<17>
En aquella humilde estación de la ciudad de Xàtiva, Philip se encontró a un hombre con traje de pana marrón que sujetaba en su mano un cartel con su nombre escrito. Se dirigió hacia él y al llegar a su altura se presentó.
—I am Mister Philip Parker.
Bernat no entendió nada de aquella rara fonética, pero supuso que fue lo que con tanta perseverancia le enseñó Sabino antes de partir a Valencia. Así que se decidió a repetir en inglés, con acento valenciano, la frase que con tanto ahínco había aprendido.
—"Pilis tu maitiu" —se esforzó Bernat sin presentarse, pues Sabino no le habían dicho que dijese su nombre—. ¿Habla mi idioma?
—Un pacou.
Le dijo el inglés con alegre voz de silbato ferroviario y entonación átona y monocorde. Así se expresaba Philip cuando trabajosamente intentaba hablar en español.
—Entonces nos entenderemos —le dijo Bernat sonriente por acabar de superar el difícil compromiso que le habían encargado.
Cuando Philip apretó la áspera mano de Bernat para saludarle, sin saberlo, selló la inquebrantable amistad, la de un labrador que, a la postre, se convertiría en su fiel escudero. Y también se ganó el ser apodado, en la Conca de la Safor, como "Paco Anglés".
Le sorprendió que no viniese a recibirlo el diputado Sabino Gisbert o en su defecto el abogado Donato Reig. La breve carta, escrita en inglés, que le entregó el moreno labrador le explicaba su ausencia. También le indicaba que Bernat le llevaría a Gandía y le dejaría en el hotel al que iba a hospedarse hasta que encontrase una residencia que le conviniese. Bernat lo miró con cara de cierta sorpresa por la enorme cantidad de bultos que llevaba, afortunadamente había traído su carro. A "Paco" le acompañaba un baúl tan alto como él, dos maletas rígidas de piel, unos cilindros con papel para planos, un cajón con el teodolito y los pies para sujetarlo. Bernat cargó el carro, tomó las riendas del animal y le hizo una seña a Philip para se sentase a su lado. Partieron y en silencio recorrieron las largas horas del camino que separa Xátiva de Gandía.
Philip terminó agotado del largo viaje y antes de dormir, sentado en la pequeña cama de la habitación del hostal San Francisco de Borja, abrió las tapas de su pequeño cuaderno de hule negro para comenzar a escribir en su diario las breves líneas que sintetizaban su jornada.
27 de marzo de 1889:
En Valencia, antes de llegar a Gandía, me dijo el cónsul inglés, M. Stanley Weyman, que una de las zonas por donde pasará el trazado de la vía se llama Barranco del Infierno, lo que añadió más inquietud a los temores que ya tengo por comenzar a dirigir mi primer proyecto. "Coraje Philip, has de tener mucho coraje".
Mr. Stanley me ha puesto al corriente de las múltiples intrigas que en estos días están surgiendo en torno al proyecto. Según él son consecuencia de las envidias y de los temores de los políticos a la pérdida de poder e influencia que estas obras pueden causar en Valencia, la capital de la provincia. Me aconsejó que me mantuviese al margen de las rencillas, aunque esto fuese difícil, porque ellas son las causantes de desavenencias personales y no tienen que salpicarme. En todo caso, intentaré no involucrarme emocionalmente y mantenerme distante de las personas.
No quiero cerrar este día sin pensar en ti y en las ganas que tengo de terminar rápidamente estos trámites para volver a estar a tu lado.
Sin saberlo ese fue el primer día, el día en que Philip comenzó su aventura del que sería "El tren de los ingleses".
