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Ocho kilómetros de ascensión merecían una parada en condiciones. La locomotora necesitaba beber y los hombres estirar las piernas. Cuando Philip le presentó al alcalde de Beniarrés el proyecto que la Alcoy & Gandía Railway & Harbour tenía previsto para su pueblo ningún lugareño se imaginó la importancia que el tren tendría para ellos, ni el cambio que para sus vidas supondría. El novedoso medio de transporte permitió abrir su comercio agrario hacia otros mercados y exportar mil doscientas toneladas de aceite y vino. También les facilitó la importación anual de unas quinientas toneladas de productos manufacturados. La explosión comercial hizo que en algo más de quince años el pueblo pasase de poco más de mil habitantes hasta casi duplicar su población. El salto tecnológico que supuso el tren para los habitantes de Beniarrés es comparable con el que sufrió en el neolítico si atendemos a los utensilios y objetos encontrados en su reputada "Cova de l'Or", caverna neolítica que hay en su término municipal. Con el tren Beniarrés se garantizaba su futuro y entraba en la modernidad del siglo XX. El nuevo medio de transporte le permitiría comunicarse velozmente con los pueblos de las comarcas limítrofes y con el mar.
Ese auge comercial tampoco lo previó Philip y por eso no dotó a la estación de muelle de carga, dificultad que los lugareños superaron con rampas móviles que facilitaban la carga de las mercancías a los vagones del tren. La estación mediana, era idéntica a sus gemelas y constaba de una sola planta, tenía sala de espera y despacho de billetes. La modernidad de este edificio contrastaba con la solera de su iglesia gótica, aunque ambas construcciones sustentaban sus muros sobre medio metro de sillería de piedra. Su tejado estaba incrustado a dos aguas para marcar el frontal de la entrada, en los laterales había sendas ventanas y en el hastial un ojo de buey que iluminaba su interior. Las esquinas, las puertas y las ventanas estaban perfiladas con ladrillo de cerámica roja que le daba al conjunto un toque de distinguida modernidad. El complejo lo completaba un depósito de agua y los preceptivos urinarios.
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Philip no podía encontrar trescientas personas para trabajar de peones en la construcción del ferrocarril, Alcoi era una ciudad industrial que necesitaba proletarios para sus fábricas y con los caminos bloqueados por la nieve tendrían que esperar a que el sol la derritiese para ir a los pueblos agrícolas de la comarca del Comtat a buscarlos.
Los hombres de campo en aquellas circunstancias tan adversas se pasaban el día en casa, alimentando los animales, afilando los útiles de labranza, limpiando la cuadra y cuando terminaban todo este trabajo, cogían el banco alpargatero y hacían alpargatas, pero nunca holgazaneaban. Bernat estaba sentado en una silla de enea, frente a la lumbre, sin hacer nada, observando como la llama se movía y la madera crepitaba al consumirse por el fuego. Harto, se levantó y buscó a Joaquina, la dueña del hostal.
—No tendrás esparto por un casual —le dijo cuando ésta le dio permiso para entrar en la cocina, donde preparaba la comida para los huéspedes.
—¿Quieres hacer alpargatas?
—¡Qué se le va a hacer, si no hay nada mejor! —le repuso Bernat.
—¿Tú sabes hacer alpargatas?
—Sí. Mi padre nos enseñó, nunca las hizo para vender. Él tenía un refrán que cumplía a rajatabla y siempre que había semanas lluviosas se ponía a hacer alpargatas. Con ellas nos calzábamos y nunca tuvimos necesidad de comprarlas.
—¿Qué refrán era? —se interesó Joaquina.
—" Quant als núvols veges per les Fontanelles pica espart per a fer espardenyes". Porque en Villalonga, cuando las nubes vienen por detrás del montículo de Les Fontanelles, siempre es para quedarse y descargan agua durante una semana.
—¡Qué suerte que puedas prever el tiempo con tanta anticipación! —le dijo coqueta.
