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La gente campesina de Muro entendía de nudos y no de otros nudos.
—A ver —se lo explicaban al alcalde de una población labradora, de tres mil cuatrocientos habitantes que bregaba cada día con sus tierras de secano—, a ver si así lo entiende. Esta población se convertirá en un nudo de comunicaciones, es decir, en un punto donde se cruzarán los trenes de la AG y los de la VAY y se intercambiarán las mercancías de ambas comarcas.
Y el alcalde seguía atónito y los otros, vuelta a empezar. Aquella gente no hablaba su lenguaje, el lenguaje que entienden los agricultores, hombres de palabra con valor, habituados a las buenas personas, al duro trabajo, a los animales, al campo y a los sobresaltos que la naturaleza de vez en cuando les da. De repente un grupo de extraños les hablaban de estaciones, de puentes, de caminos de hierro y de trenes.
—¡Cojones Eusebio, esto del nudo es un eufemismo!
—¿Un eufe... qué?
—Un eufemismo quiere decir...
—¡Coño si quiere decir que lo diga, che, que lo diga! —le interrumpió Eusebio con autoridad.
—¡En fin, ya lo entenderás cuando lo veas! Esto traerá riqueza para el pueblo y todo el mundo conocerá a Muro por la importancia de ser un sitio capital, por ser el pueblo en el que se cruzan todos los caminos. Eso quiere decir convertirse en un nudo de comunicaciones.
Eusebio y los de Muro, antes de apellidarse Muro de Alcoi para que lo asociasen al tren, sólo entendían de nudos de cuerda. De nudos para atar los animales, de nudos para atar el arrastre de los aparejos de labrar y de nudos para atar el cubo para subir agua de los pozos. De repente, todo el mundo hablaba del otro nudo, el nudo de comunicaciones como algo fundamental para que él autorizase las obras de la estación y de la línea férrea que en su municipio se iba a construir y diese la bendición al paso del tren. Pero por mucho que se lo explicaban, él no lo entendía, hasta que dejaron hablar a Donato, quién se lo dijo en su lenguaje.
—Vamos a ver Eusebio, nunca has oído decir al cura que todos los caminos llevan a Roma, ¿sabes lo que eso quiere decir?
—Sí, ¡hombre que aquí somos de pueblo, pero no somos tontos!
—Pues eso, Muro se convertirá en la Roma de la comarca del Comtat, rica y poderosa y cuando llegue el tren todos la respetarán.
—¡Che, haber empezado por ahí!
A Eusebio, que lo más grande que había visto era la iglesia neoclásica de su pueblo, le hablaban de un proyecto descomunal, que no comenzó a comprender hasta que llegaron los primeros hombres para realizar la explanada de la vía y de la estación. Él sí entendió lo que le dijo Donato, lo de ser el centro de la comarca, lo de tener poder y dinero. A los de Muro eso les impactaba, porque ellos medían a las personas por su fortaleza física y la fuerza de su riqueza. No entendían de progreso, pero sí entendían de poderío. Ellos brindan de forma simple, con un "Salut i força en al canut". Así celebran en invierno el comienzo de su renombrada feria ganadera en honor a Sant Antoni y en verano las fiestas patronales en honor a la Virgen de los Desamparados. Los de Muro brindan con un contundente "salud y riqueza", la salud otorgada por Dios y la riqueza que otorgaban la cantidad de monedas que tenía su bastón de caña, o canuto. Agarrados a su canuto los labradores y ganaderos de todas las comarcas colindantes se acercaban a comerciar con ganado y productos del campo durante la feria agrícola de invierno y a disfrutar del goce en las fiestas de moros y cristianos de verano. A los de Muro, que no entendían ni de nudos marineros, ni de nudo gordiano, de repente les trajeron el otro nudo, el nudo de comunicaciones, el nudo del progreso, el nudo que les cambió la vida.
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La gente descansaba los domingos. Ese día los ingleses añoraban a su país. Philip lo sabía y les había preparado una sorpresa. Los trabajos iban avanzados respecto a las previsiones y eso también era motivo de celebración. Era en el Este, junto al mar donde se concentraba el grueso de los trabajadores extranjeros y allí en el puerto de Gandía les preparó una fiesta de celebración, de total celebración. Festejarían que él se había casado y que por fin estaba en España con su esposa. Festejarían que todos los trabajos iban adelantados, incluso el portuario, y que durante las obras no habían sufrido ningún accidente mortal. Y lo celebrarían con una moderna pasión que comenzaba a extenderse en Inglaterra. Le pidió a Jack Brown, jefe de obra del puerto, que hiciera una explanada y pintase con cal un rectángulo de cincuenta por noventa. Habló con todos los encargados ingleses para que cada uno buscase entre su cuadrilla a quince personas que quisiesen jugar. Él pensaba que podrían hacer cuatro equipos. A las once de la mañana, después de haber plantado dos marcos de puertas de establo en dos de sus extremos, abrió cuatro arcones que contenían dos pelotas de cuero, del tamaño de una sandía y quince equipaciones, cada una estaba constituida por unas medias de lana, unos bermudas y una camiseta.
