Su garganta se desgarró con el grito que había soltado tras despertar. Entre gimoteos y temblores, aún podía respirar aquel pútrido aliento, mientras los témpanos de hielo que tenía por manos lo sujetaban con una fuerza brutal.
—Eres mío —le había dicho antes de pegar su cuerpo contra el suyo.
Las luces se encendieron, dejando al descubierto una alcoba repleta de lienzos en blanco, tubos de pintura y una pila de comics junto a las puertas del armario. Los brazos de una mujer lo rodearon en el acto y Led Starcrash no dudó en buscar el calor de su madre para refugiarse de los temibles recuerdos del pasado, que, ahora, no paraban de atormentarlo en sus sueños.
—Ya estoy aquí, mi niño —repetía la mujer, abrazándolo con más fuerza—. Ya estoy aquí. Sólo fue una pesadilla. No puede lastimarte.
Led lloraba, apretaba con fuerza la tela de estampado floral que vestía a su madre. Estaba hastiado de toda esa porquería, de tener que revivir aquel trauma una y otra vez en sus sueños, el sentir miedo de algún chico que le coqueteara, el tener que recordar aquella experiencia una y otra vez.
—Quiero que pare, mami —susurró entre lágrimas.
Su madre no sabía que decir para reconfortarlo, para que olvidara todo aquello. Sólo se limitaba a repetir la misma fórmula: abrazar, rezar y orar.
La voz de la señora Starcrash era sedosa, como un canto angelical, lo que tranquilizaba al muchacho en segundos.
Led recuperó su espacio, tomó las manos de su madre y se unió a la oración. Le pedían a Dios que le diera la fuerza para dejar atrás el pasado, y que su camino estuviera repleto de luz y paz.
—¿Mejor? —preguntó ella, apartando un sudoroso mechón de cabello azabache del rostro de su hijo.
Led asintió, limpiando las lágrimas con el dorso de sus manos.
—Pero… ¿hasta cuándo? —Se escuchaba roto. El joven advirtió que su reloj de pared marcaba las cinco de la mañana, razón por la cual se apresuró en abandonar la cama—. Ya es hora de levantarse —declaró—. Te ayudaré con el desayuno.
—Déjalo —dijo su madre, avanzando con rapidez para cerrarle el paso al muchacho—. Yo me encargo. Tú debes prepárate, hoy tienes cita con la doctora.
Led rodó los ojos. Estaba cansado de ir al psicólogo, pues, aquella mujer parecía no servir de mucho, ya que no percibía ningún cambio con respecto a su trauma.
—Puede ayudarte —insistió su madre.
—Admito que me ayudó el primer año, pero no he notado cambios después de eso.
—Led…
El aludido soltó una bocanada de aire.
—Está bien. Iré a tomar una ducha —añadió, apoderándose de la toalla que colgaba de la puerta del armario.
Una vez resguardado en la privacidad del pequeño cuarto de baño, lavó sus manos y cepilló los dientes con suma minuciosidad; detestaba el sabor matutino de su boca. Escupió el enjuague bucal y miró su reflejo en el espejo, un par de medias lunas comenzaban a asomarse bajo sus ojos.
Cuatro años. Habían transcurrido cuatro años desde que aquel sujeto lo hizo descender en un oscuro y profundo pozo de desesperación. Todavía podía recordar cada detalle; los golpes, las palabras, su cuerpo acoplado al suyo… La rabia consumía al muchacho, y una palabrota brotó de sus labios, al momento en que su puño se estampaba contra el espejo. Los trozos, manchados con sangre, cayeron en el lavabo.
—Rayos —soltó en un susurro.
Limpió el desastre y examinó las magulladas de sus nudillos. Despacio, retiró los fragmentos que permanecían clavados en su piel aceitunada y limpió la herida con un poco de alcohol antes de cubrirlas con una venda.
No tardó en entrar a la regadera y darse un baño con agua fría, vestirse y preparar el maletín con todos sus implementos de arte, pues, una vez que concluyera su sesión con la doctora Sherman, debía asistir a su clase de pintura.
Cuando el sol comenzaba a asomarse, madre e hijo ya estaban sentados en la pequeña mesa del comedor, dándole gracias a Dios por los alimentos que consumirían.
—Amén —dijeron al unísono.
Los panqueques desaparecieron, y en cuanto terminaron de limpiar el desastre de la cocina, abandonaron el apartamento y, a las puertas del edificio de fachada rojiza, se despidieron con un fuerte abrazo.
—Cuando visites a Olivia, recuérdale que este domingo es el bazar de la iglesia —dijo la señora Starcrash, mientras acomodaba la bufanda de su hijo. Aquella mañana, el frío se había instaurado en Seattle, y en lo que iba de mes, todos los días amanecían de plomo y escarcha—. Aún recuerdo cuando tejí esta bufanda.
