frenar tanta arruga. Te abriré los ojos, te sacaré los tapones de los oídos y liberaré tu corazón de esas cintas de hierro gris. Te convertiré en una princesa feliz y vivaracha.

Kitty siempre había sido muy exaltada, sobre todo cuando intervenía el vino, así que al final Tilly se rio de las pasas arrugadas.

—Es muy amable por tu parte, pero ahora será mejor que nos vayamos a la cama, estoy muy cansada del viaje.

—Piensa en mi propuesta, Tilly. Estoy decidida a salvarte —insistió Kitty, que se levantó del sofá de un salto y besó a su cuñada en las mejillas.

Al día siguiente hubo mucho ajetreo. ¡Qué sobresalto se llevó Tilly cuando Marie le gritó asustada por la ventana! Por supuesto, solo podía ser difteria. Era urgente, era demasiado tarde para llevar a la criatura a la clínica, habría muerto en el traslado. Sin embargo, era una locura hacer semejante operación sin instrumental médico, sin desinfectante y con una funda de lápiz metálica esterilizada en agua hirviendo. Pero era la única posibilidad de mantener con vida al niño. Ella misma se había quedado anonadada por cómo supo mantener la calma y dio instrucciones a sus ayudantes, como si estuviera en la clínica. Le gustó cómo se había comportado Gertie. Era una chica lista. Demasiado inteligente y con talento para trabajar en la villa de las telas de doncella o, mejor dicho, de chica para todo.

Luego ocurrió algo que no se esperaba. Ese joven médico, el doctor Kortner, irrumpió en la habitación y puso por las nubes su operación improvisada, fruto de la necesidad. Todo ello unido a los reproches hacia sí mismo por haberse retrasado y haber pasado demasiado tiempo con otro paciente cuyo ataque al corazón era falsamente urgente. Más tarde fue con ellos a la clínica y se quedó en la habitación hasta que Kurti estuvo bien atendido con una cánula médica.

—Ha sido para mí un placer conocerla, señora Von Klippstein —dijo al despedirse—. Espero que volvamos a vernos pronto. Seguro que visitará al niño en la clínica, ¿verdad?

—Mañana, y quizá pasado mañana —contestó ella, vacilante—. Luego me voy con mi marido a Múnich.

¿Por qué había sentido la necesidad de mencionar a su marido? ¿Estaba confundida por el elogio de Kortner y su mirada sincera y cálida? Era una persona increíblemente simpática y justo por eso no quería de ningún modo que se equivocara con ella. Era una mujer casada que se encontraba visitando a su familia. Quería dejarlo claro. Eso no cambiaba en nada el hecho de que a Tilly le gustara leer cierta decepción en su rostro. Le tendió la mano para despedirse con una sonrisa y él la retuvo más tiempo del necesario.

Al día siguiente era el sexagésimo aniversario de su madre Gertrude. A pesar de que Tilly había dormido poco esa noche, se levantó antes de las siete para preparar con Kitty el desayuno y dejar los regalos sobre la cómoda. Era insólito que Kitty se hubiera levantado de la cama tan pronto, antes no habría pasado. Había cambiado desde que se casó con Robert Scherer. Se había vuelto seria, como ella decía, ya no se pasaba las noches en vela con sus amigos artistas, sino que asistía con Robert a conciertos, inauguraciones o fiestas. O se quedaban en casa, Robert trabajando en su despacho y Kitty leyendo novelas para luego contarle el contenido con todo lujo de detalles.

—La vajilla azul sobre la mesa —susurró, y atravesó de puntillas la habitación para que su madre no se percatara de los preparativos secretos—. Voy a coger un ramo del parque, los tulipanes deben morir para celebrar el día.

La sorpresa salió a las mil maravillas. Por supuesto, Gertrude había notado que algo pasaba, pero esperó con paciencia hasta que Kitty cubrió la cómoda con un pañuelo indio y colocó todos los regalos. Luego entró completamente vestida en la planta baja y fingió que iba a prepararse el desayuno.

