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Chapter 38 - 31

Aquel mismo día, dos lujosos automóviles aparcaron en el sendero de entrada de la finca. Uno de los dos coches llevaría a Connie Corleone, a su madre, a su marido y a sus dos hijos al aeropuerto. La familia Rizzi iba de vacaciones a Las Vegas, antes de trasladarse definitivamente a dicha ciudad. Michael así se lo había ordenado a Carlo, haciendo caso omiso de las protestas de Connie. Michael no se había molestado en explicar que quería que todos se marcharan de la finca antes del encuentro entre los Corleone y los Barzini. En realidad, la reunión era del máximo secreto; los únicos que estaban enterados de ella eran los capos de la Familia.

El otro automóvil era para Kay y sus hijos, que iban a New Hampshire, a visitar a los Adams. Michael tendría que quedarse en la finca; sus asuntos no le permitían salir de viaje.

La noche anterior, Michael había ordenado que le transmitiesen a Carlo Rizzi que lo necesitaría durante unos días en la finca, y que después podría reunirse con su esposa y sus hijos. Connie se había puesto furiosa. Trató de hablar por teléfono con su hermano, pero le dijeron que había ido a la ciudad.

Ahora intentaba verlo, pero Michael estaba reunido con Tom Hagen y había dado orden de que no se le molestara bajo ningún pretexto. Antes de que el automóvil se pusiera en marcha, Connie besó a su marido y le dijo:

—Si no vienes dentro de dos días, volveré a buscarte.

—Iré, no te preocupes —repuso él con una sonrisa.

—¿Sabes para qué te necesita Michael? —preguntó Connie, asomada a la ventanilla del coche.

Su cara de preocupación le quitaba atractivo y la hacía parecer de más edad.

—Me ha prometido algo importante. Tal vez quiera hablarme de eso.

Carlo no estaba enterado del encuentro entre los Corleone y los Barzini previsto para esa noche.

—¿Tú crees, Carlo? —dijo Connie. Carlo hizo un gesto de asentimiento. Luego, el automóvil se puso en marcha y, al cabo de un instante, abandonó la finca.

Sólo cuando el coche hubo desaparecido, Michael salió a despedirse de Kay y de sus dos hijos. Carlo también se acercó para desear a su cuñada buen viaje y felices vacaciones. Finalmente, cuando el automóvil arrancó hacia la salida, Michael le dijo a Carlo:

—Lamento tener que retenerte aquí, pero sólo serán un par de días.

—No importa, Michael —se apresuró a contestar Carlo.

—Bien. Limítate a permanecer junto al teléfono de tu casa. Cuando esté preparado para ocuparme de lo tuyo, te avisaré. Y es que antes tengo otras cosas que hacer. ¿De acuerdo?

—Desde luego, Mike —respondió Carlo.

Carlo Rizzi se fue a su casa, y una vez allí llamó por teléfono a su amante, que vivía en Westbury, prometiéndole que procuraría ir a verla más tarde. Seguidamente, con una botella de bourbon en la mano, se dispuso a esperar. Esperó durante largo rato. Poco después de mediodía comenzaron a llegar coches a la finca. Vio que de uno de ellos se apeaba Clemenza, y que de otro hacía lo propio Tessio. Los dos caporegimi entraron en la casa de Michael después de que uno de los guardianes les abriera la puerta. Clemenza abandonó la casa pocas horas después, pero a Tessio, Carlo no volvió a verle.

Carlo salió a dar un corto paseo por la finca. No estuvo fuera más de diez minutos. Conocía a todos los guardianes y tenía algo de amistad con varios de ellos. Pensó que sería una buena idea entablar conversación con alguno, con objeto de distraerse un poco. Pero quedó sorprendido al ver que los hombres que vigilaban la finca ese día le eran completamente desconocidos. Y todavía se sorprendió más al comprobar que montando guardia en la verja de entrada estaba Rocco Lampone. Carlo sabía que la posición de Rocco era demasiado elevada para que se ocupara de semejante tarea, a menos, por supuesto, que ocurriera algo extraordinario.

Rocco lo saludó amistosamente:

—¡Caramba! Pensaba que habías salido de vacaciones.

—Michael me ha dicho que permaneciera aquí por un par de días. Tiene algo para mí, según parece —explicó Carlo.

—Lo mismo me ha dicho a mí, y ya ves, me pone de guardia. Pero bueno, después de todo, él es el jefe.

Por el tono empleado por Lampone parecía deducirse que no consideraba a Michael un hombre de la estatura de su padre.

