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Una luz ceniza envolvía su despacho cuando le entregaron el sobre. Lo abrió y leyó la carta que le comunicaba su nuevo destino. No sintió nada al recibir el nombramiento de director de Obra. Era su primera gran responsabilidad dentro de la compañía y se quedó atónito porque le enviaban a una diminuta ciudad costera de Valencia. Allí tendría que realizar un puerto y un ferrocarril de poco más de cincuenta y tres kilómetros que uniría el mar con las industriosas comarcas del interior. Philip Parker no imaginaba que existiese un lugar tan recóndito en el sur de Europa.
El joven ingeniero siempre había soñado con ir a las Indias Orientales para dirigir alguna de las líneas de ferrocarril que el imperio británico estaba construyendo en aquella colonia. La moderna industria y el incipiente comercio internacional estaban impulsando la necesidad de agilizar el movimiento de materias primas desde las minas hasta los puertos y desde éstos hasta las fábricas. Las prósperas empresas inglesas apostaban por el rápido crecimiento de la red de trenes e invertían en este negocio, extendiendo sus tentáculos por todo el mundo. Hacía más de dos años que terminó sus estudios en la universidad de Oxford y desde que fue contratado por Lucien Ravel & Company Ltd. había estado en un despacho ciénago, interior, en el fondo de la diáfana segunda planta en la que se apiñaban un centenar de proyectistas. Trabajaba haciendo los cálculos y revisando los planos de los próximos proyectos. Como le solía decir el director de ingeniería, "ese despacho no es un castigo". Se lo habían asignado a conciencia, para evitar que se apoltronase y prefiriese estar con las personas que realizan el trabajo de campo. Esa circunstancial estancia había reforzado su sueño y ahora se sentía defraudado por no ir a su exótico destino.
Le extrañó que no le enviasen inmediatamente. El proyecto tardaría casi un año en iniciarse, acababa de publicarse la real orden por la que se daba la concesión del ferrocarril; ahora había que solicitar todas las autorizaciones administrativas y constituir la empresa adjudicataria. Tendría mucho tiempo para prepararse, calculaba que no podría partir antes de agosto de mil ochocientos ochenta y ocho, durante ese periodo debería de aprender las técnicas de dragado para convertir un pequeño embarcadero de pescadores en un puerto industrial, en el que pudiesen fondear barcos de vapor de gran calado. Demorar su partida, no sería la única cosa que no le encajaba en sus férreas costumbres de arraigado burgués inglés. Le sorprendió que tuviese que construir un ferrocarril y un puerto, le asombró que faltase un destino y que éste se tuviera que realizar.
El siguiente fin de semana no fue a Salford a jugar con sus amigos el partido semanal de rugby. Desde que comenzó a trabajar en Manchester se hizo socio del Broughton Cricket & Rugby Club. Philip era un joven atractivo. Era alto, rubio, de ojos azul coral y esbelto, pero su piel blanca y facciones dulces suavizaban su corpulencia. Nada más hacerse socio se inscribió en el equipo de rugby y desde entonces nunca había dejado de jugar el partido que los miembros más jóvenes disputaban los sábados. El sábado lo dedicó a ver cómo se construía el Manchester Ship Canal y el domingo, paseando con su prometida observó atentamente cómo funcionaba el viejo Bridgewater Canal. Cuando se terminara aquella majestuosa obra, Manchester se convertiría en la primera ciudad del interior con un puerto marítimo. Estas visitas, que se convirtieron en asiduas, le permitirían saber cuál era la magnitud del trabajo que le esperaba.
Otro problema a solucionar, era su vida sentimental. Sólo hacía ocho meses que se conocían y le parecía poco tiempo para embarcar a su prometida en una aventura que no controlaba. Pero esta decisión, como otras que tomaría, no dependía únicamente de él. Le gustaba tenerlo todo pensado y amarrado antes de iniciar un debate sobre cualquier asunto, profesional o personal y el que ahora le ocupaba tenía la suficiente envergadura como para merecer un largo tiempo de meditación. Primero compartiría con su inseparable diario sus temores, pensamientos y sentimientos y más tarde lo haría con su querida Cindy. Todos, sus padres, sus suegros, su prometida y sus amigos, coincidían que era muy afortunado. Con sólo veintiséis años iba a dirigir una obra importante en un país extranjero. Durante el mes siguiente a conocerse la noticia no dejó de recibir felicitaciones. Cada día que, con puntualidad británica, tomaba el té en el Jane's Tea Room, se le acercaba alguien a darle su más sincera enhorabuena.
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La casera hizo pasar al abogado Donato Reig al despacho del señor Sabino Gisbert, diputado de las Cortes Españolas por la circunscripción de Gandía. Donato estaba impaciente por contarle cómo había tramitado el delicado asunto que ahora les ocupaba. El cansancio de la diligencia y de los diez días de viaje que supuso llevar la importante documentación a Madrid para presentarla en la notaría del señor Gaviria, no le impedía acabar ese mismo día su encargo. Las tres carpetas que contenían el pliego de condiciones para licitar a la concesión de construir un tren que uniese el Grao de Gandía con la industriosa ciudad de Alcoi ya eran un hecho y para concluir le quedaba informar a su benefactor. Ahora le tocaba mover los hilos al diputado. Aquel año ochenta y siete había sido un año templado y a principios de junio hacía mucho calor. Donato estaba rojo como un tomate a punto de estallar, sudando por el sofoco que su vestimenta le producía, cumplidor no quiso pasar por su casa a cambiarse y aún llevaba el traje de gruesa pana, más acorde con las frías tierras de la meseta que acababa de dejar que con las cálidas temperaturas del levante.
—Buenos días, Don Sabino, acabo de llegar de Madrid y antes de irme a descansar quería decirle que todo ha ido según lo previsto.
—Cálmese Donato, que si no se recupera le va a dar un soponcio.
Con amabilidad le pidió una jarra de agua a su casera para obsequiar a su eficiente abogado. De las palabras que acababa de pronunciar su interlocutor, quedaba evidente que la situación estaba controlada y los temas se podían tomar con más tranquilidad.
—Sabe a gloria esta agua recién traída de la fuente de la plaza de los bomberos.
Al poco tiempo el abogado se había recuperado y era el vaso de cristal de Murano quien sudaba por el contraste de su fresca agua con el cálido exterior. Las gruesas paredes y los altos techos del palacete, que era la casa y el despacho del diputado, impedían que entrasen las primeras embestidas del calor estival. Enfrente de la antigua universidad de Gandía, que fundó el mismo San Francisco de Borja, trataban sobre un tema que podría impulsar a la ciudad a ser una de las principales urbes del nuevo Mediterráneo, aquel que emergía de la recién iniciada segunda revolución industrial. En su cabeza estaba utilizar tecnologías vanguardistas que no serían bien recibidas por sus coetáneos.
—Una vez hidratado, cuénteme con más detalle lo que le ha sucedido en la capital del reino.
—Como me dijo, entregué la documentación en la notaría del señor Gaviria. Mi sorpresa fue que somos los únicos que, por el momento, optamos a dicha concesión. Terminado el trabajo empleé el resto de la jornada en indagar por los aledaños de las Cortes. Mi impresión es que este proyecto no interesa y que lo consideran destinado al fracaso. Nadie cree que en cinco años se pueda llevar a cabo y me aseguraron que su rentabilidad está en tela de juicio.
—Son buenas noticias —sentenció Sabino.
El rostro de Donato no pudo esconder su desconcierto por esta escueta frase que el Diputado puntualizó para tranquilizarlo.
—Las anquilosadas empresas constructoras españolas y los provincianos políticos no saben implementar el plan ferroviario que ideó el rey Alfonso XII y que ahora Doña María Cristina de Habsburgo, actual regenta, está potenciando a través del ministerio de Obras Civiles. Las empresas porque el método de ejecución de las obras es incompatible con plazo que requiere la administración y los políticos porque continúan aplicando los modelos utilizados en las arcaicas instituciones gubernativas y siguen apoyándose en la nobleza que ignora a la emergente burguesía.
—Pero cuando se den cuenta de lo que pretende realizar nos podrán denegar las autorizaciones de obra paralizando los trabajos. Los plazos que usted introdujo en la enmienda que presentó en el congreso lo convierten en un proyecto irrealizable.
—Usted lo acaba de decir, este es un proyecto para emprendedores capaces de convertir un sueño en realidad. Sea extremadamente discreto, cuantos menos conozcan nuestras intenciones mejor.
—Don Sabino, usted me conoce desde hace mucho tiempo y si algo me caracteriza es la lealtad y la discreción.
—Muy bien Donato, váyase a descansar, si todo sale según lo planificado deberá viajar mucho, más de lo que nunca se ha imaginado.
Sabino Gisbert estuvo con sus padres en Washington, para negociar, en nombre del Reino de España, el cobro de cinco millones de dólares por la venta de Florida a los Estados Unidos. Los cinco años que estuvo viviendo en América le sirvieron para enviar un telegrama en inglés, una lengua muy extraña para los gandienses. Un día más tarde le llegaba desde Londres la respuesta de M. Francis Lee "Well, expect more news". Salvo él, nadie supo lo que significaba, ni tampoco que fuera el detonante de la carta que había recibido Philip Parker comunicándole el nombramiento como director de una obra que se realizaría próximamente en España.
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Philip se encontraba en el salón de lectura del Jane's Tea Room tomando el té. Sentado en una pequeña mesa, tenuemente iluminada por un candil, leía el South Reporter, cuando vio al Decano de arquitectura naval de la universidad de Manchester. Philip siempre se caracterizó por no perder las oportunidades que la vida le presentaba y esta vez tampoco la desaprovechó. Estuvieron hablando durante dos horas. Mister Stron le permitió sacar su libreta de campo donde anotó los datos técnicos que necesitaba. Dedujo que drenando la desembocadura entre cuatro y cinco metros y medio sería suficiente para que atracasen cargueros de vapor de unos cincuenta metros de eslora y diez de manga. Con un muelle de unos doscientos metros el puerto estaría listo para soportar el tráfico marítimo de aquella región durante, al menos, veinticinco años. Lo que no anotó fueron las descalificaciones que articuló sobre el clima y las gentes que allí se encontraría. El señor Stron conocía a los españoles y les había tratado, tanto en nuestro territorio como en las huidas coloniales y nos tenía en muy mala estima.
—Su árido territorio marca su áspero carácter. Son envidiosos y holgazanes, anhelan lo que no tienen y son incapaces de trabajar para conseguirlo. Despilfarraron su poderío intentando someter al viejo continente pretendiendo evangelizarlo y ahora anhelan su pasado. Ten mucho cuidado porque de su naturaleza traidora te puedes esperar las villanías más abominables. Si la nobleza de ese país es canallesca, imagínate cuál será el sentir de la emergente e ignorante burguesía. Allí no encontrarás nuestros distinguidos clubs de campo, nuestras asociaciones culturales y nuestras plácidas actividades recreativas.
—¿Algo bueno tendrán los españoles cuando han conquistado medio mundo?