—No lo anticipamos, las vemos llegar un día antes y cuando vienen por allí, sabemos que, la dirección del viento hace que se queden una tiempo atrapadas en la Safor. Bueno, que no quiero entretenerte, ¿tienes esparto?
—Creo que en la bodega hay un manojo, un banco alpargatero y una agramadera, cógelas y diviértete —le dijo Joaquina con picardía—. Cuando termine de amasar el pan, te traigo un poco de tela y unas cintas, si le haces el remontado de tela, ahorrarás esparto y te saldrán dos pares, uno para ti y el otro para Jordi.
—¿Qué número calza tu hijo?
—Un veintisiete, aunque Jordi es joven ya necesita alpargatas de persona mayor.
Bernat se pasó la mañana en la bodega picando esparto, golpeándolo y macerándolo con una agramadera hasta que terminó de quitarle todas sus impurezas obteniendo las mejores fibras que los tallos de la planta podían dar. Después trenzó el esparto y, sobre el catre de un tonel, a cuya travesera, le había clavado dos gruesos clavos a veintisiete centímetros de distancia, urdió las suelas de Jordi. Arropado por la luz de un candil, sentado en el banco, como un experto alpargatero, comenzó a vestirlas con las telas que le había bajado Joaquina. Pasado un rato ella volvió, cerró la puerta antes de descender y sin que Bernat se diese cuenta, se deslizó por la penumbra de la bodega. Desde el último escalón lo miraba con nostalgia y saboreó a distancia el momento, gozando de aquel hombre que se peleaba hábilmente con el esparto. Esta imagen removió con frenesí sus más recónditos sentimientos que hacía cuatro años que dormían en sus adentros. Desde que su difunto marido la dejó, nadie había vuelto a sacar la lujuria de su interior. No estaba bien, pero le apetecía varón y se decidió a poseerlo. Bernat se encontraba distraído, concentrado en su trabajo, con la alezna en una mano y la suela en la otra, cosía con hilo de esparto trenzado sobre su muslo la tela, dando forma a la alpargata con mucha habilidad.
—Me recuerdas a mi marido —le dijo acercándose sigilosa por la espalda y con sus labios emitiendo el calor de su interior cerca de su nuca—, eres mañoso y bien apañado —colocó su mano diestra sobre el pecho y la deslizó con suavidad entre el hueco de sus brazos, que ajenos trabajaban—. Una herida se le infectó con la suciedad de los establos y se lo llevó en lo mejor de su vida. Desde entonces no he probado varón —le besó el cuello y suavemente se lo lamió, para dejarle claro cuales eran sus intenciones—. Se te ve servicial, afable y cariñoso —su mano comenzó a desabrochar uno a uno los botones del pantalón—. Hoy quiero enfriar mi fuego con tu pasión—. Joaquina dejó de hablar concentrándose en su cuerpo.
Introdujo la mano en la bragueta notando el calor carnal de su erecto pene. La mano izquierda de Joaquina se deslizó hacia la alpargata, la cogió y la tiró liberando los dedos de Bernat para que penetrasen primero en su interior. Le giró el cuello y con el primer gemido le besó. Sentada sobre los muslos de Bernat, suspirando levemente, lo abrazó y acompasó los golpes de sus tersas nalgas al ritmo de su placer. Sentada en aquel catre, Joaquina se dejó comer sus abultados pechos, aulló y gozó como no recordaba y terminó con un gemido trémulo de placer.
—Gracias —le dijo, aún jadeando, al atónito Bernat. Con las dos manos le cogió la cara, lo miró y lo besó—. Las alpargatas le sentarán bien.
Joaquina se levantó, se aseó la ropa, se ahuecó el cabello y se marchó.
—Para la hora de comer las habré terminado —le contestó Bernat mientras recogía la alpargata del suelo y proseguía su trabajo.