Carlo, cauteloso, hizo caso omiso de la velada censura y dijo:

—Mike sabe muy bien lo que hace.

Rocco Lampone aceptó en silencio el reproche. Carlo se despidió de él y regresó a su casa. Algo se estaba cociendo, pero fuera lo que fuese, Rocco lo ignoraba.

Michael, de pie junto a la ventana de su despacho, miraba a Carlo pasear por la finca. Hagen le sirvió una copa de coñac, que Michael le agradeció en silencio, y le dijo:

—Debes empezar a moverte, Mike. Ha llegado la hora.

—Preferiría no tener que hacerlo. Ojalá mi padre hubiese durado un poco más.

—No te preocupes, todo saldrá bien —lo animó Hagen—. Si yo no me di cuenta, piensa que los demás tampoco habrán olido nada. Lo planeaste todo a la perfección.

Michael se apartó de la ventana.

—Los planes, en buena medida, los realizó mi padre. Nunca imaginé que fuera tan listo. Tú sí lo sabías.

—Como él no hay dos —respondió Hagen—. Pero tú lo has hecho muy bien. En realidad, no podías hacerlo mejor. Y eso significa que serás un buen sucesor.

—Esperemos a ver qué sucede. ¿Han llegado ya Tessio y Clemenza?

Hagen asintió. Michael terminó su copa y añadió:

—Di a Clemenza que venga a verme. Quiero darle las instrucciones personalmente. A Tessio no quiero verlo. Dile únicamente que dentro de media hora estaré listo para acompañarlo a ver a Barzini. Luego, los hombres de Clemenza se ocuparán de él.

Con voz carente de emoción, Hagen preguntó:

—¿No hay forma de dejar que Tessio siga con vida?

—No la hay.

En el norte de la ciudad de Buffalo había una pequeña pizzería que estaba siempre muy concurrida, menos en las horas siguientes al mediodía; entonces, el trabajo decrecía. Aquel día, el encargado del local metió en el horno las pocas pizzas que quedaban en la bandeja, y guardó ésta junto a la pared del enorme horno, en posición vertical. Luego, echó un vistazo a una empanada que se estaba cociendo, y observó que el queso ya había empezado a derretirse. Cuando volvió al mostrador, una parte del cual daba a una ventana, lo que permitía servir a los que pasaban por la calle, se encontró frente a un hombre joven y de aspecto rudo, que le dijo:

—Déme una pizza.

El encargado tomó una pala de madera y sacó del horno una de las pizzas. Entretanto, el cliente, en lugar de esperar en la calle, había entrado en el establecimiento, que estaba completamente vacío. El encargado puso la pizza en un plato de papel y se lo tendió al cliente; pero éste, en vez de sacar dinero para abonar su importe, lo miró fijamente y dijo:

—Me han contado que lleva usted un tatuaje muy grande en el pecho. Por encima de su camisa veo la parte superior; ¿por qué no me deja ver el resto?

El encargado de la pizzería se echó a temblar.

—Venga, desabróchese la camisa —insistió el cliente.

—No llevo ningún tatuaje —repuso el otro con fuerte acento siciliano—. Quien lo lleva es el hombre que hace el turno de noche.

El cliente soltó una sonora y siniestra carcajada.

—Vamos, desabróchese la camisa.

El encargado empezó a retroceder en un intento de huir por detrás del horno. Pero el cliente, desde el otro lado del mostrador, le apuntó con una pistola e hizo fuego. La bala le dio en el pecho y lo arrojó contra la pared del horno. Un nuevo disparo lo hizo caer al suelo. El cliente se acercó al hombre y le desabrochó la camisa. Tenía el pecho cubierto de sangre, pero el tatuaje, con los dos amantes, el marido y el cuchillo, era todavía visible. El caído levantó una mano con esfuerzo, en un desesperado intento de protegerse, mientras el otro le decía:

—Fabrizzio, Michael Corleone te envía sus mejores saludos.

A continuación, apuntó a la sien de Fabrizzio y volvió a disparar. Luego salió de la pizzería. En la esquina lo esperaba un coche, con la puerta abierta. Una vez en el interior, el vehículo partió a toda velocidad.

Rocco Lampone contestó al teléfono instalado en uno de los pilares de hierro del portal. Una voz le dijo:

—Su paquete está listo.

