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El comercio daba sentido al tren y todo su trazado estaba enfocado en facilitar el intercambio de mercancías. Philip había partido el trayecto en cuatro partes iguales y en esos pueblos ubicaría las estaciones principales. Pero viendo el trayecto había dos poblaciones que le descuadraban. Potries era una de ellas. Potries siempre descuadró a Philip, era como el resto de una división, que te incomoda, pero que tienes que contar para que no te descuadren las cuentas. Y Philip contó con Potries para que le cuadrasen las cuentas. Cuando estuviese en Valencia realizando la obra y conociese el entorno lo entendería. En Manchester se dejó llevar por las indicaciones de Sabino y él le había pedido que proyectasen una estación para este pueblo.
Fue en el primer viaje que hizo para reconocer el terreno y definir el trazado cuando pasó por Potries. Lo vio rápidamente, casi de soslayo y no se pudo hacer una idea de lo que era ese pueblo. Bernat no se lo dijo, pero en silencio lo pensó, un pueblo que fabricaba lejía y con una potente industria cerámica de alfarería y tejas, se merecía estar bien comunicado. Si sus industriales eran avispados utilizarían esta oportunidad para abrirse a otros mercados. Le pareció más exagerada la pomposidad que le dio Bernat a su feria. En febrero, durante la semana de San Blai y la siguiente, se celebra una feria que congrega a los hombres de esta comarca y de las comarcas colindantes. En ella se comercian utensilios para el campo y el hogar, se venden productos agrícolas, también es una gran fiesta lúdica y gastronómica, donde lo más típico es ir a la iglesia a pasarse el hueso del santo por la garganta, "para que nos proteja de enfermedades", le dijo Bernat con gran fervor. Philip, hombre de estudio y de grandes ciudades, le quitó importancia a la relevancia dada por el bueno de Bernat. Por muy importante que fuese esa feria, sería pequeña comparada con las que se organizan en Oxford, Manchester o Londres.
Cuando el proyectista delineante le entregó los planos dudó si aquello no era demasiado para un pueblo de unos mil habitantes, del mismo tamaño que Beniarjó o Almoines, a los que les tocaba un apeadero. El promotor le había pedido un trato especial y él se lo había dado y como siempre ocurre cuando el jefe encarga un trabajo, su proyectista había exagerado la petición. Una doble casilla, a la entrada del término municipal, en el cruce con la carretera que lo une con Gandía y una estación mediana, estas infraestructuras parecían excesivas para un pueblo tan pequeño. Philip se lo imaginó rápidamente porque había diseñado las construcciones de forma modular y una estación mediana contaba con zona de espera, oficina y taquillas. Eso eran los tres módulos de base de todos los edificios administrativos. También dibujó en la estación un almacén con muelle de carga para el trasiego de mercancías. A las afueras previó una casilla doble, eso era una simple a la que se le adosaba otra para que viviese el encargado de las operaciones del sector. Para el guardabarrera, que cortaba el paso y avisaba a los viandantes de la llegada del tren, a un kilómetro de Potries era desproporcionado. Al aprobar su trabajo, frunció el ceño y le dijo cariñosamente al proyectista "te descontaré de tu sueldo los costes excesivos de tu propuesta, este pueblo es pequeño y tú has diseñado una estación de mucha envergadura".
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Absurdo y sin sentido, y no había nada que pudieran hacer, así había quedado la vía del convoy minero que unía, mejor dicho, que debería unir la cantera de Bayren con el Grao de Gandía. Sabino Gisbert había felicitado a Antonio Tébar por el buen trabajo que Muriel y Cía. había hecho. Quince vagonetas y una locomotora podían ir desde la cantera hasta la finca de Bartolo donde se interrumpía su trazado o desde la linde opuesta hasta la escollera. "Ya veremos cómo lo hacemos", se dijo. En esta encrucijada esperaría a que llegase Philip para ver como terminaban de llevar las piedras al puerto. Quedaban trescientos metros de recto trazado para que eso fuese la vía de un convoy minero, ese era el ancho de la finca de Bartolo. No les quedó más remedio que hacer una obra absurda y sin sentido, porque el resto de la tierra la habían comprado los marqueses y no les dejaban pasar. Sabino se despidió de Antonio con un apretón de manos y con el convencimiento de que continuarían trabajando juntos en el resto del proyecto.
