Michael Corleone había tomado precauciones contra todas las eventualidades imaginables. Sus planes eran perfectos, y sabía ser paciente y meticuloso; esperaba disponer de todo un año para preparar las cosas. Pero el destino intervino, y no de forma favorable. El tiempo se acortó debido a un fallo. Y el que falló fue el Padrino, el gran Don Corleone.
En una soleada mañana de domingo, mientras las mujeres estaban en la iglesia, Don Vito Corleone se puso sus ropas de faena —unos pantalones holgados de color gris, una camisa azul y un viejo sombrero marrón— y se dirigió al huerto. Últimamente, el Don había engordado mucho. Trabajaba en el huerto, decía, para conservar la salud. Pero no conseguía engañar a nadie. Porque la verdad era que le gustaba cultivar sus hortalizas. Se sentía trasladado a la infancia, en Sicilia, sesenta años antes; a una infancia sin temores ni la tristeza que había supuesto para él la muerte de su padre.
Ahora los guisantes presentaban unas hermosas florecillas blancas; y los fuertes y verdes tallos de los cebollinos rodeaban la parcela por completo. En un rincón, había un barril lleno del mejor fertilizante: estiércol de vaca, y cerca de éste se levantaban las espalderas de madera que él mismo había hecho con sus propias manos, y por las cuales subían las tomateras.
El Don se dispuso a regar el huerto. Debía hacerlo antes de que el sol calentara más, pues entonces el agua quemaría las delicadas hojas de las lechugas. El sol era más importante que el agua, por esencial que ésta fuese, y si se los combinaba de forma imprudente podían provocar una verdadera catástrofe.
El Don decidió comprobar si había hormigas en el huerto. Si las había, significaba que las hortalizas tenían piojos, pues las hormigas perseguían a éstos para comérselos. En tal caso, debería espolvorear las plantas con insecticida.
Había regado en el momento preciso. El sol empezaba a calentar, y el Don pensó que había que ser prudente y previsor. Pero entonces se dio cuenta de que había algunas enredaderas que necesitaban varas para dirigirlas. Se inclinó para realizar el trabajo. Cuando terminara con esa hilera, regresaría a la casa.
De pronto pareció como si el sol hubiera bajado a pocos centímetros de su cabeza. El aire estaba lleno de motillas doradas. El Don vio al hijo mayor de Michael cruzar el huerto a la carrera en dirección a él que estaba arrodillado, y le pareció que lo rodeaba una cegadora luz amarilla. Pero el Don no se dejaba engañar; era demasiado viejo para ello. Sabía que detrás de aquella luz cegadora estaba la muerte. Con un ademán, intentó evitar que su nieto se acercara. De pronto, sintió como un fuerte martillazo dentro de su pecho, y le faltó el aire. Cayó de bruces al suelo.
El niño corrió a llamar a su padre. Michael Corleone y algunos hombres que estaban en la entrada de la finca corrieron hacia el huerto y encontraron al Don con las manos y las rodillas en tierra, haciendo un supremo esfuerzo por incorporarse. Lo levantaron y lo condujeron a la sombra. Michael se acuclilló junto a su padre, mientras los otros se ocupaban de llamar a un médico y de pedir una ambulancia.
El Don abrió los párpados, deseoso de ver una vez más a su hijo. Debido al fuerte ataque al corazón, su piel, por lo general rojiza, se había vuelto azulada. Su estado era desesperado. Percibió los olores del huerto, la luz del sol hirió sus ojos, y murmuró:
—¡Es tan hermosa la vida!
Se ahorró la visión de las lágrimas de las mujeres, pues murió antes de que regresaran de la iglesia, incluso antes de la llegada de la ambulancia y el médico. Murió rodeado de hombres, y con las manos del hijo que más había amado entre las suyas.
El funeral fue realmente regio. Las Cinco Familias estuvieron representadas por sus jefes y sus caporegimi. También asistieron las Familias de Tessio y Clemenza. Johnny Fontane ocupó la cabecera de determinados periódicos por el hecho de asistir al funeral, a pesar de que Michael le había aconsejado que no lo hiciera. Fontane, en una rueda de prensa, declaró que Vito Corleone era su padrino y la mejor persona que había conocido, y añadió que para él suponía un gran honor que se le permitiera presentar sus últimos respetos a un hombre a quien tanto había admirado.
El velatorio tuvo lugar en la casa de la finca, a la vieja usanza. Amerigo Bonasera efectuó un trabajo perfecto. Abandonó todas sus demás obligaciones y se dedicó de lleno a preparar a su viejo amigo y padrino, con el mismo cuidado con que una madre prepara a su hija para la boda. Todos comentaban el hecho de que ni siquiera la muerte había podido borrar la nobleza y la dignidad de los rasgos del Don, y tales comentarios, como es lógico, llenaron de orgullo a Amerigo Bonasera. Sólo él sabía los ímprobos esfuerzos que había supuesto el dar al Don el mismo aspecto que había tenido en vida.
