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Chapter 37 - 30

Albert Neri estaba en su apartamento, situado en el Bronx, muy concentrado en cepillar el uniforme de su época de policía. Sacó la placa y la puso sobre la mesa para limpiarla. La pistolera y el arma estaban encima de una silla. Aquella vieja rutina de limpiar, cepillar y abrillantar le hizo sentirse extrañamente feliz. En realidad, esa era una de las pocas veces en que se había sentido feliz desde que su esposa lo abandonó, casi dos años atrás.

Se había casado con Rita cuando ésta aún asistía al instituto y él era un policía novato. Se trataba de una muchacha tímida, morena, y procedía de una familia chapada a la antigua. Sus padres no le permitían regresar a casa más tarde de las diez de la noche. Neri estaba perdidamente enamorado de ella, de su inocencia, de su virtud y de su belleza.

Al principio, Rita se sentía fascinada por su marido. Era muy fuerte, y ella se daba cuenta de que la gente le tenía miedo, tanto por su poderío físico, como por su recto concepto del deber. Claro que le faltaba diplomacia; si no estaba de acuerdo con una actitud colectiva o con una opinión individual, o bien se callaba, o bien expresaba brutalmente su desacuerdo Su temperamento era verdaderamente siciliano, y sus ataques de furia, terribles. Pero nunca se mostraba irritado con su esposa.

En el espacio de cinco años, Neri se convirtió en uno de los agentes más temidos de la fuerza policial de la ciudad de Nueva York. Y también en uno de los más honrados. Pero tenía su sistema propio de hacer cumplir con la ley. Odiaba a los gamberros, y cuando veía a un grupo de chicos que, reunidos por la noche en alguna esquina, se dedicaban a molestar a la gente que pasaba, entraba decididamente en acción. Empleaba contra ellos su extraordinaria fuerza física, una fuerza que ni él mismo apreciaba en toda su magnitud.

Una noche, en la parte oeste del Central Park, saltó del coche patrulla y se enfrentó con seis jóvenes vestidos con chaqueta de seda negra. El compañero de Neri, que conocía muy bien a éste, prefirió no intervenir y permaneció dentro del coche. Los seis chicos, todos entre los dieciocho y los veinte años, habían estado pidiendo cigarrillos a la gente, de forma amenazadora, aunque en realidad sin hacer daño a nadie. También habían estado molestando a las muchachas que pasaban, haciéndoles gestos obscenos.

Neri los obligó a ponerse de cara a la pared que hacía de frontera entre el Central Park y la Octava Avenida. Aún no era totalmente de noche, pero Neri llevaba su arma favorita, una enorme linterna. Nunca se molestaba en sacar su pistola; no la necesitaba. Cuando estaba enojado, su rostro se tornaba brutalmente amenazador, y esto, combinado con su uniforme, generalmente bastaba para que los gamberros se acobardaran. Si no, usaba su linterna.

Neri preguntó a uno de los chicos:

—¿Cómo te llamas?

El chico dio un apellido irlandés.

—Márchate de inmediato —le dijo Neri—. Si vuelvo a verte esta noche, lo pasarás muy mal.

A un ademán del policía, el chico salió corriendo. Neri siguió el mismo procedimiento con los dos siguientes. Los dejó marchar. Pero el cuarto dio un apellido italiano y miró a Neri con una sonrisa, como si el hecho le diera ciertos derechos. Neri no podía ocultar que era italiano; su acento le delataba. Miró fijamente al muchacho y le preguntó:

—¿Eres italiano?

El chico, confiadamente y sin dejar de sonreír, contestó que sí.

Neri le dio un tremendo golpe en la frente con la linterna. El muchacho cayó al suelo, de rodillas. Tenía una brecha en la frente, de la que manaba sangre en abundancia. Pero la herida no era grave. Con aspereza, Neri le dijo:

—Eres una deshonra para todos los italianos, hijo de puta. Nos das mala fama a todos. Levántate. —Le propinó un golpe en el costado, no muy fuerte, y añadió—: Vete inmediatamente a tu casa. Que nunca más vuelva a verte con esa chaqueta o te prometo que te enviaré al hospital. Y ahora márchate. Tienes suerte de que yo no sea tu padre.

