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Chapter 6 - ALMOINES

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De una semilla nace un árbol y su grandeza la determina su biología, la tierra que lo sustenta y los cuidados que recibe, ya sean de la naturaleza, ya sean del hombre que lo cultiva. A cambio de los cuidados el hombre recoge sus frutos. De un árbol vemos el esplendor de su tronco y de su follaje sobresaliendo de la tierra y sus raíces las ignoramos. Almoines, la gente de Almoines, fue ese pequeño pueblo generoso sin el cual el proyecto del tren y del puerto se hubiese ido al traste. Ellos fueron sus raíces y formaron parte del azar que compensó el destino que otros estaban manipulando. A cambio sólo recibió un pequeño apeadero desfasado del proyecto inicial. 

Almoines se encuentra situado a unos cuatro kilómetros de Gandía y era un pueblo de algo más de novecientos habitantes. Cuando Philip pasó con Bernat no reparó en su fábrica textil de seda, de la familia Lombard, que necesitaba una salida al exterior, aunque para ella el acceso a su mercado se lo daba el mar y no el tren que sería un rápido punto de unión. Concentrado en el plazo, Philip decidió dar prioridad al núcleo central del proyecto y dejar para una segunda etapa este tipo de construcciones. Para la estación de Almoines pensó en un trapecio donde cupiese el apeadero, dos andenes y una plataforma de carga. Así le cabría una aguja que desviase la circulación hasta la vía secundaria donde tranquilamente pasajeros y mercancías accederían al tren. Estaba en su despacho observando complacido cómo le había quedado el boceto de la estación, mañana lo entregaría a los delineantes para que lo dibujasen con todo lujo de detalles. Era temprano y decidió dar por terminada la jornada. Quería comer tranquilamente en "The Tabern's" y meditar sobre la trascendental conversación de esa tarde con Cindy.

Estaban las dos en la habitación de Cindy. Ella de pie y su madre de rodillas arreglándole el vestido. Tiró del canesú para darle el último toque y levanto la cabeza regalándole una sonrisa confidente. Cindy cerró los ojos, tomó aire y suavemente lo expulsó; los abrió, miró su reflejo en el espejo y también sonrió. "Perfecto, pensó, todo está perfecto". 

Eran las cinco menos veinte y Philip la esperaba en el salón. Al verla se quedó anonadado, sin palabras, únicamente le dijo "estás preciosa" y besó dulcemente sus dos mejillas. Al salir, Cindy se despidió de su madre con un guiño confidente. 

Bajaron del carruaje milord frente a Jane's Tea Room, la tomó del brazo y Philip sintió cómo su cercanía le insuflaba la energía que ella desbordaba. Eso lo animó para tomar alegremente el té olvidándose del importante asunto que quería tratar. Rápidamente terminaron y se fueron paseando hasta los jardines de Piccadilly Gardens. No fueron en el carruaje milord. Philip necesitaba un poco más de tiempo antes de explicarle a Cindy la injusta situación y caminar le mitigaba la tensión. Se sentaron en su banco preferido y después de espirar secamente primero le pidió que se casara con él, este invierno, antes de irse a vivir a Gandía y después que había roto con su padre. Sin pretenderlo, Cindy comenzó a palidecer al tiempo que él le contaba lo ocurrido. Philip se había peleado con su padre porque no autorizaba su matrimonio, Peter consideraba que la enclenque salud de Cindy condicionaría el futuro profesional de su hijo, quitándole la libertad de poder ir allá donde su trabajo lo requiriese. Avergonzado, Philip le contó que se había demorado durante más de un año para intentar, junto con su madre, convencer al poderoso procurador Peter Parker, su padre. Por eso no se casarían en primavera como ellos habían imaginado. En un momento los sueños de Cindy se habían desmoronado y nada importaba, incluso el no casarse en primavera. 

Se quedaron mirándose a los ojos en silencio, observando su profundo interior; estuvieron mucho tiempo sin mover los labios, él porque ya lo había dicho todo y ella porque no sabía que decir. De tanto que lo amaba no sabía que decir, para no herirlo, para no herirse, para no separar sus destinos. 