Bernat se quedó sorprendido. "No sabía que estas cosas sucedían por el mundo", pensó para sus adentros. Esa noche se pasó por su alcoba y los dos se entregaron con ansiedad hasta la extenuación.
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Cindy había pasado la noche acurrucada en los soportales de la estación, junto a unos mendigos que la recogieron. Su fuerza de voluntad la mantuvo despierta, frotándose el cuerpo y tiritando para mantenerse con vida. Si se dejaba llevar por el cansancio que la invadía se moriría. El calor de la hoguera sólo les daba energía para sobrevivir.
Peter Parker estuvo toda la noche en duermevela reflexionando, meditando. Nunca se esperó aquella drástica reacción. Era la segunda persona que precipitadamente huía de su lado y a última hora de la noche se dio cuenta de que él era el problema. Desde que se encerró en su caparazón no había escuchado a nadie. Ahora de pronto lo veía claro, pero era tarde, o conseguía recuperarla con vida o irremediablemente pasaría en solitario el resto de sus días. El sobresalto que le produjo la valentía de aquella chica enclenque le hizo entrar en razón y ahora se daba cuenta de su error. La oscuridad y las extremas condiciones climáticas le impedían salir, no sabía dónde estaba y dar palos a ciegas podría llevarle a la muerte.
Nadie fue a darle las buenas noches a Elizabeth, Cindy porque se fue y Peter por temor a que lo supiese.
Peter esperó a que la tenue luz del frío y nublado día calentase la calle para salir a localizarla. Montados a caballo, él y su mayordomo se fueron a recorrer Oxford en su búsqueda. Sin éxito, preguntaron por Cindy en los dos hoteles de la ciudad y en las principales posadas. Pasaron por todos los hospitales de Oxford y tampoco la hallaron. La tarde les apremiaba, no habían probado bocado y estaban exhaustos. Sin esperanza decidieron retornar a casa. Les pillaba de camino y no tenían nada que perder, así que decidieron desviarse y ver si la encontraban en la estación del tren. Comenzó a nevar. En la esquina de uno de los soportales de la estación había los rescoldos de una hoguera y un montón de harapos, bajo los que yacía un cuerpo con un hilo de vida. Los mendigos habían tapado completamente a Cindy para mantenerla arropada mientras ellos iban a la parroquia a recoger un tazón de sopa caliente y un pedazo de pan que preparaban los feligreses. La soledad de la estación provocó en Peter la más absoluta desesperación.
—Vámonos, Dios se apiade de ella y quiera que esté en casa de algún conocido o familiar, de no ser así habrá muerto —le dijo con amargura al mayordomo.
—Señor, tal vez tenga usted razón. Pero no desespere, que no la hayamos encontrado en la morgue de ningún hospital quizás sea una buena señal.
—Su débil cuerpo se sostiene por su férrea voluntad, al conocerla no la valoré como ella se merecía —sentenció Peter antes de retomar el camino a su cálida mansión.
Al marcharse le pareció ver un pequeño movimiento en aquel andrajoso montón de telas, que atribuyó a la fatiga de la extenuante jornada y prosiguió. Unas calles más lejos, vio salir de la casa parroquial unos mendigos que se dirigían hacia los rescoldos con un cazo humeante y un mendrugo. Su blando estado de ánimo hizo que se apiadara de ellos y le pidió al mayordomo que les ofreciera su cuadra para que estos días de extremo rigor durmiesen en ella.