La tensión entre la decadente España y la nueva potencia americana era cada vez más patente y en las colonias de Filipinas y Cuba se libraban los postreros coletazos de las guerras de independencia. Había destinos donde los mozos a filas no querían ir y estos eran los de ultramar. Todas las revueltas independentistas allí producidas, se habían sofocado, pero ello no era garantía de paz. Que te destinasen al acuartelamiento de Manila era la peor de todas las suertes que de joven te podía tocar, las continuas refriegas producían un goteo de bajas entre las tropas que terminó creando una funesta leyenda: "a ultramar irás y nunca más volverás". Las vacías arcas del estado no permitían repatriar en una caja de pino a los cadáveres de los soldados muertos y quedaban sepultados en aquellas lejanas tierras. Una escueta nota de la comandancia militar anunciaba a la pobre familia el desenlace. En aquella época era así, las familias de los soldados allí destinados y fallecidos eran pobres. Pobres al ser compadecidos por sus amigos en el dolor que la muerte les producía; pobres por no tener reales con los que pagar el último viaje de regreso de su ser querido; pobres, tan lastimosamente pobres, que, por falta de dinero, no podían comprar al Estado la dispensa de aquel detestable destino y evitar esa maldita fatalidad. Así que en una España de privilegios y sin igualdad, la gente humilde tenía que fiar su suerte a la generosidad del sorteo de mozos para librarse de ser destinado a las fatídicas colonias de ultramar.
La capitanía general de las Filipinas estaba gobernada directamente desde Madrid y no ser destinado a la primera región militar, con sede en la capital del reino era una garantía de no ir a colonias. Por eso Milagros y Bartolo estaban tranquilos, a su hijo Pascualín le había tocado en el sorteo de mozos la tercera región militar, con sede en Valencia. Haría el campamento en Alicante y luego iría a caballería en el acuartelamiento de Paterna.
Todo está en orden, hasta que el tiempo o alguien lo desordenan y el señor marqués del Arroyo lo desbarajustó. Utilizando la red de influencias que el marqués de Salitre tenía en la capital, logró que el Alfonso de Bermejal y Sanabria, general al mando de la guarnición de Manila, reclamase para su Plana Mayor al recluta Pascual Balaguer i Prat que estaba haciendo la instrucción en el acuartelamiento del Tercio de Infantes de Alicante. Cuando la petición llegó al acuartelamiento de Alicante comenzaron los problemas del marqués. El Coronel al mando, le pidió al Comandante, quien le pidió al Capitán, quien le pidió Sargento, la petición escrita del recluta solicitando el traslado voluntario a ese destino. Todo parecía encauzado hasta que la orden llegó a Pascualín que ni sabía escribir ni había pedido tal destino. Contraorden para arriba que va al Capitán, que va al Coronel, que va a Madrid, que va al marqués de Salitre, que llega al Marqués de Arroyo, quien para simplificar decide cortar por lo sano y redactar personalmente la solicitud firmada con una "X" bajo el nombre de Pascual Balaguer i Prat. Solicitud que va al Marqués, que va a Madrid que va al Coronel, que va al capitán y que llega al Sargento que como no es tonto y ve el interés de sus superiores da por sentado el escrito y para despachar el tema en dos minutos llamó a Pascualín para informarle.
—¡A sus órdenes mi sargento! —se cuadró Pascual al entrar en el despacho.
—¡Qué cojones tienes!, como querías cuando llegaste aquí serás policía militar y no un PM cualquiera. ¡Serás un PM del Fuerte de Santiago a las órdenes del general Alfonso de Bermejal y Sanabria! ¿Estás contento?
—Si usted lo está, mi sargento, yo también.