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Habían pasado tres meses desde que la Alcoy and Gandía Railway and Harbour Co. Ltd. firmó en Londres la compra de la concesión y aún no habían recibido de las autoridades provinciales la autorización administrativa de inicio de las obras del tren. Afortunadamente los trabajos del puerto nunca habían cesado y su vigencia caducaba en diciembre del noventa y dos. En la España de esa época todo pasa en la Capital. Aunque en realidad hay dos, una es Madrid, capital del reino y otra la capital provincial. Y como cada taifa tiene su virrey, éste quiere hacerse notar. Sabino lo sabía y estaba harto de que mareasen la perdiz a los representantes que enviaba a Valencia y decidió personarse con Donato para utilizar todo su poder y desbloquear la situación. Los tuvieron dos semanas de trajín, de un edificio oficial a otro, de un sello a un certificado, de una tontería a una desfachatez. Ellos se lo tomaron con calma. Hospedados en el balneario de la Malvarrosa utilizaban las mañanas para realizar las gestiones y las tardes para reponerse de los desasosiegos de las trabas que los dóciles burócratas les estaban interponiendo. Durante todo el tiempo que estuvo hospedado en la capital indagó para saber quién estaba detrás de ello. No podía ser que de repente un muro de penalidades administrativas se levantase para impedirles comenzar unas obras que hasta los más importantes ayuntamientos de las comarcas afectadas habían subvencionado. Alguna orden se había dado, desde muy arriba, que estaba paralizando los permisos de obra.
—Donato, hoy vamos a disfrutar de los placeres de la vida— le dijo Sabino Gisbert a su abogado.
—¿A santo de qué?, no hay nada que celebrar, aún no tenemos los permisos de obra.
—A santa gana. Alguien está empeñado en aislarnos y que desistamos por agotamiento. Tenemos que relacionarnos con la clase influyente y averiguar lo que está pasando. Estas vueltas y revueltas que nos están haciendo dar son obra del más fino guante de la política.
—Yo, don Sabino, ahí me pierdo.
—Bueno sígame y diviértase, hoy vivirá una noche como lo hacen los aristócratas de la capital.
Estaban hospedados en el balneario de la Malvarrosa y cuando terminaron su sesión de baño de agua de mar, se arreglaron y se fueron a la ciudad. Sabino solicitó los servicios de un carruaje para que los acompañase durante toda la velada. Siguiendo el camino del cabañal entraron en Valencia por el puente real que cruza el río Turia frente a las Torres de Serranos. Nada más llegar al restaurante del Palace, Sabino pidió que le fuesen a sacar dos entradas para la Zarzuela. Esa noche se representaba, en el Teatro Principal, La Bruja, del alicantino Ruperto Chapí y como era una zarzuela en tres actos habría momentos para tropezar con algunas autoridades y sacarles cierta información. El restaurante estaba repleto, las pocas mesas vacías estaban reservadas, por lo que el maître le ofreció un aperitivo en la cafetería mientras se liberaba una. Les pusieron sendas absentas acompañadas por una fría jarra de agua y un aperitivo. Donato la encontró deliciosa y se deshizo en elogios. "Todos los días no se degusta una Fée Verte; esta absenta francesa es excelente" apostilló Sabino. Un camarero llamó al diputado y le advirtió de que el cochero requería su atención, salió y le informaron de que no quedaban asientos en el patio. Si querían presenciar la función tendría que comprar un palco de seis, algo esquinado pero su precio no era excesivo. Complementó los reales de sobrecosto y volvió al restaurante. Al entrar se tropezó con el Capitán General de la Tercera Región Militar que se encontraba con su esposa negociando con el maître una mesa para cenar.
—Mi general, soy Sabino Gisbert Diputado a Cortes Generales por la circunscripción de Gandía. Permítame que me entrometa, sería un honor para mí y para el letrado que me acompaña compartir nuestra mesa con usted y su señora.
—Si mi señora no tiene inconveniente, será un placer compartir la velada con un diputado de la Capital del Reino.
—Por supuesto —dijo la dama que le acompañaba.
—¡Qué falta de caballerosidad! Le presento a la señora Hortensia Varcárcel, condesa de Villanueva. Querida, el Señor Sabino Gisbert.
Entraron en la cafetería, les presentó al abogado, tomaron el aperitivo y cuando la mesa estuvo dispuesta pasaron al comedor. Rápidamente las conversaciones se polarizaron, aunque de vez en cuando intercambiaban palabras los cuatro; Hortensia y Donato se dedicaron a temas más mundanos, mientras que el general y Sabino se centraron en temas de política y gobierno. Habían terminado de servir los entrantes cuando el acalorado ayudante de cámara se cuadró ante el general y le comunicó, con desesperación, que ya no quedaba ninguna entrada para la representación de esta noche. Sabino intuyó una oportunidad y antes de que entrase en cólera tan insigne invitado, salió al socorro del aturdido oficial.
