La lujosa suite daba al jardín de la parte posterior del hotel. Las palmeras y las estrellas se reflejaban en el agua de las dos enormes piscinas. A lo lejos, en el horizonte, se divisaba la silueta de las montañas que rodean la ciudad de Las Vegas. Johnny Fontane dejó caer la pesada y costosa cortina de color gris y regresó al salón.
Un grupo de cuatro personas, integrado por un jefe de sala, un crupier, un ayudante y una camarera vestida con su sucinta indumentaria de nigth-club, arreglaban la sala para una sesión privada. Nino Valenti estaba tendido en un sofá, con un vaso de whisky en la mano, mirando a los empleados del casino colocar la mesa de blackjack y sus correspondientes seis sillas acolchadas. Con voz pastosa, aunque no estaba completamente ebrio, dijo:
—Ven, Johnny, ven a jugar conmigo contra estos cabrones. Hoy es mi día de suerte.
Johnny se sentó en un escabel, frente al sofá, y repuso:
—Ya sabes que nunca juego. ¿Cómo te sientes, Nino?
—Como nunca. A medianoche vendrán algunas mujeres, luego cenaremos, y después volveremos a jugar. Ya sabes que gané a la casa casi cincuenta mil dólares.
—Sí. ¿Y a quién se los dejarás cuando mueras?
Nino apuró el contenido de su vaso.
—Oye, Johnny ¿cómo diablos adquiriste tu reputación? Eres el aburrimiento personificado. Cualquier turista se divierte más que tú en esta ciudad.
—¿Quieres que te acompañe hasta la mesa? —preguntó Johnny.
Nino se puso de pie con esfuerzo y respondió:
—Puedo ir solo, Johnny.
Dejó que el vaso cayera al suelo y se dirigió a la mesa de blackjack. El crupier estaba preparado. Detrás de él, el jefe de sala observaba. El ayudante se había sentado en una silla, a cierta distancia de la mesa, y la camarera esperaba, sentada en otra silla, en un lugar desde donde podía ver cada gesto de Nino Valenti.
Nino golpeó el verde tapete con los nudillos y dijo:
—Fichas.
El jefe de sala sacó un talonario del bolsillo, rellenó un talón y se lo entregó a Nino, junto con una pluma estilográfica de pequeño tamaño.
—Cinco mil dólares para empezar, como siempre —dijo el jefe.
Nino puso su firma al pie del talón, y se lo entregó al jefe, que se lo guardó en el bolsillo e hizo una seña al crupier.
Éste, con increíble habilidad, cogió pilas de fichas negras y amarillas, de cien dólares cada una, y en menos de cinco segundos Nino tuvo delante cinco pilas de diez fichas.
Sobre el tapete verde estaban marcados seis cuadrados, cada uno de los cuales correspondía a una de las seis personas que podían jugar. Nino colocó tres fichas en otros tantos cuadrados, y ganó, pues el crupier tenía un juego muy malo. Nino recogió las fichas, las suyas y las que había ganado, y dirigiéndose a Johnny Fontane, exclamó:
—¡Así se empieza la noche!
Johnny sonrió. No era normal que un jugador como Nino tuviera que firmar un recibo por las fichas que le entregaban. A los que jugaban fuerte, les bastaba con su palabra. Tal vez temían que Nino, debido a la bebida, olvidara el importe de las fichas que le habían entregado. Y es que no sabían que Nino se acordaba de todo.
Nino siguió ganando, y después de la tercera ronda hizo una seña a la camarera. La muchacha se fue al bar situado en un rincón de la estancia y le trajo un vaso lleno de whisky. Nino bebió un sorbo, se cambió el vaso de mano y con el brazo libre rodeó la cintura de la camarera.
—Siéntate a mi lado, muñeca. Te dejaré jugar algunas manos, a ver si me das suerte.
La muchacha era muy hermosa, pero Johnny pensó que carecía de personalidad. Miraba a Nino con una sonrisa; se veía a la legua que se moría de ganas de jugar. Johnny se preguntaba qué diablos había visto su amigo en ella.
Nino dejó que la camarera jugara unas cuantas manos y luego le dio una ficha y un golpe en las nalgas, para que se alejara de la mesa. Entonces Johnny le pidió que le trajera una bebida. La trajo, naturalmente, pero al hacerlo parecía estar interpretando la escena culminante de una película dramática. ¡Quería impresionar al gran Johnny Fontane! Le dirigió una mirada invitadora, y al andar se movía sensualmente, mientras que su boca, ligeramente entreabierta, era la imagen misma de la pasión. Parecía un animal en celo. Pero Johnny sabía que se trataba de una comedia. La chica adoptaba la expresión propia de las que querían llevarlo a la cama, sin saber que esa estratagema sólo tenía éxito cuando Johnny estaba muy borracho, lo que no era el caso en ese momento. Dedicó a la camarera una de sus famosas sonrisas, al tiempo que le decía:
—Gracias, encanto.