—¿Esto es para mí?

No continuó porque en ese momento Tilly y Kitty le dieron un abrazo y unos besos tan fuertes que le costaba respirar.

—¿Es que queréis matar a esta pobre anciana? —se lamentó.

—¿Qué anciana? —se rio Tilly—. Eres mi madre, cada día más joven y más guapa. Muchas felicidades.

—Sí, sí —contestó Gertrude, conmovida—. Unos años más y volveré al colegio con vestido corto, ¿eh?

—Podrás abrir los regalos después de desayunar —exclamó Kitty—. Antes vamos a tomar café… Dios mío, creo que se me ha olvidado poner el café antes de verter el agua.

Fue un desayuno animado que se prolongó toda la mañana. Mizzi, la criada, preparó más café, Robert fue corriendo a la panadería y les llevó una bolsa enorme de panecillos, cruasanes y bollos, Gertrude buscó en la despensa la mermelada de fresa que escondía para las ocasiones especiales y que ahora no encontraba. Henny apareció con el camisón de seda de su madre y, como Tilly pensaba que le quedaba estupendo, Kitty se dejó convencer y le regaló esa lujosa prenda a su hija.

—No pasa nada —comentó al cabo de un rato—. Es viejísimo, creo que Gérard me lo compró en París.

—Está claro que tenía buen gusto —comentó Robert con una sonrisa.

—Ese era tu amante, ¿verdad, mamá? —preguntó Henny con un brillo en los ojos—. El que se te llevó para luego vivir amancebados. Yo también quiero hacer algo así.

Kitty soltó un gemido y aseguró que fue un tremendo error y que no le aconsejaba a nadie hacer algo así.

—Vivíamos en una buhardilla minúscula y horrenda y no teníamos dinero…

No era tan fácil desanimar a Henny, y mucho menos su madre.

—¿No teníais dinero? ¿Y cómo te compró ese camisón de seda tan caro?

—Justo por eso no teníamos dinero. Se lo gastó todo en el camisón —afirmó—. No quedó nada para comer, beber y vivir.

—Qué tontería por su parte —replicó Henny, con la frente arrugada—. Si para una noche de pasión en realidad no hace falta camisón.

Gertrude dio una palmada tan fuerte sobre la mesa que los tulipanes temblaron en el jarrón.

—¿Qué son esas charlas tan libertinas en mi cumpleaños? ¿Qué pensará Tilly de nosotras?

La reprimenda fue seguida de risas a las que se unió Tilly. Mientras Robert contaba luego un episodio divertido que habían vivido Kitty y él en su luna de miel en América, Tilly pensó un poco afligida en que ella nunca había tenido una noche de bodas de verdad. Su gran amor, el joven doctor Moebius, cayó en la guerra, y no se les concedió más que un solo beso. Al principio compartía cama con Ernst, pero sus caricias eran fugaces y torpes y, pasados unos meses de la boda, montaron dormitorios separados.

—Cielo santo, Tilly —se inmiscuyó Kitty en sus pensamientos—. Pareces apenada. Robert, abre una botella de champán, hoy es el cumpleaños de Gertrude y hasta ahora solo hemos brindado por ella con café.

—Yo también quiero una copa de champán —reclamó Henny—. Por el cumpleaños de la abuela Gertrude puedo, ¿no?

El ruido que provocó Robert al descorchar la botella de champán se unió al sonido de la campanilla de la puerta. Fuera estaba Humbert, que hacía equilibrios con una enorme caja en sus manos.

—¡La tarta!

Con la ayuda de Robert, mientras se mantenía la expectación general, llevaron el gran paquete a la cocina, donde Humbert lo destapó con manos hábiles. Apareció una obra de arte de dos pisos hecha de nata y chocolate, decorada con rosas de glaseado y unas delicadas hojitas de mazapán. Se leía en color rosa: «¡Feliz cumpleaños!».