—Anda entrénate que te hará falta. Voy a cursar la orden de autorización para tu nuevo destino.
Y Pascualín se enteró en la cantina, se lo contaron reclutas bachilleres que estaban destinados en la Plana Mayor del acuartelamiento de Alicante. Ellos sabían que se había cursado la autorización para que Pascual Balaguer i Prat, al terminar su instrucción se le destinase como soldado al acuartelamiento del Fuerte de Santiago en Manila en vez de la comandancia de Paterna, en Valencia, que le tocaba por sorteo. Esto era así por petición expresa del recluta y la había aceptado el excelentísimo señor general Alfonso de Bermejal y Sanabria.
Cien kilómetros separaban a Pascualín de su casa y eso era un mundo. Él estaba recluido y no sabía escribir y los padres no sabían leer, en esas circunstancias comunicarse representa un muro infranqueable que solamente la libertad puede romper. Para él la libertad llegaría dentro de cuatro meses cuando jurase bandera y le diesen el premiso reglamentario de quince días antes de ir a Manila. Lamentablemente sería entonces, al llegar a Gandía, cuando sus padres se enterarían de que una mano negra había cambiado su destino y ahora se marcharía a las colonias de ultramar, pero entonces sería demasiado tarde y sus padres nada podrían hacer. Sentado en la litera de la compañía, un mozo más grade que un roble lloraba de impotencia contándoselo a Manuel, su reciente amigo gaditano, a los que les unía su cándida ignorancia y la lejanía de sus hogares. El alegre y animoso Manuel pasó de un "¡Pascual, eso cómo va a ser!", a un "¡Pascual, lo que no puede ser, no puede ser y has de resignarte!". Pascual le decía que quería comunicarse con sus padres para que le pidiesen al Capitán que anulase la orden de traslado porque todo había sido un malentendido.
—Seguro que se han confundido de Pascual —decía el hijo de Bartolo.
—No te engañes paisa —le replicaba con encanto el gaditano—, aquí las órdenes no se discuten y menos nosotros. La gente humilde de pueblo no tenemos derecho a hablar con los señoritos, sólo acatamos su voluntad.
—Pero mi padre siempre me ha ayudado —decía sin darse cuenta de que él ya no era un niño y de que su fuerte padre sólo le podía ayudar en su casa, en la finca donde honradamente mandaba—. Él ha sido capaz de enfrentarse a un diputado y a unos marqueses de Valencia que le querían comprar sus tierras para hacer pasar un tren.
—Que eso en tu tierra será, pero en la mili no es así. Yo lo sé porque lo he mamado de chiquillo y siempre se lo he escuchado decir a mi padre cuando hablaba con el señorito, "a mandar Don José que pa eso estamos". Obedecer es lo único que te queda cuando tratas con ellos.
—Tal vez tengas razón —terminó por admitir, al tiempo que se limpiaba los mocos— y algún mal de ojo me han echado.
Y el gaditano se soltó por bulerías para que su amigo se animase y no dejarlo pensar más. Mientras uno las escuchaba, el otro las cantaba y los dos pensaban que una mano negra quería romper los sueños que dos mozos habían trazado para poder soportar la soledad de la lejanía de sus hogares. Ellos se habían unido por afinidad y porque creían que su amistad duraría desde el campamento hasta que se licenciasen en el acuartelamiento de caballería de Paterna y con ella se darían el calor que el destino les había quitado al separarlos de sus padres. Y en aquel barracón con literas se dejaron mecer por el irremediable infortunio.