Al oír estas pocas palabras, que para él eran suficientes, Rocco subió a su coche y salió de la finca. Cruzó la carretera elevada de Jones Beach, la misma en que Sonny Corleone había sido asesinado, y se dirigió a la estación de ferrocarril de Wantagh. Aparcó. Otro coche, con dos hombres en su interior, le estaba aguardando. Se dirigieron hacia un motel, situado a diez minutos de allí, y al llegar penetraron en el jardín del mismo. Rocco Lampone ordenó a sus dos hombres que permanecieran dentro del coche, y él fue hasta uno de los pequeños bungalós. Con un fuerte puntapié, abrió la puerta y entró.

Phillip Tattaglia, de setenta años, estaba de pie, desnudo como había llegado al mundo, junto a una cama en la que lo esperaba, tendida, una muchacha. El cabello de Phillip Tattaglia era blanco, y su grueso cuerpo parecía más fofo de lo que en realidad era. Rocco le disparó cuatro veces, todas al estómago. Luego, regresó corriendo al automóvil, que partió a toda velocidad en dirección a la estación de Wantagh. Allí, Rocco subió a su propio vehículo y regresó a la finca. Fue a hablar un momento con Michael Corleone, y luego volvió a montar guardia en la verja de entrada.

Albert Neri, solo en su apartamento, terminó de limpiar su uniforme. Lentamente, se puso los pantalones, la camisa, la corbata, la chaqueta, la gorra y la pistolera. Cuando fue suspendido de su empleo como policía, Neri tuvo que entregar su arma, aunque no le habían hecho entregar todo lo demás. Pero Clemenza le había proporcionado una pistola del 38 como las que utilizaba la policía, a la que le habían borrado el número de serie. La desmontó, la engrasó, volvió a montarla y comprobó su funcionamiento. Seguidamente, la cargó y la colocó en la pistolera.

Metió la gorra de policía en una bolsa de papel y luego se puso un abrigo por encima del uniforme. Comprobó la hora. Al cabo de quince minutos un coche estaría abajo, esperándolo. Para hacer tiempo, Neri se miró en el espejo. Perfecto. Parecía un policía de verdad.

En el asiento delantero del automóvil había dos de los hombres de Lampone. Neri se acomodó detrás, y cuando el coche se hubo alejado de la zona donde vivía, se quitó el abrigo, abrió la bolsa de papel y se colocó la gorra.

En la esquina de la calle Cinco con la Quinta Avenida, Neri se apeó y echó a andar por la avenida. Volver a vestir el uniforme le producía una extraña sensación, como así también el que de algún modo estuviese patrullando por las calles, como lo había hecho tantas veces. A aquella hora había mucha gente. Siguió caminando hasta llegar al Rockefeller Center, cerca de la catedral de San Patricio. Neri divisó entonces el coche que buscaba. Era una limusina y estaba aparcada, completamente sola, en una zona prohibida. Neri aminoró la marcha. Era demasiado pronto. Se detuvo para escribir algo en su libreta, y luego siguió andando. Había llegado junto al vehículo. Con su porra golpeó suavemente el guardabarros de éste y el conductor lo miró, sorprendido. Neri señaló la señal de prohibición e indicó al conductor que se alejara de allí.

Neri avanzó un poco más hasta colocarse frente a la ventanilla abierta del conductor. Éste era un sujeto de aspecto canallesco, uno de esos tipos a los que tanto le gustaba romperles la cabeza. En tono deliberadamente insultante, Neri dijo:

—Bien, muchacho; ¿qué prefieres, moverte o que te pegue una patada en el culo?

Impasible, el conductor contestó:

—Si eso le hace feliz, póngame una multa.

—Márchate de inmediato —masculló Neri— o te haré salir del coche y te romperé la nariz.

El conductor sacó un billete de diez dólares, que intentó meter en el bolsillo de Neri. Éste retrocedió un paso e hizo ademán al conductor de que saliera del automóvil.

—Déjame ver tu permiso de conducir —exigió Neri. Había tenido la esperanza de que conseguiría que el conductor se fuera a dar una vuelta a la manzana, pero eso ya era imposible. Con el rabillo del ojo vio a tres individuos bajos y corpulentos bajar por las escaleras del edificio Plaza, en dirección a la calle. Eran Barzini y sus dos guardaespaldas, que se disponían a ir a la entrevista concertada con Michael Corleone. Uno de los guardaespaldas se adelantó para ver qué ocurría con el coche de Barzini.

El guardaespaldas le preguntó al chofer:

—¿Qué pasa?