—Tengo veinte años, mamá —le recordó el muchacho con las mejillas ruborizadas. Retrocedió un paso para recuperar su espacio y terminar de anudar la bufanda por su cuenta—. No necesito que estés sobre mí todo el tiempo.
—Ay, Led —suspiró, sujetando las mejillas de su hijo—, siempre serás mi pequeño.
—Tenía quince —soltó él de pronto. La sonrisa que dibujaba en sus labios se complementaba con el brillo de sus ojos; era como si estuviera añorando un recuerdo—. Fue un regalo de navidad… Me refiero a la bufanda —agregó, sacudiendo la grisácea prenda entre ellos.
Los labios de la mujer se curvaron y volvió a propinarle un fuerte abrazo.
—Ya es tarde, será mejor que agarremos vuelo —dijo ella, revisando la hora en su móvil y propinándole empujoncitos a su hijo para que se pusiera en marcha—. ¡Ve con Dios!
—¡Siempre! —contestó en voz alta y con suma alegría, mientras caminaba con grandes zancadas hacia la entrada del subterráneo—. ¡Te amo!
—¡Y yo a ti!
La voz de su madre y el sonido del tránsito de la mañana se perdieron en cuanto Led se adentró en las profundidades de la estación del metro. Aquello era murmullos, pitidos, uno que otro indigente pidiendo alguna ayuda monetaria y el rugido de los vagones llegando al andén de embarque.
El joven apresuró la marcha y consiguió adentrarse en uno de los vagones antes de que las puertas volvieran a encontrarse. El viaje fue tranquilo, y, una a una, el conductor iba anunciando las paradas con una tonalidad que rosaba el aburrimiento.
En medio del pasillo, una señora de edad avanzada se abría paso entre los usuarios pidiendo ayuda para comprar su desayuno. Led sintió un poco de pena por ella al ver las manchas de suciedad que le cubrían el rostro, además de las rasgaduras que invadían su viejo abrigo.
Sin inmutarse, hurgó en su mochila y se acercó a la mujer con una sonrisa encantadora. Los ojos de aquella desconocida brillaron al ver la bolsita de galletas saladas que le depositaban en sus arrugadas manos. Led sabía que no era mucho, pero le ayudaría a calmar el hambre.
—No… No sé qué decir —La mujer luchaba por contener las lágrimas; era como si le hubiesen regalado las llaves al paraíso—. Muchas gracias, joven.
Led volvió a sonreírle, y en cuanto el nombre de su parada fue anunciado por los parlantes, avanzó con rapidez hasta las puertas para salir al instante en que se abrieran y no ser arrastrado por la marea de personas.
Alguien tiró de la manga de su chaqueta, y al volverse, advirtió a la desaliñada anciana observándolo con ojos tan grandes como un plato. La gratitud que se reflejaba hace unos segundos en su rostro se había esfumado, en su lugar, sólo podía verse la frialdad de su mirada.
—Puede que tenga razón —dijo sin pestañear. Su apretón se suavizó, de manera que Led pudo zafarse de aquellas huesudas manos—. Tal vez no seas él.
—¿A qué se refiere? —inquirió desconcertado, justo cuando el pitido de llegada se hacía escuchar.
Las puertas se abrieron, y antes de que Led pudiera volver a preguntar, fue arrastrado al exterior por un voluminoso tumulto de personas. Las puertas volvieron a cerrarse, y cuando el vagón emprendía su marcha, Led se percató de que la desconocida yacía en el piso, con un grupo de personas intentando ayudarla.
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Aquella mañana, el spa donde trabajaba la señora Starcrash se encontraba atestado de visitantes debido a las promociones que su jefe, junto con el equipo de publicidad, había hecho correr al inicio de la semana.
—¿Quién sigue? —preguntó la señora Starcrash a la joven recepcionista que no dejaba de teclear en su celular.
—La señora Waterson —confirmó la recepcionista al ver la pantalla del ordenador—. La hice pasar a la habitación dos hace unos minutos, pero descuida, Liz te cubrirá.
—¿Qué? ¿por qué? —quiso saber, pues, no había necesidad de recurrir a eso.
—El señor McKinley requiere de tu presencia en su despacho —contestó. Esta vez, sus ojos estaban sobre la señora Starcrash, y denotaban una gran preocupación—. Parecía bastante serio. ¿Hiciste algo que lo molestara?
Christine negó con la cabeza y, sin mediar palabra, se adentró al pasillo que conducía a las oficinas administrativas. Los nervios comenzaban a abordarla, provocando que sus manos sudaran sin control; odiaba sentirse así.
Abrió la puerta, y el recibimiento fue de inmediato.
—¡Christine! —saludó la enérgica secretaria desde su escritorio. Valiéndose de un elegante movimiento en la mano, le hizo una seña para que entrara al despacho de su jefe—. Te está esperando. Sólo entra.
—Lianne… ¿Acaso estoy en problemas? —apremió Christine desde la entrada.