Cindy se lo pasó en grande, jugando como una niña y divirtiéndose como hacía tiempo que no le sucedía. Ese domingo, rodeada de ingleses haciendo el inglés, se olvidó de que estaba en otro país y sólo añoró el dulce aroma del verde césped mojado.
Semanas más tarde a los cuatro equipos ingleses se les sumó uno de los vascos de Muriel y Cía., el Athletic Club de Gabarra y el primer equipo de Valencia, el FC Portuaris, formado por hombres de brega del Grao de Gandía. Ellos además de trabajar con ahínco, también se querían subir al futuro, tanto tecnológico como social y por eso se unieron a aquel moderno juego viril de correr once tíos detrás de una pelota, que los ingleses llamaban fútbol. Philip estableció una competición y todos los domingos jugaban entre ellos una liga en la que además del honor se apostaban las bebidas de la comida.
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Tras los festejos Philip decidió retomar el trabajo y se trasladó a Muro donde se realizaban las obras más importantes del trayecto hasta que comenzasen las del Barranc del Infern.
Cuando Eusebio se enteró de que regresaba Philip, salió en comitiva para agasajarlo, a él y a su monumental esposa cuyo exótico cuerpo traía de cabeza a todos los lugareños. Bernat se quedó al cuidado de la calesa y ellos partieron a ver cómo iban las obras. La solera de la vía había llegado hasta el río Agres y la explanada de la estación estaba terminada. Allí, Philip extendió los planos y sobre ellos comenzó a explicarle a Eusebio cómo sería la estación de Muro. Hacia la industriosa Alcoi colocaría la zona de mercancías y mantenimiento de la estación. Señalaba cada punto del plano general a la vez que le mostraba la fachada de la construcción de que le hablaba. Donde ellos se encontraban iría la estación, el edificio principal del complejo, con sala de espera, despacho de expedición de billetes y vivienda del jefe de estación. Al lado una cantina y los urinarios. Un poco más allá, en el sentido de la marcha, estaría el almacén, con muelle de carga, una báscula y la grúa. Enfrente, el depósito de agua y a su lado una plataforma giratoria y una pequeña caseta para los arreglos menores, aquellos que permitiesen a los trenes llegar a Alcoi. Después se desplazaron por la explanada de la vía, en dirección a Gandía y vieron donde iría el puente sobre el río Agres.
—¡Che, collons, esto sí que es una obra de ingeniería en toda regla! —sentenció Eusebio ante el atónito inglés.
Fue entonces cuando Eusebio entendió lo que era otro nudo, lo que significaba un nudo de comunicaciones e imaginó la relevancia que Muro iba a tomar en la comarca con la entrada de la revolución tecnológica e industrial.
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Las obras estaban en pleno apogeo y Philip tenía tantos frentes abiertos que no sabía a cuál acudir. Afortunadamente todos sus encargados llevaban bien los tajos y aunque a veces tardaba una semana en visitarlos, cuando lo hacía, sentía una grata satisfacción por el buen trabajo realizado. Venía de la comarca del Comtat, estuvo en Beniarrés supervisando el inicio de la construcción del segundo túnel. Los cimientos del puente de Gandía ya estaban hechos, los dos estribos perfectamente terminados con sillería proveniente de los primeros desmontes de la ladera de la Safor. Hoy iba a visitar las obras de Villalonga y vio a los hombres sudorosos que desarmaban la estructura de madera que sirvió de andamio para construir el pilar central que dividía en dos la luz del vano de sesenta y ocho metros que el río Serpis a la entrada de Gandía. Nunca habían sentido un calor tan horroroso. Hacía el bochorno de un riguroso mes de agosto y Philip no se explicaba cómo aquellas personas podían trabajar.
Cindy quiso acompañarle a Villalonga para visitar a María, y agradecerle lo bien que se habían portado con ellos. Le traía un regalo que estaba segura de que le iba a gustar. La familia de Bernat pasaba los meses de verano en el riurrau que tenía en el Tarrassó. Quedaron con Bernat en la explanada de la futura estación de Villalonga, Cindy se quedaría con María y ellos irían a ver los estribos de los puentes del Tarrassó y de la Safor que Sebastián estaba a punto de terminar. El riurrau les pillaba de paso, estaba muy cerca de la plataforma de la vía que utilizaron como camino. A la masía se accedía por una empinada senda, pues estaba ubicada en mitad de la ladera que enmarcaba el río Serpis. Le soltaron el enganche a la calesa, la dejaron a la sombra de un viejo algarrobo y acompañaron a Cindy hasta la caseta.