El conductor respondió ásperamente:

—Espero a que me ponga una multa, no te preocupes. Este tipo debe de ser nuevo en la comisaría.

En ese momento, Barzini llegó en compañía de su otro guardaespaldas.

—¿Qué diablos ocurre? —preguntó. Neri terminó de escribir y devolvió al conductor su carné de conducir. Luego se metió el talonario en el bolsillo, y al volver a sacar la mano, ésta empuñaba la pistola.

Disparó tres veces contra Barzini, a quien alcanzó en el pecho, antes de que los otros tres hombres pudieran reaccionar. Para entonces, Neri ya se había perdido entre la multitud. Rápidamente, llegó hasta donde había dejado el coche. Cerca de Chelsea Park, Neri, que había tirado la gorra y se había puesto el abrigo, se trasladó a otro coche que estaba esperándolo. En el primer automóvil había dejado la pistola y el uniforme. Ya se encargarían de deshacerse de ambas cosas. Una hora más tarde, sano y salvo, se hallaba en la finca de Long Beach, hablando con Michael Corleone.

Tessio estaba aguardando en la cocina de la casa del Don, bebiendo una taza de café, cuando Tom Hagen se acercó a él y le dijo:

—Michael está ya preparado. Será mejor que llames a Barzini y le digas que se ponga en camino.

Tessio se levantó y se acercó al teléfono. Marcó el número de la oficina de Barzini en Nueva York y dijo:

—Salimos para Brooklyn de inmediato.

Después de colgar, Tessio se volvió hacia Hagen y, sonriendo, le dijo:

—Espero que esta noche Mike llegue a un acuerdo ventajoso para nosotros.

Con expresión seria, Hagen contestó:

—Estoy seguro de que así será.

Salieron de la cocina en dirección a la casa de Michael. En la puerta, uno de los guardianes los detuvo y dijo:

—El jefe dice que irá en otro coche, y que partáis sin él.

Tessio enarcó las cejas y dijo a Hagen:

—No puede hacer eso: trastorna todos mis preparativos.

En ese momento se acercaron tres guardaespaldas. Hagen dijo a Tessio, suavemente:

—Tampoco yo puedo ir contigo, Tessio.

Al caporegime le bastó una fracción de segundo para comprenderlo todo. Y lo aceptó. Tuvo un momento de debilidad, pero no tardó en recuperarse.

—Quiero que Mike sepa que fue por negocios —dijo—. Nada personal. Siempre sentí una gran simpatía hacia él.

Carlo Rizzi, que esperaba todavía el momento de entrevistarse con Michael, se puso nervioso al ver tantas idas y venidas. Algo importante se estaba cociendo, pensó, y parecía que a él querían dejarlo al margen. Impaciente, llamó por teléfono a su cuñado. Recogió la llamada uno de los guardianes, que fue a buscar a Michael, y regresó momentos después con el mensaje de que éste no tardaría en ocuparse de él.

Carlo llamó una vez más a su amante y le dijo que al fin estaba seguro de que podría llevarla a cenar, aunque tal vez un poco tarde, y le prometió que pasarían la noche juntos. Michael había dicho que le llamaría pronto, y la entrevista, por larga que fuera, no duraría más de una o dos horas. Luego, en unos cuarenta minutos, podría llegar a Westbury. Añadió que no se preocupara, que no faltaría a su palabra. Cuando hubo colgado, Carlo decidió vestirse adecuadamente, para no tener que perder tiempo después. Acababa de ponerse la camisa cuando llamaron a la puerta. Pensó que Mike seguramente le había telefoneado y al encontrar la línea ocupada había mandado a buscarlo. Carlo abrió, y sintió que las piernas se negaban a sostenerle. Frente a él tenía a Michael Corleone, y en su cara vio la muerte, aquella muerte que tantas veces había visto en sus sueños.

Detrás de Michael Corleone estaban Hagen y Rocco Lampone. Su aspecto era grave, como si fueran al funeral de un amigo. Los tres hombres entraron en la casa, y Carlo les condujo hasta la sala de estar. Repuesto del susto, pensó que se había dejado llevar por los nervios. Pero las palabras de Michael volvieron a intranquilizarlo aún más que antes.

—Tienes que pagar por lo de Santino —dijo su cuñado.

Carlo lo miró sin responder, como si no entendiese de qué le hablaba. Hagen y Lampone se habían situado de espaldas a una pared de la habitación, lejos de los otros dos, que quedaron frente a frente.