La muchacha lo miró, separó un poco más los labios, adoptó una expresión aún más soñadora y tensó el cuerpo, hasta el punto que sus senos parecían a punto de reventar la blusa que llevaba. Johnny pensó que aquella chica estaba experimentando el colmo del placer, y todo porque él le había sonreído. Sabía actuar muy bien. En realidad, Johnny tuvo que reconocer que de todas las mujeres que había visto representar ese papel era la que mejor lo hacía. Pero tales mujeres no valían nada a la hora de la verdad.
Vio que la camarera volvía a la silla, y mientras bebía lentamente decidió que la comedia no le había gustado, ni tampoco su intérprete.
Todo marchó normalmente durante otra hora. Pero luego, de pronto, Nino resbaló de la silla en la que estaba sentado. Sólo el jefe de sala y el crupier lograron evitar, gracias a una gran rapidez de reflejos, que cayera al suelo. Seguidamente, ambos lo condujeron al dormitorio de la suite.
Johnny miró cómo los dos hombres y la camarera desnudaban a Nino y lo metían debajo de las sábanas. Luego, el jefe de sala se dedicó a contar las fichas de Nino y luego anotó el total en su libreta.
—¿Desde cuándo le ocurre eso? —preguntó Johnny.
—Sufrió un ataque hace varios días. Llamamos al médico del casino, que lo reanimó y le dio algunos consejos. Pero Nino nos dijo que si volvía a sucederle, no debíamos llamar al médico, sino limitarnos a meterlo en la cama, pues a la mañana siguiente se encontraría perfectamente. Y eso es lo que hemos hecho. Tiene mucha suerte; esta noche estaba ganando otra vez. Casi tres mil dólares.
—Bien —dijo Johnny Fontane—. A pesar de lo que él les ha indicado, llamen al médico. Que venga enseguida. Remuevan cielo y tierra, si es preciso, pero quiero que lo encuentren.
Al cabo de un cuarto de hora, Jules Segal entraba en la suite. Johnny, irritado, se dijo que aquel hombre nunca parecía un médico. Vestía una camisa deportiva color azul, con ribetes blancos, y calzaba unas sandalias blancas, sin calcetines. Su vestimenta no casaba con el serio maletín de médico que llevaba en la mano.
Johnny, muy serio, le dijo:
—Creo que debería usted arreglárselas para llevar su instrumental en una bolsa de golf.
—Sí, creo que no es mala idea. Estos maletines negros y tan serios asustan a los pacientes. Deberían cambiar al menos el color.
Se acercó a la cama. Mientras abría su maletín, dijo a Johnny:
—Gracias por el cheque que me mandó en pago de mis honorarios. Fue excesivo.
—Tal vez. De todos modos, olvídelo; ya ha pasado mucho tiempo. ¿Qué es lo que tiene Nino?
Jules lo auscultó, le tomó el pulso y la presión sanguínea, y a continuación sacó una jeringa de su maletín y clavó la aguja en el brazo de Nino, apretando después el émbolo.
El rostro de Nino perdió su blanca palidez, sus mejillas recobraron el color, como si la sangre corriera ahora en mayor cantidad y más deprisa por sus venas.
—El diagnóstico es muy simple —dijo Jules en tono áspero—. Cuando se desvaneció por primera vez, lo examiné e hice analizar su sangre; hice que lo trasladaran al hospital antes de que recobrara el conocimiento. Sufre de diabetes, lo cual no es grave, si uno se cuida. Pero él no quiere saber nada de medicamentos ni de dietas. Además, parece estar firmemente decidido a seguir bebiendo como un condenado. Tiene el hígado hecho cisco, y llegará un día en que incluso su cerebro se verá afectado. Mi consejo es que se lo lleven de aquí.
Johnny suspiró, aliviado. Afortunadamente, la cosa no revestía gravedad. Todo lo que Nino debía hacer era cuidarse.
—¿Quiere decir que debemos llevarlo a un centro de desintoxicación? —preguntó Johnny.
Jules se acercó al bar de la suite y se sirvió una copa.
—No. Quiero decir que deben encerrarlo. En un manicomio, concretamente.
—Usted está de guasa —respondió Johnny.
—No bromeo. No soy psiquiatra, desde luego, pero la psiquiatría no me es desconocida. Su amigo Nino podría recuperarse, suponiendo que su hígado no esté excesivamente afectado, algo que de momento no puedo saber. Pero la verdadera enfermedad está en su cerebro. En realidad, no le importa morir, y hasta es posible que sienta deseos de suicidarse. Si no conseguimos curar su cerebro, no hay esperanzas para él. Por eso considero necesario internarlo. Allí podrá ser sometido al tratamiento psiquiátrico necesario.