—Su huida, cuando derrotados corren despavoridos del enemigo. No te aconsejo que estés allí más tiempo del imprescindible, y sobre todo cuida mucho de tu familia; esos rufianes no han perdido la altanería de su donjuanismo.
Era cierto que el carácter resentido del señor Stron no hizo más que agravarse cuando el estado español no quiso compensarle por la venta de la Florida, lo que ocasionó pérdidas a su familia con la expropiación americana de sus propiedades. Antes de despedirse le advirtió que anduviese muy cauto con la obra del puerto de Gandía; en cinco años éste le podría hacer sombra a los grandes puertos del Mediterráneo y cuando los oligarcas se diesen cuenta le crearían problemas para impedir o retrasar su construcción. Cuanto más indagaba Philip, más temores le surgían y a partir de esta tarde tenía que añadir el recelo hacia los españoles.
Paseando por el río y observando las obras del Manchester Ship Canal, poco a poco Philip se iba convenciendo de la sencillez del proyecto. Con un barco dragador tendría más que suficiente y el malecón junto con los doscientos metros de dársena portuaria, por muy brava que fuese la mar, se construirían sin gran dificultad.
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El diputado Sabino era consciente de lo arriesgado de su apuesta y sabía que sólo tendría éxito si pasaba inadvertida. Tan aventurado era apoderarse del proyecto del nuevo puerto como promover una línea férrea que uniese las prósperas comarcas del interior con el mar. Esto significaba convertir a Gandía en la referencia portuaria del Mediterráneo por el tonelaje y facturación, como convertir Alcoi en la ciudad más rica de España. Estos proyectos impedirían el estrangulamiento de la industriosa comarca del alcoià, facilitarían el comercio de la comarca del Comtat y de la Safor y anticiparían las florecientes comunicaciones marítimas entre los estados. También era consciente de que ello implicaba una pérdida de influencia de Alicante y de Valencia, que muchos no estarían dispuestos a tolerar.
Se acercaba el pleno de las Cortes que trataría sobre la concesión y decidió viajar con suficiente antelación. Quería prepararlo minuciosamente sin dejar nada al azar. Antes de partir telegrafió al diputado por la circunscripción del Comtat, Ramón de Bonavida, para que le ayudase; él era familia de los duques de Merina y podría interceder en la causa, poniendo a los representantes cortesanos de su favor. Quedaron en Xátiva para realizar juntos el trayecto que los llevaría a Madrid. Sabino tomó su carruaje a las seis de la mañana para recorrer los cincuenta y cinco kilómetros que lo distanciaban de la estación. No quería perder el tren de las quince que, proveniente de Valencia, se dirigía a Madrid. Ramón tuvo más suerte y sólo se levantó a las siete para realizar los cuarenta kilómetros que le separaban de su punto de encuentro. Comieron en la posada El Mirador y después de una larga espera en el andén partieron, con media hora de retraso, rumbo a la capital del reino. Pernoctarían en Albacete y antes de entrar en el meollo del asunto, que guardaron para la velada, platicaron sobre banales cuestiones protocolarias.
—¿Cuándo te podremos tratar como el Conde de Cocentaina?
—El día que me case con una prima heredera del ducado de Merina.
—Demasiado poder hemos ido dejando a los nobles cortesanos.
—El titulo salió del condado cuando mi tía-abuela Joaquina María se casó con el duque, que lo incorporó a la casa de los Merina.
—Ese parentesco te acerca a los Grandes de España y el estar viviendo en el Antiguo Reino de Valencia te permite ejercer, en la comarca, como conde de facto.
—Ser el administrador de las tierras y de los negocios de la familia en esta región me permite vivir holgadamente. Lo demás son ensoñaciones.
—Ramón tienes que estar muy atento, el mundo está cambiando velozmente y lo que hoy es el sustento, mañana puede no dejar ni para vivir.
—¿A qué te refieres?
—A la modernidad, en Alcoi se está creando una próspera industria textil y de la celulosa, principalmente papel y cartón. Ha llegado a mis oídos que algunos empresarios se atreven a construir fábricas siderometalúrgicas y de máquinas herramientas. La comarca del alcoià hierve y Cocentaina no puede quedarse al margen viviendo de la agricultura tradicional. Os tenéis que industrializar y modernizaros.
—¿Cómo te puedes enterar de estas cosas viviendo en Gandía, a cincuenta kilómetros, y yo que apenas me separan cinco kilómetros no sé nada de lo que me estás contando?
—Porque esto se cuece en el extranjero y nosotros, tras el desastre colonial, lo único que hacemos es echarnos la culpa y mirarnos al ombligo.
—¿A qué países te refieres?
—A los vencedores.
—¿A México, Argentina o Venezuela?
—No, a los grandes, a Inglaterra y a los emergentes Estados Unidos de Norte América.
—Pero si Inglaterra también ha perdido sus colonias.
—Las del Atlántico sí, pero no las asiáticas. Debemos seguir su ejemplo, levantarnos, mirar hacia adelante y avanzarles en la modernidad que ellos comienzan a desarrollar.
Acompañados por el monótono traqueteo que ocasionalmente se interrumpía por el silbato del tren o por la parada en alguna de las estaciones del trayecto arribaron a Albacete. Habían tenido un buen viaje, en siete horas recorrieron los ciento cuarenta kilómetros que les separaban de la ciudad de Xátiva y el tren sólo llegó con hora y media de retraso respecto a su horario previsto.
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Philip no quiso que se enfriasen sus sentimientos y el mismo día que habló con Mister Stron, en el Jane's Tea Room, de su nuevo destino, por la noche escribió en el diario de hule negro sus reflexiones. Las dejó macerar durante dos jornadas, el viernes las releyó y aprobó lo que tenía que hacer. Por muy toscas que fuesen los habitantes de ese decadente país, por muy seco que fuese su clima y por muy duras que fuesen las condiciones de vida, deberían ir juntos y vivir en España mientras durase la ejecución del proyecto. Philip tendría que ser capaz de cuidar y defender a su mujer en aquella inhóspita tierra. Ella debería acompañarle y apoyarle por muy duras que fuesen las dificultades a superar. Su amor perduraría si eran capaces de dejar de ser dos para convertirse en una cepa que diese lindos frutos. Aprovechó sus encuentros vespertinos para contárselo a Cindy y ambos compartieron los pensamientos, convirtiéndolos en sus sueños. Comenzarían en España y luego proseguirían en la India. Este sacrificio les permitiría obtener prestigio y dinero para volver a las islas a vivir una apacible madurez.
En el tema de sentimientos desechó las opiniones del catedrático de construcción naval y decidió hacer caso a su corazón. Mister Stron, sabía de barcos, pero no de amores.
Cindy amaba la claridad de los días, el calor del sol coloreando su tierno cuerpo y llenando de actividad su frágil interior. Ella adoraba el verano. La placentera sensación que desde muy pequeña sentía cada vez que el calendario anunciaba el mes de junio, este año se vio desbordada. Philip había invitado a almorzar a los padres de Cindy al Broughton Cricket & Rugby Club en Salford. Hacía un día perfecto para que ellos desvelasen su secreto, todo parecía minuciosamente calculado. El cálido ambiente del club social, impregnado por el fresco olor de hierba recién cortada y las espectaculares vistas de los inmensos arces, robles y tsugas del pacífico que contorneaban los campos de cricket y rugby o formaban pequeñas arboledas, reconfortaban a Philip que iba a pedir su mano. Pensaban casarse y marcharse a vivir a España.
Habían comido en la terraza, al abrigo del cálido sol. El blanco mantel que cubría la mesa, de estilo colonial, continuaba impoluto al recibir los postres. El camarero dejó los pasteles y les sirvió el té y luego, con educado movimiento de cabeza, se alejó. Cindy cogió la mano de su madre y la apretó creyendo que así le trasmitía la fuerza que Philip necesitaba para comenzar. Éste se apercibió y con tono mesurado y gesto protocolario se dirigió a su padre.
—Mister Smith.
—Dígame, Philip.
—Gracias, señor querría hacerle la petición formal de matrimonio. Después de meses de responsable noviazgo, Cindy y yo queremos casarnos y le solicitamos su consentimiento.
—Será un honor, para Catherine y para mí, que entre a formar parte de nuestra familia. ¿Cuándo pensáis celebrar la boda?
—Si a usted no le parece mal, nos gustaría casarnos antes de que me trasladasen a España.
—Philip, no se lo tome a mal, pero me parece que no es muy acertada su propuesta.
Mientras él permaneció impertérrito, a Cindy le cambio la cara. Su madre le acarició la mano que las unía, quería arropar a su hija y taponar las lágrimas que estaba a punto de derramar. Ellas eran confidentes, pero ignoraban la decisión del padre. Catherine conocía la determinación de su hija en acompañar a Philip, estaba ilusionada, anhelaba casarse e irse con él. Cindy deseaba más superar juntos las dificultades que arriesgarse al olvido de la lejana distancia. A ellos no les importaba ni su frágil salud, ni la indolencia de su juventud y su madre les apoyaba. En estos momentos ellas sabían que sólo les quedaba el silencio, no podían intervenir, no debían romper la autoridad familiar y lo dejaron sólo ante la inflexibilidad de Williar.
—Usted conoce la frágil salud de mi hija. Su enfermedad es crónica pero no es grave y ello obliga a cuidarla con mucho mimo. Tiene esos achaques de asma que la turban y le impiden respirar. Además, se agravan en primavera y la obligan a permanecer en sosegado reposo. No me parece conveniente que la separen de su médico para que, en caso de necesidad, él la pueda tratar.
—Señor, si autoriza nuestro matrimonio, usted sabe que, por mi profesión, tarde o temprano nos iremos a la India o a otra colonia para ayudar al Imperio a desarrollar la red de ferrocarriles. Aunque sé que separarse de ella les dolerá, tendrá que admitir que seré yo quien me ocupe de sus cuidados y serán otros médicos quienes la atenderán. ¿Qué importancia tiene que empecemos a compartir nuestro destino ahora, con mi primer proyecto?
—Mucha, hijo mío, mucha. En primer lugar, si se fuese a una de nuestras colonias, serían nuestros médicos quienes la tratarían. En segundo lugar, sois tan jóvenes que un poco más de experiencia os permitirá afrontar la vida con más garantías de éxito.
—No tan jóvenes, yo tengo veintiséis años y ella ya tiene veintidós.
—Pero es tu primer gran cometido, ello te llevará largas horas de campo y muchas más de dedicación para controlarlo. Durante todo ese tiempo de duro trabajo de sol a sol, ella estará sola rodeada de gente inculta y con raras costumbres. Allí no hay una colonia británica con la que Cindy pueda relacionarse mientras tú diriges la obra.
—Eso que usted me dice ya lo hemos hablado y a Cindy no le importa, se dedicará a acciones de beneficencia y a relacionarse con mujeres de la alcurnia valenciana. No olvide que viviríamos en Gandía, que es una ciudad Ducal, de donde son originarios los Borgia y ha tenido universidad. Además, allí hay un ateneo, que es algo equivalente a nuestras sociedades culturales.