A unos cien metros del algarrobo donde desengancharon la calesa se encontraba la obra del puente del Tarrassó. Era casi medio día cuando tropezaron con el preocupado Sebastián, que con eficiencia y después del protocolario saludo comenzó a explicarle a Philip el avance de la obra.
—Los estribos están terminados, sólo me queda por rematar tres metros y sesenta centímetros de sillería del canto del puente y desmontar los andamios de madera —le mostraba la obra en el punto límite donde terminaría el balastro de la vía y comenzaría el puente de hierro.
El río pasaba por debajo, sobre la cuna de un cañón de doce plantas de profundidad.
—Toda la estructura está terminada y lo que falta es cuestión de albañilería y levantar el muro de piedra que selle el frontal de la vía —prosiguió Sebastián.
Philip observaba y dejaba hablar.
—Para colocar las celosías de treinta y cinco metros necesitaremos de un puntal intermedio que construiremos una semana antes de la llegada de la estructura para que no se lo lleve una riada. El martes próximo habremos terminado el trabajo y nos centraremos en el puente de la Safor, que espero acabar este mes.
—Buen trabajo, todo va según lo previsto. Vayamos ahora a ver el puente de la Safor.
Cogieron los caballos y retrocedieron hasta el Pas de la Guardia, la única vaguada que les permitía cruzar el río por una senda de pendiente razonable y que se encontraba cerca de la estación de Villalonga. De allí, por el desfiladero del margen izquierdo, avanzaron cruzando todo el Tarrassó hasta que el Serpis les cortó el paso en las faldas de la Safor. En las puertas del Recolduc se construía otro puente. Era el principio del territorio hostil y el punto donde comenzaba una suave y prolongada pendiente. Alcoi se encuentra a quinientos sesenta metros sobre el nivel del mar y desde allí se subiría casi todo ese desnivel. Con algo de dificultad, se abrieron paso por la solera de la vía que un buen número de acalorados obreros realizaban hasta llegar al precipicio del cañón por el que surcaba el río. Este puente tenía un canto de tres metros y medio que descendieron por una escalera de madera para llegar a la plataforma del estribo donde apoyaría la estructura metálica del puente. Agarrados a la barandilla de tablones de madera, Sebastián le explicaba a Philip la situación de la obra. Ellos se encontraban en su salsa, como si estuviesen a pie plano, pero a Bernat, a veinticinco metros de altura, las piernas comenzaban a hacerle cosquillas, aunque disfrutaba con mucha precaución del espectacular paisaje. A su izquierda veía el arco de la Safor en todo su esplendor y desde un punto no visto por ninguno de sus paisanos. De frente, le separaban treinta y dos metros del otro pie del estribo que, majestuoso se alzaba apoyado en el lecho del río. Sólo Bernat disfrutaba viendo fluir la verde agua en busca del mar, ajena a lo que en las alturas se fraguaba.
Al inglés, cuando de trabajo se trataba, se le quitaba el hambre. Su proyecto lo embelesaba y se olvidó de que les esperaba una deliciosa comida y sus mujeres. Sebastián rechazó la invitación de Bernat y no bajó con ellos, él sabía cuál era su lugar y se excusó con la supervisión de unos trabajos delicados que requerían su presencia. Llegaron tarde al riurrau y no se encontraron con nadie. A Philip se le dibujó en el rostro un aire de inquietud que Bernat cortó de cuajo.
—Están refrescándose en la poza del Tarrassó —le indicó con la mano el río que discurría más abajo, en la lejana profundidad—. Vamos, nos estarán esperando.
Continuaron por la sinuosa senda, cruzando estrechos bancales de fruta hasta llegar al último huerto. En su margen había incrustada una escalera de piedras planas que bajaron para acceder al lecho fluvial. Siguieron por un pasadizo de cañas, juncos y losas de piedra gris claro que los llevó hasta el río. Con las faldas arremangadas y los pies descalzos pisaban el lecho beige verdoso cubierto por una fresca y cristalina agua. Ellas estaban en el Serpis jugando con los dos niños de Bernat. Philip se detuvo un momento para grabar en su retina la refrescante imagen, las dos mojadas por las salpicaduras de agua del chapotear de los niños y Cindy abrazada al pequeñín que acababa de rescatar de su involuntario resbalón. La vio contenta y se sintió feliz. Mientras subían al riurrau, los niños se secaron al sol. En este pueblo cuando iban al río a bañarse en verano, todos se secaban al sol. Primero comieron los pequeños y mientras tanto los mayores tomaron un modesto aperitivo, un plato de cacahuetes con altramuces, uno de aceitunas y otro de rábanos con aceite y lo regaron con vino, gaseosa o cazalla, según el gusto de cada uno. María preparó para la comida una deliciosa limonada, con limones recién recolectados. Ella sabía que a los ingleses les gustaba la limonada. Comieron de campo, carne y verduras asadas a la parrilla, guarnecido por un delicioso all i oli; de postre melón refrescado en la cisterna de la caseta.
