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Una estación operativa para una ciudad señorial, y una estación señorial para una ciudad industrial, o al revés. Construir una estación señorial para Gandía y una estación operativa para Alcoi. Ese era el importante dilema en el que se escudaba Philip para olvidarse de su verdadero problema. El hijo modélico de una prestigiosa casa acomodada había abandonado a su familia y renunciado a su estirpe por amor, incomprensible romanticismo en un hombre de ciencias. Cómo contarle ese galimatías a su amada Cindy era su verdadero dilema. Se precipitó. No supo contener sus arrebatos y por esa razón había roto con su padre.
No fue por el resquemor del momento por lo que decidió darle a Gandía, ciudad Ducal, una estación operativa, fue porque técnicamente era lo mejor y así lo argumentó a sus socios, antes de que las envidias cabalgasen. Pensó en el puerto como el centro del comercio y desplazó a Gandía toda la actividad colateral al ferrocarril. De esta forma la ciudad sería su complejo operativo con una estación principal, con el mismo diseño que las siete restantes, pero adecuada al tamaño de la ciudad. Con varios andenes y un almacén de carga para las mercancías, una carbonera para almacenar el carbón que alimentaría a las locomotoras, dos grandes naves para talleres de reparación y fabricación de utillajes, dos depósitos de abastecimiento de agua y una plataforma giratoria para orientar las locomotoras. Además de ello contaría con la sede de la empresa en España, con las oficinas administrativas y la residencia para los trabajadores en desplazamiento, por lo que se construiría un edificio en el interior de la ciudad. Un señor proyecto para una señora ciudad.
El proyecto del tren le estaba costando más disgustos de los que él pensó. Recibió un telegrama y se dio cuenta de que la vida profesional podía causar estragos en la relación familiar. Unas semanas después de haber roto con su padre para casarse con su amada su proyecto podía irse al traste y nunca llevarse a cabo. Las escuetas líneas del telegrama de Sabino Gisbert se lo hacían saber, escuetamente le indicaba que tenía serias dificultades en obtener el veinticinco por ciento del capital español que la sociedad Alcoy and Gandía Railway and Harbour Co. Ltd. necesitaba para gestionar la concesión portuaria. Esta participación accionarial la exigía la Administración para autorizar la cesión de la explotación del puerto por una empresa con socios extranjeros. Esa era la causa de que Sabino retrasase un par de meses su llegada a Londres donde se constituiría la sociedad ante notario. Sin gestión inglesa del puerto de Gandía no habría tren y sin tren no había necesidad de acelerar la boda. Philip había ido posponiendo decirle a Cindy que había roto con su padre, ahora temía que por este despecho la familia de su prometida lo rechazase. Philip tampoco sabía que el bueno de Bartolo no había dado su brazo a torcer y sin el convoy minero no habría dique, no habría puerto, no habría tren. Todo se tornaba en su contra y nada dependía de él. Todo estaba a punto de desmoronarse y para olvidarse se refugió con insistencia en su trabajo.
Por mucho que Philip se escondía en su trabajo siempre volvía a su consciencia aquello que con esfuerzo lograba ocultar en el subconsciente. Era insoportable ver como una joven de porcelana, sin merecerlo, era castigada por el destino y por los hombres llamados a quererla. Ahora con el rechazo de su suegro, Peter le infligía a Cindy un segundo castigo a su ya penoso sufrimiento. El asunto no admitía más dilaciones y Philip tendría que hablar con su padre.