Neri no perdió el tiempo con los otros dos. Les dio una patada en el trasero, advirtiéndoles, como al primero, que no quería volver a verlos en la calle aquella noche.

En tales ocasiones ocurría todo con tanta rapidez, que no había tiempo de que la gente se diera cuenta del incidente, ni tampoco de que alguien pudiera protestar por los métodos empleados por el policía. Neri se subía al coche patrulla y su compañero pisaba el acelerador a fondo, por lo que instantes después ya estaban muy lejos. Naturalmente, en ocasiones Neri se encontraba con alguien que le plantaba cara, bien con los puños, bien con un cuchillo. En tales casos, su oponente u oponentes podían considerarse dignos de lástima. Con terrible ferocidad, Neri los golpeaba sin miramientos, y luego los subía al coche patrulla, arrestados bajo la acusación de haber agredido a un policía. Y lo normal era que la vista del caso tuviera que esperar hasta que los desgraciados fuesen dados de alta en el hospital.

Un día, transfirieron a Neri al distrito donde se levanta el edificio de las Naciones Unidas, por haber faltado al respeto al sargento que era su superior directo. Pronto se dio cuenta de que la gente de las Naciones Unidas aprovechaban su inmunidad diplomática para aparcar donde les venía en gana, sin preocuparse de los ordenanzas. Neri se quejó a sus superiores, pero le dijeron que hiciera la vista gorda. Una noche, sin embargo, Neri se encontró con que una calle lateral estaba completamente bloqueada por los automóviles de los funcionarios del organismo internacional. Era más de medianoche, por lo que Neri sacó del coche patrulla su enorme linterna y empezó a romper los parabrisas de aquellos automóviles. No fue nada fácil, ni aun para diplomáticos de alta categoría, hacer reparar los parabrisas en pocos días. En la comisaría empezaron a llover las protestas. Había que acabar con aquel vandalismo, clamaban los perjudicados. La rotura de parabrisas continuó durante varios días, hasta que alguien descubrió que aquello era obra de Albert Neri, que fue destinado a Harlem.

Poco después, un domingo, Neri y su esposa fueron a visitar a la hermana de él, que era viuda y vivía en Brooklyn. Albert Neri sentía por su hermana un exagerado afecto protector —común, por lo demás, a todos los sicilianos—, y la visitaba aproximadamente cada dos meses, para asegurarse de que se encontraba bien. La hermana era mucho mayor que él, y tenía un hijo de veinte años, Thomas, que, debido tal vez a la falta del padre constituía para su madre una verdadera fuente de problemas. El chico no iba con buenas compañías.

En cierta ocasión, y gracias a la intervención de Neri, Thomas consiguió librarse de una acusación de hurto. No obstante, el policía le advirtió a su sobrino:

—Oye, Tommy: si vuelves a hacer llorar a mi hermana, tú y yo nos veremos las caras.

El tono no había sido realmente amenazador, pues Neri le había hablado más como tío que como policía, pero el chico, a pesar de ser el muchacho más duro del vecindario, se sintió impresionado por la advertencia.

Cuando aquel domingo Albert y Rita llegaron a casa de la hermana de él, Tommy aún dormía, pues el día anterior había regresado muy tarde por la noche. Su madre fue a despertarlo, y le dijo que se vistiera para sentarse a la mesa con sus tíos y con ella.

Albert y Rita oyeron claramente, a través de la puerta semiabierta del dormitorio, que el chico le espetaba con voz áspera a su madre:

—¡Que se vayan a la mierda! Déjame dormir.

Así pues, tuvieron que comer sin Tommy. Neri preguntó a su hermana cómo se portaba el muchacho, y ella respondió que no del todo mal.