Gracias a su piedad la encontró, Cindy estaba debajo de aquel montón de harapos, inerte, calenturienta y al borde de la muerte. Peter le hizo beber un poco del aquel asqueroso brebaje que le traían los mendigos a los que les acababa de ofrecer refugio. Este calor le permitiría regresar con vida a casa. Mientras él la llevaba arropada en su caballo le ordenó al mayordomo que fuese a buscar al médico de la familia. Al llegar al palacete el servicio le preparó un baño caliente para asearla y reanimarla mientras llegaba el doctor. Después de ser cuidadosamente auscultada, la dejaron arropada en la cama de su habitación que calentaron con avivado fuego de su chimenea. Peter no quiso que la trasladasen a un hospital, allí estaría mejor atendida. Dos semanas estuvo sin despertar, al borde de la muerte, llena de llagas por la fiebre tremebunda que estaba padeciendo. Los padres de Cindy no supieron nada porque el temporal había interrumpido las comunicaciones.
Un mes más tarde, aún débil, volvía contenta a Manchester, su valentía había reconciliado a su suegro con su prometido y fortalecido el ánimo de su suegra. La maltrecha salud de Cindy necesitaría mucha paciencia para recomponerla. Por el bien de la familia Peter, Elizabeth y Cindy establecieron un pacto de silencio: Ni Philip ni sus padres debían enterarse de lo ocurrido. Y todos atribuyeron la enfermedad de Cindy al terrible rigor de un duro invierno.
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Philip se percató de la ventaja de vivir en un clima Mediterráneo, más cálido y seco que en su querido país. Pocos días más tarde de la inmensa nevada ya se podía circular con relativa normalidad. La gente comenzaba a salir de sus casas y la vida retomaba el pulso que bruscamente la meteorología había interrumpido. En una semana habían levantado tres barracones, uno para los hombres, otro para los animales, otro para los utensilios y una cantina que les daría de comer. Cuando todo estuvo listo, Philip, Bernat y los dos encargados, Michael y Jesús, se fueron a contratar gente. Habían corrido la voz y pocas personas habían pasado a ofrecerse. Ya era tiempo de localizar a las ciento cincuenta personas que necesitaban. En la industriosa Alcoi apenas encontraron a un centenar de obreros, el resto lo buscarían en los pueblos de la comarca del Comtat. Se quedó sorprendido del arraigo que tenía la gente a su tierra, a sus cultivos y a su modo de vida, nadie quería trabajar en la obra y no escuchaban los cantos de sirena de la modernidad. Los hombres que habían decidido cambiar de oficio y convertirse en peones de la construcción del tren eran proletarios que provenían de las industrias del Alcoià; los que faltaban tenían que buscarlos entre la gente de los pueblos que quisieran llevarse un jornal repartiendo las tareas del campo con el resto de la familia.
Comenzaron las obras explanando la zona de la estación ubicada en el sector industrial, al otro lado del cauce del río Serpis en la parte baja de la ciudad, en dirección Este, siguiendo el río, buscando el mar. Los primeros kilómetros eran fáciles y de suave bajada. Cuando empezaron a explanar la solera de la vía, aquello parecía una feria, todo el que no tenía nada que hacer se pasaba a echar un vistazo para ver cómo trabajaban los de abajo y por eso para los de Alcoi esta estación siempre fue la estación de abajo. La primera dificultad llegaba a cuatro kilómetros, en donde había una elevación. Ese montículo obligaba a realizar el túnel número uno, de doscientos cuarenta metros de longitud. Estaba situado en el término de Cocentaina. Philip organizó el trabajo con dos equipos, uno dirigido por Michael que haría la solera y el trazado de la vía hasta el túnel y otro dirigido por Jesús, el Picha, que haría el túnel. Jesús era un experto capataz de la minería de Riotinto y le merecía toda su confianza.
Semanas más tarde de la llegada del primer convoy vino una diligencia con un novedoso explosivo que los ingleses utilizaban en las minas de Río Tinto. Eran unos cilindros muchísimo más potentes que la pólvora, a Bernat, le recordaba a los cohetes de caña que utilizaban en las fiestas de su pueblo para hacer la "cordá". Jesús hizo construir un sólido polvorín para guardar los tres cajones de cartuchos que trajeron desde Huelva. Estaban llenos de viruta de madera para proteger las cien cajas con cinco cartuchos de dinamita que contenían en su interior.