—Si no es abusar de su confianza, les propongo que compartan con nosotros un palco que acabo de adquirir —interrumpió mirando a la señora, que con su halagadora sonrisa apaciguaba los ánimos marciales de su marido—. Según el cochero se encuentra en la platea y dispone de seis plazas, pero me comentó que está un poco esquinado. Yo entiendo que cercano al escenario.
—Aceptaré su propuesta con la condición de que sea yo quien corra con los gastos de la cena —zanjó el general, sin dejar opción a su interlocutor.
Esta noche estoy de suerte, se dijo, no tendré que ir a buscar tertulias influyentes, la presencia de su excelencia hará que ellas vengan a mí.
Donato, que en su época de estudiante había visto desde el exterior los bloques de piedra de la fachada del rectangular edificio ecléctico modernista, quedó sorprendido por su barroco estilo interior. Nunca había asistido a ninguna función. Su origen humilde no le permitía codearse con los miembros de alcurnia que allí se daban cita para asistir a representaciones de teatro, de opera o al archienvidiado baile de máscaras que, al más puro estilo veneciano, se celebra por carnaval. Al final del acto segundo Federico de las Torres se acercó al general, con la excusa de ofrecer a Hortensia un cigarrillo rubio americano. El Marqués del Arroyo, se sorprendió al ver que estaba Sabino con ellos y para apartarle del grupo le propuso que le acompañase a su palco para ofrecerle un buen cigarro Habano, como los que no se tenían desde que perdimos la colonia de Cuba. "Yo conservo buenos amigos allí", dijo chulesco e ignorante de que Sabino había pasado su infancia por aquellos lares.
En aquel decorado de ostentación y alcurnia, no encajaban los dos pueblerinos gandienses. La amable hospitalidad de Federico no se debía a su cortesía. Con argucias, le quería apartar un momento de la tertulia para tratar algunos temas y asegurarse ciertas lealtades.
—Amigo Sabino —le dijo en tono coloquial cogiéndolo por el brazo—, no esperaba verle por aquí y menos en una representación de una zarzuela, que por estructura y enjundia podría ser considerada una ópera en castellano.
—Aunque con menos oportunidades que los de capital, los de pueblo también somos gente culta. Por eso no desperdiciamos ninguna oportunidad de asistir a una buena obra cuando se pone a nuestro alcance —para marcar una relación en igualdad continuó con una frase que se podía haber ahorrado—. No como ustedes que vienen por aparentar.
—Dejémonos de protocolo y vayamos al grano —le dijo ásperamente cuando se alejaron suficientemente del grupo para no ser oídos—. Si recuerda la conversación que mantuvimos el año pasado en Madrid, cuando vino a pedirme el apoyo para su trenecito, sabrá que la mercancía no debe terminar en el puerto de Alicante y me parece que no está cumpliendo su acuerdo.
—No le entiendo, aún no hemos empezado a construir nada y teme que saquemos nuestros productos por el puerto de Alicante.
—Ha vendido la concesión del tren a una empresa inglesa y uno de sus accionistas es una naviera que tiene intereses en el puerto de Alicante. Eso no es lo que habíamos acordado.
Iba a rebatirle, pero se calló, no habían acordado nada y por prudencia le dejó hablar. Siguió escuchándole mientras reflexionaba en su fuero interno. Ese tiempo de pausa le permitió darse cuenta de que Federico de las Torres disponía de información privilegiada, casi de primera mano, así que intentó ponerle una trampa para localizar su procedencia. Y para que el marqués bajase la guardia, se mostró conciliador e intentó tranquilizarle.
—Federico, todo está controlado, dejé participar a los ingleses porque traemos el carbón que necesita la industria alcoyana desde Inglaterra que así nos cuesta más barato. Si le preocupaba este asunto con haberme escrito le hubiera informado con todo lujo de detalles.
—¿Está seguro de que lo domina todo?, porque su abogado se dejó embaucar por los banqueros británicos y cuando usted llegó para firmar todo el pescado estaba vendido.