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Sabino envió a Londres el telegrama que anunciaba sus dificultades y se pasó por el Ateneo Mercantil de Gandía. Un chocolatito mojado con pan quemado sería una tapadera excelente para reflexionar y observar a las personas influyentes de la comarca que tomaban en la cafetería del ateneo su desayuno matinal. Se sentó en la mesa de la esquina, junto a la ventana, sabedor de que desde ese confortable sillón dominaba todo lo que ocurría en el local. Vería las personas que entraban y sabría si se decidían por acudir a la silenciosa biblioteca, al bullicioso salón de juegos, a la cafetería o a las discretas salas privadas de reuniones de la primera planta. Había pasado más de un año desde que se hizo público el proyecto y de repente comenzaron las dificultades financieras, no porque le faltase el dinero, tenía dificultades para encontrar socios españoles que quisiesen invertir en libras esterlinas. Algunos de los industriales que habían mostrado interés en el proyecto se volvían atrás. Los directores de los bancos de Valencia y de El Monte de Piedad que meses antes le habían garantizado que tenían inversores entre sus clientes, de pronto se tornaron reticentes. Sabino tenía que comprender por qué la vida, momentáneamente, le volvía la espalda.
Cada uno mira por sus intereses y Fuster no era una excepción. El comercio de naranjas le estaba reportando una fortuna que quería consolidar y veía en la AG una oportunidad que no podía dejar pasar. El mutismo que en torno a este proyecto se había creado le producía inquietud; temía quedarse fuera del negocio y no coger el tren de la modernidad que representaba el transporte a vapor tanto terrestre, como marítimo. Fuster era un hombre de campo, de Beniarjó, un corredor de naranjas y en el comercio de las naranjas no hay papeles, hay palabras. En este oficio lo que vendes no es tuyo, es un producto que un agricultor saca adelante con su esfuerzo y que tienes que recompensar pagándole lo acordado. Hacer el trato al final de la primavera, para una recolecta entre el otoño y el invierno, compromete a los dos, al labrador en darte los frutos de su tierra y al comerciante en mantener los precios que ha estipulado. Fuster era un hombre maduro que sabía ver donde estaban los nuevos negocios y esas oportunidades no las quería desaprovechar. Él estaba acostumbrado a la vida simple de los contratos de palabra, a confiar en las personas y no en los papeles; así que se armó de valor y se decidió abordar al diputado, que desayunaba apaciblemente en el ateneo. Por eso y porque su banquero le estaba dando largas y él de los banqueros se fiaba lo justo, es decir nada. Fuster siempre desconfiaba de las personas que sólo quieren ganar. Él era un hombre prudente al que no le gustaba meterse en líos innecesarios, ni crearse enemigos poderosos, así que no mostró todas sus cartas y se limitó a plantear sus intereses.
—¿El señor Sabino Gisbert?
—Sí, con quién tengo el placer...
—Disculpe las molestias, soy Fuster, Xisco Fuster. ¿Dispondría de unos minutos? Desearía hablar con usted acerca de, si mal no tengo entendido, su negocio con un tren de Alcoi a Gandía.
—Una cafetería no es un sitio adecuado para hacer negocios, pero sí lo es para informarse sobre negocios, usted dirá.
—Soy comerciante de naranjas y desearía invertir mis beneficios en algo más rentable que una cuenta a plazo. Creo en su proyecto y me gustaría saber si ustedes admitirían unas buenas pesetas honradamente ganadas. Por supuesto a cambio de una buena y merecida rentabilidad.
—Depende de cuánto dinero se trate. Para la compra de acciones al por menor hable con el banco, ellos son los que canalizan este tipo de operaciones.
—Hombre, yo hablo de una cantidad apreciable, de cinco millones de las nuevas pesetas.
—¿No ha hablado con el director de su banco?, me sorprende que con la cantidad que usted ha citado no me haya comunicado nada.
—Bueno, usted ya sabe, algo me han dicho, pero como usted comprenderá no quiero intermediarios que aminoren el rendimiento de mi inversión.
— Por supuesto, faltaría más —Sabino quiso indagar e insistió—. Los bancos tienen toda la documentación y como la operación se hace en libras esterlinas al final acabará pasando por ellos.
—Igual el director del Banco de Valencia no pensaba que la cantidad fuera tan importante, hace tiempo que me habló y entonces yo mostré poco interés. Pero le dije a don Serafín Cascales que me mantuviese informado y al no tener noticias decidí preguntarle a usted. No me gustaría quedarme al margen.
—Por supuesto que me hago cargo de lo que me dice y le aseguro que no se quedará al margen, pero este no es un sitio para hablar de un negocio tan importante como el que usted me propone.