Cuando Neri y su esposa estaban a punto de marcharse, Tommy se levantó. Sin apenas saludar, se metió en la cocina, y desde allí gritó:

—¡Eh, mamá! Prepárame algo de comer.

La madre, con voz chillona, replicó:

—Haberte sentado a la mesa con nosotros. No pienso volver a cocinar.

La desagradable escena seguramente se había producido mil veces, pero ese día, Tommy, debido tal vez a que todavía estaba medio dormido, cometió una equivocación.

—¡A la mierda tú y tus regañinas! Comeré en otra parte.

Nada más pronunciar esas palabras, Tommy se arrepintió de haberlo hecho. Su tío Al se le echó encima, como un gato sobre un ratón. No por aquel insulto a su hermana en concreto, sino porque pensó que escenas como ésa debían de repetirse a diario. Tommy nunca se había atrevido a hablar así delante del hermano de su madre, pero una distracción la tiene cualquiera, y Tommy, para su desgracia, aquel domingo la tuvo.

Ante la mirada aterrorizada de las dos mujeres, Al Neri propinó a su sobrino una tremenda paliza. Al principio, el joven trató de defenderse, pero al ver la inutilidad de sus intentos, suplicó a su tío que dejara de pegarle. Sus labios estaban hinchados y sangrantes. Neri golpeó la cabeza del muchacho contra la pared y luego le dio una serie de puñetazos en el estómago, haciéndole caer al suelo. Entonces se dedicó a golpear la cara de Tommy contra el suelo. Dijo a las dos mujeres que esperaran y obligó al sobrino a acompañarlo hasta su automóvil. Entonces le dijo:

—Si me entero de que has vuelto a hablarle a mi hermana de ese modo, te daré una paliza tal que lo de esta tarde te parecerán caricias. Quiero que te reformes. Ahora sube a tu casa y di a mi esposa que la estoy esperando.

Dos meses después, una noche en que Al Neri, a causa de su trabajo, llegó tarde a casa, se encontró con que su esposa lo había abandonado. Se había llevado toda su ropa y había regresado a casa de sus padres. Según le informó el padre de Rita, ella le tenía miedo y no quería vivir con él a causa de su temperamento irascible. Al no lo comprendía. Nunca había pegado a su esposa, nunca la había amenazado siquiera, siempre se había mostrado amable y respetuoso. Pero estaba tan aturdido, que decidió dejar pasar unos días antes de ir a casa de sus suegros a hablar con ella.

Por desgracia, a la noche siguiente, mientras efectuaba su servicio, se metió en dificultades. Su coche respondió a una llamada relacionada con un homicidio cometido en Harlem. Al llegar al lugar de los hechos, Neri saltó del coche antes de que éste se hubiera detenido; como de costumbre. Era pasada la medianoche, y Neri llevaba su enorme linterna. Gran número de personas se apiñaban delante del portal de una casa. Una mujer negra le explicó:

—Ahí dentro hay un hombre que está matando a una muchacha.

Neri entró en la casa. En la planta baja, al final del pasillo, se veía una puerta abierta, y el policía oyó unos quejidos lastimeros. Con la linterna en la mano, atravesó el pasillo y cruzó el umbral de la puerta.

Estuvo a punto de tropezar con dos cuerpos tendidos en el suelo. Uno era de una mujer negra, de unos veinticinco años; el otro, de una chica, negra también, que debía tener unos doce. Ambas sangraban abundantemente, a causa de múltiples cuchilladas. Y el autor de las mismas estaba un poco más adentro, agazapado en un rincón. Neri lo conocía bien.

Se trataba de Wax Baines, conocido rufián, drogadicto y matón. La mano con la que sostenía el ensangrentado cuchillo le temblaba, y sus ojos indicaban que se hallaba bajo los efectos de los narcóticos. Neri lo había arrestado dos semanas atrás por haber agredido en plena calle a una de sus mujeres. Baines le había dicho:

—No se meta; no es asunto suyo.