—Veo que está bien informado, aunque no es del todo cierto lo que acaba de afirmar.
—Tenga cuidado con los británicos que no son gente de fiar.
—Esté seguro de que si en Londres, cuando fui a cerrar este asunto, hubiese visto un atisbo de riesgo, no habría firmado. Viví un buen tiempo en Nueva York, entiendo perfectamente el inglés y sé lo que negocié.
—Esas no son mis noticias, mi informador londinense piensa que su abogado actuaba como una marioneta de los ingleses.
—No lo pienso, Donato se hizo auxiliar por el agregado comercial de la embajada. El señor Ciempiés es un hombre fiel y no creo que se dejase embaucar por los ingleses.
Con el gesto de sorpresa que hizo el señor marqués cuando Sabino le habló del agregado comercial supo que fue Aurelio Ciempiés quien informó de lo que ocurrió en Londres cuando su abogado preparó el contrato de cesión. Esto sucedió el verano pasado y ahora no tenía prisa. Con más calma intentaría averiguar quién fue el destinatario de la noticia. Estaba casi seguro de que detrás de estos atrasos administrativos se encontraba el Marqués del Arroyo, por lo que de vuelta a la cafetería del teatro Sabino quiso saber si le había tranquilizado y le lanzó un anzuelo para ver si picaba.
—Usted que conoce a todo el mundo en Valencia, ¿me podría dar el nombre del responsable de las licencias de obras públicas de gobernación? Aún no las tenemos y me gustaría agilizar las gestiones. No quiero que comiencen con retraso las obras de mi tren.
—No se preocupe, pregunte por Blas Morant y diga que va de mi parte. Es un hombre muy diligente, pero a veces el celo por el buen trabajo hace que algunos trámites se demoren.
Cuando el aposentador les advirtió que el tercer acto iba a comenzar apuraron su brandy y se despidieron, sabedores de que a la salida no les interesaba volverse a encontrar.
Sabino decidió pasar los dos próximos días en la playa, sin hacer nada. Quería dejar tiempo a que la aprobación implícita que había dado el Marqués del Arroyo, para otorgar las pertinentes autorizaciones, llegase a sus destinatarios. También quiso confirmar si Aurelio Ciempiés le había transmitido información de las reuniones mantenidas en Londres y cursó un telegrama a su secretario en Madrid para que indagase el asunto. Lo que no supo Sabino fue que a los marqueses les estaba pisando un puerto, el puerto de Valencia, y eso le traería muchos dolores de cabeza, a él y a todos los que trabajaban en el proyecto emprendido por la Alcoy and Gandía Railway and Harbour Co. Ltd.
Tal y como predijo, en tres días habían resuelto todos los trámites y volvían con todos los papeles necesarios para que el proyecto comenzase.
<19>
Durante todo ese tiempo Philip Parker no se había cruzado de brazos. Eficaz como pudo comprobar Bernat, él tampoco era un hombre que amaba el holgazaneo. Todos los días a las siete y media, coincidiendo con el amanecer, comenzaba su jornada de trabajo. Él y su mula iban a recogerlo al hostal San Francisco de Borja.
Bernat se levantaba con el canto del gallo, se lavaba la cara, tomaba un trago de agua fresca del botijo, preparaba al animal y salía de su casa de las afueras de Villalonga. Cuando sonaban las campanas de las seis y media se encontraba descansando en la fuente de Beniarjó, a mitad de camino de Gandía. El tiempo que tardaba en recorrer los cinco kilómetros que le quedaban era el que tardaba el sol para clarear el cielo. Cruzaba el único puente que unía ambos márgenes del río y que comunicaba la ciudad en dirección a Alicante. Al pasar por la casa de don Sabino recogía la yegua que Toni, su casero, le tenía preparada para el señor ingeniero. Todas las mañanas hacía sonar el picaporte de la cuadra e intercambiaba idénticas palabras con el casero.
—Buenos días, Toni. ¿Tienes preparada la jaca de Paco Anglés?
—Buenos días, Bernat, aquí la tienes. ¡Ah!, y vete con cuidado de que algún día se te irá la lengua y delante del señorito le vas a llamar Paco al señor Philip.