Llamaron a la puerta. Al abrirla, Johnny se encontró con Lucy Mancini. La muchacha lo abrazó y besó, al tiempo que le decía:
—Me alegro muchísimo de verte.
—Lo mismo digo, Lucy.
Johnny Fontane se dio cuenta de que Lucy había cambiado. Estaba más delgada y vestía ropas más caras, que le sentaban mejor. Su nuevo peinado la favorecía. Se veía más joven y atractiva que antes, y Johnny pensó que tal vez podría hacerle compañía. Estaba seguro de que con Lucy lo pasaría en grande. Pero de pronto recordó que era la chica del doctor Segal. Eso sin duda explicaba el cambio que había experimentado. Dedicó a Lucy una sonrisa exclusivamente amistosa y preguntó:
—¿Qué te trae al apartamento de Nino, y de noche, precisamente?
—Me he enterado de que estaba indispuesto y habían llamado a Jules. He venido por si podía ser útil. Supongo que Nino se encuentra bien ¿no?
—Digamos que se repondrá —contestó Johnny.
Jules Segal, que estaba tendido en el sofá, intervino:
—Eso ya lo veremos. Mi consejo es que nos sentemos y esperemos a que Nino recobre el conocimiento. Y luego le hablaremos de la necesidad de que se someta a tratamiento psiquiátrico. A ti, Lucy, te aprecia mucho, y es por ello por lo que pienso que podrás ayudar a convencerlo. Y usted, Johnny, si realmente se considera amigo suyo, intentará convencerlo también. De otro modo, el hígado de Nino irá a parar al laboratorio médico de alguna universidad.
La petulancia del doctor ofendió a Johnny. ¿Quién diablos se creía que era? Iba a hablar, pero en ese momento Nino exclamó:
—¡Eh, tú! ¿Por qué no me sirves una copa? —Se incorporó en la cama, le guiñó un ojo a Lucy y añadió—: Hola, muñeca, acércate al viejo Nino.
Nino tendió los brazos hacia Lucy, que se sentó en el borde de la cama y lo abrazó. Era extraño, pero Nino tenía un aspecto casi normal.
—Vamos, Johnny, sírveme una copa. La noche es joven. ¿Dónde diablos está mi mesa de blackjack?
—No puede beber —intervino Jules—. Su médico se lo prohíbe.
Nino se puso furioso.
—Mi médico… ¡Que se joda!
Luego, con fingido arrepentimiento, añadió:
—No se ofenda, no lo decía por usted. No me acordaba de que mi médico es ahora Jules Segal. Oye, Johnny, sírveme una copa. Si no lo haces, me la serviré yo mismo.
Johnny se dirigió hacia el bar. En tono de indiferencia, Jules dijo:
—Insisto en que no debe beber.
Entonces Johnny supo qué era lo que le irritaba de Jules. La voz del médico era siempre fría y controlada, dijera lo que dijera. Cuando avisaba, el aviso estaba sólo en sus palabras, no en su voz, que permanecía neutral. Fue esto lo que impulsó a Johnny a llenar de whisky el vaso de Nino.
Antes de entregárselo a su amigo, dijo a Jules:
—Esto no va a matarle ¿verdad?
—No, eso no va a matarle —repuso Jules, tranquilamente.
Lucy le dirigió una mirada de preocupación, empezó a decir algo, pero luego se calló. Mientras tanto, Nino se había bebido todo el contenido del vaso que Johnny le había entregado.
Ambos amigos se miraron y sonrieron, satisfechos de haberse burlado del doctor. De repente, la cara de Nino adquirió un tono azulado; no podía respirar, le faltaba aire. Se retorcía como un pez fuera del agua, y sus ojos parecían a punto de salírsele de las órbitas. Desde el otro lado de la cama, Jules miraba fijamente a Johnny y a Lucy. Cogió a Nino por el cuello, para inmovilizarlo, y le dio una inyección entre el hombro y el cuello. Al cabo de un instante Nino dejó de retorcerse, y poco después se quedó dormido.
Johnny, Lucy y Jules salieron del dormitorio y se sentaron alrededor de la mesa instalada en la antesala. Lucy telefoneó pidiendo café y algo de comer. Johnny, entretanto, se acercó al bar y se preparó un combinado.
—¿Sabía usted que el whisky le produciría esa reacción? —preguntó Johnny.
—Sí, lo sabía —respondió Jules.
—¿Por qué, entonces, no me lo advirtió?
—Se lo advertí, Johnny.
—Pues no me lo advirtió debidamente —insistió Johnny, airado, pero controlando la voz—. Usted no sabe hablar, y si sabe, lo disimula muy bien. Sus palabras son molestas y chabacanas. Me dice que debemos encerrar a Nino en un manicomio… Le gusta molestar a la gente ¿no es cierto?