Entre la llegada precipitada por el trabajo y la hora tardía a la que volvieron para comer, Cindy se había olvidado del regalo que les traía. Apoyadas bajo el paellero de la caseta estaban las dos cajas, ignoradas, esperando a que Cindy se las ofreciese a María. De repente Cindy se sonrojó, no por el olvido, sino por el motivo del regalo. Cuando se conocieron y los invitaron por primera vez a comer, comieron paella en paellera. Ella se dio cuenta de que María se incomodaba y, no conocedora de las costumbres, pensó que era por la falta de platos. Por eso les compró una vajilla Gandía, para agradecerles la hospitalidad. Hoy se percató de que María ese día estaba preocupada por la calidad de la comida. María se sonrojó porque no tenía nada preparado y porque no sabía si su arreglo culinario sería sabroso y acorde a la comida que ellos merecían. Entre risas y sinceridades, se lo contaban al tiempo que argamasaban su amistad tomando una refrescante tisana de hierbas de la montaña.
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En los pueblos la gente de alcurnia es popular. En Villalonga no había nobles, pero sí familias acaudaladas por sus negocios o por sus titulaciones. Esta nueva clase, salida del comercio y preparada en la universidad de Valencia o en las escuelas militares de El Ferrol o Zaragoza, eran burgueses y populares. Todos habían pasado su infancia en el pueblo y todos conservaban allí a sus amigos de infancia, a los amigos en mayúsculas, a los que nunca olvidan.
Bernat era amigo de Onofre y Onofre por echarle una mano a su amigo Donato, en el enredo de Pascualín, había hecho que Bernat mantuviese un empleo que le daba unos ingresos adicionales y le permitía acomodar su vida. Ahora, el Capitán Auditor, veía las consecuencias de aquel favor y quería conocer al afamado Philip. Como en los pueblos todo se sabe y lo que no sabes te lo cuentan, se enteró de que estaba en el Tarrassó y se fue al riurrau, llegó a la hora del café, con una botella de excelente brandy bajo el brazo. Onofre no necesitaba que Bernat le invitase y no desperdició la oportunidad de saludar en persona a los Parker en casa de su amigo.
Eran las fiestas patronales del pueblo, que comenzaron ese viernes y acabarían el domingo. Entre cafés, brandis, horchatas y los dulces de María pasaron la tarde y entablaron amistad. La amistad sin motivo, la amistad del querer ser amigos, la amistad por afinidad. Del riurrau a la casa de Onofre y en ella a cenar, de la cena a la velada y de la velada a la despertá. Igual que en el juego de la oca fueron enlazando eventos de las fiestas del pueblo. De oca a oca y tiro porque me toca, decía Onofre cuando alguien del grupo hacía una nueva proposición. No trajeron muda y había que vestir a los Parker con la que había, a Cindy con la de María. Y para no avergonzar a Philip, que por su talla ninguna le cabía, se mudaron todos con ropas de labrador valenciano del siglo XVII. Esa fue la vestimenta oficial de los amigos para estas fiestas: sarauells, faja, blusón y un pañuelo anudado en la cabeza. Para compartir la mesa del Trenet, puesta frente a la casa de Onofre, se tenía uno que vestir de fallero. Esta mesa, frente a la fuente de dieciséis caños, sólo se retiraba dos veces: por imperativos religiosos, para dejar pasar la procesión, y a medido día, para arrimarse a la sombra del patio en las horas punta de la jornada.
Era domingo, fiesta mayor del pueblo en honor de su patrona la Mare de Deu de la Font y había una gran cordá. Onofre convenció a Philip de que librase el lunes por la mañana. Bernat lo llevaría a Muro por el interior, utilizando las sendas de montaña de la Safor y así recuperarían la parte del día que iban a dedicar a descansar de los excesos de la fiesta. Cenaron y bailaron a ritmo de boleros, rancheras y pasodobles que la banda de música del pueblo había amenizado desde las once de la noche. Cuando sonaron las tres menos cuarto en el campanario de la iglesia la banda cerró el concierto con el himno Regional. La verbena había terminado y en un cuarto de hora comenzaba la cordá. Desapareció todo el mundo como si se hubiese establecido un toque de queda. El alguacil abrió la puerta del balcón del ayuntamiento y salió junto con el pirotécnico, pasó los dos aros de un carro metálico para colgar cohetes por un cabo de una cuerda y la ató a la barandilla de hierro colado y lanzó el otro cabo al alguacil que se encontraba en la plaza. Unos treinta metros separaban el balcón del ayuntamiento del balcón de la casa de Onofre. Entró el alguacil y subió al balcón, el pirotécnico le lanzó la cuerda que tensó y ató en su reja de forma que cruzaba en diagonal la plaza. Un cuarto de hora más tarde, a toque de cornetín y rodeado de una muchedumbre el alguacil recordaba las reglas de la cordá: "La cordá de hoy es de cuarenta carros. Quince cerrados que no podrán salir de las dos plazas y de las cuatro esquinas para disfrute de mujeres y niños. A partir de ahí hasta donde llegue el corredor" y terminó con el clásico grito: "Caballers va de bó, al que no vuiga pols que no vaiga al era", que todos compartieron. El alguacil se fue y el espectáculo comenzó. Desde ese momento las personas que se quedaban en la cordá asumían su destino y si alguien sufría un accidente o quemadura era bajo su responsabilidad y no de la persona que lo provocaba.