—¡Y eso que estamos en tiempos de escasez! —se emocionó la cumpleañera—. Estoy maravillada. Dale las gracias mil veces a los Melzer. Y mi respeto sobre todo para la señora Brunnenmayer.

Humbert rechazó con educación la copa de champán que Robert le alcanzó porque estaba a punto de llevar a los padres de Kurti a la clínica.

—Ay, Dios mío —exclamó Kitty—. Con tanto desayuno nos hemos saltado el almuerzo, pronto llegarán los invitados al café. Abre antes nuestros regalos, Gertrude.

Tilly le había comprado a su madre un fino brazalete trenzado de oro que se parecía a una joya que tenía en los buenos tiempos y luego tuvo que vender. El regalo de Robert era una radio Telefunken, el último modelo, en madera marrón, con revestimiento de tela y una rueda giratoria para sintonizar distintas emisoras. Kitty había encargado para Gertrude un abrigo de verano en el atelier de Marie y un sombrero a juego, con una forma parecida a una cazuela con velo. Henny, que siempre era tacaña con su dinero, se había animado con un dibujo: «La abuela Gertrude con las pieles de patata». La obra impresionaba sobre todo por los detalles: sobre la mesa de la cocina había pieles de patata enroscadas entre tazas de café, latas de azúcar, el periódico de la mañana, el manojo de llaves y la mantequera; detrás de Gertrude se veía una olla con leche hirviendo, y por la ventana abierta el cerezo en flor estiraba las ramas. Gertrude lo encontró extraordinariamente verosímil y recompensó a su nieta con un beso.

—¿De dónde habrá sacado esa afición a la caricatura? —reflexionó Kitty, que veía por primera vez el dibujo—. No está nada mal, Henny. No entiendo por qué dejas que tu talento se marchite de esa manera.

Tilly vio el ajetreo y sintió una extraña inquietud. No, hoy no podría visitar a su pequeño paciente en la clínica. Hasta la mañana siguiente, antes de ir a la estación, no podría ver cómo estaba; sí, eso haría. Quizá encontraría la ocasión de despedirse del doctor Kortner. ¿No había preguntado si lo visitaría en la clínica? Qué boba era. ¿De verdad creía que estaría esperándola? Seguramente se le estaba subiendo el champán a la cabeza.

Los preparativos para los invitados iban viento en popa. Mizzi había recogido la mesa del desayuno, y Robert ayudó a su mujer a abrir la mesa del comedor para que fuera el doble de larga. Habían llevado sillas, el mantel de damasco que salvaron de los buenos tiempos de los Bräuer, y Mizzi tuvo que darse prisa lavando la vajilla porque necesitaban todas las tazas y los platos para tomar el café.

—A mamá le toca el sillón de mimbre español. Es el asiento de honor —decidió Tilly.

—Siempre y cuando le pongáis cinco cojines. De lo contrario, solo sobresaldrá la cabeza por encima del borde de la mesa porque es muy bajo.

—¡Henny! ¡Espero que no quieras recibir a nuestros invitados en camisón! Sube ahora mismo y ponte un vestido bonito.

—Pero si esto es la elegancia parisina, mamá.

—¡Ahora mismo!

Tilly disfrutó del maravilloso caos, las risas y las pequeñas riñas, el ir de aquí para allá de los preparativos, esa fantástica vida bulliciosa en una casa más bien pequeña. ¿Cómo había soportado el silencio paralizador de la gran mansión de Múnich? Quizá Kitty sí tenía algo de razón al decir que se sentía sola y se había vuelto retraída. Cuando se miraba en el espejo, veía a una mujer seria y delgada de ojos cansados.