—¡Eso, los Borgia, menuda panda de rufianes! Y de relacionarse nada, ese es un país atrasado donde las mujeres se dedican a criar una prole de niños que no les dejan tiempo para tener ninguna vida social.
Cindy estaba hirviendo. Su silencio la carcomía hasta que su frustración le hizo perder los estribos e intervino en una conversación donde no se la esperaba. En el fondo ella era objeto de un antiquísimo temor, el que tienen los padres por la emancipación de sus hijos y que se agranda cuando se trata de una hija. Todo lo que se les consentía a los varones se le negaba a las mujeres. Ella, transgresora, se entrometió y lo dejó claro, se iría con Philip, con o sin el consentimiento paterno. No podía entender que su propio padre quisiese infligirle el dolor de cuatro años de espera y separación. Afortunadamente esto lo dijo con gran sensatez, con tono bajo pero severo y sin perder las formas. Nadie de su alrededor se dio cuenta, lo que permitió que Philip, retomase la conversación para reconducirla. Eran tres y podían hacer entrar en razón al señor Williar.
—Señor Smith, usted sabe que quiero lo mejor para su hija y para ustedes. Mi intención no es ponerla en peligro ni preocuparle a usted. Por ello le propongo que resolvamos el asunto que nos ocupa paso a paso. Autoríceme a que me case con su hija. Yo viajaré sólo a España y cuando me haya instalado y encontrado una vivienda y un lugar seguro y digno, les enviaré un pasaje para que Cindy y su mujer lo vean. Si después de vivir un mes en Gandía la señora Catherine no aprueba la residencia se volverán. Entonces nosotros aceptaremos separarnos hasta que termine el proyecto. Evidentemente si quiere cerciorarse usted personalmente, estaré encantado en que lo haga y será bien recibido en nuestra casa, en su casa.
Un muro de silencio se alzó entre ellos, hasta que, al fin, el señor Williar Smith lo rompió.
—Entréguele el anillo de prometida a Cindy y venga a darnos un abrazo, hijo mío.
<6>
A Sabino le gustaba tomar el aire en el balconcillo de acceso de los viajeros al vagón. A pesar de que su impoluto traje de lino se impregnaba de la carbonilla que arrastraba el humo que desprendía la locomotora. A él le encantaba el olor a carbón quemado, la humedad en la cara del vapor que impulsa el tren y escuchar el traqueteo de las bogies al avanzar sobre los raíles. A Sabino le gustaba el sabor del progreso. Durante esa época del año, antes de comenzar la recolección, la interminable altiplanicie manchega se doraba cubierta con una alfombra de espigas de trigo. En poco tiempo comenzaría la siega y se llenaría de vida hasta que la quema de rastrojos la devolviese a su seca soledad. El traqueteo del tren se acompasaba con el viento que acariciaba el brillante manto meciéndolo hasta donde la vista lograba perderse. Fumando, de pie, asido a la barandilla que le separaba del vagón correo, repasaba la cita de anoche con Ramón, el diputado de Cocentaina. Sabino quería asegurase de que no se le había olvidado ningún detalle, para recordárselo antes de que finalizase el viaje. Sólo le ocultó que su otro objetivo era el mar, por donde navegaba el comercio internacional, y no le dijo a Ramón que también iba a construir un puerto.
Ramón de Bonavida, como apoderado de los de Merina, se encargaría de informar, sin levantar recelos, a las dos grandes compañías de ferrocarriles de vía ancha; la compañía de los Caminos de Hierro del Norte de España, respaldada por el duque de Albada, y la compañía de Ferrocarriles de Madrid a Zaragoza y Alicante, promovida por el Marqués de Salitre. Ellas estaban enzarzadas en la batalla por las concesiones que unirían la capital de España con el Andalucía y no considerarían una amenaza el tren que quería construir. Más que su aval, lo que él buscaba era su indiferencia y eso levanta muchas suspicacias. De las dos compañías la de Ferrocarriles de Madrid a Zaragoza y Alicante, popularmente conocida como MZA, era la que más le preocupaba a Sabino, porque pasaba cerca de Alcoi y podría darles un bocado al negocio que ella regentaba. Si quería pasar desapercibido no debería hacer estruendo. De Alcoi a la vía férrea Madrid-Alicante, por la que ahora circulaban rumbo a la capital, había sólo cuarenta kilómetros y podían caer en la tentación de solicitar la concesión de este enlace. Si Ramón lograba convencer al Duque de Albada y al Marqués de Salitre de que no se interesasen por esta concesión el asunto ferroviario quedaría encauzado.
Lo llamaron para comer y antes de sentarse en la mesa del vagón comedor, se limpió en el lavabo la negra carbonilla de la moteada cara que su afición a viajar en la plataforma del vagón le había producido. Cuando terminó de almorzar, volvió a su asiento, reposó la cabeza en el cojín del respaldo de madera forrada en cuero, inclinó el sombrero sobre su frente y, bajo la excusa de una reparadora siesta, comenzó a reflexionar sobre el otro asunto que, secretamente, lo ocupaba, la construcción y gestión del puerto de Gandía.
Barcelona y Alicante eran dos puertos del levante que comenzaban a tener auge. Valencia, la capital del Antiguo Reino, apenas contaba con una dársena de madera dedicada a los pescadores de la Malvarrosa y quería abrirse camino en el negocio marítimo. Tenía que analizar con precisión dónde se escondía la oposición al proyecto portuario gandiense para actuar con diligencia. Barcelona quedaba lejos de Gandía y no recelaría de su puerto. La capital alicantina quería relanzar sus actividades portuarias un poco decaídas tras la debacle colonial. Alicante siempre ha sido la predilecta de la corte, a finales del siglo XVIII se le concedió el privilegio de comerciar directamente con América, era el primer puerto que tenía conexión ferroviaria directa con Madrid y el más importante de la región, su soberbia les cegaría y no darían ninguna importancia al proyecto. Sabino sonrió pensando que lo tenía todo controlado para lograr su proyecto portuario.
También debería conseguir el aval del Ministerio de la Marina, sin cuya autorización no habría cesión de la concesión portuaria a los ingleses. Las razones de seguridad nacional, que podrían argumentar los militares, bloquearían cualquier argumento. Había solicitado audiencia con el ministro para tratar este asunto y no tenía respuesta del telegrama que le envió. Al llegar a la capital pasaría por el ministerio y si no podía ver al señor Rodríguez Arias, pediría despachar con el subsecretario de marina mercante, del que dependían las concesiones portuarias. Su condición de diputado le facilitaría este contacto, que aderezaría con una generosa comida para ablandar voluntades.
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Philip telegrafió a sus padres para comunicarles que el señor Williar había aceptado la petición de mano de su hija. Con la brevedad del telégrafo les dijo que la boda, sin fecha fijada, se celebraría antes de su partida a España y les anunció que ese verano la conocerían. La transmisión telegráfica siempre la consideró profesional, adecuada para los negocios y las malas noticias, pero fría para comunicar sentimientos, sobre todo de alegría como los que él vivía. Les envió un telegrama por su rapidez. Así, al día siguiente conocerían la noticia de su vida, la que más le llenaba de gozo. Esta noche, como a él le gustaba, les escribiría una extensa carta para complementar el telegrama y explicarles que aprovecharía el traslado estival que la familia Smith realiza en Walton Bay, para presentarles a su prometida y a sus consuegros. Antes de comenzar el verano, la frágil Cindy pasaba una semana de cura termal en el balneario de Bath y la cercanía de esta localidad a Oxford le parecía ideal para el encuentro.
Le quedaban dos semanas antes de que ella partiese de Manchseter a su residencia estival y quería aprovecharlas intensamente. Pidió permiso al señor Williar para que les autorizase a realizar, en solitario, un paseo diario a la hora del té, que tomarían en el Jane's Tea Room. Su carruaje Milord de dos plazas no permitía acomodar a una trotona. Todos los días iba a recogerla a su casa a las cinco. Apremiados por el tiempo se dirigían inmediatamente a tomar el té, ya que eran los últimos servicios que se prestaban en el Jane's. La reserva de la mesa y su generosa propinan aseguraban su plaza en el repleto salón. Allí se mantenían prudentes, conversando a distancia, sin excesos, trenzando los sueños de su vida en común. A las seis, con puntualidad británica, llegaba a recogerlos al salón de té su carruaje y continuaban su apacible itinerario vespertino.
Según el tema de conversación alternaban entre el Piccadilly Gardens o los canales. Cuando ella quería imaginarse cuál era el trabajo de Philip se iban a ver los barcos del Bridgewater o la construcción de la vía férrea del Manchester Ship Canal. Entonces hablaban de los viajes y de los países donde vivirían, conversaban sobre sus casas y sus riquezas. Bromeaban sobre el tratamiento que les dispensarían, los criados y las doncellas que tendrían, platicaban de cuáles serían sus exóticas amistades y cómo sería su vida social. Cuando hablaban de ellos, de la familia querían fundar, Cindy le pedía pasear por el parque. Ella quería ver a los niños jugar y, entre ellos, elegir cómo serían los suyos. En ambos itinerarios nada más apearse del carruaje se permitían la ligereza de comportarse como casados y paseaban cogidos del brazo. Apretado a su costado, la cercanía de su tierna mirada y el furtivo roce de su cara o de sus cabellos cuando caminaban le hacía tremendamente feliz.
De tiempo en tiempo, en sus plácidos paseos, también aparecían nubarrones que los llenaban de tristeza. Pensar que no podrían partir juntos les preocupaba y cada vez que ese tema lacerante les asaltaba, Philip la tranquilizaba y le repetía que su primer objetivo, nada más pisar las áridas tierras españolas, sería encontrar una casa que la mereciese y que mereciese la aprobación de su familia. Qué duro les sería separarse por un trabajo y sin un hogar. Una triste tarde, pegajosa húmeda y gris, el destino les empujó a tratar ese espinoso tema que les llenó de zozobra. Al salir de Jane's unos negros nubarrones amenazaban el horizonte y en vez de terminar el paseo decidieron proseguirlo, querían aprovechar la tarde para no separarse con la desazón que les había dejado ese sin vivir. Caminaban por los jardines de Picadilly y desprevenidos comenzó a caerles un aguacero. Cogidos de la mano corrieron hacia el carruaje que les esperaba en una de las entradas y allí, jadeando por la desesperada carrera, por primera vez vislumbró su desnudo cuerpo que se ocultaba bajo el mojado vestido marfil, ahora transparente. El cochero había echado la capota del Milord, secado el asiento y sobre él se encontraba el cobertor con el que Philip la arropó y al acercarse para taparla, ella, sabedora de lo que había mostrado su inesperada transparencia, le obsequió con un dulce beso. Ese día sentados en el carruaje regresaron excitados, en silencio, cogidos del brazo y saboreando el momento que esos benditos nubarrones les habían hecho vivir. Fue quizás esa experiencia la que les dio fuerzas, aquellas que necesitaban para soportar su separación. La intensa emoción que experimentaron les enseñó a tomar con paciencia su apasionado amor.