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Pascualín no sabía escribir, Milagros y Bartolo no sabían leer así que los marqueses tenían un problema. En un país donde casi todos los agricultores eran analfabetos si quieres coaccionar a alguien del campo tiene que ser con valentía, lo tienes que decírselo a la cara, frente a la persona que quieres intimidar. También puedes mandar a un sicario que lo haga por ti. Había que tener un par de cojones para ir a chantajear, en persona, a Bartolo y de eso refunfuñaba amargamente el administrador del señor marqués. Con la compra del marjal y de los terrenos colindantes no había forma de realizar el trazado y el problema de bloquear la construcción del puerto estaba resuelto. Era el marqués del Arroyo quien llevaba la voz cantante y quien estaba empecinado en arrebatarle a Bartolo su propiedad. No atendió a los consejos de su administrador ni a las razones del marqués de Dos Cantos. Por despecho lo había enfilado e iba a por él. Bartolo había dicho que no y nunca vendería ni al marqués ni a nadie. ¿Qué necesidad tenía el marqués del Arroyo de poseer esas propiedades y menos aún, de presionarle para que vendiese amargándole la vida a una familia de humildes labradores? "El resentimiento es un mal compañero y más cuando lo vuelcas con un don nadie", le aconsejaba, prudentemente, el bueno del otro marqués, el de Dos Cantos.
Uno hace el mal para que se conozcan sus maldades y a veces también quiere que se conozca a su autor. Esto es así, no por que quiera darse a conocer, sino para que no atribuyamos sus actos al caprichoso destino y que todos temamos a su autor. Por eso llegó el testaferro del marqués a la barraca de los Balaguer, para dar a conocer el desaguisado que el Marques de Arroyo acababa de montar. Un hombre menudo y enjuto le preguntó a Milagros si estaba su marido, quería entregarle una carta personal en la que se redactaba la fechoría del marqués. Ella la cogió, consciente de que nada sabría hasta que no se la leyese una persona de confianza. Se volvieron a citar para el próximo jueves a medio día. Él vendría a recoger la respuesta y sin meterse donde no le importaba, le dio un último consejo que la intranquilizó: "leed la carta con atención, pues os escribe el señor marqués para ayudaros a resolver un problema que vuestro hijo ha tenido en Alicante". Milagros no sabía de qué se trataba, pero intuía que era muy grave.
Esta era la segunda vez en su vida que recibían correo. La primera carta fue del ministerio de la Guerra y se la leyó el cartero. En ella le comunicaban el día que se incorporaba a filas su hijo Pascualín y ésta era de un marqués. Ese día comieron en silencio, enmudecidos por la ira y pacientes por la incertidumbre ante el contenido de la carta. Prefirieron ir al párroco del Grao antes que al médico de Gandía. Para un consejo del espíritu era mejor don Laureano.
Bartolo y Milagros llegaron a la parroquia por la tarde, después de trabajar todo el día en el campo. Al terminar la misa de las siete, le contaron al párroco el importante asunto que les traía y le entregaron el sobre. Don Laureano los hizo pasar a su despacho, una pequeña habitación llena de libros y presidida por un oscuro cuadro del Sagrado Corazón de Jesús. Les sentó frente a la mesa caoba que presidió el bueno de don Laureano. Las dos cajoneras que conformaban sus patas mantenían a los feligreses un poco alejados del tablero de la mesa y le daba la justa solemnidad que necesitaba para tranquilizar el espíritu de sus feligreses. El cura abrió el sobre y con pericia ojeó la carta en silencio antes de leerla en voz alta. Milagros se quedó mirando el cuadro esperando el consejo de don Laureano. Bartolo miraba las palmas de sus manos, con las que labraba duramente la tierra que daba sustento a su familia y apartaba de su mente otra posible utilidad, la de matar al marqués. Cosa que haría si le pasaba algo a su hijo Pascualín. El bondadoso cura se imaginaba lo que ellos pensaban, pero no encontraba las palabras que les pudieran ayudar. No se trataba de resignarse cuando aún podían actuar aceptando la canallesca oferta del marqués. Éste les había propuesto quedarse con la huerta de Bartolo a cambio de que su hijo terminase la mili en Paterna. Pero eso era condenarlos a la miseria, sin tierra no tenían nada para vivir. Arriesgarse y no aceptar su miserable oferta era jugársela a sufrir de por vida. Si su hijo moría en las decadentes colonias nunca se lo perdonarían cargando para siempre con ese remordimiento. "Abnegación y esperanza" les aconsejó don Laureano, quien prudentemente se ofreció de mediador. Les propuso que él gestionaría la propiedad hasta que Pascualín estuviese en Paterna, entonces se la transferiría al marqués, "que Dios me perdone, pero no podemos fiarnos de un hombre tan vil", les dijo.