Cindy sufría por el dolor involuntario que le acababa de causar Philip, al decirle que su padre la había rechazado. Y también sufría por el dolor de su fatigosa enfermedad. El señor Parker no la aceptaba por algo que no dependía de ella y su impotencia le estaba provocando rabia. Cindy amaba la vida, adoraba vivir y la vida le daba la espalda. Su salud enclenque provocaba que las cosas sucediesen distintas a como ella había soñado. Cindy no había elegido su enfermedad y eso la enfurecía. Estaba furiosa porque además de plantarle cara a la vida a causa de su fatigosa enfermedad, ahora las circunstancias de la vida le querían robarle a su amor.

—Cindy, cielo, eternamente te querré y si me rechazas siempre lo entenderé —dijo Philip con la voz entrecortada por el sufrimiento.

 Esas palabras le dieron el empujón que ella necesitaba para tomar las riendas de su futuro, para coger ánimo y hacer que las cosas pasen cercanas a como las soñó. Si ambos se querían, él no era responsable de que su padre no la aceptase. Le besó sus tiernos labios y aceptó. Se casaría con el hombre que amaba, se casaría por amor y por su salud no renunció a casarse en primavera.

Al día siguiente, elegantemente vestida en color champagne y luciendo las esmeraldas pakistaníes, Cindy estaba comiendo en Broughton Cricket & Rugby Club con las tres personas que más quería en este mundo. Sus padres, que la apoyaron incondicionalmente y Philip Parker, su futuro marido. Allí celebraban que se casarían en la primavera del año próximo y en junio estarían viviendo juntos, en Gandía o en cualquier otra parte del mundo, pero por fin inseparablemente juntos.

El lunes, en un escueto telegrama se lo hizo saber a sus padres y hasta junio era el tiempo que Philip les daba para aceptarán a Cindy. Ellos, mejor dicho, su padre decidía si ganar una hija o perder para siempre un hijo.

 

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Sabino se ocupaba de los temas protocolarios y sólo asistió a las presentaciones. Antonio Tébar se ocupaba de los temas protocolarios y de las cosas importantes y para él los cimientos de cada obra que su empresa ejecutaba eran importantes. Donato entendía de leyes y estuvo por cortesía. Aitor Mondragón era topógrafo, Patxi Ornamendía, encargado de obra y Ángel Cortés responsable de explosivos. Ellos eran los expertos y se ocupaban de los trabajos que les encargaba su jefe, el gerente de Muriel y Cía. También estaba Bernat, que era el único que iba a cobrar por no hacer nada, bueno, por contestar a las preguntas que le hiciesen y eso para él no era trabajar. Lo habían citado a la tardía hora de las ocho y media de la mañana en el hostal de Ernesto, a la salida de Gandía. Allí estaban tomando un cafelito al tiempo que organizaban la jornada. Hoy irían a la cantera de Bayren y recorrerían el breve trazado que la separa hasta la escollera. Harían el mismo camino que Bernat hizo con Philip, salvo el territorio prohibido. Ya se ocupó Bernat de apuntar que nadie, absolutamente nadie, pisara las tierras de Bartolo. Mondragón, que era de Sestao y más bruto que un arado, lo rechazó contundentemente. Él no entendía cómo una persona podía frenar un proyecto de esa envergadura. Mondragón se opuso hasta que tropezó con la roca de Bernat y cambió su rechazo por incomprensión. Se fueron con la idea de comer a la una en la taberna del puerto. El resto de la tarde la dedicarían a dibujar el trazado y a planificar la obra, todos salvo Bernat que tras la comida concluiría su jornada. 

Al volver a casa le confesó a María, su mujer, que Donato, el abogado del diputado de Gandía, le había contratado cuatro peonadas, pero él estaba intranquilo porque su costumbre era ganarse el jornal con esfuerzo. Para él pasear, hablar y comer como un rey, no era trabajar. Temía que cuando se diese cuenta del error que había cometido no le pagase. Ella le tranquilizó diciéndole que cobraría por lo que le contrataron, por estar con ellos cuando le necesitasen, "y si además te dan de comer, pues mejor que mejor". 

Al día siguiente repitieron el trayecto, pero esta vez se dejaron guiar por Mondragón, el topógrafo. Cuando Antonio Tébar le explicó el plan de la jornada, mientras desayunaban en el hostal de Ernesto, a Bernat le entró cierto recelo y precaución, temía alguna imprudencia del de Sestao y la tierra prohibida era eso, infranqueable. Estuvo todo el rato de pocas bromas hasta que en la frontera el topógrafo se paró. Abrió su carpeta, sacó dos papeles, se los mostró al inquieto Bernat y le preguntó cuál de ellos prefería para sortear las tierras de Bartolo. En dirección norte iban hacia el marjal, pero el trayecto era más corto, en dirección sur se hacían dos kilómetros más a cambio de un terreno más rocoso y estable, el de Sestao prefería el segundo. 