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Nada más llegó Sabino a la capital pasó por su casillero postal de las Cortes a recoger su correspondencia. Allí encontró el telegrama con la escueta noticia. Como había temido el diputado Sabino Gisbert, el ministro de la Marina no podía recibirle. Afortunadamente, debido a la premura que el asunto tenía, sería atendido por el subsecretario de marina mercante. La cita era perfecta, primero estaría en la sesión del congreso en la que se convalidaría la aprobación de la concesión de la línea de ferrocarril económico de Alcoi a Gandía y posteriormente trataría el asunto del puerto.
Durante los tres días que quedaban para la tramitación él y Ramón de Bonavida estuvieron recabando apoyos entre los parlamentarios. Le sorprendió la indiferencia que su cruzada estaba causando entre sus señorías. La obra que iba a emprender sería localmente importante pero para el conjunto del estado apenas era considerada un mojón. Mojón que sólo apestaba en la cercanía, aquella que podía interferir en los intereses de los diputados regionales. Ninguno llegaba a entender por qué querían abrir esta línea de transporte. Gandía no era una ciudad de consumo y salvo que se convirtiese en un nudo de comunicaciones el proyecto no tenía ningún sentido. Pronto se dio cuenta de que el mayor oponente a realizar un tren que uniese las industriosas comarcas alicantinas con la sureña ciudad valenciana de Gandía sería Federico de las Torres, Marqués del Arroyo, por dejarle sin tajada. Por lo delicado del asunto no le había pedido a Ramón el encargo de contactarlo, Sabino quería hablar personalmente con él.
El Marqués del Arroyo era de ascendencia irlandesa y noble de segunda generación. Su título les fue concedido por el espíritu empresarial de su familia y no por la pertenencia a un linaje de militares condecorados en las guerras de descolonización, como era en la mayoría de los casos de la advenediza nobleza. Actualmente era vocal de la compañía Ferrocarril de Valencia a Almansa y Tarragona y consejero del Banco de España. Era un hombre letrado, de acción implacable, de carácter arisco y un duro negociador, que nunca olvidaba las tretas ni las derrotas. Para demostrar su poder impuso que la reunión fuese en su bufete, en el palacete que tenía en la calle de la Torrija, cerca del Palacio Real. Tras su imponente despacho de actual estilo victoriano y protegido por centenares de libros que aguardaban, marciales, en los estantes de madera que cubrían totalmente las paredes de la dependencia, le recibió don Federico. Apenas inclinó el torso cuando, sentado, alargó su mano para saludarle y apremiar la conversación hacia sus intereses.
—Señor Sabino Gisbert, permítame ser breve, dispongo de poco tiempo y quiero serle franco para que no haya malentendidos. Por lo que sé hoy, mis intereses y los suyos no coinciden. ¿Podría decirme escuetamente cuáles son sus intenciones?
—Quiero que se apruebe la concesión del tren de vía estrecha entre Alcoi y el puerto de Gandía.
—Pero si en Gandía no hay un puerto, apenas hay unos tablones que hacen de embarcadero para pescadores. El proyecto del ingeniero Yaqué lleva tres años y apenas ha comenzado. A finales de mil ochocientos noventa y dos la concesión caducará y por incumplimiento de plazo, todo el dinero invertido se lo tragará el mar.
—Pero nunca se sabe, si por casualidad se terminase el puerto de carga no querría perder la posibilidad de un negocio, el de transportar las mercancías de la industria alcoyana hacia el mar. Aún quedan cuatro años para poder terminarlo y si las cosas se hacen bien se puede lograr.
—Ya veo lo que pretende. ¿Qué espera de mí
—Que se abstenga durante la tramitación parlamentaria.
—Y por eso, ¿qué recibo a cambio?
—Le podemos dar participaciones en la empresa que fundaremos para explotar la concesión, libre de cargas y gastos.
—No señor Gisbert, este no es mi estilo. Su negocio no me interesa. Simplemente recuerde que algún día le podré necesitar y favor con favor se paga.
—Pero yo no le pido nada. He venido a explicarle mi postura por esa concesión y quería asegurarle, con mucho más detalle que en un cortesano discurso, que este proyecto no perjudica a sus intereses.
—No me sea ingenuo, usted me está pidiendo implícitamente que no vote en contra. Si me lo hubiese pedido desde la tribuna de oradores, mi voto no tenía valor, pero ahora vale un favor. A cambio le pido que la próxima vez me sea leal.
—No me voy a encadenar por una simple abstención.
—Ni yo quiero que lo haga. No me gusta andarme con rodeos, en la actualidad estoy preparando la concesión de una línea que una Madrid con Valencia vía Cuenca y cuando la solicite quiero su apoyo y el de sus amigos. Por el momento le exijo la máxima discreción, el Duque de Baranda podría oponerse, cuando esta línea entre en funcionamiento será un duro golpe para la compañía ferroviaria que él representa.
—Si ésta es a su oferta, no hay ningún problema, compartimos intereses.
—Hoy los compartimos, pero mañana no me fastidie. No quiero que su trenecito lleve las mercancías a Gandía para luego embarcarlas en el puerto de Alicante. Su tren será un fracaso. A diferencia de lo que usted piensa, no creo que ese puerto se termine nunca.
A Sabino se le paró el aliento, entonces intuyó que, en el futuro, tendría problemas con don Federico. Si no quería que fuesen las mercancías al sur, éstas tendrían que ir al norte. Eso significaba que él también quería hacer su puerto, el puerto industrial de Valencia. Era el momento de mostrar las cartas o de seguir jugando de farol y Sabino decidió callarse y continuar con su negocio. Él sabía que para el Marqués del Arroyo don Federico de las Torres, el puerto de Gandía era una birria de farol
—Llamaré a mi mayordomo para que le acompañe hasta la salida. No olvide que mientras sus intereses coincidan con los míos todo le irá rodado. Ha sido un placer hacer negocios con usted.
—Adiós.
Sabino se levantó y cavilando, siguió al mayordomo que le escoltó hasta la misma cancela del palacete.
La sesión parlamentaria fue clarificadora, los liberales votaron mayoritariamente a favor, era un tren, que por la puerta de atrás potenciaría la incipiente burguesía y los conservadores se abstuvieron. El hemiciclo estaba semivacío, los setenta diputados apenas permitían el quórum suficiente para su tramitación. Por lo visto, a nadie le interesaba este negocio y esta falsa creencia con el tiempo la pagarían los promotores de este innovador proyecto. Un tren y un puerto harían una mezcla explosiva y el éxito es la diana de las envidias.
<9>
Hacía unas semanas desde que Cindy se fue a sus prescritas terapias termales y por fin llegó el día que Philip tanto había esperado. Estaba doblemente ansioso, anhelaba verla y deseaba que sus padres pudieran conocerla. No le cabía ninguna duda de que la aceptarían como futura nuera y merecedora del amor de su hijo. El inmenso amor que él sentía por ella le cegaba. Philip llegó a Oxford, cenó en su casa y muy temprano, sin apenas tiempo para dormir él y sus padres se marcharon a Bath. Tomaron la berlina de dos caballos, un carruaje cuatro plazas cubierto, con pescante para cochero y acompañante y amplio maletero trasero que, por su breve viaje, no llenaron. Después de diez horas de fatigoso viaje llegaron al mismo hotel que alojaba Cindy. En el balneario de este hotel se reponía ella de su quebradiza salud. Philip se lavó para quitarse el polvo y se puso su mejor traje para estar a la altura del momento. Esta noche Cindy conocería a sus padres y sus familias cenarían juntas. A la mañana siguiente ella partía a su residencia de verano de Walton Bay. Una cena y un almuerzo era poco tiempo para saciar el mes de separación que les esperaba. El otoño los volvería a unir y entonces se dedicarían a preparar su boda.
Entraron al vestíbulo donde se encontraban los señores Smith. Philip hizo las protocolarias presentaciones y luego, hablando de banalidades, esperaron unos minutos a que Cindy llegara. Por los altos visillos de los amplios ventanales de la sala, entraba la claridad vespertina de un soleado día de verano que dio un tono dorado al blanco rostro de su prometida. Enmarcada por el dintel de la puerta apareció ella, espectacular, sonriente. Lucía un impecable vestido de corte colonial, tenía su pelo rubio recogido en un moño y los caprichosos mechones sueltos le daban un aire de preciosa muñeca de frágil porcelana.
—Cindy este es el señor Peter Parker, mi padre.
Alargó con gracia la mano y con su más firme voz, saludaba por primera vez a su futuro suegro.
—Señor Parker, es un honor conocerlo.
Fue muy breve, quería refugiarse en la complicidad de su suegra y, rápidamente fijó en ella su mirada.
—Mi madre, Elizabeth —prosiguió Philip.
Sujetó levemente sus manos en los hombros de ella y lanzó un beso al aire en cada una de las mejillas.
—Señora Parker es un placer conocerla.
Philip propuso a los hombres que tomasen un Xerez, mientras ellas se quedaron hablando de sus cosas sentadas en uno de los sofás de la sala. No había tiempo y él sabía que Cindy quería impresionar a su madre. Pensaba que el señor Parker cedería si Elizabeth daba su consentimiento y ella le había pedido romper el protocolo, Philip no lo entendía, pero se dejó llevar por la intuición de su prometida. Aprovechó que tomaban el aperitivo para pedirles permiso de organizar la cena de manera especial. De esta forma se acomodaron en la redonda mesa de manera peculiar, él sentado entre los dos hombres y ella entre las dos mujeres. Toda la velada ellos hablaron de trivialidades sazonadas con preguntas malintencionadas. Philip se dio cuenta de que su padre había comenzado sus relaciones con Cindy con muchos apriorismos. No la rechazaba, pero se negaba a darle la acogida que ella se merecía. Afortunadamente la reticencia del procurador Parker pasó desapercibida para el resto de los comensales. Al terminar la cena ellos prosiguieron la velada con un brandy y una partida de dardos, ellas con sus conversaciones de mujeres. Sus risas indicaban la buena sintonía que entre las damas había surgido. Ellas se retiraron primero y dejaron que los hombres disfrutasen de otra ronda de copas y otra partida de dardos.
El desayuno fue copioso pero rápido. Unos tenían que partir en dirección al mar y otros volver a la ciudad para continuar con sus obligaciones laborales. La despedida fue más efusiva que el encuentro. Cindy se despidió con sendos besos, para él y para su suegra. Aún tendría que pasar cierto tiempo para que cogiese familiaridad con el señor Peter Parker, por lo que limitó el adiós a una simple extensión de mano y una agradable sonrisa. Subieron a sus respectivos carruajes y se alejaron en direcciones opuestas.