Al funeral acudieron todos los viejos amigos y servidores. Nazorine, su esposa y su hija, ésta acompañada de su marido y de sus hijos. Desde Las Vegas llegaron Lucy Mancini y Freddie. También estaba Tom Hagen y su familia. Y los jefes de las Familias de San Francisco y Los Angeles, Boston y Cleveland. El féretro lo portaban Rocco Lampone, Albert Neri, Clemenza, Tessio y, naturalmente, los hijos del Don. La finca y todas sus casas estaban llenas de coronas y flores.
Fuera de la propiedad esperaban los periodistas y fotógrafos. También había una camioneta en cuyo interior se sabía que varios agentes del FBI filmaban el acontecimiento. Algunos periodistas que lograron introducirse en la finca se encontraron con varios hombres que les cerraron el paso, exigiéndoles que se identificaran y les mostraran la invitación. Y a pesar de que fueron tratados con toda cortesía —incluso les sirvieron refrescos—, no se les permitió entrar en la casa. Intentaron hablar con algunos de los que salían de ésta, pero no consiguieron arrancar de nadie ni una sola sílaba.
Michael Corleone pasó la mayor parte del día en la biblioteca en compañía de Kay, Tom Hagen y Freddie. Recibía muchas visitas, pues todos querían expresarle su condolencia. Michael los recibió a todos con suma cortesía, aun a aquellos que se le dirigieron a él llamándolo Padrino o Don Michael. Kay fue la única en darse cuenta de que en el rostro de su esposo aparecía, cada vez que lo llamaban de cualquiera de esas formas, una leve expresión de disgusto.
Clemenza y Tessio se unieron al pequeño grupo de íntimos, y Michael les sirvió personalmente algo de beber. Se habló algo, no mucho, de negocios. Michael les informó que la finca y todas sus casas serían vendidas a una inmobiliaria. El beneficio sería enorme, lo que demostraba el genio del gran Don.
Todos comprendieron que el imperio Corleone no tardaría en trasladarse al Oeste, que la Familia liquidaría su poder en Nueva York, y que ésta decisión se había demorado hasta el retiro o la muerte del Padrino.
Hacía casi diez años que en la casa no reunía tanta gente, desde la boda de Constanzia Corleone y Carlo Rizzi, recordó alguien. Michael se acercó a la ventana, dirigió la mirada hacia el jardín, y pensó que mucho tiempo atrás había pasado largos ratos en él, en compañía de Kay, sin sospechar siquiera cuán curioso sería su destino. Y su padre, en sus últimos momentos, había dicho: «¡Es tan hermosa la vida!». Michael nunca había oído a Don Corleone pronunciar ni una sola palabra relacionada con la muerte. Debía de respetarla demasiado para filosofar acerca de la misma.
Llegó el momento de ir al cementerio, el momento de enterrar al gran Don. Del brazo de Kay, Michael salió al jardín y se unió a los que acompañarían el cadáver hasta el cementerio. Detrás de él iban los caporegimi, seguidos de sus hombres, y luego toda la gente humilde a la que el Padrino había ayudado en el curso de su vida. El panadero Nazorine, la viuda Colombo y sus hijos e infinidad de personas a las que el Don había mandado con firmeza y justicia. Estaban presentes, incluso, algunos que habían sido sus enemigos, pero que ahora querían rendirle un tributo póstumo.
Michael lo observaba todo con una sonrisa hermética. El largo cortejo no le impresionaba, pero pensaba que si podía morir diciendo: «¡Es tan hermosa la vida!», se sentiría muy satisfecho. Estaba decidido a seguir los pasos de su padre. Lucharía por sus hijos, por su familia, por su mundo. Pero sus hijos crecerían en un mundo diferente. Serían médicos, artistas, científicos. Gobernadores. Presidentes. Lo que quisieran. Procuraría que se integraran en la sociedad, pero él, padre poderoso y prudente, procuraría no perder de vista a esa sociedad.
A la mañana siguiente, los miembros más importantes de la familia Corleone se reunieron en la finca. Fueron recibidos por Michael Corleone. Llenaban casi por completo la espaciosa biblioteca. Estaban los dos caporegimi, Clemenza y Tessio; Rocco Lampone, con su aire de hombre razonable y eficiente; Carlo Rizzi, muy tranquilo, como si no le cupiese duda de cuál era su lugar; Tom Hagen, que había abandonado su papel, estrictamente legal, para prestar su concurso a la resolución de la crisis; Albert Neri, que siempre trataba de permanecer lo más cerca posible de Michael, encendiéndole el cigarrillo, preparándole las bebidas, etc., para demostrar su inquebrantable lealtad a pesar del reciente desastre sufrido por la Familia.