Lucy permanecía con la mirada baja. Jules seguía sonriendo a Fontane.
—Nadie habría podido evitar que usted diera de beber a Nino —dijo—. Quería demostrar que no aceptaba mis avisos, mis órdenes. ¿Recuerda cuando me ofreció convertirme en su médico personal, después de lo de su garganta? Si no acepté, fue porque sabía que no llegaríamos a entendernos. Un médico piensa que es Dios, que es el sumo sacerdote de la sociedad moderna, uno de sus elegidos. Pero usted nunca me consideraría de ese modo. Para usted yo hubiera sido siempre un Dios algo ridículo. Como esos doctores que tienen ustedes en Hollywood. ¿De dónde los sacan? Realmente, si saben algo, lo disimulan muy bien. Saben, o deberían saber, lo que le ocurre a Nino, pero se limitan a darle drogas y calmantes, sólo para que vaya tirando. Se arrastran a sus pies porque les paga bien y porque Johnny Fontane es un hombre poderoso y célebre; y, claro, usted les considera como verdaderas eminencias de la medicina, sin saber que a ellos les importa un bledo que la gente viva o muera. Pues bien, mi afición, que reconozco es imperdonable, consiste en evitar que la gente se muera. Si he permitido que le diera un vaso de whisky a Nino, es porque he querido demostrarle lo que puede ocurrirle.
Bajando la voz, Jules prosiguió:
—Su amigo casi no tiene remedio. ¿Comprende bien mis palabras? No ha recibido los cuidados médicos necesarios. Su presión sanguínea, su diabetes y sus malos hábitos pueden provocar una hemorragia cerebral en el momento menos pensado. Su cerebro dejará de funcionar normalmente. ¿Se da usted cuenta de lo que le estoy diciendo? Sí, he hablado de encerrarlo en un manicomio. Y es que quiero que se dé cuenta de lo grave que está su amigo, pues temo que, de otro modo, no tome usted medida alguna. Voy a decírselo en pocas palabras: si lo encierra, quizá le salve la vida; si no, ya puede darlo por muerto.
—Jules, querido, no seas tan brusco, te lo ruego —susurró Lucy.
Jules se puso de pie.
—¿Piensa que ésta es la primera vez que he tenido que hablar así? —dijo, y Johnny Fontane comprobó, satisfecho, que su voz ya no sonaba fría—. Años atrás, lo hacía a diario. Lucy me pide que no sea tan brusco, pero no sabe lo que dice. Antes, cuando estaba en la Costa Este, solía advertir a la gente: «No coma tanto, o morirá; no fume tanto, o morirá; no trabaje tanto, o morirá; no beba tanto, o morirá». Pero nadie hace caso de nadie. ¿Y sabe usted por qué? Porque no se les dice: «Morirá usted mañana». Pues bien, le aseguro que Nino puede muy bien morir mañana.
Se acercó al bar para servirse otra copa, y volviéndose hacia Johnny, le preguntó:
—¿Va usted a internar a Nino?
—No lo sé.
Jules volvió a llenar su copa.
—Es gracioso; uno puede fumar hasta morirse, puede beber hasta morirse, puede trabajar o comer hasta morirse… y todo eso es aceptable. De lo único que uno no puede morir, médicamente hablando, es de hacer en exceso el amor. Y, sin embargo, a eso es a lo que la sociedad pone todos los obstáculos. En el caso de las mujeres, la cosa cambia, naturalmente. A veces, le decía a una mujer que no le convenía tener más hijos. «Es peligroso, podría usted morir.» Pues bien, pasado un mes, la mujer acudía a mi consulta y anunciaba: «Creo que estoy embarazada, doctor».
Después de llamar a la puerta, entraron dos camareros empujando un carrito con bocadillos y café. Una vez que se hubieron marchado, Johnny, Jules y Lucy se sentaron a la mesa, comieron y tomaron el café. Johnny encendió un cigarrillo y dijo a Jules:
—Así que es usted un salvador de vidas. ¿Y por qué, entonces, se dedicó a practicar abortos?
—Quería ayudar a las muchachas que estaban en apuros —intervino Lucy—, que hubieran podido suicidarse o hacer algo peligroso para deshacerse del hijo que llevaban en las entrañas.