—Con esto reventaremos todo lo que se nos oponga, no habrá nada que se nos resista desde Alcoi a Gandía, incluidas las puertas del Barranco del Infierno —se mofaba el gaditano del temor que tenía Philip a esa zona del trayecto.
La caseta la selló con una gruesa puerta de madera con dos férreas cerraduras capaces de proteger su contenido.
—¿Por qué has hecho construir una caseta tan robusta y sin ventanas para guardar tres cajones y quince rollos de mecha negra? —preguntó intrigado Bernat al gaditano.
—Ahora hace frío, cuando lleguen los calores la dinamita tiene que estar resguardada y fresca para que no sude y se vuelva peligrosa. Tampoco debe haber humedad, ésta estropea los detonadores y si se deterioran puede que algún cartucho no explote. Un cartucho sin explotar es peligroso porque al extraer la tierra no lo ves y un fuerte golpe con un pico lo podría activar.
A Bernat, que iba de un lado para otro acompañando a Philip, le apasionaba más el trabajo de perforación de la tierra que el de realizar la solera. Ver un grupo de hombres, con pico, pala y carretones, explanando tierra o haciendo un camino sobre el que más tarde echarían el balasto, era como trabajar en el campo. La imagen de los obreros del equipo de Michael era idéntica a la de unos agricultores robándole piedras al monte para hacer un bancal. Los mejores y más expertos hombres se centraron en el túnel, de todo el trabajo de perforación el que más le apasionaba era cuando el hábil gaditano utilizaba la dinamita y cada vez que lo hacía siempre le pedía a Philip que le dejase acompañarlo. Para Bernat era como los fuegos de artificio que disparan en las fiestas.
—¡Che! —le decía a Philip con gran pasión—, es que a los de aquí nos gustan mucho los petardos, lo llevamos en la sangre, desde niño lo mamamos, ya verás cuando lleguen las fiestas patronales.
Philip les dejaba, solamente por verlos felices. Bernat estaba contento por la novedad de ver como se realizaban explosiones en las entrañas de la montaña y Jesús, por maestría, se sentía orgulloso de mostrarle su habilidad y pericia con aquel invento, más potente que la pólvora, que llamaban dinamita.
Jesús el gaditano se lo advirtió y tuvo toda la razón, la última detonación sería espectacular. Ninguno de los dos había visto una, Bernat por novato y Jesús porque siempre había trabajado en las profundidades de las minas. Se pusieron en lo más alto del montículo, en la ladera por donde saldría la segunda boca del túnel, como si estuviesen sentados sobre un cañón sintieron una potente vibración y vieron estornudar piedras y polvo de la garganta que le habían hecho a la montaña. Tras esa explosión acaban de abrir el paso al tren por el interior de la tierra, habían perforado el túnel Nº1.
Como les mostraba el plano que Philip les enseñaba, ahora quedaba revestir con sillería las paredes y las boquillas del túnel. Estaban celebrando que se había terminado de perforar sin ningún accidente de importancia y que a partir de ahora quedaba un arduo trabajo de albañilería, que realizaría el equipo de Sebastián. Mañana partiría a Gandía para ver como avanzaban las obras del puerto antes de regresar a Inglaterra.
Todos estaban contentos por el trabajo realizado y ahora cada uno comenzaba a sentir sus nostalgias. Mientras que Philip añoraba su regreso porque tenía necesidad de abrazar a Cindy, de sentir su calidez, de estar con ella y, si se lo permitía, de besarla. Jesús el gaditano se había perdido los carnavales y se iba a desquitar con la feria. Llegaría justo a tiempo para cantar, bailar y comer unas gambas, que ahora su opulento bolsillo podía pagar. Bernat se alegraba de poder dormir todos los días en casa, no como ahora que sólo lo hacía una vez a la semana, el día en que libraba y bajaba por las sendas de la Safor hasta Villalonga.