La boda sólo se podría celebrar si ambas familias estaban de acuerdo y por el momento únicamente tenía la aprobación de sus suegros y el sí implícito de su madre. Él lo intuyó viendo como ella había tratado a Cindy y las caricias que le hizo al cogerle del brazo para ayudarla a subirse al carruaje de los Smith. Cuando se despidieron supo que su madre estaba de su parte. Conocía a su padre y no haberlo felicitado inmediatamente, nada más acabó la velada, era porque tenía algún recelo, porque su prometida no le convencía y había que disiparle sus dudas antes de que se pronunciase. No eran ni sus modales, ni su armónica y cultivada conversación, ni su belleza, ni su nobleza, esas pruebas las había superado con holgura. Philip sabía que en las diez horas que duraba el viaje de regreso tendría tiempo de sobra para tratar el asunto y no quiso precipitarse, el momento llegaría y cuanto más distendido fuese mejor para sus intereses. Tras dos horas de viaje aprovechó el vacío de un silencio y se lanzó a tratar el asunto que le preocupaba. Comenzó hablando de su futuro, de España y de la importancia que tendría el éxito de este proyecto en su vida profesional. Les contó cómo se estaba preparando duramente, que había dejado la oficina para trabajar como ayudante de los jefes de obra y coger experiencia a pie de obra. Además de sus cotidianas obligaciones, por las noches estudiaba, en la universidad metropolitana, las técnicas de construcción portuaria y de dragado. En un momento de la conversación realizó la pregunta que introducía el difícil tema que quería tratar.
—Padre, ¿a usted no le parece que me hará bien irme a ese país con la estabilidad sentimental que supondrá estar casado?
—No debes precipitarte. Cindy es encantadora, pero no te conviene. No deberías casarte con ella.
La losa de granito de su última afirmación dejó boquiabierto a Philip y pálida a Elizabeth que no se la esperaba. Ella sabía cuál era de su opinión y no le constaba su rotunda oposición. Unos segundos más tarde Philip reaccionó con cautela.
—Señor, sólo le pido que dé su consentimiento, de la conveniencia o no ya me encargaré yo.
—No puedo consentir algo que creo te puede perjudicar y condicionar tu futuro.
—No le entiendo, ¿me podría decir qué es lo que no le agrada de ella?
—Nada, ella es casi perfecta para ti, pero no te conviene.
—¿Qué es lo que no me conviene?
—Lamentablemente es una chica de fortaleza endeble. Su salud quebradiza puede condicionar tu futuro.
—Pero su voluntad robusta le permitirá superar todos los problemas que nos surjan.
—Salvo la muerte. Dime qué harás cuando te encuentres sólo y sin ella, ya en España, ya en las colonias del imperio británico Tú quieres ir a trabajar para alcanzar riqueza y en tierra hostil se debe tener una salud de hierro para poder sobrevivir.
—Nada. Si eso, lamentablemente ocurre, reharé mi vida. Pero habré sido, durante un tiempo, muy feliz a su lado.
—Si fuese por vosotros dos yo no estaría tan preocupado. Creo que será incapaz de superar un parto, el primer parto; el problema radica en si el bebé sobrevive, entonces ¿qué harás?, ¿te ocuparás solo de tu hijo o lo abandonarás para dedicarte a tu trabajo?
—Ese será mi problema.
—Yo debo obrar con la rectitud de un buen padre e impedir que te hagas daño. Reflexiona lo que te he dicho, diviértete con otras mujeres y al terminar el verano hablaremos.
Un espeso silencio les oprimió hasta Oxford. La noche fue horrible. A pesar del cansancio Philip no pudo dormir. A la mañana siguiente, en su solitario viaje a Manchester, llevó por compañero un terrible pesar que apenas le dejó razonar. Sus sentimientos anularon, por primera vez, a su racional cerebro. No pudo pensar, no sabía qué hacer.
<10>
Muchos creían que esos diputados pueblerinos se sentían incómodos ante la majestuosidad de los edificios ministeriales y los trataban con desdén. Pero éste no era su caso. Sabino se movía con soltura por estos lugares. Todos desconocían que el pétreo palacete donde residía en Gandía, su querida ciudad ducal, tenía más solera que muchas de aquellas insípidas construcciones modernistas de líneas rectas. Sabino se encontraba delante del Ministerio de la Marina, observaba los muros de aquella arquitectura ecléctica de piedra, decorada con elementos ornamentales clásicos y góticos que pretendían quitarle la frialdad de sus rectangulares paredes. Antes de entrar en aquellos sitios siempre se paraba a observarlos e intentaba intuir el tipo de personas que encontraría en su interior. Tenía una cita con el subsecretario de marina mercante, para resolver el último asunto que lo retenía en Madrid. Quería abrir las puertas del mar a su querida ciudad de Gandía y situarla como puerto de referencia para la creciente flota mercante del Mediterráneo. Obtener el beneplácito de la administración militar y que no se opusiese a la venta de la concesión de la explotación del puerto a una compañía inglesa, era primordial para comenzar la operación y comprar los derechos a sus actuales propietarios.
Cruzó el portal de mármol y se dirigió hacia el mostrador donde un engalanado conserje tomó nota de su nombre en el diario de visitas y le explicó donde se ubicaba el despacho del excelentísimo señor don Mariano Cubillas y del Pazo de Truchas, un gallego del interior, del Bierzo, que nunca había visto el mar. Tomó las escaleras del ala norte para subir hasta la segunda planta en la que se ubicaba el despacho. Durante el trayecto intentó imaginarse como sería ese marinero de agua dulce que tenía en sus manos el proyecto más importante en el que Sabino iba a embarcarse. Como le dijeron vio al ordenanza que, sentado en una silla de madera, guardaba el acceso a la secretaría del subsecretario de marina mercante, le abrió la puerta y al pasar le recibió la secretaria personal de don Mariano.
—¿Excelentísimo señor Gisbert? —indagó ella a sabiendas de la inutilidad de la pregunta.
—El mismo. Tengo una cita con don Mariano Cubillas.
—En estos momentos se encuentra reunido y le ruega que disculpe la demora. Le surgió un imprevisto de estado que debe tratar con urgencia. Sírvase sentarse en la sala de espera.
Le abrió la puerta de una estancia con unos sofás que rodeaban una mesita rectangular de forja y tabla de cristal. Al momento la madura secretaria volvió con una bandeja con una jarra de agua, una botella de oloroso, un platito de avellanas, un vaso y un catavinos.
—Para amenizar la espera —le dijo la eficiente señora —. Ruego sírvase usted a voluntad. Si le interesa puede coger cualquier libro de la biblioteca —Apuntilló señalando la estantería que cubría la pared lateral de la habitación.
—Muchas gracias. Tomaré un poco de agua.
Con el pretexto de coger un volumen de la librería, acompañó a la rechoncha señora hasta la puerta y la dejó entreabierta cuando ella abandonó la sala. No estaría demás saber con quién estaba despachando don Mariano, se dijo para sus adentros. Media hora más tarde entrevió por la rendija al excelentísimo don Mariano que despedía, reverentemente, al Marqués del Arroyo. Le había llegado su turno y esta imagen no podía desconcentrarle. Las presentaciones las hizo su secretaria desde el dintel. Él se levantó tras el clic que los aislaba, le tendió la mano y le invitó a sentarse en la mesa de confidente situada frente al ventanal que daba a la calle. Las primeras frases fueron superficiales y protocolarias, dichas para romper el hielo y hacer un breve conocimiento que les permitiesen ubicarse. Sabino se encontraba ante un hombre esbelto, de cabeza redonda como un balón y abundante pelo blanco peinado a raya de izquierda. Las gafas redondas, el abultado moflete y su opulenta papada no podían esconder a la vivaz persona que su fuerte tono de voz y profunda mirada reflejaban.
—Permítame que entre en materia y aborde el asunto que me ha traído hasta aquí —le dijo al fin Sabino al subsecretario de marina mercante.
—Por supuesto, el señor ministro me ha pedido que escuche atentamente sus demandas y le complazca en la medida de lo posible.
—En mil ochocientos ochenta y tres el ingeniero don Rafael Yaqué presentó un proyecto para realizar en la desembocadura del río Sant Nicolau del Grao de Gandía un puerto. Un año más tarde se publicó una real orden por la que se autorizaba la construcción del puerto de Gandía. En la autorización se limita explícitamente el tiempo que se dispone para ejecutar la obra, pero nada se dice sobre la posibilidad de subrogar su concesión. Este es el tema que querría hablar con su excelencia.
—Nada puedo hacer sobre lo explícitamente legislado, del resto dispongo de libertad para hablar sin ningún tipo de limitación.
—¿Tiene usted plena capacidad de decisión?
—Sí, tengo mandato para tratar este asunto. La única precaución que debo observar es proteger los intereses de mis superiores, los míos y los de la comunidad —aclaró don Mariano.
—Hay un grupo de inversores que desearían comprar la concesión y ejecutar la obra. Bien evidente quieren garantías de que no habrá trabas administrativas para realizar una pequeña ampliación que les permita aumentar el tráfico marítimo y con ello garantizar la rentabilidad de inversión. Evidentemente las obras se realizarían en el plazo estipulado.
—Si las obras se ejecutan como establece la real orden no habría ningún problema. Debo recordarle que la ubicación de la aduana y de las fuerzas de seguridad, que deben vigilar el buen uso de las instalaciones, corren por cuenta del puerto y que sin ellas no habrá autorización para la explotación mercante del mismo.
—Por descontado, nada más se produzca la transferencia usted recibirá los correspondientes planos para que dé el visto bueno. En ese momento pagaremos todas las tasas y los honorarios necesarios para tramitar la autorización.
—Veo que nos entendemos a la perfección —apuntilló don Mariano.
—En resumen, que el ministerio no pondría ningún problema a que el grupo de inversores, que yo represento, adquiera la ejecución y concesión portuaria —sentenció Sabino.
—En efecto.
—¿Y si fuesen extranjeros?
—Tampoco. Una simple dársena para barcos mercantes no representa ninguna amenaza para la seguridad nacional ni para los intereses de la corte y si además los inversores vienen avalados por su señoría, nadie les pondrá trabas.
—Le agradezco que me haya dedicado una parte de su preciado tiempo. Si no es ninguna molestia, me agradaría que esta noche me acompañase a cenar, estoy sólo en Madrid y usted sería un gran anfitrión que me ayudaría a conocer los sitios de divertimento de esta ciudad.
—Para mi será un honor cenar con su señoría y mostrarle la noche de Madrid —acabó diciendo don Mariano.
Acordaron verse a las siete y media en el Gran Hotel de París donde se hospedaba Sabino. En sus bajos se encontraba el Café Imperial, allí cenarían. Al estar en la misma Puerta del Sol, después sería un paseo recorrer las animadas fondas del centro de la ciudad y terminar en una de las renombradas casas de citas. Con el apretón de manos de despedida le recordó al subsecretario que algunos temas de estado se alargan hasta altas horas de la noche y que tuviese la delicadeza de ponerlo en conocimiento de su mujer presentándole las correspondientes disculpas de parte de su señoría.