Y el compañero de Neri se había limitado a murmurar que si los negros querían matarse los unos a los otros, mejor para todos. Pero Neri había insistido en llevarse a Baines a la comisaría, aunque sabía que su empeño sería inútil. Baines fue puesto en libertad bajo fianza a la mañana siguiente.

A Neri nunca le habían gustado los negros, y después de que lo destinaran a Harlem, le gustaban todavía menos. Los que no se drogaban, se emborrachaban, mientras sus mujeres tenían que trabajar o ganar dinero vendiendo su cuerpo. Por ello, nada tuvo de extraño que aquel nuevo delito de Baines lo sacara de sus casillas. Lo peor de todo era la visión del ensangrentado cuerpo de la chiquilla. Fríamente, Neri decidió que Baines no iría a la comisaría.

Lo malo era que en la vivienda habían entrado varias personas, inquilinos del mismo inmueble, además de su compañero.

Neri le ordenó a Baines:

—Suelta el cuchillo; estás arrestado.

Baines se echó a reír.

—Si quieres arrestarme —dijo—, tendrás que usar tu pistola.

Y mientras se abalanzaba sobre Neri, empuñando el cuchillo, añadió:

—O tal vez prefieras esto.

Neri se movió con extraordinaria rapidez, para que su compañero no tuviera tiempo de sacar su pistola. Evidentemente, el negro intentaba clavarle el cuchillo, pero los excelentes reflejos del policía le permitieron asir la muñeca de su agresor con la mano izquierda. Al mismo tiempo, su mano derecha, con la que empuñaba la linterna, golpeó en la cara al negro, que cayó de rodillas al suelo, como si estuviera borracho. Su mano había soltado el cuchillo; estaba indefenso. Por ello, el segundo golpe de Neri era totalmente innecesario, como se demostró posteriormente en el juicio, según declaración de los testigos presenciales, entre ellos su compañero de servicio. Con la linterna, Neri descargó un tremendo golpe contra la cabeza de Baines, tan fuerte que el cristal de aquélla se rompió. Y si el tubo metálico no se partió en dos, fue porque las pilas lo impidieron. Según uno de los aterrorizados testigos, un negro que vivía en el edificio y que declaró contra Neri, éste dijo:

—Tienes la cabeza dura ¿eh, negro?

Pero resultó que no era lo bastante dura. Dos horas más tarde, en el Harlem Hospital, Baines moría.

Albert Neri fue el único en sorprenderse cuando le acusaron de haber abusado de su fuerza. Fue suspendido de su empleo y llevado a juicio. El jurado le culpó de homicidio no premeditado y le sentenció a una pena de prisión de uno a diez años. Pero estaba tan furioso y era tan grande su odio contra la sociedad, que la sentencia no lo afectó en absoluto. ¡Él, Albert Neri, un criminal! ¡Atreverse a enviarlo a la cárcel por haber matado a aquella bestia! A los jueces no parecía preocuparles mucho aquellas dos negras a las que Baines había acuchillado y desfigurado, y eso que todavía se hallaban en el hospital.

No temía la cárcel. Estaba convencido de que, teniendo en cuenta que había sido policía y, sobre todo, la clase de delito que había cometido, lo tratarían bien. Algunos de sus compañeros del cuerpo de policía incluso le habían asegurado que hablarían con amigos influyentes.

Sólo su suegro, un inteligente italiano que tenía una pescadería en el Bronx, sabía que un hombre como Albert Neri no sobreviviría a un año en la prisión. Si no lo mataba otro presidiario, sería él quien acabaría con la vida de alguien. Y, debido a un sentimiento de culpabilidad motivado por el hecho de que su hija hubiera abandonado a un buen marido como Albert, el suegro de Neri pidió a la familia Corleone que intercediera en favor de su yerno. Creía tener derecho a solicitar su intervención, pues por algo pagaba puntualmente su cuota a uno de los representantes de la Familia, y, además, regalaba al Don el pescado mejor y más fresco.