Desde el balcón, los ingleses observaron con pasión temerosa el espectáculo de fuego y explosiones que era la cordá y vieron cómo Bernat arrastraba la cuerda que tiraba del carro o recogía cohetes que se soltaban del dosel y que, después de desprender cuatro ráfagas de fuego chispeante, explosionaban. El espectáculo de luz y ruido consistía en recoger las carretillas que caían y con ellas en la mano perseguir a los allí presentes. Esa noche Philip entendió porque Bernat disfrutaba con Jesús, acompañándole y viendo explosionar la dinamita para hacer los túneles y los desmontes de la vía. Al amanecer, pasaron por el horno y tomaron un pan de viena recién cocido con aceite, tomate y sal y se fueron a dar una cabezadita antes de que comenzara la jornada laboral.
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Philip acompañó a Cindy a Gandía. Cogió el equipaje y regresó a Villalonga. Bernat decidió subir a la Llacuna y comer en la Basa i el Pouet. Emplearon todo el día en llegar a Beniarrés. A la mañana siguiente Philip supervisó las obras del túnel. Jesús había terminado de perforar los doscientos sesenta metros de longitud. La solera de la vía estaba acabada y esperaba que llegase Sebastián para que comenzase el recubrimiento en piedra de sus paredes.
—No quiero quitar el andamio que apuntala el techo, la tierra está muy esponjosa por la cantidad de filtraciones de agua que tiene en invierno —le decía a Philip.
—Jesús recubrir todo el túnel con sillares no está previsto y hacerlo atrasará el proyecto. Si continuamos aquí no empezaremos los túneles del barranco del infierno hasta el otoño —se inquietaba Philip.
—Es verdad, pero más nos atrasaremos si el túnel se hunde.
Para reforzar su argumentación Jesús hizo entrar a Philip hasta lo más profundo del túnel, alumbrados por el carburero subieron al andamio y con su mano rascó la roja tierra para deshollinar la inconsistente bóveda.
—¿Ve? —le mostraba el puñado de tierra de su mano—. Si no comenzamos a empedrar con sillares toda la bóveda, desde las boquillas hasta el interior y cada veinte metros le ponemos una guía de drenaje, el techo se nos vendrá abajo con las primeras lluvias.
—Aquí no llueve, en Inglaterra llueve. Allí cuando comienza a llover se pasa quince días sin parar y no vemos el sol durante un mes.
—Sí, Philip, usted entenderá de puentes y de obras, pero no de tiempo. En el Sur cuando llueve, llueve del carajo y no hay Dios que ese día pare los torrentes.
—¡Qué graciosos! ¿Qué significa carajo?
—Mucho, Philip, como nunca lo ha visto. A principios de otoño hay días que llueve tanto que parece que echan el agua a pozales.
—¡Ah, no tengas miedo del carajo! —y se rió Philip solo, pero al ver la cara seria de Jesús cambio de tono—. Tienes razón, voy a confiar en tu experiencia, la tierra está suelta y si crees que hace falta recubrir el túnel, lo haremos. Jesús tu sabes que no creo que en Europa haya lluvias torrenciales, pero si lo dices verdad será —y continuó con su broma dándole una palmadita a la espalda—. Qué graciosas palabras utilizáis los españoles cuando queréis exagerar, ¿cómo van a llover cubos de agua?
En eso Philip tenía razón, el Picha era de por sí exagerado, pero él no sabía que, en otoño, normalmente a principios de octubre, suelen haber en el levante lluvias desproporcionadas que sobrepasan el entendimiento de quién no las ha conocido. Ante esas inclemencias lo único que puedes hacer es soportarlas e intentar salir lo mejor parado posible.
Mientras ellos hablaban de temor a las adversidades que provoca la naturaleza y se preocupaban por el daño que les podía ocasionar, aún ignoraban el daño que los hombres pueden hacer. Se olvidaron del temor a las personas ruines, del temor a las envidias, del temor a las codicias y del daño que, por estos motivos, los marqueses les iban a causar.