—No le entiendo, porque yo todos los negocios los cierro en los huertos, delante de los naranjos, soy hombre de palabra y si acepta mi oferta dígame cuantas acciones me corresponden con cinco millones de pesetas y finiquitamos el asunto con un apretón de manos.
—En la empresa esto no se hace así. Dé por invertido su dinero, en acciones o en pagarés, al cinco por ciento anual de la AG Co. Ltd.
—Yo no quiero pagarés.
—La cantidad que me propone lo convertirá en uno de los cinco socios españoles más importantes, entre los que me encuentro y eso se trata en un despacho y de manera colegiada. Sólo entonces le podré decir cuantas acciones le asignamos —y en este momento Sabino se tuvo que echar un farol—. Si quiere lo toma y si no, no hablemos más.
—Por supuesto que lo tomo y acepto la forma de hacer negocios en la empresa, pero comprenda que para mí esto es nuevo. Dígame donde quedamos y allí me tendrá puntual como un reloj.
—Mañana a las diez en mi despacho.
Al tiempo que terminaba de hablar le tendía la mano que Fuster estrechó. Le quedaba poco tiempo antes de que el farol se extinguiese. El trato que acababa de cerrar aclaró a Sabino que los bancos le estaban frenando la captación de socios y que aún le faltaba por cubrir la mitad del capital. Por el momento eran ellos dos los principales accionistas y apenas le quedaban dos meses para irse a Inglaterra a constituir la sociedad.
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Bartolo y Milagros vivían tranquilamente de lo que les daba la tierra y de su sudor al trabajarla. Tenían un hijo que había entrado en quintas e iba a hacer el servicio militar. Para la gente humilde la vida era así de simple y no les cabía otra alternativa. Sin dinero no podían pagar la dispensa para no hacer la mili y su hijo Pascual tendría que pasar dos años en el ejército. A ellos sólo quedaba la esperanza de que el sorteo de tropas fuese benévolo y que a su hijo le tocase servir en la península y no en una de las últimas colonias de ultramar.
Todos los años, el domingo anterior al doce de octubre, día de la Fiesta Nacional, en el ayuntamiento de Gandía se tallaban a los mozos y futuros reclutas. Éstos hacían una recolecta por las calles de la ciudad para, con el dinero que sacaban, festejarlo con una opulenta comida. Pascual se estaba vistiendo para la fiesta de los quintos y la semana siguiente se iría a Valencia para saber qué suerte le deparaba el destino. Al salir de la barraca su madre lloró de alegría mientras, subida en una pequeña silla de enea, le anudaba el pañuelo de cuadros en azul marino y celeste, que simbolizaba a los quintos. Este año su hijo había cumplido los veinte y se alistaba en el Ejército. Sin darse cuenta su niño se había convertido en hombre. Milagros estaba orgullosa de que su Pascualín fuese más alto que su padre y aún podría crecer más porque estaba delgado como una caña y hasta que no ensanchase algunos centímetros ganaría. Bartolo prefirió unirse a los hombres que pasaban con jolgorio a recogerlo. Eran los tres primeros quintos y el acordeonista. Dos de ellos sostenían el pañuelo en el que recogerían las monedas que la gente daba para la fiesta. Por ser los primeros en visitar aún estaba escaso de monedas. El tercero sujetaba las riendas de un borrico que tiraba del carro con las provisiones. Milagros le dio dos besos y le despidió reprochándose su actitud.
—¡Ay qué burra soy!, no puedo aguantarme, pero, qué queréis que haga, es mi hijo, es tan grande y guapo que no me hago a la idea que ya se me vaya de casa. ¡Si hace unos días le estaba limpiando su culito de caca y ahora tengo que subir a una silla a anudarle el pañuelo! ¡Ay, ay, ay! ¡Ay qué burra soy! —Milagros lloraba contenta de emoción y orgullo.
—Mamá por Dios que me avergüenzas —decía sonrojado su hijo Pascual.