No pegaron ojo durante toda la noche, acostados en su cama se daban la espalda y cada uno proyectaba en la pared de enfrente los alocados pensamientos que les afloraban. Milagros rezaba para que todo saliese bien y se imaginaba, de mil maneras, la forma de abrazar a su hijo cuando todo terminase. Bartolo compartía el odio y la esperanza, la incertidumbre de no saber cómo apañárselas para vivir sin su tierra y la esperanza de encontrar un modo que le permitiese salir del embrollo. Una y otra vez odiaba al tren; el tren y todo lo que le rodeaba era la causa de sus males, Bartolo vivía tranquilo hasta que ese cabrón de abogado apareció por sus tierras para comprárselas y comenzó a joderse todo. Donato no era responsable de sus actuales problemas, pero fue él quien los atrajo. ¡Calma! Se repetía, hay que tener serenidad para encontrar la solución. Sin desfallecer los levantó la madrugada para darles una oportunidad. Hizo las imprescindibles tareas del campo y se marcharon después de comer a Almoines a pedir consejo a su cuñado "el Cuquet". Ismael era un hombre sensato y sin el aturrullamiento de la cercanía, les podría dar mejor consejo.
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María, la mujer de Bernat, tenía un hermano que era cura y su parroquia se encontraba en el Grao de Gandía. Una vez al mes se acercaba a verlo, se excusaba en que lo hacía para saludarlo. En realidad, ella quería asegurarse de que la casa parroquial de don Laureano estaba aseada. Ese día la cuidaba con el cariño de una mujer, como cuando su madre vivía. Normalmente iba sola, se levantaba con el despertar del gallo y cuando su marido se iba al campo ella partía, ligera, camino de Gandía. Llegaba al terminar la misa de las nueve y le daba tiempo para arreglar la casa cuidando de los mínimos detalles, comprar pescado recién llegado y cocinar un buen guiso marinero. Cuando necesitaba acarrear algo se hacía acompañar de su marido y de la jaca, a la que cargaba y llevaba del ramal. A ella no le gustaba porque ese día perdían el jornal, pero hoy no había nada que ganar, así que Bernat la acompañó y así tuvo excusa para ver el mar. Fue comiendo cuando Laureano, que para ellos perdía el don, les contó la barrabasada del marqués. Tras la sorpresa, a Bernat le vino la preocupación, que le provocó un incesante cavilar y de éste nació una idea que poco a poco fue cogiendo silenciosa forma en su cabeza. Nada pasa si nada haces, y como de regreso les venía de paso, decidió pararse en Almoines a ver "al Cuquet" para ayudar al terco de Bartolo.
Se dice que este mundo es un pañuelo no porque sea pequeño, nos parece pequeño porque sólo conocemos la parte en la que vivimos y el resto por desconocido no existe. Se dice que la suerte la pintan calva no por que lo sea, que no lo es, sino porque se la ve de lejos y a los calvos, si no lo esconden, de lejos se les ve. Y estos tópicos les pasaron a los Balaguer cuando fueron a Almoines a ver a su familia para dejarse aconsejar ante la amenaza que el marqués les estaba haciendo.
El tren de los ingleses pasaba por Almoines y su futuro dependía del puerto. La escollera del puerto dependía de Bartolo que estaba en Almoines. Impedir que su hijo Pascualín se fuese a Manila, dependía de la ayuda de Bernat, que también pasaba por Almoines. Allí, en Almoines, se encontraron los seis, Bernat y María, al Cuquet y su mujer, Bartolo y Milagros y juntos acordaron como arreglar los problemas que ellos tenían.