La familia Corleone sabía quién era Albert Neri. Su fama de policía duro y honrado era legendaria; tenía reputación de hombre con el que había que andar con cuidado, pues era capaz de inspirar temor por sí mismo, independientemente de su uniforme y de su pistola. La familia Corleone siempre estaba interesada en hombres así. El que fuese policía no importaba mucho. Eran muchos los que habían comenzado a andar por el sendero equivocado. Lo importante era que, finalmente, descubrieran su verdadera vocación.

Fue Pete Clemenza, con su fino olfato para descubrir a los hombres de valía, quien habló de Neri a Tom Hagen. Hagen estudió la copia del expediente oficial de Neri y escuchó a Clemenza.

—Tal vez se trate de un nuevo Luca Brasi —comentó Hagen.

Clemenza asintió enérgicamente. A pesar de su gordura, el caporegimi no tenía el rostro bonachón típico de los obesos.

—Opino lo mismo que tú. Mike debe preocuparse personalmente del asunto.

Antes de que Albert Neri fuera trasladado desde el calabozo de los juzgados a la cárcel, se le informó de que el juez había reconsiderado su caso, debido a una serie de nuevos datos y testimonios aportados por oficiales de policía de alto rango. La sentencia fue suspendida, y Albert Neri quedó en libertad.

Neri no tenía un pelo de tonto, y tampoco su suegro. El primero supo lo que había sucedido y, en prueba de agradecimiento, consintió en divorciarse de Rita. Luego se trasladó a Long Beach para dar las gracias a su benefactor. Naturalmente, su visita había sido preparada con antelación. Michael lo recibió en la biblioteca.

Neri comenzó a expresar ceremoniosamente su agradecimiento, y quedó sorprendido al ver lo bien que Michael parecía aceptar sus palabras.

—No podía permitir que le hicieran eso a un siciliano —dijo Michael—. Deberían haberle dado una condecoración, pero lo único que preocupa a los políticos son los grupos de presión. Francamente, si no hubiese estado seguro de que iban a hacerle una marranada, le aseguro que no habría movido un dedo en su favor. Uno de mis hombres habló con su hermana, y ésta le explicó que usted siempre se había preocupado de ella y de su hijo, evitando que el joven se descarriara. Su suegro asegura que es usted el mejor hombre del mundo. Eso es raro de encontrar.

Con muy buen criterio, Michael no mencionó que Neri había sido abandonado por su esposa.

Estuvieron charlando durante un rato. Neri siempre había sido un hombre taciturno, pero con Michael Corleone no pudo evitar hablar por los codos. Y aunque Michael sólo tenía cinco años más que él, el ex policía se comportó como si la diferencia fuese mucho mayor y Michael tuviera edad suficiente para ser su padre.

Finalmente, Michael expuso:

—Sacarlo de la cárcel para luego dejarlo desamparado no tendría sentido. Puedo proporcionarle trabajo. Tengo intereses en Las Vegas, y pienso que un hombre de su experiencia sería ideal para el puesto de encargado de la seguridad de un hotel. Y, suponiendo que tenga usted intención de montar algún negocio, puedo conseguir que los bancos le presten dinero con toda clase de facilidades.

Neri se sentía tan agradecido que no sabía cómo demostrarlo. Orgullosamente, declinó la oferta de Michael y dijo:

—La sentencia ha sido suspendida, pero debo permanecer bajo la jurisdicción del tribunal.

Michael replicó, en tono áspero:

—Esos detalles carecen de importancia. Puedo arreglarlo. Olvídese de la sentencia y del tribunal. También puedo hacer limpiar la hoja amarilla para que los bancos no encuentren nada desfavorable.

La «hoja amarilla» era un registro policíaco de los delitos de sangre cometidos por cualquier persona. Dicha hoja se entregaba al juez cuando éste consideraba la clase de pena a imponer a un criminal convicto.