Cuando Elisabeth y su marido Sebastian llegaron con Rosa y los tres niños, el nivel de ruido en el salón se dobló de repente. Lisa elogió la preciosa mesa de café, Johann quería beber algo sin falta, Hanno movía su coche de latón por el suelo y la pequeña Charlotte agarró con gritos de júbilo los tulipanes de colores. Sebastian fue el único que se mantuvo en un segundo plano, le dio a Gertrude un ramo de flores y se sentó con una sonrisa cohibida en el asiento asignado.

—Marie me ha dicho que os diga que podemos empezar —anunció Lisa—. Paul y ella están con mamá en la clínica y vendrán cuando termine la hora de consulta.

La mesa estaba llena. Mizzi sirvió café y Gertrude tuvo el honor de cortar la fantástica tarta de cumpleaños. Después de tomarse un pedazo, Tilly tuvo la sensación de que hacía tiempo que no comía tanto ni con tanta abundancia. También recibió muchos elogios por su intervención médica del día anterior, y Sebastian añadió que muchas más mujeres deberían desempeñar una profesión tan bonita e importante, y que era una vergüenza lo poco representadas que estaban las mujeres en el Parlamento. A Tilly le pareció una opinión fantástica, aunque no era compartida por todos en la mesa. El marido de Lisa podía parecerle un poco izquierdoso, pero sentía un gran respeto por sus convicciones. Hacia las cuatro y media los Melzer aparecieron por la puerta. Marie y Paul parecían exhaustos y preocupados, Alicia se quejó del corazón, Leo parecía ausente, con la mente en otra parte. Solo Dodo se mostraba animada y enérgica como siempre, se lanzó al cuello de Tilly, le preguntó por el trabajo en el hospital y desvió la conversación hacia la aviación. ¿Tilly ya había viajado alguna vez? Para una doctora debía de ser muy práctico. Por ejemplo, en caso de accidente ferroviario. O de accidente de tráfico. En avión llegaría al lugar en uno, dos, tres…

A diferencia de su elocuente hija, Marie se mostraba callada, aún se apreciaba en su rostro el miedo que había pasado por su hijo menor, igual que a Paul. Por suerte Kurti estaba mejor, la inflamación de la faringe había remitido y respiraba de nuevo con normalidad; al día siguiente los médicos querían quitarle el tubito. No estaban seguros de cuándo podrían llevárselo a casa. Más tarde las conversaciones giraron en torno a la fábrica. Por ahora no se habían producido despidos, las fábricas textiles habían pasado épocas duras unos años antes y tuvieron que reducir la plantilla, según les contó Paul. Pero esperaban poder aguantar mejor la crisis actual, si bien los pedidos no estaban en su mejor momento.

—Los comerciantes tienen miedo de comprar mercancía nueva porque las ventas están estancadas. Primero quieren vaciar sus almacenes y esperar. Y justo en este momento nuestro gobierno decide subir los impuestos. ¿Cómo va a comprar la gente si cada vez lleva menos dinero en el monedero?

Robert planteó que tal vez volvería a haber inflación como después de la guerra, algo que Paul no creía. Sebastian lamentó las elevadas cifras de desempleados, él mismo trabajaba en un puesto honorario en la casa de los obreros de Mittelstrasse y vivía a diario las necesidades de la gente. Gertrude le susurró a Tilly que la casa de los obreros de Mittelstrasse era una institución del Partido Comunista alemán, y que a Lisa le preocupaba mucho el compromiso de su marido con dicho partido.

—Para los Melzer es muy desagradable contar con un comunista en la familia —susurró—. Aunque debo decir que Sebastian no se parece en absoluto a un comunista porque es una persona encantadora…

Más tarde, cuando se sirvió el caldo caliente y se pasaron las bandejas de carne asada y verduras tiernas, los temas de conversación fueron vagando en la distancia. Dodo hablaba con entusiasmo de volar en avión de Augsburgo a Marruecos, allí llenar el depósito y atravesar el desierto. Lisa comentaba con pasión una nueva película que se exhibía en Berlín y que seguro que llegaría a los cinematógrafos de Augsburgo.