Bartolo, serio y seco, lo abrazó antes de entregarlo a la comitiva y mientras lo hacía le susurró el último consejo del día.
—Sé un hombre y que no te traigan borracho a casa. Disfruta y ven por tu propio pie, con dos cojones, como los que yo te he dado.
Antes de separarse le atizó cuatro sonoras palmadas en su espalda que hubiesen noqueado a cualquiera de los allí presentes. Luego se echó mano al monedero, sacó una peseta y la depositó en el pañuelo, lo que le dio derecho a un trago y de las botellas que ellos traían bebió brandy, porque en su casa humilde no tenía. Con la música sonando y los mozos cantando se fueron contentos a recoger a los otros quintos.
Bartolo y Milagros se abrazaron felices viendo como su hijo partía alegre a vivir, una vida propia. Pero alguien estaba empeñado en torcer su destino, o al menos en amargarlo, aunque ellos no lo sabían, e ignorantes esperaban que éste les fuese propicio.
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A Bernat le gustaba el trinquete. No era un gran aficionado, pero los domingos solía asistir a la partida de pelota. Se fue temprano, apenas terminó de comer la paella porque tenía otro asunto que tratar. Le dio la excusa a su mujer de que había quedado con los amigos para echar una partida de cartas, en el casino del Centro, y al terminar se marcharía a ver la partida de pelota que se celebraba en la calle Tarrassó. Pero su prisa, su verdadera prisa, era por hablar con un pelotari de Almoines "al Cuquet", apodado así porque era pequeñito, trabajaba en la fábrica de seda de Almoines y en primavera se dedicaba a alimentar con morera a los gusanos de seda. Se inventó esa excusa para no preocuparla. Ella sabía que Bernat no es de los que les gusta hablar con los pelotaris para ver su estado de forma y qué se cuece antes de la partida de pelota. Eso lo hacen las personas que se juegan mucho dinero y así orientan sus apuestas durante la misma. Todos los aficionados apostadores, una hora antes de comenzar la partida se reúnen en el casino del Centro y allí se cuecen las principales apuestas del día, tanto es así que, en este juego, hasta los jugadores apuestan. María se hubiese inquietado al saber que su marido tenía entre manos un asunto turbio. Bernat quería hablar con Ismael, "al Cuquet", que era hermano de Milagros y por tanto el cuñado de Bartolo. Con Bartolo sí que tenía un negocio que podía preocupar a su mujer.
Cuando Bernat ayudó a los de Muriel y Cía. a modificar el trazado del convoy minero que llevaría las piedras desde la cantera del Bayren hasta la escollera, observó que para convencer a Bartolo de que dejase pasar por sus tierras la vía del tren minero era a través de su familia. Bartolo era una persona familiar y testaruda y sólo ellos lo podían convencer. Él no tenía ninguna necesidad y sin un buen consejo familiar que venciese sus miedos, sería imposible que cediese.
Nada más entró Ismael en el casino lo abordó y quedaron para hablar después de la partida. Entonces estaría más receptivo. Al terminar se vieron tenía poco tiempo para exponerle la situación. Él quería volver a Almoines antes de que anocheciese y le quedaba cuarenta minutos de trayecto. Brevemente le expuso el motivo y lo encontró receptivo, era un hombre sensato que prometió hablar con su hermana y lo tranquilizó. "Si Bartolo ve claro que saca buenas rentas y no pierde la tierra terminará por arrendarla, no es un hombre intransigente y comprenderá el gran beneficio que este proyecto significa para la comarca". También le dio un consejo: "Dejad que madure las cosas, no lo presionéis, que como se le tuerzan los cojones, se vuelve terco como una mula y no cederá ni muerto". Bernat se fue a casa intranquilo sabiendo que, si "al Cuquet" no lo convencía, Bartolo no cambiaría de opinión. Así se lo hizo saber Bernat a Donato cuando al poco tiempo se vieron en Gandía para explicarles las gestiones que había realizado y le transmitió el prudente consejo de Ismael, cuñado de Bartolo.