Jules miró a Lucy con una sonrisa y dijo:
—No es tan sencillo. Finalmente me convertí en cirujano. Tengo buenas manos, muy buenas, de hecho, pero era demasiado compasivo, demasiado humano. Abría el vientre de un pobre diablo y sabía que éste iba a morir; operaba un cáncer y sabía que el mal reaparecería un tiempo después. Era terrible. Venía una mujer y tenía que extirpar un pecho; un año después la mujer volvía, y le extirpaba el otro; unos meses más tarde, eran los ovarios lo que tenía que extirparle. Luego, por fin, la mujer moría. Y mientras, los maridos preguntaban: «¿Qué dicen los análisis, doctor?». Llegó el momento en que empleé a una nueva secretaria con el único objeto de que contestara a tales preguntas. A los pacientes los veía únicamente cuando estaban listos para ser examinados o intervenidos. Pasaba el mínimo tiempo posible con la víctima, porque, al fin y a la postre, yo era un hombre muy ocupado. Y luego, una vez acabado mi trabajo, le concedía un par de minutos al marido para que hablara conmigo. «Es el fin», le decía. Pero él nunca oía la última palabra. Llegué a pensar que hablaba en voz demasiado baja, por lo que, deliberadamente, decía «es el fin» en voz más alta de lo normal, para que me entendieran. Un día practiqué un aborto. Aquello era otra cosa; era sencillo de hacer y después todos se sentían felices. Por fin había descubierto el trabajo que me gustaba. Como no creo que un feto de dos meses sea un ser humano, por este lado no había problemas. Ayudaba a muchachas solteras y a mujeres casadas que se encontraban en apuros. Tenía la conciencia tranquila y, además, ganaba mucho dinero. Cuando me descubrieron me sentí como el desertor al que hacen prisionero. Pero tuve suerte, porque un amigo mío muy influyente consiguió que me dejaran en libertad. Desde entonces, sin embargo, no puedo operar en los grandes hospitales. Por eso estoy aquí, dando buenos consejos, y sabiendo que no van a hacerme caso.
—En lo que a mí se refiere, no es que no le haga caso —se excusó Johnny Fontane—, sino que me lo estoy pensando.
Finalmente, Lucy desvió la conversación, preguntando:
—¿A qué has venido a Las Vegas, Johnny? ¿A descansar o a trabajar?
—Mike Corleone quiere verme. Vendrá esta noche, acompañado de Tom Hagen. Tom dijo que también vendrán a verte a ti. ¿Sabes de qué se trata?
Lucy negó con un movimiento de la cabeza y dijo:
—Cenaremos todos juntos mañana por la noche. Freddie también. Creo que quizá tenga algo que ver con el hotel. Últimamente el casino ha estado perdiendo dinero, y eso no puede ser. Tal vez el Don haya decidido que Mike venga a echar una ojeada.
—He sabido que, por fin, Mike se ha hecho arreglar la cara —dijo Johnny.
—Sospecho que fue Kay quien lo convenció de que lo hiciera —señaló Lucy, entre risas—. El lado izquierdo de su rostro era verdaderamente horrible. La familia Corleone quiso que Jules asistiera como consejero y observador a la operación.
—Yo les recomendé que lo hicieran —explicó Johnny.
—No lo sabía —reconoció Lucy—. De todos modos, Mike dijo que quería hacer algo por Jules. Es por eso por lo que mañana nos invitará a cenar.
—No se fía de nadie —señaló Jules, pensativo—. Me dijo que estuviera al corriente de los movimientos de cuantos se hallaban en el quirófano. Pero todo se desarrolló sin problemas. Por otra parte, la operación no era difícil; habría podido llevarla a cabo cualquier cirujano razonablemente competente.
Se oyó un ruido procedente del dormitorio, y los dos hombres y Lucy miraron hacia allí. Nino había vuelto a recuperar el sentido. Johnny fue a sentarse en la cama, y Jules y Lucy se acercaron también, pero permanecieron de pie al lado del lecho. Nino les dedicó una descolorida sonrisa y dijo:
—De acuerdo, me convertiré en un hombre juicioso. La verdad es que me siento muy mal. ¿Recuerdas, Johnny, lo que sucedió hace un año, cuando estábamos con aquellas dos chicas en Palm Springs? Te juro que no sentí celos. Me alegré. ¿Me crees, no, Johnny?
—Desde luego, Nino. Te creo.
Lucy y Jules se miraron. Por lo que de él sabían, Johnny Fontane era totalmente incapaz de quitar la chica de un amigo íntimo. ¿Y por qué decía Nino que no estaba celoso, si había transcurrido ya un año? Por la mente de ambos pasó el mismo pensamiento. ¿Se emborrachaba Nino porque una chica le había dejado por Johnny Fontane?
Jules volvió a examinar a Nino.
—Haré que una enfermera se ocupe de cuidar de usted por la noche. Deberá permanecer en cama durante dos días, Nino. Y no haga tonterías.
—De acuerdo, doctor —respondió Nino, en tono jocoso—. Pero, por favor, que la enfermera no sea demasiado guapa.
Jules pidió una enfermera y, seguidamente, él y Lucy se marcharon. Sentado en una silla, junto a la cama, Johnny esperó la llegada de la enfermera. Nino, que seguía muy pálido, se estaba durmiendo. Johnny pensó en lo que su amigo había dicho acerca de que no había sentido celos por lo ocurrido hacía un año en Palm Springs. Nunca hubiera podido imaginar que Nino fuera celoso.