—Se llama El ángel azul. Con el fantástico Emil Jannings y una actriz joven de la que hasta ahora nadie sabía nada. Tiene las piernas largas y lleva una vida muy disipada. En una escena viste con un pequeño chaleco de frac, un sombrero de copa y unos pantalones muy cortos… se llama Marlene. Ahora mismo no recuerdo el apellido. ¿«Gancho»? No. ¿«Lima»? Tampoco. Es un objeto que usan los ladrones.

—¿Una palanqueta? —propuso Gertrude.

—No, más pequeño…

—¿Una horquilla? —probó Dodo.

—¡Qué disparate! Ahora me acuerdo: Dietrich, como «ganzúa» en alemán. Se llama Marlene Dietrich.

—No es un nombre muy original —comentó Gertrude.

Sonó el teléfono y Robert lo cogió. Se tapó un oído por el nivel de ruido que imperaba en el salón para escuchar mejor a su interlocutor, luego indicó con un gesto a Tilly que se acercara.

—Una llamada de larga distancia desde Múnich. Mejor ve al pasillo, aquí hay demasiado ruido.

¿De Múnich? Tilly pasó muy apretada junto a Gertrude y se llevó el aparato y el auricular. Robert había hecho instalar un cordón largo porque Kitty quería a toda costa tumbarse en el sofá cuando hablaba por teléfono y una vez arrancó sin querer el cable de la pared.

—Buenas tardes, Tilly —oyó la voz de su marido. Sonaba extraña en ese entorno, casi como si fuera la de un desconocido—. Disculpa si interrumpo vuestra celebración familiar.

—Seguro que quieres felicitar a mi madre por su cumpleaños.

—Por supuesto, luego. Por desgracia tengo una noticia muy desagradable que darte. Seguro que no es el momento adecuado, pero creo que deberías saberlo antes de que vuelvas mañana a Múnich.

De pronto el ambiente alegre de la celebración familiar se evaporó. La gris rutina, la casa vacía, la soledad se apoderaron de nuevo de ella.

—¿Qué ha pasado? Espero que nada grave.

Su marido se aclaró la garganta, como siempre que buscaba las palabras adecuadas en su cabeza.

—Han llamado del hospital. El profesor Sonius, médico jefe y director de la clínica. De momento te han suspendido de tus funciones.

Lo que estaba diciendo en frases breves y entrecortadas era una locura.

—No… no lo entiendo —dijo.

—Bueno —respondió él, cohibido—. Por lo que tengo entendido, te acusan de la muerte de un paciente. Una fractura de cráneo que no se detectó a tiempo. Dicen que tú eras la responsable de la admisión del paciente.

Enseguida comprendió que su colega le había dado la vuelta a la situación. El pobre cervecero había muerto y la culpaban a ella.

—¡Eso es una mentira infame! Yo no hice la radiografía, fue el doctor Heinermann.

—En ese caso, quizá deberíamos contratar a un abogado —propuso Ernst—. Sin embargo, no creo que tengas muchas opciones. Por lo visto las enfermeras han confirmado que tú ingresaste al paciente. De todas formas, tarde o temprano ibas a dejar el puesto, ¿no? Siendo mi esposa no necesitas trabajar.

No tenía mucho sentido discutir con él por teléfono. Tilly le dijo que al día siguiente lo hablarían con calma y colgó.

—¿Ha pasado algo, Tilly? —preguntó Robert, preocupado cuando ella volvió al salón y dejó el aparato con aire distraído sobre la cómoda, entre los regalos.

—¿Cómo? No, no pasa nada —mintió—. Mi marido os manda saludos a todos.

Estaba aturdida, su cerebro se negaba a aceptar la inaudita noticia. Le parecía mucho más probable que todo fuera un sueño.