—Tú serviste en bandeja a Sonny a la gente de Barzini —continuó Michael, con voz carente de emoción—. ¿Es que Barzini te hizo creer que la comedia que interpretaste con mi hermana engañaría a un Corleone?

Carlo Rizzi, con voz temblorosa, sin dignidad y sin sombra de orgullo, gritó, más que dijo:

—Juro que soy inocente. Lo juro por mis hijos. No me hagas esto, Mike, por favor.

—Barzini ha muerto —prosiguió Mike, impasible—. Y también Phillip Tattaglia. Quiero saldar todas las cuentas de la Familia. Y quiero hacerlo esta misma noche. No me digas que eres inocente, porque sé que no lo eres. Sería mejor que admitieras tu culpa.

Hagen y Lampone miraron con asombro a Michael. Seguían pensando que no tenía la talla de su padre. ¿Por qué tratar de conseguir del traidor una confesión?

Su culpabilidad estaba más que probada. La respuesta era obvia. Michael no acababa de confiar plenamente en sí mismo, todavía temía ser injusto, aún le preocupaba la posibilidad de equivocarse. Por ello, para tranquilizarse, necesitaba que Carlo Rizzi confesara.

Al no obtener respuesta, Michael añadió, en tono casi amable:

—No estés tan asustado. ¿Crees que voy a convertir en viuda a mi hermana? ¿Piensas que voy a dejar huérfanos a mis sobrinos? Después de todo, soy el padrino de uno de tus hijos, no lo olvides. No, tu castigo consistirá en que no volverás a trabajar con la Familia. Te irás a Las Vegas, con tu esposa y tus hijos, y quiero que permanezcas allí. Connie recibirá una asignación periódica. Eso es todo. Pero no insistas en que eres inocente, no insultes mi inteligencia. Ahora dime: ¿quién fue el que te hizo la proposición, Tattaglia o Barzini?

Carlo Rizzi, en su angustiosa esperanza de conservar la vida, y aliviado por saber que no lo matarían, murmuró:

—Barzini.

—Bien, bien —dijo Michael con voz apenas audible—. Ahora quiero que te marches. Hay un coche esperando para llevarte al aeropuerto.

Carlo salió el primero, seguido muy de cerca por los otros tres hombres. Ya era de noche, pero la finca estaba intensamente iluminada, como de costumbre. Un coche se acercaba, y Carlo se dio cuenta de que era el suyo. No pudo reconocer al conductor ni tampoco a la persona que estaba sentada en el asiento trasero. Lampone abrió la puerta delantera y con un gesto indicó a Carlo que entrara.

—Llamaré a tu esposa y le diré que vas para allá —dijo Michael.

Carlo entró en el automóvil. Su camisa de seda estaba empapada de sudor.

El coche se puso en marcha, dirigiéndose rápidamente hacia la entrada de la finca. Carlo empezó a volver la cabeza para ver si conocía al hombre que iba sentado detrás de él, pero en ese momento, Clemenza, con el mismo cuidado con que una niña pondría un lazo en la cabeza de una muñeca, pasó una cuerda alrededor del cuello de Carlo Rizzi y apretó con fuerza. La cuerda mordía la piel del poderoso cuello de Rizzi, que buscaba desesperadamente un poco de aire. De pronto, el interior del coche se llenó de un desagradable olor. La proximidad de la muerte hizo que Carlo perdiera el control de los esfínteres. Clemenza siguió apretando durante unos minutos más, y luego, cuando estuvo seguro de que el trabajo estaba hecho, se metió la cuerda en el bolsillo. Se arrellanó en su asiento, mirando el cuerpo sin vida de Carlo, que había caído contra la puerta. Después de unos momentos, Clemenza bajó el cristal de la ventanilla para que entrara un poco de aire fresco y puro.

La victoria de la familia Corleone fue completa. En apenas veinticuatro horas, Clemenza y Lampone castigaron a los que se habían infiltrado en los dominios de los Corleone. Neri se convirtió en jefe del regime de Tessio. Los corredores de apuestas de Barzini fueron puestos fuera de la circulación. Dos de los miembros más importantes de la Familia de éste murieron acribillados a balazos mientras se lavaban los dientes, después de cenar, en un restaurante italiano de la calle Mulberry. Un conocido corredor de apuestas fue asesinado cuando regresaba a su casa, después de salir del hipódromo. Dos de los más grandes usureros de los muelles desaparecieron, para ser encontrados meses más tarde en las ciénagas de Nueva Jersey.