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De camino a Alcoi pasó por Muro y dio el visto bueno al replanteamiento del puente sobre el río Agres y por simpatía le presentó esta espectacular obra al alcalde en solemne pleno municipal. Con un presupuesto de ochocientas noventa mil pesetas era la obra más cara realizada en la provincia de Alicante. La vaguada tenía una anchura de ciento cincuenta metros que salvarían con tres vanos. Los dos pilares centrales, separados por cuarenta y ocho metros, tendrían una altura de veinte e irían rematados con piedra de sillería sujeta en hormigón. Los estribos permitirían soportar el canto del puente, de cuatro metros y ochenta centímetros para conseguir la rigidez de la estructura. La celosía metálica estaría unida con remaches del mismo tipo que los utilizados para realizar la modernísima Torre Eiffel, gran atracción de la última exposición universal de París. Si todo concluía según lo previsto, la estructura estaría terminada a finales de septiembre.
—¡Che, collons, de categoría! Esto de ser un nudo comarcal de comunicaciones da importancia y prestigio, tanto que somos capaces de hacer una obra con los mismos materiales que los utilizados por ese arquitecto Infiel de París —sentenció Eusebio con un estruendoso aplauso que dejó atónito al inglés.
Philip, aparte de la sorpresa por el estruendo producido, comenzaba a conocer a los de aquí y al poco cayó en la cuenta de que el pobre Eusebio seguía con su paranoia.
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Al marqués no se le había ocurrido antes por evidente pero ahora iba a utilizar todas sus relaciones para colapsar el proyecto. Atacó a Bartolo creyendo que su poder lo amilanaría, pero se encontró con una terquedad de granito que no pudo destruir. El puerto avanzaba a pasos agigantados, su dique de cien metros resistiría las inclemencias del invierno y la dársena comenzaba a construirse bajo su protección. Había que concentrar esfuerzos para que el proyecto tomase retraso y no cumpliese el plazo legal de la puesta en servicio de la concesión. El tiempo de pleitos había llegado. Con la lentitud de la justicia y las operaciones marítimas paralizadas, el proyecto quebraría y se haría con su propiedad. Ese era el inesperado plan del marqués de Salitre: adquirir la propiedad de un puerto en el levante español. Se fue a Guadalajara para ver al duque de Merina. Como le había pedido audiencia, éste lo esperaba en su palacio de Cogolludo para hablar de un asunto de la máxima importancia y discreción. Iba con la esperanza de que la paliza de noventa y cinco kilómetros que se iba a dar sirviese de algo. Para estar más descansado alargó la primera jornada y pernoctó en Viñuelas, a sesenta kilómetros de Madrid. Pero ser un marqués en una aldea de ciento cincuenta habitantes sólo le pudo garantizar, previa suntuosa limosna en la parroquia, una sopa de ajo y una cama en la casa parroquial. La grandeza del castillo de Viñuelas, a cuyo coto había ido a cazar en innumerables ocasiones, no se correspondía con la humildad de la aldea de su mismo nombre. Nunca se imaginó semejante diferencia y no le quedó más remedio que acomodarse a su espartana humildad. Con un desayuno frugal y el monedero repleto porque no había donde gastar, partió temprano rumbo a Cogolludo. A mediodía, había recorrido en carruaje los treinta y cinco kilómetros que le separaban y quiso arreglarse antes de asistir a la comida que el duque de Merina le ofrecería en su palacio de verano. Nada más llegar, el carretero preguntó y le indicaron que fuese al Hostal Ballestero, allí decidió hospedarse el marqués. No quería abusar de la amabilidad del duque, ni repetir la austeridad del párroco de Viñuelas.
Ricardo de Salitre le explicó durante la comida la situación al duque. Le sesgó información, ocultándole que él iba a participar en la construcción del astillero de Valencia y en la sociedad portuaria que se crearía. Centró su argumento en el impacto negativo que este proyecto tendría en la comarca del Comtat, de la que por abolengo era conde y en el patriótico de impedir que los piratas y saqueadores ingleses tuvieran un puerto en el levante español gestionando su concesión.
—Fernando, si no pones trabas e impides que el proyecto se realice, facilitarás que España pierda influencia en el desarrollo marítimo del Mediterráneo y que tu comarca se arruine. La industriosa Alcoi se nutrirá de tu vecindario y la mano de obra campesina que labra tus tierras se irá a trabajar a sus fábricas, encareciendo los jornales de las pocas personas que queden para trabajar en ellas. En síntesis, perderás buena parte de las rentas que Cocentaina te devengaba.
—Tomo en consideración lo que me estás diciendo y lo cotejaré con el diputado Ramón de Bonavida, mi testaferro en el condado. La opinión que él me transmite no coincide con las preocupaciones que tú levantas.