Neri había estado en el cuerpo de policía el tiempo suficiente para observar que, en ciertos casos, la sentencia contra un delincuente era inesperadamente benigna, porque la policía había entregado al juez una hoja amarilla sorprendentemente limpia. Por ello, no le pareció descabellado que Michael pudiera hacer limpiar la suya. Lo que sí le sorprendió, en cambio, fue que se ofreciera a hacerlo.

—Si necesito ayuda, se la pediré, se lo prometo —dijo Neri.

—Bien, bien —contestó Michael. Cuando su interlocutor consultó el reloj de pulsera, Neri pensó que era una forma de hacerle saber que debería marcharse. En consecuencia, se levantó. Pero se llevó una nueva sorpresa.

—Es la hora de comer —dijo Michael—. Me gustaría que compartiera nuestra mesa. Mi padre desea conocerlo. Podemos ir andando hasta su casa… Mi madre habrá preparado pimientos fritos, huevos y salchichas; una comida típicamente siciliana.

Para recordar una tarde tan agradable como la que pasó con los Corleone, Albert Neri tuvo que remontarse a los días de su infancia anteriores a la muerte de sus padres, ocurrida cuando él sólo contaba quince años.

Don Corleone se mostró muy amable, y pareció encantado cuando supo que los padres de Neri habían nacido en un pueblo situado a escasos kilómetros de Corleone. La charla fue muy agradable; la comida, deliciosa; y el vino, rojo y fuerte. Neri pensó que aquéllos eran hombres como él, con sus mismos gustos e ideas. En su compañía no se sentía extraño. Su mundo estaba entre aquellas personas. Claro que él no era más que un invitado, pero sabía que podría quedarse con ellos permanentemente, que podría vivir y ser feliz en su mundo, en el mundo de los Corleone.

Michael y el Don lo acompañaron hasta su automóvil. El Don le estrechó la mano y dijo:

—Me gusta su manera de ser, Neri. He estado preparando a mi hijo Michael para que lleve el negocio del aceite de oliva, pues me estoy haciendo viejo y quiero retirarme. Pero un día me dijo que quería intervenir en favor de usted, que quería resolver su problema. Yo le contesté que se limitara al negocio del aceite, pero él insistió. Me dijo que se trataba de un siciliano a quien habían hecho una jugada muy sucia. Y fue tanta su insistencia, que llegué a interesarme en el asunto. Le digo esto para que sepa que mi hijo tenía razón. Ahora que lo conozco, Neri, me alegro de haber intervenido. Así, pues, si podemos hacer algo más por usted, no dude en pedírnoslo. ¿Ha comprendido? Estamos a su servicio.

Al recordar la amabilidad del Don, Neri deseó que el gran hombre estuviera todavía vivo, para que pudiera ser testigo del servicio que él, Albert Neri, iba a prestar a la Familia aquel día.

Tardó menos de tres días en tomar una decisión. Se dio cuenta de que a los Corleone les interesaba tenerlo a su servicio; pero también de algo más, de que la Familia estaba en favor de lo que la sociedad había condenado y castigado. La familia Corleone le tenía en buen concepto, la sociedad, en cambio, no. Comprendió que sería más feliz en el mundo de los Corleone, que en el mundo exterior. Y comprendió asimismo que la familia Corleone era, dentro de sus límites, más poderosa que la sociedad.

Visitó nuevamente a Michael y puso sus cartas sobre la mesa. No quería trabajar para la Familia en Las Vegas, pero estaba dispuesto a hacerlo en Nueva York. Cuando juró lealtad a la Familia, se dio cuenta de que Michael se emocionaba. No fue difícil llegar a un acuerdo. Pero Michael insistió en que Neri se tomara primero unas vacaciones en Miami, en el hotel que poseía la Familia, la cual correría con todos los gastos. Además, a fin de que tuviera dinero suficiente para divertirse, se le adelantaría el salario de un mes.