Un año atrás, Johnny Fontane, sentado en su lujosa oficina de la productora cinematográfica de su propiedad, se sentía mal, muy mal.
Sí, la primera película que había producido, en la que él era el protagonista y Nino tenía un importante papel, estaba dando mucho dinero. Todo había ido a la perfección. Todos habían realizado muy bien su trabajo. La película había costado menos dinero de lo calculado. Todos ganarían mucho con ella, y seguramente Jack Woltz se estaría mordiendo los puños de rabia. Johnny estaba produciendo otras dos películas, una protagonizada por él, y la otra, por su amigo. Nino Valenti daba muy bien en la pantalla, y gustaba mucho a las mujeres, cuyos instintos maternales despertaba. Todo lo que Johnny tocaba se convertía en oro. Naturalmente, el Padrino recibía su parte a través del banco. Johnny estaba satisfecho, pues había hecho honor a la confianza que le había dispensado su padrino. Pero todo eso no le hacía sentir mejor.
Y ahora que era un próspero productor cinematográfico, tenía tanto poder como en su época de cantante, o tal vez más. Las mujeres se acercaban a él como las moscas a la miel, aunque por razones más interesadas que antes. Tenía su propia avioneta, vivía en medio del lujo y, como hombre de negocios que era, se beneficiaba de una serie de exenciones fiscales de las que los artistas no gozaban. ¿Así pues, qué le ocurría?
Él lo sabía muy bien. Le dolían los senos nasales y la frente, y tenía la garganta inflamada. Pensaba que si cantaba las molestias de la garganta se aliviarían, pero no se decidía a hacerlo. Había consultado a Jules Segal al respecto, y éste le había contestado que podía hacerlo cuando quisiera. Al fin, se decidió, pero su voz sonaba tan ronca que se dio cuenta de la inutilidad de seguir probando. Además, al día siguiente le dolía mucho más la garganta, aunque de forma distinta de como lo hacía antes de que le extirparan los nódulos. El dolor, ahora, era peor. Temía no poder volver a cantar en su vida.
Y si no podía cantar ¿qué le importaba todo lo demás? Cantar era la única cosa que sabía hacer realmente bien. Se consideraba un gran cantante, el mejor. Su profesión no tenía secretos para él. Nadie debía decirle lo que estaba bien ni lo que estaba mal. Era un maestro. Y de pronto corría el peligro de perder definitivamente la voz.
Era viernes, y Johnny decidió pasar el fin de semana con Virginia y las niñas. La llamó por teléfono —siempre lo hacía—, para anunciarle su llegada. En realidad, para darle la oportunidad de decir que no. Pero desde que se habían divorciado Virginia nunca le había dicho no. No podía negarse a que sus hijas vieran a su padre; era una verdadera mujer, pensó Johnny. Habría sido feliz con Virginia. Y aunque era consciente de que ninguna otra mujer le importaba tanto, sabía que nunca podrían volver a hacer el amor el uno con el otro. Quizá cuando tuvieran sesenta y cinco años, como cuando uno se jubila, se retiraran juntos, se retiraran de todo.
Pero la realidad se encargó de hacer pedazos estos pensamientos. A su llegada, encontró a Virginia de bastante mal humor y, además, las dos niñas no parecieron alegrarse mucho de verlo. Su madre les había prometido que las dejaría pasar el fin de semana en el rancho de los padres de unas amiguitas suyas, donde pensaban montar a caballo, y la llegada de él les estropeaba el plan.
Johnny le dijo a Virginia que las dejara ir al rancho, y cuando se marcharon las besó cariñosamente. Nada tenía que reprochar a sus hijas. Era muy lógico que prefirieran montar a caballo a hacer compañía a un padre aburrido y malhumorado, pensó. Y dirigiéndose a Virginia, dijo:
—Yo también me marcharé, pero primero tomaré un whisky.
—De acuerdo —repuso ella.
Era evidente que Virginia tenía uno de sus días malos, afortunadamente poco frecuentes. Y es que la vida que llevaba no era nada fácil ni agradable. Su mal humor era justificable.
Mientras observaba a Johnny servirse un whisky doble, le preguntó:
—¿Qué necesidad tienes de beber? Todos tus asuntos marchan viento en popa. Nunca hubiera imaginado que tuvieras madera de hombre de negocios.
—No creas que es muy difícil —repuso él con una sonrisa.
De pronto comprendió el porqué del mal humor de Virginia. Entendía a las mujeres y sabía que ella consideraba que vivía demasiado bien. A las mujeres les disgustaba ver que sus novios, maridos o amantes tenían demasiado éxito; les irritaba que fuesen capaces de vivir sin ellas. Más para animar a su ex esposa que en tono de queja, Johnny dijo:
—¿Y qué me importa el éxito, si no puedo cantar?