—No es de extrañar y lo entiendo —le dijo apaciguador el marqués de Salitre—, únicamente sale de la provincia para venir a las sesiones de las Cortes y su visión es, como diría yo, miope y pueblerina porque su enfoque es local. No tiene miras de estado como nosotros, que además de nuestros intereses velamos por el bien común de la patria.
—En eso tienes razón. Pero tu propuesta la he de estudiar con detenimiento, me parece que arriesgo mucho para ganar poco —tomaba prudente distancia el duque de Merina.
—Retardar y entorpecer el papeleo de una obra más que un riesgo, para ti, es un engorro: sólo la molestia de pedir a los ayuntamientos de la comarca que paralicen las obras mientras se calcula el impacto de esa gran infraestructura.
—Confirmaré lo que me dices y en caso de que mis intereses no se vean perjudicados intervendré para que los alcaldes de Beniarrés, Gaianes, Muro y Cocentaina frenen la construcción del tren.
—Si te perjudican, cuantifícalo. Yo y mis socios te sabremos recompensar con creces —finalizó con el asunto el marqués de Salitre.
—No lo dudo —apuntilló el duque de Merina.
Continuaron hablando de otros temas, el duque aprovechaba que estaba ante uno de los diputados más influyentes de la corte y quería conocer de primera mano la situación política actual del país y de las últimas colonias. Durante toda la conversación, Fernando Merina, que no era un hombre político, lo escuchó con mucha atención y recelo. Él sabía que, bajo la patria, en mayúsculas, como decía el marqués de Salitre, sólo escondía espurios intereses.
<83>
Cindy nunca se imaginó que un río de una cuarta de profundidad alcanzase los ocho metros. El ruido infernal a caballos desbocados del agua que atolondradamente iba a la mar, la lluvia pertinaz y el fuerte aparato eléctrico de la tormenta, hacían temer lo peor. La soledad de aquella tarde oscura, llena de destellos celestiales, la hizo estremecer. En poco tiempo el cielo de la Conca de la Safor se vino abajo, parecía que había comenzado el diluvio universal y se puso a rezar temiéndose una tragedia. El otoño no se parecía al de Manchester que a principios de septiembre llegaba quedándose hasta que a mitad de octubre el invierno se instalaba. Era el final de octubre en Gandía y Cindy no se había quitado la manga corta. De pronto, sin avisar, una tarde refrescó, el ambiente se cargó con una fría humedad que requería de una rebeca. Así le había cogido el temporal, aislándola en casa y sin noticias de su marido que la jornada anterior se había ido a supervisar el puente del barranco del Sort, en Beniarrés. Desorientada, intentaba superar el temor que las cercanas inclemencias le provocaban. Cuando cogió fuerzas y agallas, tomó un paraguas y se fue a ver la crecida del río. Al verla salir la casera la siguió y a la vera del cañón la reconfortó. "No se preocupe, señora, el caudaloso Serpis aguantará en su cauce un día más. Señora, hágame caso y volvamos a casa, que yo conozco a este alocado río. No tema, aquí sabemos protegernos y su marido estará a buen recaudo". Cindy estaba atemorizada y pensaba que como siguiese así, el agua terminaría por superar el metro que faltaban para salirse del cauce y arrastrar sus dos casas, la que vivía y la que iba a vivir. Las dos estaban a la vera del cañón por el que transcurre el río. De allí se fue a ver a su amiga Carmen, su vecina. Necesitaba arroparse con un ser querido y ella, la esposa de Joan Feliu, era lo más parecido a la familia y lo único que en estas tierras tenía. Cuando le abrió la puerta y la vio mojada y desencajada la hizo entrar, le ofreció una toalla para que se secase y un vestido para que se mudase y no cogiese frío. Luego, en torno a la mesa camilla del salón, se pusieron a hablar los tres. Bueno, mejor dicho, Joan y Carmen porque Cindy estuvo todo el tiempo escuchando.
—No te preocupes, —le dijo el tortosino—, Philip sabrá cuidarse. Está rodeado de gente experta y conocedora de este tipo de inclemencias.
—Estas tormentas también son frecuentes en Cataluña —abundaba Carmen reforzando lo dicho por su marido—. Cuando el cielo se abre hay que dejar paso al torrente y tres días más tarde el cielo se torna soleado para permitirte arreglar los desperfectos.
—Si al río se le ocurriese salirse del cauce, iremos al palacete, es robusto, de fuertes cimientos y a la segunda planta nunca llegará el agua —le apuntó el arquitecto para tranquilizarla—. Estas navidades estarás allí, pasando la noche buena con Philip, abrazados, viendo el ondear de las anaranjadas llamas de vuestra chimenea.
—Hoy pasarás la noche con nosotros, —insistió Carmen—, Joan irá a decírselo a tu casera.
Joan volvió a los cinco minutos empapado, de nada sirvió el paraguas para protegerse de la lluvia durante el trayecto de dos casas que separaban ambos hogares.