Bernat fue a pedirle al diputado Sabino que le ayudase, creyendo en su poder y sin saber que no era Sabino quien lo ostentaba. De su visita se marchó con la promesa de que él haría todo lo posible para solucionarlo. El trato que Bernat le propuso era simple: si Sabino lograba que Pascualín se quedase en España, Bartolo autorizaría pasar el convoy minero por sus tierras. El diputado no se comprometió porque no estaba en sus manos la respuesta.
Sabino fue cauto por qué en la derrota, el civil y el militar se tratan con recelo y la España postcolonial estaba en tiempo de derrota. Por eso Sabino Gisbert no quería actuar como diputado y deshacer un entuerto en la jurisdicción militar, él era civil y era político y su intervención provocaría desconfianza en el estamento castrense. Si quería tener éxito debería ser un militar quién pidiese que se esclareciese el asunto.
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Agrio, como un mal vino curado al sol que no puede convertirse en vinagre, así se encontraba Bartolo el jueves de marras esperando en la linde de su propiedad al testaferro del marqués. No le gustaba apostar porque era un hombre de todo o nada y él había apostado todo a que el diputado iba a solucionar el problema de su hijo. Nada tenía que perder y estaba con la garrota esperándolo por si el de Valencia se le ocurría venir acompañado. No atendió a la moderación que le pidió su mujer.
—Sé prudente y dale largas. No debemos perder esa opción. El marqués es poderoso y no será fácil detenerle.
—Largas, lo que le voy a dar es una hostia que sólo comerá pan blando el resto de su vida.
—Que el pobre hombre es un mandado.
—Así aprenderá que hay encargos que no se deben hacer. Uno de ellos es tocarme los cojones a mí y en mi casa. De una hostia le voy a astillar los dientes para que le arañe la polla cuando se la chupe al marqués.
—Haz lo que quieras porque así te han parido y estás en tu casa —se puso seria Milagros—, si por tu terquedad el niño se va a Filipinas, no te hablo hasta que vuelva, ¿te queda claro?
—¡Che!, resulta que estarás de su parte —protestó Bartolo sabedor de que su mujer cumpliría la promesa.
—¡Yo lo que quiero es que no me maten a Pascualín!
Dándose media vuelta entró en la barraca para hacer sus labores y Bartolo se fue a esperar al testaferro del marqués. Así pasaron la mañana, él de guardia y ella trabajando en la distancia intentando quitarse de la cabeza la certeza de la actuación de su marido.
Normalmente Bartolo era parco en palabras y en esas condiciones se volvía un hombre de frases breves. El pobre administrador venía preparado, la primera vez que lo visitó se había ido de rositas, pero viendo a Bartolo que le esperaba en el camino, intuyó que la conversación iba a ser corta, aunque nunca pensó que fuese tan breve.
Bartolo que lo vio venir solo, soltó el garrote, sabía que no lo necesitaba y no quería asustar al testaferro. El administrador, temeroso, le envió un saludo afectuoso para, en la lejanía, calmar los ánimos de Bartolo. Cuando las distancias fueron cortas las cosas pasaron como tenían que pasar y de un puñetazo le descabalgó del caballo.
El administrador tuvo tiempo de otra frase de afecto. Después el mundo se le acabó sin opción de hacer la pregunta por la que se había desplazado de Valencia. Ahora recuerda que Bartolo le cogió con presteza las riendas de caballo al tiempo que le decía "dile al marqués que los Balaguer firmamos así" y sintió un golpe seco que le quitó los dientes de cuajo, le tiró del caballo y le dejó inconsciente. Al atardecer se despertó en el pueblo de Cullera, rumbo a Valencia, atado a la montura de su caballo.
Desde entonces supo el marqués del Arroyo que la partida del tren de los ingleses se jugaba con sangre.