—Iremos hacia el norte —lo dijo Bernat, conocedor del terreno, al tiempo que pensaba para sus adentros que no era por joder o contrariar a Mondragón, el altanero topógrafo—. Este año no ha llovido mucho y el marjal se ha reducido, utilizaremos su borde para cruzar por el linde. Si termináis antes de las lluvias de octubre no habrá problema, la tierra del marjal al secarse se vuelve compacta.

—Bien —terció Antonio Tébar antes de que los ánimos se caldeasen—, haremos los dos recorridos para que evaluemos el trazado y las dificultades que nos podemos encontrar.

Por ese motivo se comieron un poco fría, que no pasada, la paella de marisco que les aguardaba en la taberna del puerto. Bernat era un hombre prudente que escuchaba antes de hablar y al que no lo le gustaba tropezar dos veces con la misma piedra. Por su propio beneficio les aportó un consejo a estos entendidos gourmetes vascos.

—La próxima vez que quieran comer en la Safor un arroz, pidan que le tengan cocidos los ingredientes y que le echen el arroz cuando lleguen, esperan veinte minutos tomando un vermú. Mientras les preparan la mesa el arroz reposa cinco minutos más y a cambio de esta liturgia se lo tomarán en su punto, recién hecho y caliente.

Se terminó el carajillo y se levantó a ver el mar. Andando se fue hasta la cercana orilla, le gustaba ese susurrar del ir y venir de las olas. Aunque desde los primeros montículos de su pueblo se veía el inmenso azul del mar, los lloberos siempre se habían considerado hombres de montaña, que no del interior. Mañana a las ocho retomarían el camino finalmente elegido.

Salvo las rampas de acceso a la cantera todo el terreno era llano y la obra no requería de explosivos. Antonio Tébar le dijo a Sabino que cuando recibiese el primer pago enviaría a Mondragón y Patxi, su encargado de obra, con un equipo de veinte trabajadores y que en tres meses estaría acabada la obra. Firmaron el contrato y brindaron por el éxito del trabajo. Antes de partir en diligencia hasta Játiva, Antonio le entregó a Sabino un sobre con todos los datos del proyecto para que se lo hiciese llegar a Philip. También le advertía que no pasar por los huertos de Bartolo no era grave, sólo le supondría una pérdida equivalente a una jornada por semana.

 

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En los pueblos todo se sabe y lo que no se sabe te lo cuentan. El rumor se convirtió en noticia, unos señoritos de Valencia habían comenzado a comprar tierras pantanosas de marjal y huertos de hortalizas para anegarlos y plantar arroz. Todos los que tenían propiedades por esos lares, más los propietarios de las tierras pantanosas, se frotaban las manos; nunca recibirían tanto por aquello que nada les rentaba. Todos vendieron sus tierras menos Bartolo, que no tenía de otra cosa para vivir, él no vendió ni se dejó convencer. Él se negaba simplemente porque vivía de ella y sin ella nada podía hacer. Nadie se preguntó quienes eran. Dieron por bueno que se sustituyera yermo por arroz, o eso es lo que les dijeron, y todos se felicitaron de la opulencia que daba la venta de los bancales. La gente de campo es simple y directa, no tiene maldad y no supo ver que sólo quedaba la tierra de Bartolo para unir la cantera de Bayren con el mar. En poco tiempo el dinero de los marqueses había conseguido que no se hiciese el convoy minero y sin éste, no habría puerto. Eso era un desastre para la comarca que nadie supo ver.

Ni el Monte de Piedad ni el Banco de Valencia habían encontrado los accionistas que le prometieron a Sabino. Alertado por la conversación que tuvo con Xisco Fuster, Sabino fue a verlos. Quería una rápida respuesta a sus necesidades de financiación. Ahora, a mayores, estaba apremiado por la necesidad de realizar el primer pago que exigía Antonio Tébar para comenzar las obras del convoyminero. Su tranquilidad, como siempre, venía de Inglaterra. Philip había validado el trazado y Khon Cockbrun, presidente de la Lucien Ravel Co. Ltd., le había autorizado a realizar el primer pago de las obras del convoy minero. Para ello utilizaría parte del dinero previsto para constituir la sociedad Alcoy & Gandía Railway & Harbour Co. Ltd. 