La muerte del Don había sido una gran desgracia para todos. Con él parecía haber desaparecido la mitad del poder de los Corleone, que ahora, aparentemente al menos, nada podrían hacer para contrarrestar el creciente poder representado por la alianza Barzini-Tattaglia. Los reunidos se sentían unánimemente pesimistas, y esperaban las palabras de Michael con impaciencia. A sus ojos, éste todavía no era el nuevo Don. No había hecho casi nada para merecer tal posición o título. Si el Padrino hubiese vivido, habría podido asegurar la posición de su hijo, que ahora nada tenía de segura.
Michael esperó a que Neri terminara de servir las bebidas. Luego, con voz tranquila dijo:
—Ante todo, quiero que sepáis que comprendo lo que sentís. Sé que todos respetabais mucho a mi padre, pero ahora es el momento de que os preocupéis de vosotros y de los vuestros. Algunos seguramente os estaréis preguntando hasta qué punto lo ocurrido afectará nuestros planes y las promesas que os hice. Bien, quiero que sepáis una cosa: todo se hará según lo previsto. La muerte de mi padre no hace variar las cosas.
Clemenza sacudió su imponente cabeza. Su pelo tenía el color del acero, y sus facciones, que la grasa en nada favorecía, eran duras.
—Los Barzini y los Tattaglia se nos echarán encima abiertamente, Mike. Tendrás que aceptar las condiciones que quieran imponerte o luchar —afirmó.
Todos se dieron cuenta de que Clemenza, al dirigirse a Michael, no lo había hecho con mucho respeto y, menos aún, le había dado el título de Don.
—Esperemos a ver lo que pasa —respondió Michael—. Dejemos que sean ellos quienes rompan las hostilidades.
Con su voz grave, Tessio dijo, dirigiéndose a todos los presentes:
—Ya le han ganado la partida a Mike. Esta misma mañana han abierto dos oficinas de apuestas en Brooklyn. Me lo ha dicho el capitán que lleva la lista de protección en la comisaría. Dentro de un mes, me temo que no tendré en Brooklyn un solo lugar donde colgar mi sombrero.
Con expresión pensativa, Michael se quedó mirando fijamente a Tessio.
—¿Has hecho algo al respecto? —preguntó al caporegime.
Tessio negó con la cabeza y afirmó:
—No. No he querido crearte más problemas.
—Bien —dijo Michael—. Limítate a esperar. Y creo que eso es todo lo que por el momento tengo que deciros a todos. Limitaos a esperar. No respondáis a ninguna provocación. Dadme unas pocas semanas para arreglar las cosas, para ver por dónde sopla el viento. Luego volveremos a reunirnos y tomaremos una serie de decisiones concretas y definitivas.
Pretendió no darse cuenta de la sorpresa de sus interlocutores, a quienes Albert Neri, comenzó, con toda cortesía, a hacer salir de la estancia.
—Quédate, Tom. Sólo serán unos minutos —dijo Michael.
Hagen se acercó a la ventana que daba al jardín. Cuando vio que los caporegimi, Carlo Rizzi y Rocco Lampone, acompañados por Albert Neri, salían por la puerta de la finca, se volvió hacia Michael y preguntó:
—¿Has conseguido asegurar todas las conexiones políticas?
Con gesto de pesadumbre, Michael sacudió la cabeza y repuso:
—No del todo. Necesitaba de otros cuatro meses. El Don y yo estábamos trabajando intensamente en el asunto. Pero tengo a mi lado a todos los jueces y a algunos de los miembros más importantes del Congreso. De lo que primero nos ocupamos fue de los jueces, naturalmente. Las autoridades de Nueva York, las que nos interesan quiero decir, no representaron problema alguno. La familia Corleone es mucho más fuerte de lo que todos piensan. Pero yo esperaba convertirla en algo de una solidez absoluta. Supongo que ahora ya sabes cuáles son mis planes ¿no?
—No fue difícil. Lo que sí me costó entender fue por qué te empeñaste en dejarme al margen. Finalmente, me puse a pensar como un siciliano y descubrí tus motivos.
Michael se echó a reír y dijo:
—Mi padre aseguró que lo averiguarías. Te necesito aquí, Tom. Al menos durante las próximas semanas. Será mejor que llames a Las Vegas y hables con tu esposa. Pídele que tenga un poco de paciencia.
Hagen, con expresión meditabunda, preguntó:
—¿Cómo crees que intentarán ponerse en contacto contigo?
—El Don y yo hablamos de eso, precisamente. A través de alguna persona de mi confianza, Barzini intentará que vaya a verle por mediación de alguien de quien yo no pueda sospechar.
Hagen sonrió y dijo:
—De alguien como yo.