—Vamos, Johnny, ya no eres un niño —replicó Virginia, irritada—. Tienes más de treinta y cinco años. ¿Por qué te preocupa el no poder cantar cancioncillas tontas y empalagosas? Ganas mucho más dinero como productor.
—Soy cantante. Me gusta cantar —explicó Johnny—. ¿Qué tienen que ver los años con eso?
—Nunca me ha gustado cómo cantas —dijo Virginia con impaciencia—. Ahora que has demostrado que sabes hacer películas, me alegro de que no puedas volver a cantar.
Con una violencia impropia de él, Johnny gritó:
—¡Lo que estás diciendo es una tontería!
Estaba azorado. ¿Cómo podía Virginia sentir tanta antipatía, tanto odio hacia él?
Ella, que no estaba acostumbrada a que Johnny se mostrara enfadado, había quedado boquiabierta. Segundos después, sin embargo, consiguió reaccionar y arguyó:
—¿Es que crees que puede gustarme mucho el ver que millares de mujeres se enamoran de ti con sólo oírte cantar? ¿Te gustaría que me paseara desnuda por la calle, para que los hombres fueran detrás de mí? Pues algo así es lo que tú hacías cuando cantabas. Por eso yo deseaba que perdieras la voz, que no pudieras volver a cantar nunca más… Pero eso era antes de que nos divorciáramos.
Johnny terminó su bebida y masculló:
—No comprendes nada, absolutamente nada.
A continuación se fue a la cocina y marcó el número de Nino. Se pusieron rápidamente de acuerdo para ir a pasar el fin de semana a Palm Springs, y le dio el número de una muchacha hermosa que le gustaba mucho.
—Dile que traiga a una amiga para ti —indicó Johnny—. Estaré contigo dentro de una hora.
Virginia lo despidió fríamente. A él no le importó mucho, pues aquélla era una de las raras veces en que se había enojado con ella.
Pasaría un fin de semana agradable y sacaría de su cuerpo todo el veneno que llevaba dentro, pensó.
Johnny Fontane tenía una casa en Palm Springs. Cuando llegó, ya se encontraban allí Nino y las dos muchachas, que eran muy jóvenes y, por lo tanto, alegres y poco ambiciosas. Algunos conocidos habían acudido a la piscina de la finca, a bañarse con ellos antes de cenar. Poco después, Nino, acompañado de su chica, subió a su habitación para vestirse y divertirse un poco. Johnny no se encontraba en forma, por lo que envió a su chica, una rubia baja y regordeta llamada Tina, a ducharse sola. Nunca había podido hacer el amor con otra mujer después de discutir con Virginia.
Se dirigió al salón, tres de cuyas paredes eran de vidrio, y se sentó al piano. Muchos años antes, cuando iba con la orquesta, a veces cantaba acompañándose al piano; pero aquello había quedado muy atrás. Se puso a cantar en voz baja, para no forzar las cuerdas vocales. Y antes de que se diera cuenta, Tina estaba allí, preparándole un combinado. Luego, la muchacha se sentó a su lado, y ambos cantaron a dúo hasta que Johnny decidió ir a ducharse. En el cuarto de baño siguió cantando, siempre en voz muy baja, y lo mismo hizo mientras se vestía. Cuando regresó al salón, Tina seguía a solas. Pensó que Nino sólo podía estar haciendo dos cosas: emborrachándose o haciendo el amor con su chica.
Cuando Tina salió a ver la piscina, él volvió a sentarse al piano y comenzó a entonar una de sus viejas canciones. La garganta no le dolía en absoluto. Cantaba en voz baja, pero en el tono adecuado. Dirigió la vista hacia la piscina. Tina permanecía junto a ésta, y como la puerta estaba cerrada, no podía oírlo. Ignoraba el porqué, pero Johnny no quería que nadie lo oyera. Empezó a cantar su canción favorita, en voz alta, como si estuviera delante del público, esperando que de un momento a otro comenzara a dolerle la garganta. Pero esperó en vano. Johnny notó que su voz había cambiado, pero consideró que seguía siendo buena. Era más profunda, más varonil. Terminada la canción, permaneció sentado al piano, pensando en su voz.
—No está mal, viejo amigo, no está nada mal —dijo Nino, detrás de él.
Johnny se volvió. Nino estaba de pie en el vano de la puerta, solo. Su chica debía de encontrarse en otra parte, y Johnny se alegró de ello. No le importaba que su amigo lo oyera cantar.
—Oye, Nino. Tenemos que deshacernos de las chicas. Diles que se marchen.
—Díselo tú. Son buenas, y no quiero herir sus sentimientos. Además, a la mía la he «trabajado» ya dos veces. ¿Crees que puedo despedirla sin darle siquiera de cenar?