—No lo sé —declaró, rodeando el escritorio para acercarse a su compañera de trabajo, el andar de sus tacones se veía silenciado gracias a la alfombra que abrigaba al piso—. Pero parecía muy serio. Es como si… —Hizo una pausa con la intención de buscar las palabras correctas—… fuera alguien más. Es la primera vez que lo veo tan serio. Si te soy sincera, hasta escalofríos me dio.
Christine volvió la mirada a la puerta del despacho y leyó la etiqueta que colgaba de ella ‹‹Ian McKinley››. Tomó una bocanada de aire y caminó hasta ella, con Lianne deseándole suerte a sus espaldas.
Tocó la puerta, y una voz bastante grave se hizo escuchar.
—Adelante.
Al otro lado, un hombre de cabello zanahoria yacía de pie frente a un ventanal, contemplando los edificios de la ciudad. En su mano derecha sostenía una humeante taza de café.
—Cierra la puerta y toma asiento.
En silencio, la mujer obedeció.
McKinley tomó asiento, procurando posar los codos sobre el fino escritorio tallado en caoba. Detrás de él, se alzaba una enorme biblioteca repleta de premios deportivos, lámparas, fotografías familiares y libros que iban desde gestión empresarial hasta novelas policiacas.
Christine se sentía incomoda con aquellos ojos castaños, carentes de expresión, mirándola sin pestañear. La actitud de su jefe era extraña, nada que ver con la amabilidad y el humor que solía desbordar.
—Es bastante adictivo, pero nada delicioso —dijo, refiriéndose al café que llenaba su taza—. No tiene sentido.
—¿Para qué me ha citado, señor McKinley?
—¿Así te diriges a tus superiores? —contestó con otra pregunta. Soltó un bufido burlón y volvió la mirada hacia la ciudad—. Ahora todo tiene sentido.
—¿Disculpe? —Christine no podía evitar sentirse estúpida—. Señor McKinley, no estoy entendiendo nada.
—Llámame Gabriel
La mujer palideció de pronto. Su pecho comenzaba a comprimirse, mientras que el frío reclamaba sus manos.
—Tú…
—¿Cómo está tu hijo? —preguntó el hombre. Su mano se deslizaba por el cabello engominado—. Lo he estado vigilando desde su nacimiento, y hasta el día de hoy, parece un buen muchacho. Se portó como todo un caballero al ofrecerme su bolsita de galletas esta mañana.
—¿Qué le has hecho a Led? —apremió rabiosa. Se había puesto de pie, y su puño se cerraba con fuerza en el cuello de la franela de su jefe—. Si le hiciste algo a mi hijo, yo misma te arrancaré las alas.
Gabriel rio y apartó a la mujer con elegancia.
—¿Estás dispuesta a enfrentar la ira de Dios por ese muchacho? —indagó.
—Ya lo hice una vez.
—Y mira donde terminaste —contestó, abarcando la sala con un gesto de sus manos—. Tranquila, no le hecho nada a tu hijo, salvo vigilarlo. Como te dije, parece un buen muchacho.
—¡Y lo es! —sentenció Christine. Era una madre que estaba dispuesta a defender a su hijo con su propia vida de ser necesario—. Led no puede ser él. Están equivocados.
Gabriel se encogió de los hombros.
—Aún no lo sabemos con seguridad. ¿Has presenciado algo extraño en él?
—No —refutó tajante.
Gabriel arqueó una ceja.
—No estoy mintiendo, Gabriel.
—Una madre puede mentir para proteger a sus hijos —replicó, contemplando el retrato de un niño haciendo muecas divertidas.
—Tú sabes perfectamente cuando alguien está mintiendo. Haces esto con la simple intención de molestarme.
Gabriel sonrió burlón, pues, Christine había dado en el clavo.
—Quiero que me mantengas informado —le pidió, tendiéndole una pequeña trompeta dorada que había hecho aparecer de la nada—. No podré seguir vigilando a tu hijo. La situación en el Tercer Cielo se está complicando y han llamado a todos los ángeles a combatir.
—Pensé que la batalla habría mermado después de…
Gabriel negó con la cabeza.
—Aún existen muchos demonios que se mantienen fieles a Lucifer.
—¿Y han sabido algo de ellos?
—Nada. Las cosas están bastante complicadas. Reza mucho, Umbriel. —Una corriente eléctrica recorrió el cuerpo de Christine. Hacía mucho que no escuchaba su antiguo nombre—. Recuerda que la oración tiene poder —añadió. Estaba listo para volver.
—Gabriel —La mano de Christine se aferró a la de él para retenerlo un poco más—. Tengan cuidado.
Él asintió y, en un pestañeó, el cuerpo de Ian McKinley se derrumbó inconsciente sobre el escritorio, preso de un terrible agotamiento. Cuando despertara, no recordaría nada.
El miedo abrazaba a Christine Starcrash como si se tratara de un viejo amigo. Nunca se había preocupado tanto por su hijo como ahora.