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Unos comían para celebrar el éxito de un trabajo bien hecho y otros para ver cómo podían impedir que ese buen trabajo prosiguiese. En la taberna La Bola, de la madrileña calle de las Rejas, se encontraban cinco personas comiendo el cocido de las dos. Habían elegido esta posada para almorzar y pasar desapercibidos al tiempo que urdían una trama conspiratoria. En aquella popular taberna a las doce comían los obreros y empleados del Senado. Por una peseta les servían cocido blanco; a la una comían los estudiantes pudientes, que por una peseta y un real se le añadía gallina al caldo, para darles más energía a los hijos de los acaudalados. A las dos se servía, por ocho reales o sea dos pesetas, el de carne y tocino, para los periodistas, senadores y gente bien. Era la hora, la del cocido madrileño con mayúsculas, aquella que reunía a lo mejor de la sociedad en torno a una comida que consensuaba la voluntad de todo el pueblo de Madrid. Por eso los marqueses habían elegido ese lugar, para pasar desapercibidos ellos, sus testaferros y el sicario que los acompañaban. No podían volver a fallar, aquella locura inglesa debía acabar si querían dominar el futuro comercial del Mediterráneo. Habían fracasado atacando el convoy minero y las obras del puerto habían tomado un aire que, por el momento, no podían parar. Estudiaban cambiar de estrategia para frenar el proyecto, pensaban cómo abrir una brecha que desangrase la empresa y los hundiese financieramente. Decidieron retrasar con sabotajes la construcción de la vía férrea, que presentaba más puntos vulnerables que el dique o la dársena del puerto. Sabedores de la adhesión que el proyecto tenía entre los lugareños, esta vez actuarían con más sigilo y atacarían a las construcciones en vez de a las personas.
Finalizaron la comida y los dos marqueses se fueron al palacete del marqués de Salitre a estudiar si cabía añadir, además de lo ya acorado, otras dificultades y trabas administrativas que asegurasen el hundimiento definitivo del negocio. Sobre el despacho privado había una carpeta con toda la información del proyecto, de sus accionistas y de los principales gestores. Se contaban con detalle las reuniones que mantuvieron Sabino y Donato en Londres con los dirigentes de la Lucien Ravel & Company Ltd. y la asociación velada de esta empresa con el accionariado anglosajón que ostentaba la concesión de las minas de Río Tinto. La inmaculada trayectoria profesional de sus hombres, la solidez de su estructura institucional y la solvencia de sus finanzas, la hacían que el proyecto de la Alcoy and Gandía Railway and Harbour Co. Ltd. fuese casi inexpugnable.
— Federico, vamos a explotar el único flanco que tienen débil —dijo el marqués de Salitre a su colega.
— Ricardo, no sé a qué flanco te refieres. Después de analizar todo el dossier, incluido el que te envió Aurelio Ciempiés por valija diplomática, no veo ningún trapo sucio al que pueda acogerse la abogacía del estado para acusarlos, no sé cómo podremos detenerlos —replicó el marqués del Arroyo.
— Ellos no han tenido en cuenta que en España nos manejamos con favores, tretas y artimañas y con ellas moveremos los peones que tenemos esparcidos por toda la administración.
— ¿Cómo lo haremos?
— Utilizando a los títeres gobernadores de nuestras provincias. Seguro que ellos nos deben favores. No están en esos puestos por méritos, ocupan esos cargos gracias a nuestro plácet y por eso nos deben obediencia.
— ¿Qué quieres que haga?
— Tú indaga al gobernador civil de Valencia que yo investigaré al de Alicante, haremos que ellos deroguen alguna autorización administrativa necesaria para funcionar y los imputen por incumplir alguna reglamentación local.
Además de boicotear las infraestructuras los marqueses se proponían parar las obras por imperativo legal iban a poner en marcha la lenta burocracia administrativa y jurídica que colapsaría el proyecto.