Bueno, pues que se quedaran, pensó Johnny. Y que lo oyesen cantar, aunque lo hiciera mal. Telefoneó a un director de orquesta amigo suyo, que vivía en Palm Springs, y le pidió que le enviara una mandolina para Nino.
—Pero hombre, Johnny —dijo el director—. Si aquí en California nadie toca la mandolina.
—Es igual. Tú encuentra una y mándamela.
En la casa había un equipo de grabación, y Johnny instruyó a las chicas para que se encargaran de regular los mandos de tono y volumen. Una vez terminada la cena, Johnny se puso a trabajar de inmediato. Con Nino acompañándolo a la mandolina, cantó todas sus viejas canciones. Lo hizo a pleno pulmón, y notó que su garganta no se resentía. Se sentía capaz de cantar horas y horas sin parar. Durante los meses en que no había podido cantar Johnny había pensado a menudo en cómo entonaría sus canciones si tuviera la suerte de recuperar la voz. Ahora llevaba a la práctica todo lo imaginado. Temía que lo que en su imaginación le había parecido fácil, no lo fuera tanto en la realidad. Las variaciones que efectuaba cantando con la imaginación, y que tan bien sonaban en su cerebro, tal vez no sonaran tan bien al oído. Pero ahora, que no se escuchaba, sino que se concentraba sólo en el canto, creía estar haciéndolo bien, tal y como había pensado. Aunque no tan bien como deseaba, naturalmente, pues le faltaba práctica.
Finalmente, dejó de cantar. Tina se acercó a él y le dio un largo beso.
—Ahora sé por qué mi madre va a ver todas tus películas —dijo.
En otro momento, Johnny se hubiera sentido molesto por las palabras de la muchacha. Pero ahora no; ahora se las agradecía sinceramente. Johnny y Nino se echaron a reír.
Pusieron el equipo de grabación y Johnny pudo por fin escucharse a sí mismo. Su voz había cambiado mucho, pero seguía siendo la voz de Johnny Fontane, pero mucho más rica y profunda, tal como había advertido antes, y más varonil, más sincera, con más carácter. En cuanto al aspecto técnico, su canto era muy superior al de antes. Y si ahora cantaba así ¿cómo sería después de unas semanas o meses de práctica? Guiñó un ojo a Nino y dijo:
—¿Canto tan bien como creo?
Nino, pensativo, miró fijamente la alegre cara de Johnny.
—Has cantado condenadamente bien. Ahora falta saber cómo cantarás mañana.
A Johnny no le sentó nada bien la observación de Nino. Y, medio en serio, medio en broma, replicó:
—Eres un cabrón, Nino. Sabes perfectamente que no cantas tan bien como yo. Y no te preocupes por cómo cantaré mañana. Me siento en plena forma.
Por aquella noche no volvió a cantar. Él, Nino y las dos chicas se fueron a una fiesta, y luego, al regresar, Tina se acostó con él. Pero Johnny no se portó tan bien como esperaba la muchacha, que quedó algo decepcionada. ¡Qué diablos!, pensó Johnny, no se podía hacer todo en un día.
Por la mañana, Johnny despertó presa de un vago temor de que sólo hubiese soñado que recuperaba la voz. Luego, cuando estuvo seguro de que no se había tratado de un sueño, el temor se convirtió en pánico. Tenía miedo de que ya no fuera lo mismo del día anterior, de que su voz volviera a ser tan ronca como durante los últimos meses. Se acercó a la ventana a respirar un poco de aire fresco, y luego, todavía en pijama, fue al salón. Empezó a tocar una vieja canción al piano, y momentos después se puso a cantar en voz baja. Se dio cuenta de que no le dolía la garganta y de que su voz no había enronquecido, por lo que se decidió a cantar más alto. Perfecto. «Igual que ayer», pensó. ¡La pesadilla había concluido! Que se fuera a la mierda la producción de películas, que se fueran a la mierda Tina y su decepción. Tampoco le importaba que Virginia lo odiara de nuevo. Lo único que lamentaba era no haber recuperado la voz mientras cantaba para sus hijas. Habría sido sublime.
La enfermera del hotel había entrado en la habitación llevando un montón de medicamentos. Johnny se puso de pie y miró a Nino, que estaba durmiendo o, quizá, muriéndose. Sabía positivamente que Nino, su amigo, no sentía celos del hecho de que hubiera recobrado la voz. Comprendió que Nino estaba celoso únicamente porque él, Johnny, se mostraba extraordinariamente feliz por haber recuperado su voz de antaño.
Lo que a Nino le disgustaba era que Johnny se preocupase tanto por el canto, pues era evidente que ninguna cosa le importaba lo suficiente para hacerle sentir deseos de seguir viviendo.