—Se lo digo con todo el cariño, en Villalonga sin mote no eres nadie y él es un hombre del pueblo. Vosotros, gandienses, no entendéis de las cosas campechanas.
—¿Cuándo has visto un ingeniero campechano?
—Cuando éste esté domado. Él es el primero que veo y te aseguro que cuando entre por el Barranco del Infierno lo habré conseguido.
Minutos más tarde esperaba a Philip en la puerta del hostal para recibir las órdenes, todavía inteligibles, del ingeniero inglés. Bernat, poniendo toda su atención, intuía hacia dónde quería que le llevase y luego partían. Hoy irían a la cantera del Bayren para ver cómo trabajaban y cómo transportaban las piedras que se utilizaban para hacer el dique del puerto en el Grao de Gandía. Si no se quería perder la concesión, la construcción de este debía terminar a finales del noventa y dos, ésta llevaba mucho retraso. Philip buscaba entender cuáles eran las causas. Había estado viendo las obras y al compararlas con las del Manchester Ship Canal, que tantas veces vio en sus paseos con su añorada Cindy, encontraba todas las respuestas. Irían a la cantera y desde allí bajarían al Grao siguiendo el camino que utilizan los carros para transportar las piedras de la escollera. Cuando Philip le dijo el plan de trabajo Bernat sonrió para sus adentros al pensar que la jornada sería breve. Desde el hotel a la pedrera, situada en las faldas del montículo del castillo de Bayren era media hora y otra media desde allí a la playa, más una hora para ver la cantera; si todo se daba bien podría almorzar en casa y emplear la tarde para cavar el bancal de hortalizas que tenía colindante a su vivienda.
Llegaron al pedregal blanco de la cantera del Bayren y a Philip se le frunció el ceño. La piedra estaba machacada en pedazos inapropiados, había montones de gruesa grava y de tierra esparcidos por todas partes y pocos pedruscos compactos suficientemente grandes para soportar los envites del mar. Ahora entendía por qué se fracasaba continuamente en la construcción del dique. Todos los montones de piedra inadecuada vertidos durante la jornada, la resaca marina se los comía por la noche y al día siguiente sólo quedaban los restos del grueso esqueleto rocoso. También vio a los hombres trabajando sin orden ni concierto, lo que unos hacían, otros lo deshacían para hacer lo que les habían mandado y así volver a empezar. Observó que todo el mundo se esforzaba por trabajar, pero el trabajo no cundía. Se subió en lo alto de una roca y se pasó dos horas abstraído, observado en silencio como se desarrollaba la jornada, incluso cuando la gente paró a desayunar él se quedó tomando notas en su atalaya.
Bernat se sentó en el corro que habían formado los jornaleros. Sacó de su talego un pedazo de pan, media sobrasada seca y cortando rebanadas con su navaja, comenzó a comer. Jovialmente el capataz compartió su bota de vino rosado del terruño. Cuando terminaron echaron un cigarrillo y un poco de tertulia antes de volver a trabajar.
—El inglés es siempre tan solitario y poco hablador —le dijo el capataz.
—No es que sea mala persona, ni huraño, ni hosco, pero Paco es así, es inglés y tiene sus costumbres, un poco raritas para los de aquí.
—No sé, hombre, si tú lo dices eso será, pero no se ha sentado con nosotros ni para desayunar. Al llegar ha dado los buenos días, dos vueltas por la cantera, se ha subido en lo alto de la piedra y se ha puesto, como un león, a observar. Si no le subes agua, ni la pide y con el sol que hace se quedará seco como una pasa.
—Cuando se levanta se da un atracón de comida y hasta la hora de comer no prueba nada. Además, en castellano se arranca con dificultad, por eso le llamo Paco y encima nosotros le liamos con el valenciano, pues ahí lo tengo al pobre atrancado, como una mula de tiro y arrastre, que ni va palente ni patrás.
—¿Y qué tiene que ver Paco con Philip?
—Porque aún no ha aprendido a decir "poco" y a mí, el castellano me cuesta. Che, que cada vez que le pregunto, con toda la buena intención, ¿usted me ha entendido?, siempre me contesta: ¡un pacou! Por eso, a él se le ha quedado el apodo de "Paco Anglés" y a mí me queda la duda de si ha comprendido o no lo que le he dicho. Philip no entiende que en español poco está entre el sí y el no y ¡eso a él no le entra en la cabeza!