Durante su estancia en Miami Neri entró en contacto, por primera vez en su vida, con un mundo de lujo y abundancia. Los empleados del hotel lo trataban a cuerpo de rey.

—¡Ah! Usted es amigo de Michael Corleone ¿no? —le decían.

Allí no le dieron una pequeña y mal ventilada habitación, que era a lo que Neri estaba acostumbrado, sino una de las mejores suites, y el encargado del night-club del hotel le concertó citas con algunas bellas muchachas, a lo que tampoco estaba acostumbrado. Cuando Neri regresó a Nueva York, su concepto de la vida en general había sufrido un cambio importante.

Lo destinaron al regime de Clemenza, y Pete lo sometió, disimuladamente, a una serie de pruebas. Siempre era conveniente tomar ciertas precauciones.

Después de todo, Neri había sido policía. Pero su ferocidad natural consiguió superar cualquier posible escrúpulo que pudiera haber sentido por el hecho de encontrarse al otro lado. No había transcurrido un año cuando ya Neri había vertido sangre por cuenta de los Corleone. Nunca podría volverse atrás.

Clemenza no hacía más que alabarlo. Aseguraba que era el nuevo Luca Brasi. Incluso llegó a afirmar que sería mejor que Luca. Se sentía orgulloso, y no se le podía reprochar. Al fin y a la postre era él quien lo había descubierto.

Físicamente, Neri era una maravilla. Sus reflejos y la coordinación de sus movimientos eran tales, que podía haber sido un nuevo Joe DiMaggio. Clemenza se dio cuenta de que no se trataba de un hombre a quien él pudiera controlar, de modo que fue puesto a las órdenes directas de Michael Corleone, con Tom Hagen como indispensable intermediario. Era un «especial», y como tal cobraba un salario muy alto; pero no tenía medios propios de vida.

Saltaba a la vista que sentía un enorme respeto hacia Michael Corleone. Un día, Tom Hagen le dijo a Michael, bromeando:

—Bien, ya tienes a tu Luca.

Michael asintió. Albert Neri le sería fiel hasta la muerte. Y lo sabía sin sombra de duda, porque había aprendido de su padre. En cierta ocasión, mientras aprendía y se instruía en los secretos del negocio al lado del Don, le preguntó a éste:

—¿Por qué motivo te decidiste por un tipo como Luca Brasi? Era un verdadero animal.

—En este mundo hay hombres que están pidiendo a gritos que los maten —respondió el Don—. Supongo que te habrás dado cuenta de ello. Les gusta jugar, se pelean con cualquiera si les abollan el parachoques del automóvil, ofenden y humillan a personas cuya fuerza desconocen. He visto a un hombre, un loco, provocar a un grupo de tipos peligrosos, sin la menor posibilidad de vencer. Son gente que anda por el mundo gritando: «¡Matadme!». Y siempre encuentran a alguien dispuesto a complacerlos. Todos los días leemos acerca de ello en los periódicos. Esas personas, naturalmente, se dañan a sí mismas, pero perjudican también a los demás, Luca Brasi era un hombre de éstos, pero tan extraordinario, que durante mucho tiempo nadie consiguió matarlo. La mayoría de estos tipos deben tenernos sin cuidado, pero un Brasi es un arma poderosa que conviene utilizar. Especialmente si tenemos en cuenta que no teme a la muerte, a pesar de que la busca. Todo consiste en procurar convertirse en la única persona del mundo a la que no estaría dispuesto a matar. Conseguido esto, el Luca Brasi de turno es tuyo.

El Don le había dado una lección magistral. Con el tiempo, Michael la aprovecharía para hacer de Neri su Luca Brasi.

Y ahora, finalmente, Albert Neri, solo en su apartamento del Bronx, estaba a punto de volver a ponerse su uniforme de policía. Lo cepilló con esmero. Luego abrillantaría la placa. También tendría que limpiar la visera de la gorra, y los pesados zapatos negros. Neri se sentía a gusto.