A veces las cosas que de nosotros no dependen pasan porque sí y otras porque algunos las provocan intencionadamente. Los marqueses habían pensado hacer eso con Bartolo, forzarle a que les vendiese su parcela. ¿Cómo?, torciendo su destino a través de pedirle favores a sus acólitos, por muy alto rango que tuviesen. Eso es lo que pensaban hacer los marqueses, el de Salitre y el del Arroyo y comenzaron a joder el porvenir de Pascual, el hijo de Bartolo y le cambiaron el destino donde iba a realizar su servicio militar.
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Este fin de semana iba a ser especial, Cindy lo intuía, pero ignoraba las causas y nada le pudo sonsacar. Pasaría a recogerla antes de lo habitual y tomarían el té en su mesa predilecta del Jane's Tea Room. Lo harían en los primeros servicios de la tarde, contrariamente a lo que en ellos era habitual. El suyo solía ser el último de la jornada. Después irían a Piccadilly Gardens y como cuando iban al parque era para hablar de ellos. Cindy presentía que hoy hablarían de su futuro, quizás de la fecha de su boda, ya que eso era lo que les faltaba y el próximo paso a dar. Estaba segura de que hablarían de eso, mañana iban a comer al club de campo. Fue allí donde le pidió su mano y sería en el Broughton Cricket & Rugby Club donde Philip le pondría la fecha de su boda. Todo encajaba y ella estaba segura de que se casarían en la próxima primavera, tal y como lo había soñado, tal y como él se lo prometió.
En secreto se fue de compras con su madre. Quería estar perfecta, casi estelar. Catherine acompañó a su hija por las mejores modistas de Manchester; el tiempo las apremiaba y tuvieron que elegir del muestrario pret a porter, afortunadamente el perfecto entalle de Cindy hizo que encontrasen dos vestidos, que bien aderezados serían ideales para la ocasión. En el taller de Wets Wood adquirió un vestido sobrio que se pondría el viernes, era un precioso vestido entallado de color verde esmeralda con estampados en dorado. Su corte recto en el pecho se complementaría con un blusón de tul blanco con cuello alto con puntillas. Paseando por Tib street, en la sastrería de Lee & Zoore, vieron un vestido precioso en color champagne, con mangas ceñidas hasta los codos de los que abrían un farol con bordados hasta el hombro. Cindy lo eligió para la comida del sábado. Tres días entre pruebas, compra de tocados y accesorios le permitió a Cindy ir soñando con el evento. Para el sí definitivo su madre le prestaría las joyas de su abuela, que un día ella heredaría, un conjunto de pendientes, collar y pulsera de esmeraldas pakistaníes, engarzadas por el joyero real que su bisabuelo, el conde de Durham, regaló a su prometida por la petición de mano.
Desde que Philip abandonó enojado la casa de sus padres en Oxford, no supo nada de su familia. Estaba solo en Manchester refugiado en su trabajo y sin nadie al que pedirle consejo. Inquieto pasó reflexivo las noches previas a enfrentarse a su inexorable realidad. La víspera, antes de acostarse, Philip se sinceró con su diario de tapas de hule negro.
12 de septiembre de 1889:
Hace una semana que Cindy regresó de sus terapéuticas vacaciones y debo coger arrojo para enfrentarme a la verdad y no esconderle por más tiempo que mi padre no aprueba nuestro matrimonio. Yo he elegido y ahora será ella quien tendrá que hacerlo. Si por despecho sus padres deciden rechazarme, los entendería. Para mí sería una gran sorpresa que me acogiesen en su honorable familia, como huérfano y yerno a la vez.
Me corroe el temor a la incertidumbre. Me corroe la desilusión de no poder corresponderle ofreciéndole otra familia a Cindy. También me corroe el no poderme casar como ella soñaba a lo grande y en primavera. Si termina por hacerse el proyecto, tendremos que irnos rápidamente a Gandía. ¡Pero qué terrible sería que este proyecto tampoco se llevase a cabo! Todo se alza contra mí, mis padres, mi trabajo, mi destino y espero con temor que Cindy no me abandone y que siga fiel a mi lado.