La desenfrenada noche no tendría ningún sentido recordarla salvo por el pequeño incidente que pasó en el prostíbulo de doña Alejandra. Su sobria entrada no presagiaba el bullicio que se encontraba en su interior. La verdad es que el lugar era todo un espectáculo y éste te llevaba a los ambientes parisinos de la Belle Époque. El local estaba decorado como una refinada imitación del cabaret parisino de Montmartre Le Chat Noire. El recibidor con el guarda ropas tenía las paredes tapizadas con llamativas telas, separaba la entrada del recinto principal y hacía de zona de selección de la clientela. No todo el mundo podía acceder. Sólo dejaban el paso a lo más selecto de la ciudad. Allí depositaron sus sombreros y bastones, para luego adentrarse en una sala en penumbra, espaciosa, repleta de pequeñas mesas redondas de mármol sobre un barroco pie de hierro colado. Enfrente de la entrada se encontraba el escenario en el que discurría el espectáculo. Supieron, por el camarero que les llevó una fresca botella de Moët & Chandon, que esta noche representaban "El sueño de Egipto" y no indagaron más. Esta fue la segunda sorpresa de la noche, porque cuando se percataron, asistían por primera vez a un espectáculo lésbico que en absoluto les desagradó.
Algunas de las primeras mesas estaban reservadas y se encontraban vacías por discreción; el espectáculo comenzaba en quince minutos. Cuando el local quedó a oscuras, iluminado por el esplendor del escenario, se fueron ocupando. Entonces Sabino vio que dos siluetas, muy conocidas, se sentaban en una de las mesas libres por delante de la suya. Pronto supo que no se habían percatado y para evitar que los vieran juntos preparó una estrategia, acorde con el lugar, y se desembarazó del subsecretario. Con la excusa de atender una necesidad fisiológica se levantó, dejando a don Mariano embelesado, divirtiéndose del espectáculo que dos bellísimas mozas hacían dentro de una bañera llena de leche, una jadeando de placer y la otra jadeando por recobrar el aire tras bucear un buen rato entre sus piernas. Buscó personalmente a doña Alejandra y contrató los servicios de una chica para toda la noche. Así antes de que terminase la representación, con el subsecretario más inflamado que una erupción del Vesubio, le ofreció una exclusividad de la casa. Lo llevó a un apartado del local y le invitó a que esta noche anidase en una cama de ardor, en vez de desfogarse con su señora que no le ofrecería la pasión que él requería. Sabino dejó solos a don Mariano y a su acompañante para refugiarse en una mesa de la esquina. Se atrincheró tras una prostituta y observó atentamente a los marqueses, que en un futuro serían sus agraviados enemigos. Cada marqués tenía un gusto diferente, don Federico de las Torres, Marqués del Arroyo, las prefería maduras, opulentas y voluminosas y don Ricardo de Salitre las prefería tiernas, jóvenes y no paridas, recién acabada la adolescencia. Con ellas subieron a las habitaciones y dos horas más tarde, borrachos, balanceándose como juncos azotados por el viento, salieron del local. Sorbió un trago de brandy, besó a su acompañante, le dejó unos billetes en su desnudo escote y se fue al hotel. Mañana partiría, en el expreso del medio día, rumbo a Valencia.
<11>
Cindy cogió el sobre con la carta de Philip y apresuradamente lo apretó contra su pecho. Los trazos de su escritura denotaban el desasosiego de su interior. Ella sabía que no la haría sufrir, creía que no contendría nada malo, pero conocía su letra, la fluidez con la que su pluma se deslizaba sobre el papel y las imperfecciones de esta escritura denotaban desasosiego. Había leído tantas cartas de Philip que, para ella, los trazos de su caligrafía eran como la expresión de su rostro y su escritura, como su cara, tampoco podía ocultarle sus sentimientos. Todos los correos que recibió desde su llegada a Walton Bay los acariciaba antes de leerlos para reducir y compensar la amargura de su separación.
Philip siempre le escribía con buen humor, intentaba ser optimista y le ocultaba que su padre se oponía a su matrimonio. Había mantenido en secreto lo que Peter le dijo en el carruaje cuando volvían a casa tras la presentación de las familias y esto le producía una enorme desazón. Quería pasar la última semana de agosto en Oxford para convencerle, pero le había surgido un inesperado viaje y sólo tendría unos días para cambiar su destino. Esa contrariedad hizo que fuese más penoso el paso del resto del estío.
Como de costumbre, ella se retiró a su cuarto para leerla en intimidad.
Querida Cindy:
No puedo comenzar a escribir sin darte un cálido beso. Te echo mucho de menos, tanto que nadie, salvo tú, puede imaginarse lo feliz que sería si estuvieses a mi lado.
El final del verano se acerca y una ardiente llamarada prende en mi cuerpo. A medida que se acerca la hora de verte, me resulta más difícil concentrarme en otras tareas. Sólo puedo imaginar nuestros paseos, nuestras meriendas y encontrarme junto a ti dibujando nuestro porvenir.
Esta semana he terminado el tratado de técnicas de dragado de puertos que tanto se me atragantaba. El emérito profesor Edson se ha dignado realizarme una somera evaluación oral en su despacho que, según él, he superado con nota. Pero, querida, como muy bien sabes Edson siempre está de mi parte y no osaría suspenderme. Por supuesto, al terminar le he invitado a tomar el té en el Jane's Tea Room. Me ha preguntado cómo te encontrabas, te tiene en mucha estima y siempre le has preocupado. Me pidió que te mandase sus más sinceros saludos.
Querría decirte que los planes que tenía pensados para la última semana de este mes de agosto se han ido al traste. Por asuntos profesionales he de viajar a Londres. Planeamos conocer juntos la capital británica y esto no será. Deseo que no te tomes a mal que este sueño no lo podamos llevar a cabo, espero que sea el último que, por motivos profesionales, se desvanezca. He de ir allí para conocer al apoderado de nuestros socios españoles y preparar los pasos que debemos dar para construir el tren que provoca nuestros desasosiegos. En compensación, querida, creo que esta visita aclarará, más si cabe, nuestro futuro.
A la vuelta, camino de Manchester, solamente estaré dos días con mi familia. Es poco tiempo para estar con ellos, menos de lo que yo había previsto, deseaba resolver unos asuntos que tengo pendientes. Sé que este imprevisto les importunará, me esperaban para una semana. A mi madre será fácil de compensar llevándole algún recuerdo de la capital. Ella se conforma con poco. Más complicado lo tengo con mi padre, por eso querría que estuvieses a mi lado para que me ayudases a elegir el detalle con el que agradar a mi exigente padre.
¡Oh, Dios Santo!, son casi las once y yo, tan hablador como siempre, no paro de escribir. Debo dejarte y terminar mi carta, para que tú, amada mía, puedas contarme lo que te pasa y reconfortar mi amor, sabiendo de tu puño y letra lo que sientes por mí.
Si el cartero no se da prisa, esta vez, tú llegarás antes que tus noticias.
Cindy, para ti mi amor por siempre.
Recibe un tierno beso de tu prometido Philip Parker.
El viaje a Londres le dejaba sin tiempo para poder convencer a su padre de que aprobase su matrimonio. Philip no sabía cómo quitarse los temores que ahora le envolvían, ¿sería capaz Cindy de superar los avatares de una vida aventurera? Él la quería y no iba a renunciar a compartir con ella su futuro. Estaba dispuesto a cambiar su vida por ella y por ella renunciaría a todos sus sueños. Por su amor sería capaz de dejarlo todo y se quedaría, para siempre, en Inglaterra.
<12>
Sabino quiso volver rápido a Valencia. Tras reunirse con Don Mariano Cubillas y del Pazo de Truchas, subsecretario de marina mercante, supo que sólo disponía de cuatro años para terminar de construir el puerto; la concesión caducaba el treinta y uno de diciembre de mil ochocientos noventa y dos. El tiempo había comenzado a correr y ahora marcaba el destino de su proyecto. Hacía dos años que los actuales concesionarios habían comenzado las obras y apenas había cambiado la fisonomía de la zona. A las seis entró en su casa de Gandía, estaba sediento y le pidió a su sirvienta Matilde que le trajese una jarra de agua fresca. Su marido y cochero Toni, tras dejar las maletas en la habitación del señor, se marchó a la cuadra a desenganchar el carruaje y abrevar a la cansada jaca ocre que les había traído desde Xàtiva. Sabino se encontraba muy cansado pero feliz. Los cuatrocientos cincuenta kilómetros de traqueteo y las dieciocho horas que transcurrieron desde que tomó el expreso el día anterior en Madrid le habían agotado, apenas pudo dormir en una cama por ver qué hacían, en el burdel, los libertinos marqueses. Tomaría un baño, una cena frugal y se acostaría. "Se piensa mejor descansado y con la tripa llena, se dijo, así que mañana será otro día". Antes de comer, le dio una nota en un sobre cerrado a Toni para que la entregase inmediatamente a Donato, su abogado. Después de cenar salió al patio de la casa, sentándose en su mecedora de madera y rejilla de enea, se lio un cigarrillo y se tomó una infusión de flor de azahar. Relajado viendo brotar el agua del caño de la pequeña fuente del estanque, dejó pasar un tiempo prudencial para que su cuerpo asimilase la cena y se fue a dormir.
A las diez de la mañana llamó a la puerta del despacho su casera anunciando la llegada del letrado. Estuvieron hasta las dos de la tarde preparando la estrategia a seguir en la compra de la concesión del puerto. Sabían de las dificultades de ejecución de la obra debido a la falta de dinero que tenía la empresa de los señores Gutiérrez y Rusell, actuales concesionarios. Sabino preguntaría a sus amigos banqueros para conocer de primera mano su solvencia económica. La experiencia le decía que los negocios se deben tomar con calma. Donato aprovecharía una coincidencia en el ateneo mercantil para conocer su disposición a vender la empresa. Cuando todo estuviese claro prepararía una reunión en la que Sabino les hiciese una mínima, aunque ventajosa propuesta.
Pronto Sabino se enteró de que Gutiérrez y Rusell estaban a punto de ser embargados. Pocos conocían que la sociedad Gutell estaba en quiebra técnica. Solamente habían hecho una cuarta parte de las obras y ya habían agotado todo su capital. En estos momentos apenas tenían dinero para pagar a los pocos obreros que empleaban. Todo el dinero personal, que ambos poseían, se había esfumado, lo habían aportado para seguir los trabajos y para pagar los primeros plazos de los créditos solicitados. Los bancos comenzaban a inquietarse por la viabilidad del proyecto e iban a ser los primeros que se abalanzasen sobre su patrimonio familiar. Como buenos carroñeros, ellos saben que el último en llegar sólo chupa los huesos. Con estas noticias, Sabino vio la oportunidad de una gran e inesperada especulación, se apropiaría del negocio sin apenas arriesgar capital. Aunque Juan Gutiérrez y José Rusell aparentaron calma cuando los abordó su letrado en el Ateneo Mercantil, ya en su parqué se comenzaba a especular con el derrumbe de la empresa Gutell. Esto inquietó a Donato porque pensó que el proyecto que llevaba entre manos era arriesgado y podría ser una ruina para su representado.