—Le he dicho al servicio que esta noche duerman en tu casa. No tiene ningún sentido que regresen a su pueblo y que en el trayecto les ocurra una desgracia.
—Sin noticias, sus familias sufrirán —abrió por fin la boca Cindy
—Sus familias saben que cuando vienen mal dadas nos protegemos. Sufrirían más si les ocurriese algo o si los viesen llegar. Te considerarían una desalmada por haberlos abandonado a su suerte.
—No os entiendo, mi angustia viene por no saber nada de Philip.
—No te preocupes por saber lo que el tiempo te dirá —sentenció Carmen—. Vamos, mujer, acompáñame a preparar algo de cena.
Juntos pasaron tres días, viendo como el cielo descargaba lo más grande y a pesar de ello, el río se mantuvo en su cauce. En la desembocadura, la playa quedó arrasada, mientras que en Gandía no se desbordó.
Cuatro días estuvo Philip aislado en Cocentaina por las lluvias torrenciales y esta tormenta fue pequeña comparada con otro tipo de avatares que se le avecinaban y que más tarde tuvo que sortear. Si a Bernat le daban a elegir entre la furia de la naturaleza o la furia de los hombres, él prefería la primera. La naturaleza siempre va de frente y se la ve llegar. Otra vez sin nada que hacer, se encontraban en un hostal esperando a que la lluvia escampase. El oscuro día semejaba la noche y por la noche los relámpagos de la tormenta hacían que ésta se tornase día. Esta vez no había esparto y Bernat tuvo que holgazanear. Pensó en Joaquina y se le erizaron los pelos al revivir su apasionada seducción, ella le regaló un día de lujuria que lo marcó y ese incidente siempre lo recordaría cuando lloviendo se ponía a hacer alpargatas.
Como todos le dijeron pasadas las lluvias llegó el sol radiante pero ninguna noticia de Philip. Cindy, que nunca había vivido una situación similar, estaba preocupaba a pesar de la calma de los demás.
Cindy sufría por Philip, pero él estaba tranquilo sabiendo que ella se encontraba segura. Cuando Philip comprobó que sus hombres estaban a buen recaudo, se preocupó por su proyecto. A la intemperie, bajo un pertinaz aguacero, no se puede trabajar y puesto a buen recaudo antes de la avalancha de agua. La prudencia de los hombres hizo que sólo hubiese pérdidas materiales que ahora tenía que estimar. A eso se consagró Philip durante los tres días posteriores al diluvio. Se dedicó a recorrer todo el trayecto para evaluar los daños de la tormenta. Sin quererlo Philip hizo sufrir a Cindy, no se imaginó que la ausencia de noticias le preocuparía tanto y eso lo supo cuando una semana más tarde la abrazó y secó a besos sus lágrimas.
Los catorce metros de longitud del primer puente de sillería con hormigón del barranco de Mosén Vicent estaban intactos, la riada lo había limpiado y relucía en todo su esplendor. Afortunadamente todas las obras del trazado entre Alcoi y Muro estaban terminadas y habían aguantado perfectamente. El desastre se lo encontró en Beniarrés. Los dos estribos del puente sobre el barranco del Sort se habían venido abajo. Los largos estribos, de doce metros, estaban diseñados por Philip para acortar a veintidós la vaguada del barranco y la riada los había engullido. Se encontraban en construcción y aún no se habían recubierto de sillar. El agua los diluyó como si de un azucarillo se tratase. Habría que reconstruir completamente los soportes del puente metálico de dos metros y treinta centímetros de canto. Afortunadamente el túnel de Beniarrés estaba apuntalado y a pesar de ello, en los sitios donde las filtraciones de agua eran más intensas, se había venido abajo. La boquilla Oeste, que estaba empedrada y su sillería terminada aguantó perfectamente, lo que animó a Philip, "esta obra, cuando esté totalmente terminada, resistirá como un jabato las embestidas de la climatología", se decía sorprendido de ver los múltiples desperfectos de la bóveda de arena.
Embarrados y con mucha dificultad Philip y Bernat recorrieron el trazado de la línea construida. Algunas torrenteras habían roto la solera de la vía. "Nada mejor para saber dónde aliviar con unos arcos el desagüe de las imprevistas torrenteras que bajan de las laderas. El día de mañana no habrá sorpresas y evitará descarrilamientos a causa de desprendimientos", pensaba de regreso a casa para descansar tras haber terminado su exhaustiva inspección. En Villalonga Philip le dijo a Bernat que se quedase, él continuaría sólo hasta Gandía. Estaba muy contento, prácticamente los únicos desperfectos de importancia se encontraban en Beniarrés y todas las obras terminadas habían aguantado a la perfección.
Por el Serpis aún corrían dos metros de caudal, debido al excedente de agua que soltaban las empapadas montañas.