Michael le devolvió la sonrisa y respondió:
—Tú eres irlandés; no confiarían en ti.
—Soy germano-americano —replicó Hagen.
—Para ellos, eso es ser irlandés —dijo Michael—. No acudirán a ti, como tampoco acudirán a Neri, porque Albert Neri fue policía. Además, ambos estáis demasiado cerca de mí. No pueden arriesgarse tanto. Rocco Lampone, por el contrario, no está lo bastante cerca. Tengo la seguridad de que será Clemenza, Tessio o Carlo Rizzi.
—Apostaría cualquier cosa a que será Carlo —dijo Hagen.
—Ya lo veremos. No tardaremos en saberlo…
Fue durante la mañana siguiente. Hagen y Michael desayunaban. Michael fue a la biblioteca a responder a una llamada telefónica, y cuando volvió a la cocina, dijo a Hagen, riendo:
—Ya está. Tengo que ver a Barzini dentro de una semana, para concertar un nuevo tratado de paz ahora que el Don ha muerto.
—¿Quién te ha telefoneado? ¿Quién ha establecido el contacto?
Ambos sabían que quienquiera que fuese el que hubiera establecido el contacto, se había convertido en traidor.
Michael esbozó una amarga sonrisa y dijo:
—Tessio.
Terminaron de comer en silencio. Mientras tomaban su taza de café, Hagen comentó:
—Hubiera jurado que el traidor sería Carlo. O Clemenza, tal vez. Pero nunca Tessio. Es el mejor de todos.
—Es el más inteligente —replicó Michael—. Y ha hecho lo que le ha parecido más acertado. Me pone en manos de Barzini y luego hereda el imperio Corleone. Como se figura que no puedo vencer, su razonamiento es perfecto.
Hagen dejó pasar unos segundos antes de preguntar:
—¿Y son exactas las suposiciones de Tessio?
—El asunto presenta, al menos en apariencia, mal cariz para los Corleone. Pero mi padre fue el único que entendió que el poder político y las amistades, políticas también, valen más que diez regimi. Creo que tengo en mis manos casi todo el poder político que tenía mi padre. Pero nadie, excepto yo, lo sabe.
Dirigió a Hagen una sonrisa llena de confianza y añadió:
—Los obligaré a llamarme Don. Pero lo de Tessio me entristece.
—¿Has dado tu conformidad al encuentro con Barzini?
—Sí. Para dentro de siete días. En Brooklyn, en el territorio de Tessio. Suponen que creeré que allí estaré seguro.
Michael volvió a echarse a reír.
—No te confíes —le advirtió Hagen—. Durante los próximos siete días ve con mucho cuidado.
Por primera vez, Michael se mostró frío con Hagen.
—Para darme esa clase de consejos no necesito ningún consigliere.
Durante la semana anterior al encuentro entre las Familias Corleone y Barzini, Michael le demostró a Hagen cuán cuidadoso sabía ser. No abandonó la finca ni una sola vez, y no recibió a persona alguna sin que a su lado estuviera Albert Neri. Únicamente surgió una enojosa complicación. El hijo mayor de Connie y de Carlo iba a recibir la confirmación, y Kay le pidió a Michael que fuera el padrino. Michael se negó en redondo.
—No suelo suplicarte muy a menudo —dijo Kay—. Hazlo por mí, te lo ruego. Connie desea tanto… Y también Carlo. Para ellos es algo muy importante. Por favor, Michael.
Kay advirtió que su marido estaba irritado con ella, por lo que pensó que insistiría en su negativa. Por ello, se llevó una gran sorpresa cuando Michael le dijo:
—De acuerdo. Pero no puedo abandonar la finca. Que lo arreglen todo para que el cura confirme al niño aquí. Pagaré lo que sea. Si los de la iglesia ponen problemas, Hagen los solucionará.
Y así, el día anterior al encuentro con la familia Barzini, Michael Corleone actuó como padrino del hijo de Carlo y Connie Rizzi. Al muchacho le regaló un costoso reloj de pulsera y una cadena de oro. Se celebró una pequeña fiesta en casa de Carlo, a la que fueron invitados los caporegimi, Hagen, Lampone y todos los que vivían en la finca, incluida, por supuesto, Mamá Corleone. Connie estaba tan emocionada que se pasó la velada besando a su hermano y a Kay. Y hasta Carlo Rizzi se mostró sentimental, aprovechando el menor pretexto para estrujar la mano de Michael y llamarlo Padrino. Todo al estilo italiano.
En cuanto a Michael, nunca se había mostrado tan afable y extrovertido como aquel día.
En un momento dado, Connie susurró al oído a Kay:
—Creo que Carlo y Mike serán muy buenos amigos a partir de hoy. Estas cosas siempre unen a la gente.
Kay apretó el brazo de su cuñada, y le dijo:
—Me alegro mucho.