Con este único y salvaje ataque, Michael Corleone consiguió el respeto de todo el mundo y devolvió a los Corleone la primacía entre las Familias de Nueva York. Fue respetado no sólo por su brillantez táctica, sino también porque algunos de los más importantes caporegimi de los Barzini y los Tattaglia se pasaron de inmediato a su bando.

Lo único que empañó aquella aplastante victoria fue un ataque de histeria de Connie Corleone.

Connie y su madre regresaron a casa en avión en cuanto se enteraron de que Carlo había muerto. Los niños quedaron en Las Vegas. Connie dominó su dolor hasta que el coche hubo entrado en la finca. Luego, sin que su madre pudiera impedirlo, corrió a casa de Michael y, una vez dentro, se encontró delante de su hermano y de Kay. Ésta se dirigió hacia ella para consolarla y darle un abrazo fraternal, pero se detuvo cuando vio que Connie empezaba a gritar insultos a su esposo.

—¡Eres un hijo de puta! —vociferó Connie—. ¡Tú mataste a mi marido! Esperaste a que nuestro padre muriera y luego, cuando tuviste el camino libre, lo mataste. Siempre lo consideraste culpable de lo que le ocurrió a Sonny, pero ni por un instante pensaste en mí. Nunca lo has hecho. ¿Qué voy a hacer ahora? Dímelo ¿qué voy a hacer?

Connie estaba llorando a lágrima viva. Dos de los guardaespaldas de Michael se habían colocado detrás de ella, esperando órdenes de su jefe, pero éste se limitó a permanecer impasible, a la espera de que su hermana se calmara.

—Estás muy nerviosa, Connie —dijo Kay—.

Eso que afirmas no es cierto.

Connie se había recuperado de su ataque de histeria. Con infinito rencor en la voz, miró a Kay y masculló:

—¿Por qué piensas que tu marido se mostraba tan frío conmigo? ¿Por qué crees que quiso que Carlo viniera a vivir a la finca? Hacía mucho tiempo que había decidido matarlo, pero mientras vivió mi padre no se atrevió a hacerlo. Él no lo hubiera permitido. Y Michael lo sabía. Por eso decidió esperar. Y luego, para que no sospecháramos, aceptó ser el padrino de nuestro hijo. Tu marido no tiene corazón. ¿Crees que lo conoces? ¿Sabes a cuántos hombres ha matado, además de mi Carlo? Lee los periódicos y te enterarás. Barzini, Tattaglia y otros varios. Mi hermano los mató.

Otra vez volvía a perder el control de sí misma. Trató de escupir a la cara de Michael, pero no tenía saliva.

—Llevadla a su casa y que la vea un médico —dijo Michael.

Los dos guardaespaldas asieron a Connie por los brazos e hicieron lo que su jefe les decía.

Kay aún no había salido de su asombro. Estaba horrorizada.

—¿Por qué ha dicho estas cosas, Michael? —preguntó—. ¿Qué es lo que le hace creer esas barbaridades?

—Está histérica.

Kay lo miró a los ojos.

—Dime que no es cierto, Michael, te lo ruego.

Michael, con expresión de cansancio, respondió:

—Claro que no es cierto. Créeme, Kay.

Nunca se había mostrado tan convincente. Lo dijo mirando a su esposa directamente a los ojos. Ella no podía dudar de la palabra de Michael, del hombre en quien confiaba ciegamente. Kay le dirigió una sonrisa melancólica y se echó en sus brazos esperando que él la besara. Luego dijo:

—Creo que necesitamos un trago.

Fue a la cocina a buscar hielo. Desde allí oyó abrirse la puerta, y al salir vio a Clemenza, Neri y Rocco Lampone, acompañados de los guardaespaldas. Su marido estaba casi de espaldas a ella, pero Kay se movió un poco, lo justo para verlo de perfil. Entonces, Clemenza se dirigió a Michael llamándole Don.

Kay vio que Michael recibía el homenaje de aquellos hombres. Y se acordó de las estatuas de los emperadores romanos, quienes, por derecho divino, eran dueños de la vida y de la muerte de sus súbditos. Tenía una mano en la cadera. El perfil de su cara hablaba de un poder frío y orgulloso, y su cuerpo descansaba sobre uno de sus pies, que quedaba un poco más atrás que el otro. Los caporegimi estaban de pie frente a él. En ese momento, Kay comprendió que todo lo que Connie había dicho era cierto. Regresó nuevamente a la cocina, y una vez allí, se echó a llorar.