La cita se celebró en las oficinas de la sede principal del Monte de Piedad, en el Paseo de las Germanías de Gandía. El gerente del banco auspició el encuentro y ejerció como anfitrión. En un terreno aparentemente neutral, la reunión fue, para los señores Gutiérrez y Rusell, un suplicio. Ellos llegaron con la falsa ilusión de encontrar en el señor Sabino Gisbert un inversor que les permitiría levantar el negocio, pero él era un liquidador que buscaba la manera más económica de obtener los derechos de construcción y concesión de la explotación del puerto. Sabino sabía que el tiempo le apremiaba y que no podía esperar a la racanería que se produce tras el desahucio, por eso prefirió darles una salida honrosa. Ellos no eran conscientes de que si no aceptaban la oferta quebrarían y dentro de medio año sobre ellos se abalanzarían los carroñeros profesionales y estarían en la más absoluta miseria.
—No puedo admitirla, esta oferta nos humilla —sentenció señorial y enojado Juan Gutiérrez.
—No te precipites —retomó con serenidad José Rusell—. Tal vez el señor Sabino Gisbert no ha tenido en cuenta el valor patrimonial de la empresa y no sepa que esta posee, además de los terrenos del Grao, donde se está construyendo el puerto, el edificio de oficinas de Gandía y la cantera que sirve para obtener las piedras de la escollera del malecón.
—Cuanto antes asuman que la empresa está en quiebra y que a mí no me interesa su negocio, antes verán la gran oferta que les hago —pacientemente les insistió Sabino—. A mí sólo me interesa la concesión del puerto.
—Hasta aquí he llegado. ¡José, vayámonos! —Sentenció Juan, levantándose impetuoso.
—¡Cálmate!, Juan, tú conoces la delicada situación por la que estamos pasando y en los momentos difíciles es cuando más paciencia hemos de tener.
Los dos tenían en común el negocio, pero sus vidas eran diferentes. Juan Gutiérrez estaba casado, con cinco hijos pequeños, sus propiedades se limitaban a la casa donde vivían y el negocio era su actual sustento. Sin su empresa tendría que buscarse la vida en un mundo de hambruna. José Rusell, casado y con dos hijas adolescentes, además de su vivienda tenía una casa de campo y veinte fanegas de naranjos de las que extraía una suculenta renta. Uno necesitaba la empresa, el otro no, pero ninguno podía salvarla. O la vendían o se hundían con ella.
—Escucha la oferta y hazle caso a tu socio —interpeló el director, cogiendo a Juan del brazo, forzándolo a que se sentase—. La propuesta que os hace el señor Sabino Gisbert nos permite que todos salgamos airosos de este entuerto. Vosotros manteniendo vuestras propiedades, yo el dinero que os he prestado y él quedándose con la concesión del puerto. Si no aceptáis, en menos de un año estaréis en la calle, no tendréis ni empresa, ni casa, ni huertos, ni sueldo con el que llevaros un trozo de pan a la boca.
En ese momento, Juan se dio cuenta, lo vio claro y se echó a llorar de impotencia. Todos los que estaban en la sala se avergonzaron de sus sollozos. Todos menos Sabino, ellos veían a un hombre cuarentón, comportándose como un niño y él estaba haciendo negocios. Por fin, cuando pudo recuperar un poco el aliento, balbució unas entrecortadas palabras.
—Aquí el único que pierdo soy yo. ¿Cómo voy a darles de comer a mis hijos?, sin empresa, sin rentas, sin trabajo. ¡Decidme, sed sinceros y decidme!, ¿de qué voy a vivir, en un mundo sin empleo?
Sabino intervino para quitarle dramatismo a la escena y centrar a los asistentes en el asunto. Sabía que era el momento de concluir, el negocio estaba maduro y había que cerrarlo.
—Se lo voy a repetir por última vez, mi oferta es de tres millones y medio de pesetas por la concesión, los terrenos de la zona portuaria, las autorizaciones administrativas y por la cantera del Bayren. Si estáis de acuerdo, mi abogado Donato redactará, inmediatamente, un contrato y lo firmáis.
—No podemos aceptar, hemos invertido catorce millones de pesetas en esta empresa.
Sabino Gisbert se levantó, le ordenó a Donato que se quedase mientras los señores Gutiérrez y Rusell reflexionaban su última propuesta y amablemente se despidió de todos. Antes de cruzar la puerta de salida del banco se habían derrumbado y le pidieron al abogado que redactase los términos del acuerdo. No era un asunto de honor, era un negocio y como tal tendrían que tomarlo. La oferta les daba justo para saldar las deudas personales y conservar sus propiedades familiares. Una semana más tarde se encontraban en una notaría de Valencia para firmar las escrituras de propiedad. Luego Sabino y su abogado se fueron al consulado británico para certificar un escrito ante el cónsul, M. Stanley Weyman, en el que se reconocía al letrado don Donato Reig con capacidad para representarlo en Inglaterra y se le apoderaba para realizar en su nombre cualquier transacción comercial relacionada con la concesión portuaria.
<13>
Donato se marchó directo hacia Inglaterra. Apremiado por el tiempo no volvió a Gandía, compró lo que necesitaba en Valencia y partió. Le esperaban cinco días de arduo trayecto. De Valencia fue a Barcelona y de allí a Zaragoza, donde pernoctó. Al levantarse tomó el expreso de Bilbao, vía Logroño y llegó de noche a la capital vasca. Dos días tardó en llegar a Bilbao utilizando los modernísimos y rápidos transportes ferroviarios. Estaba exhausto, tenía sus huesos molidos por el pesado traqueteo de los trenes. A pesar de no gustarle navegar, al día siguiente se embarcó en un mercante de vapor rumbo a Londres. El mal de mar se apoderó de él y le acompañó hasta pasar el infernal canal de la mancha. Cuando el barco viró por el cabo de Ramsgate para surcar el mar del norte, rumbo a la desembocadura del Támesis, comenzó a sentirse bien y a medida que las horas pasaban el mareo se le iba. Los setenta kilómetros de travesía fluvial, viendo pasar los prados de la campiña inglesa, lo tuvieron embelesado. Un hombre culto, que apenas había salido de su comarca, no se imaginaba que aquel verdor de verano era la naturaleza quien lo mantenía y no el buen hacer de los agricultores, como ocurría en los arrozales de su tierra. La llegada a la capital británica fue espectacular. Enfrente a la Torre de Londres se quedó boquiabierto al ver cómo del lecho del río emergían dos colosales columnas de granito de Cornualles que soportarían las plataformas de un puente. Según le comentó el capitán éste se abriría para permitir el paso de grandes navíos. Aquella estampa le dio una confianza en los ingenieros ingleses. Si eran capaces de hacer que un puente basculante se abriese al paso de grandes barcos, no representaría ningún problema construir un ferrocarril de poco más de cincuenta kilómetros y terminar un puerto de provincia en tres años. Con la sonrisa en los labios se regocijó contemplando la fortaleza de la Torre de Londres y pensó en los secretos históricos que ésta escondía. Aquellos sólidos muros albergaron a Tomás Moro y Ana Bolena antes de ser ajusticiados.
A partir del momento en el que el barco se acercó al dique, a Donato se le fue descolgando la cara. A medida que iba adentrándose en Londres, iba viendo un mundo multicolor, multicultural y avanzado que jamás se hubiese imaginado. De esa continua sorpresa ya no se recuperaría hasta a embarcar para su regreso a España.
Después de atracar en el puerto de Londres, bajó del barco e ignorante de la lengua que allí se hablaba esperó en el muelle a que la persona que tenía que recibirlo en la capital británica lo abordase. Primero se quedó en medio del muelle esperando una señal, pero poco a poco, receloso por el elenco multicolor que por allí circulaba fue reculando hasta quedarse pegado a la pared de los hangares portuarios. Desconfiaba del color de la piel y de los turbantes enrollados sobre la cabeza de la mayoría de la gente, que, con extraña pinta, por allí pasaba. Desde que bajó del barco no había visto a nadie como Dios manda.
—Perdone —le dijo un hombre bajito, moreno y enjuto que salió de un carruaje negro y cubierto—, usted será el señor Reig.
—Sí, ¿cómo sabe mi nombre? —replicó asustadizo Donato.
—Soy adivino —dijo serio el hombre de traje negro y extraño sombrero, para gastarle una broma a Donato.
Después de media hora en el muelle donde había atracado, de pie, junto a sus dos maletas y el portafolios, sin moverse ni un ápice, como soldado haciendo guardia, comenzaba a estar cansado y para pocas mofas.
—Que hable español no le da derecho a abordarme —espetó rápidamente, mientras observaba al hombre con bastón y para sí pensaba: "a ver si el único que hay hablando español, resulta ser el tonto del pueblo".
—Tiene usted toda la razón, pero ¿a qué le alivia encontrar a uno de los suyos en tierra extraña?
—¡Y un cojón! —terminó por explotar con gesto descompuesto, brazos erguidos y puños cerrados.
—¡Por favor, cálmese! —finalizó la broma el interlocutor de aspecto mortecino y extendiendo su mano prosiguió en serio la conversación, tal como Donato se la hubo imaginado—. Soy Aurelio Ciempiés, agregado comercial de la embajada de España en Londres. Encantado de conocerle.
Por un momento Donato dudó en si alargar la mano o hacer una pregunta que confortara su maltrecha confianza. Se decantó por lo segundo.
—¿Cómo supo de mi llegada? —prosiguió en alerta con los brazos rígidos. "Los de pueblo, cuando viajamos, somos así, desconfiados. Si las cosas se ponen mal, éste no tiene ni media hostia". Se dijo en su interior para reconfortarse.
—El embajador me encargó que le recogiese y que hiciese de intérprete en todos los asuntos que ha de tratar en Inglaterra.
—Sigue sin responder a mi pregunta —mientras pensaba: "¿cómo voy a fiarme de un hombre de rostro pálido, vestido con traje y chaleco negro, camisa blanca, pajarita negra, bigote largo y tieso hacia arriba, como si se hubiese colgado los cuernos de un toro de la nariz, tocado de un extraño sombrero y con un bastón de madera de caoba y puño dorado?". Le pareció el mismo diablo en traje de gala y a él, esa pinta no le hacía ni pizca de gracia.
—Un diputado telegrafió a su excelencia pidiéndole que le ayudase y aquí me tiene a su entera disposición.
Por mucho que se empeñaba en ser amable, Aurelio no conseguía recobrar la confianza y pensaba: "Si es un ceporro de pueblo, que habla con un acento extraño, como si comiese migas de pan seco, si continua con su indolencia, doy media vuelta y que le zurzan". Mantuvo por un instante la mano tendida para darle la última oportunidad.
—Diputados hay muchos y de momento no llevo la divisa de nadie.
—El señor Sabino Gisbert, diputado a las Cortes por el distrito de Gandía.
—Me alegra conocerle —apretó con más fuerza de la debida la mano del señor Aurelio Ciempiés para demostrarle su enfado por el cómico recibimiento. Aunque hombre de letras, Donato era una persona corpulenta porque hacía los trabajos que sus huertos necesitaban para ahorrarse algunos reales.
—Disculpe mi retraso, pero es la única costumbre que no he cogido de estos engreídos ingleses. Si me acompaña al carruaje, le llevaré a su hotel para que deje su maleta y descanse.