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Donato había estudiado en las Escuelas Pías de Gandía, e hizo amistad con Onofre. De mayores sus caminos se separaron, aunque no sus profesiones: él estudió la abogacía civil y su amigo de infancia abogacía militar, pero siempre mantuvieron la amistad a pesar de la distancia. Cada vez que Onofre iba a Villalonga se paraba en Gandía para saludarle y siempre compartían alguna que otra comida con sus familias. Ahora tendría que abusar de su amistad y requerirle este delicado servicio. Por prudencia Sabino le aconsejó que fuera a su casa y no a Capitanía General donde Onofre trabajaba como Capitán Auditor. Insistía en la absoluta discreción y sugirió que fuese el estamento militar quien encauzase le problema. Siguiendo su consejo, Donato le escribió una carta a su amigo para que le invitase a su casa. Quería pedirle su consejo sobre un tema delicado que le había planteado un vecino de Gandía. Quince días tardó el correo en ir y volver y en volver a ir.
Comieron en su casa de la calle del Mar, durante los platos hablaron de ellos, de la vida y en los postres de la amistad. Rosa les sirvió el café en la biblioteca y se ausentó. Entonces Donato entró en el detalle del asunto que le trajo a Valencia, le explicó con minuciosidad como creían que habían embaucado a Pascualín, utilizándolo para presionar a su padre a que vendiese el huerto del marjal y así impedir que se terminase la vía del convoy minero con el que alimentar de piedras la escollera. Onofre le propuso utilizar la vía diplomática en lugar de la judicial, es más rápido y efectivo que pleitear.
—Trabajo en capitanía y conozco al gobernador militar de Alicante, Valeriano Weiler, y accederá sin problemas a que Pascualín sea mi ayudante de campo. Conozco al ejército y no me creo que el general Alfonso de Bermejal y Sanabria haya solicitado a conciencia los servicios de un pobre mozo Gandiense que además es analfabeto. Le mandaremos una carta de disculpas informándole que tuvimos que retenerle aquí para atender un grave requerimiento familiar. Además, los dos generales son compañeros de promoción y amigos.
—¿Esto no te supondrá ningún problema? —preguntó Donato.
—En absoluto, el general tiene otros doscientos mil reclutas donde elegir y nadie hará de esto una cuestión de estado —sentenció Onofre.
De momento, Onofre tenía razón, el puerto era un asunto de intereses comerciales y de vanidades, que con el auge comercial tomaría otro cariz, que, por ahora, todos eran incapaces de prever.
Semanas más tarde, a la salida de los juzgados de paz de Valencia Milagros lloraba, ella lloraba de alegría porque Pascualín no iría a Manila, ni su marido al calabozo por haber agredido brutalmente al testaferro del marqués del Arroyo. Contentos se iban al notario de Gandía a vender su huerta. A su lado estaba Bartolo, serio, satisfecho y agradecido. Donato le había evitado la prisión, era la palabra del testaferro contra la de agricultor. Se sentía orgulloso de que en su pueblo hubiese un abogado audaz, capaz de oponerse a los ricos y sin mentir, ganar pleitos. Sonreía en su interior con la cara que se le quedó al abogado del marqués cuando el juez dictó sentencia. Él se acogió a su derecho de no declarar y sin testigos que lo incriminasen el caso perdía solidez. Satisfecho porque había salvado a su hijo de irse a las rebeldes colonias ahora le hacía caso a Donato e iba a vender su huerta a Sabino Gisbert. Bartolo mantendría el usufructo, así se apartaba de una refriega que no era la suya y si los marqueses querían algo tendrían que tratarlo con el diputado. Sabino le había prometido que al terminar el puerto le devolvería la tierra y él, ahora, creía en su palabra.
Cuando llegaron a casa Milagros y Bartolo cenaron y después se acostaron, él abrazó a su mujer e hicieron el amor. Al terminar, en la penumbra de la noche, boca arriba sonrió, hoy se sentía un pesimista afortunado porque durante todo el día no encontró un capullo que se lo jodiese. Él, que cada mañana al levantarse se decía "hoy es un buen día, voy a ver cuánto tardo en conocer al capullo que vendrá a jodérmelo", hoy se sentía dichoso porque nadie se lo había estropeado.