Fallido el intento de obtener socios locales se fue a Valencia. Allí se entrevistó con los directores de los principales bancos y montes de piedad, que en absoluto le ayudaron. Visitó el ateneo mercantil donde se reunían las principales fortunas de la ciudad y más que el desánimo, después de hablar con el presidente de la Caja de Ahorros de Sagunt, entendió que se había levantado el recelo y nadie quería embarcarse en esa aventura. El de Sagunt le fue claro, iban a dedicar los recursos de la entidad para facilitar el desarrollo industrial de su comarca, había un proyecto de construcción de unos altos hornos y no quería hipotecar su capacidad financiera en otra aventura tan interesante como la suya. Sabino no sabía quiénes estaban detrás, ni por qué lo hacían, él tenía claro que el recelo no se levanta solo, siempre hay alguien en la trastienda que lo alienta y lo tendría que averiguar si quería evitar otras desagradables sorpresas. Las tres semanas que permaneció en la capital lo dedicó a desenmarañar una trama que se le escapaba y a buscar socios para su proyecto que no encontró. Abatido, tomó el tren de Madrid para bajarse en la estación de Xàtiva, donde le esperaba su casero Toni con el carruaje que le llevaría a Gandía. 

Subió en el vagón de primera y saludó a la persona que, sentada en el sillón contiguo, junto a la ventanilla, le acompañaría hasta su bajada. Por su aspecto extranjero le saludó en castellano, quedándose sorprendido por su correcta pronunciación. Se encontraba ante una persona rubia, sonrosada, elegantemente trajeada de marfil colonial, con pajarita, pañuelo en el bolsillo de la chaqueta y sombrero panamá con lazo y ribete marrón oscuro, a juego con sus impecables zapatos, que ladeo al devolverle cortésmente el saludo. Se hallaba ante un hombre enigmático, corpulento, rico y aparentemente educado que le suscitó una gran empatía. Esta curiosidad hizo que le apeteciese entablar conversación con un acompañante que, en otras circunstancias, hubiese ignorado. Sorpresa tras sorpresa, nada más se presentó como Sabino Gisbert, el extraño apuntilló; "¡Hombre!, por fin tengo el honor de conocer al afamado diputado por la circunscripción de Gandía. Luís Lombard, propietario de la fábrica de seda Lombard de Almoines" y, en valenciano, comenzó a interrogarle sobre el proyecto del nuevo puerto que se traía entre manos. Durante más de una hora y media que duró el viaje hasta Xàtiva estuvieron conversando apasionadamente de negocios, lo que hizo que los sesenta kilómetros que separan ambas localidades les pareciesen un paseo. El revisor anunciaba la próxima parada cuando Luís mostró interés en participar en el proyecto como gran inversor, le pidió que le preparase un dossier que él explicaría a su familia, principalmente la vertiente francesa que no estaba al corriente de un proyecto de tanta envergadura. Los Lombard, además de industriales del textil eran importantes banqueros franceses que podrían aportar los accionistas y el capital que la AG necesitaba. Todo lo que conversaron durante el trayecto lo tenían que concretar. 

Sabino sabía que hasta que no tuviese la respuesta de Luís Lombard y el contrato firmado, las cosas se podían torcer, por lo que decidió no pararse y seguir buscando socios hasta que la situación institucional de la nueva empresa estuviera concluida. 

Al día siguiente, tomó rumbo a Alcoi, allí empleó todo su tiempo y dialéctica política en intentar que el alcalde avanzase parte de las doscientas cincuenta mil pesetas de la subvención acordada para la construcción de la estación y que ahora necesitaba para realizar las obras del convoy minero. Además, buscó accionistas entre los empresarios locales. A su vuelta a Gandía todo el tema financiero estaba resuelto y eso permitiría realizar las obras del convoy minero. Sólo le quedaba confirmar la promesa de Luís Lombard para irse a Inglaterra a constituir la sociedad. Todo se había retrasado un poco pero ya no les apremiaban las lluvias otoñales. Con la compra de la tierra por los señores marqueses, el único trazado posible era pasar por las tierras de Bartolo y eso se lo dejaba al diligente Donato.