No le cogió la gracia, Donato no veía qué relación había entre la puntualidad y las costumbres de un extraño pueblo. Para Donato, de momento, los ingleses eran la gente multicolor y extravagantemente vestida que había visto en la dársena del puerto mientras esperaba a Aurelio Ciempiés. En la intimidad del pequeño espacio que hay en un carruaje berlina, los dos intentaron romper el hielo que entre ellos se interponía. Uno por necesidad, el otro por diplomacia y porque se lo había ordenado su superior. Cuando el cochero paró y antes de apearse, Donato le hizo a Aurelio una pregunta que le intrigaba desde el mismo instante en que lo vio y que le carcomía por dentro.
—Si no es mucha molestia, ¿me podría decir qué lleva usted en la cabeza?
—Un bombín inglés. ¿Le gusta?
—Hombre no es por importunar, pero su atuendo me da un poco de grima.
—Pues vaya acostumbrándose, es el traje típico de un lord inglés.
Era la hora de la comida y después de dejar las maletas en el hotel el agregado comercial le llevó a comer. Aprovecharía ese tiempo para enseñarle como debería moverse por las tardes, cuando él no estuviese. Cogió una cuartilla y en una cara escribió el nombre y la dirección del hotel en donde se hospedaba y en la otra el de la embajada. Al acabar de comer y a modo de despedida Aurelio quiso recordarle las principales instrucciones que debería tener siempre presente.
—Donato, recuerde que se hospeda en el hotel The Ten Bells. En una cara de esta hoja tiene el nombre de la calle y en la otra cara la frase lléveme a la embajada española y la dirección donde está ubicada.
—Gracias, pero creo que, sin usted, no saldré del hotel.
—Mañana pasaré a recogerle a las siete y media e iremos a Newman & Brother Lawyers, el despacho de los abogados que formalizarán la sociedad inglesa que viene a constituir. Yo sólo seré su traductor y consejero.
—Gracias, hasta mañana.
Se despidieron con un apretón de manos en la puerta del hotel. Donato aún no había recuperado toda la confianza en aquel hombre lúgubre de agrio humor inglés.
<14>
Era la primera vez que viajaba con tan altos cargos de la Lucien Ravel & Company Ltd. A las siete de la madrugada, en la estación de Manchester, tomaron el tren rumbo a Londres, Philip, el presidente de la compañía, el director financiero y el director de los servicios jurídicos. Sentado confortablemente en los asientos enfrentados de un vagón de primera clase tendría que pasar todo el día con ellos, sufriría de la corta distancia que se da cuando se viaja en tren. Así que se dijo para sus adentros: "Philip, tómatelo con mucha calma y mejor calladito para no decir sandeces". Su cabeza le hervía y no paraba de preguntarse qué hacía un simple director de obra, de un pequeño proyecto, entre tantos altos cargos de la empresa y ese enigma lo abrumaba. Desconocía qué pintaba él en este viaje, nadie le había dado una explicación. Es más, incluso su jefe lo ignoraba. También lo abrumaba cómo convencer a su padre para que desistiese de su absurda prohibición, que le impedía casarse con su prometida. Una y otra vez esa idea volvía machaconamente a su cabeza: "Es mi vida tengo veintiséis años y ya soy mayor para conocer lo que me conviene y tomar mis decisiones. Parece mentira que siga viéndome como un niño. Si no cede lo abandonaré". Ofuscarse pensando en Cindy le podría distraer del asunto que se traía entre manos y generarle problemas por no amarrar cabos con la suficiente fuerza, pero no sabía cómo quitarse esa idea para centrarse en su profesión.
Por otra parte, para Donato que estaba harto de una semana en tierra extraña, por fin se acercaba el día clave. Hoy sabría la respuesta de los inversores. Donato esperaba al señor Ciempiés, para que lo recogiese y llevarlo al corazón de la City, donde en las dependencias de Indian Investissement Corporation sabría si el proyecto por el que Sabino Gisbert lo había mandado a las lluviosas y grises islas británicas disponía de socios y de financiación. Casi sintió vértigo cuando el agregado comercial e intérprete le dijo que los esperaban en la décima planta del edificio más alto que jamás había visto. Era una mole cuadrada de piedra y hormigón, que ocupaba toda una manzana y era considerado el edificio más alto de la ciudad. Recién acabado, era un símbolo de modernidad que competía con los primeros rascacielos que se estaban construyendo en Estados Unidos, al otro lado del atlántico. A este rascacielos se habían trasladado las oficinas de las compañías punteras de la época. El conserje les indicó que se metieran en el ascensor y que le dijesen al botones que los llevase a la planta número diez. Llegó descompuesto a su destino, por los extraños ruidos que hacía el artilugio subiendo, por compartir un reducido espacio con gente desconocida y por los vaivenes en las distintas paradas. Cuando Donato salió de aquel cajón con puertas se encontraba desorientado. Más tarde, al terminar la reunión bajó andando los doscientos cincuenta peldaños de la escalera y cuando se encontró con Aurelio Ciempiés, en el recibidor de la entrada, le explicó por qué entendía él que a esa modernidad se llamase ascensor. "Una vez se sube, pocos tienen agallas de utilizarlo para bajar", se lo dijo convencido y con solemnidad.
A Donato todo aquello le resultaba incomprensible. Se sentía como ubicado en otro mundo, en un mundo ajeno al suyo y en el que por obligación participaba para después regresar. Su estancia en este coloso de las finanzas no era ni un sueño ni una pesadilla, era la precisa definición de la apatía, de la cual tenía que salir indemne. Mientras que Aurelio Ciempiés nunca pudo imaginarse rodeado por tan cualificado elenco de personalidades de la economía londinense y estaba eufórico. Sentado ante aquella robusta mesa de madera nepalí, capaz de albergar un consejo de veinte personas, se sentía como un miembro del Camelot de las finanzas. Lo que menos les importaba a los presidentes de los tres bancos y de las cuatro compañías era el dinero que tenían que invertir. Su principal preocupación era no ser vistos como invasores económicos de un país al que su decadencia llevaba a vender a precio de saldo todos sus territorios y propiedades. Al final se aceptó la propuesta de Hugh Matheson presidente de Riotinto Company Limited, que propuso crear una compañía para realizar el tren de Alcoi a Gandía y terminar el puerto. Todas las operaciones de compraventa de pagarés, para dotarla de capital, la dirigiría Francis Lee, presidente de la naviera Cargo Steam of Sea Royal Company. Ella no levantaría suspicacias en las autoridades españolas puesto que este proyecto le permitiría rentabilizar sus rutas de transporte. Sus barcos llevaban los minerales extraídos en las minas de Riotinto desde la ría onubense hasta Inglaterra y con el puerto de Gandía volverían llenos de carbón para alimentar a la industria alcoyana.
Ante las decisiones tomadas en esa reunión tres personas se vieron fuertemente impactadas por lo que allí se acordó. Una fue Donato que debería demorar su regreso a Gandía. Otra fue Philip, que tendría que retrasar su regreso a Oxford para ser nombrado director general de la nueva compañía ferroviaria. Y la tercera fue Sabino que tendría que obtener el dinero para financiar la parte española del proyecto.
Donato y Philip se encontraron tres días después, junto con Francis Lee, para firmar los papeles del acuerdo de intenciones en el que se comprometían a crear una compañía, con un capital inicial de seiscientas mil libras del que el veinticinco por ciento quedaría en manos españolas. La nueva compañía, que presidiría Philip Parker, se llamaría Alcoy and Gandía Railway and Harbour Company Limited. La AG se constituiría en Londres a finales del año próximo. Además, se emitirían cuatro mil pagarés de cien libras necesarios para financiar el proyecto. Sabino disponía hasta el mes de diciembre de mil ochocientos ochenta y nueve para reunir ciento cincuenta mil libras, la cuota española de este proyecto.
<15>
Con el color del otoño y el ánimo del oscuro invierno, llegó Philip a Manchester. Se encontraba derrotado. Ni su nombramiento como director general de AG pudo levantarle la moral que su progenitor había destrozado la noche anterior. La semana que él planificó para estar en Oxford y cambiar la suerte de su destino, la tuvo que pasar en Londres asistiendo a inesperadas reuniones de negocios y al final la breve visita a sus padres no fue suficiente para modificar voluntades. Peter Parker le prohibió que se casase con Cindy, una enclenque chica que nunca llegaría a convertirse en mujer. Así de tajante fue su respuesta. Elizabeth no tuvo tiempo para ayudarle. Philip se marchó antes de que ella tuviese tiempo de convencer a su marido de que su hijo ya era una persona adulta capaz de decidir por sí sólo y no el niño que tantos buenos ratos les había procurado. Ahora el exceso de proteccionismo les estaba separando. Cegado por sus temores, Peter no se dio cuenta de que Cindy era, salvo por su salud, perfecta para su hijo. Por primera vez Philip iba a esconder la verdad. Si quería conservarla debería hibernar la franqueza, olvidaría su estancia en Oxford y no le contaría a Cindy lo que allí ocurrió. Esperaría hasta las navidades para retomar el asunto con su padre e intentar convencerlo de que autorizase su matrimonio. Hasta entonces guardaría en secreto su embarazosa situación.
<16>
Donato tuvo que esperarse una semana, dejado de la mano de Dios, para tomar un carguero que le llevase de regreso a Gandía. Desde que terminó la última reunión con los ingleses, en la que se firmó el protocolo para constituir la empresa que gestionaría las concesiones del tren y del puerto, no había vuelto a ver al lúgubre Aurelio Ciempiés. Sin conocer el idioma no tenía forma de comunicarse con el señor Sabino hasta que llegase a Bilbao, desde donde le mandaría un cablegrama confirmándole que todo había salido según lo previsto y dándole la fecha de la próxima cita londinense, en la que se constituiría la sociedad. Al segundo día de estar harto de leer y de ver las cuatro paredes de la habitación del hotel se decidió a salir. No era el miedo a perderse. Como hombre que vivía en una pequeña ciudad bañada por un río sabía orientarse. Tomó dirección a la Torre de Londres, desde allí al puerto, donde se aseguró de que encontraría el camino de regreso y después curioseo la ciudad hasta llegar a Westminster Abbey. Nunca se apartó del cauce del río. Receloso de entrar en una de las muchas tabernas que encontró, regresó sin comer ni beber a su bien conocido refugio, al hotel The Ten Bells. No le apetecía pasearse por aquella ciudad y pasó encarcelado el resto de los días en su hotel. Como Tomas Moro en la Torre de Londres, no abandonó su celda hasta que embarcó rumbo a España. Lo que más le impactó de aquella cosmopolita ciudad fue la diversidad de hombres que vio. Los había de todas las razas, de todos los colores, que lucían una infinidad de indumentarias y que tenían extrañas costumbres. Eso le produjo gran temor y por eso se condenó a vivir en la soledad de su habitación.
Por fin llegó el día de su partida. Donato embarcó contento, con ganas de llegar y compartir las noticias que portaba. Ignorante no supo que por valija diplomática un informe detallado de lo que allí pasó también partía, en otro barco, rumbo a la capital de España, donde el excelentísimo señor marqués Ricardo de Salitre aguardaba impaciente para su lectura.