Cavilando se fue el capataz tras oír la rotunda afirmación de Bernat. Él nunca se había percatado de que poco era un lugar indefinido entre el sí y el no.
Bernat lo esperó pacientemente. Por fin Philip decidió emprender rumbo al Grao. Cada poco tiempo se paraba y observaba la orografía. Le hacía volver atrás y con la punta de un lápiz la medía para después calcular la pendiente de la ladera. Rehacían el camino para desplazase por tierras vírgenes y así llegaron a las cuatro de la tarde, sin comer, a su destino. Todos los planes de arar que había hecho Bernat por la mañana se le fueron al traste. Además, el estómago vacío iba agriándole su humor. Pensó en positivo: "A mí me pagan por esto y esto es lo que tengo que hacer". No le molestaba pasar todo el día al lado de una persona ensimismada, Bernat estaba acostumbrado a labrar los campos en soledad, con la compañía de su jaca. Lo que realmente le agriaba la jornada era no poder comunicarse con él.
Bernat era un hombre sencillo, plano, directo y de agradable trato. Las pocas aristas que tenía las dejaba relucir para que nadie se lastimase. No le molestaban los largos silencios. Le encantaba observar a Philip y ver cómo gozaba un hombre concentrado en su trabajo, empeñado en hacer bien sus menesteres y ser profesional hasta en los mínimos detalles. Él sabía que Philip tenía nubarrones de desesperanza. Sin causa aparente, a veces se le contraía su rostro y no lo podía ayudar. Habían pasado tantas horas los dos juntos que terminó por notar que algo le carcomía. Su intuición le decía que Paco había dejado en su tierra algún sinsabor.
Al llegar a la puerta del hostal vio que Philip se apeaba de la yegua con aires de gran satisfacción, como aquellos días en que todo había rodado a pedir de boca.
—Amiogo Bernat, conmigo le invito a tomar un té.
Le sorprendió sobremanera lo que acababa de escuchar. No le asombró la brevedad de su frase, ni el orden gramatical. Siempre hablaba así con un peculiar timbre, con frases breves y con vocablos dichos en un salpicado azar. Dos palabras lo alertaron por desconocidas, era la primera vez que Philip pronunciaba amistad y té. Amistad es una palabra que muchos hombres emplean a la ligera, pero que, con el tiempo, el roce y sin desavenencias se puede fraguar. Bernat no sabía lo que era el té y por su natural curiosidad no dejó pasar la oportunidad que la ocasión le brindaba.
—Muchas gracias —le asaltó su prudente educación—, pero quiero ir a merendar, no he comido nada desde el almuerzo.
—Insisto, comer conmigo usted un té.
—Porque el señor insiste y tengo hambre —aceptó por fin Bernat.
"¡Raros, raros, raros! Estos ingleses son muy raros" Le comentaba Bernat a su mujer cuando cenaban en su humilde casa. Cuando Philip pronunció con tanta solemnidad, las palabras "comer" y "té", él pensó que hoy se ponía las botas con una opulenta merienda cena y a casa a dormir. Tanto es así que se llevó consigo el talego para guardarse comida si la ocasión le era propicia.
—¡Pero eso no se hace! —le decía con asombro a su mujer, como si ella fuera la responsable de lo que esta tarde le había ocurrido— Sacar un puchero de café, eso sí con un nombre rimbombante, "teapot", meterle cuatro hojas para obtener una tisana amarilla y amarga, verterla en una taza y mezclarla con un chorrito de leche y un pastelito de hojaldre, que puso en un platito al lado de la taza. Y a eso lo llama el té de las cinco. Con reverencia, como si fuese lo más grande del mundo. ¡Che, lo nunca visto! Ahí me tuvo contándome historias de su país, ¡como si predicase! y con la sonrisa de oreja a oreja, yo calladito para no ofender, como una estatua. Y mañana a las siete, con el carro, que nos vamos a Alcoi. ¡Con todos los instrumentos! ¡Como si conociera el trayecto! ¡Este no me vuelve a hacer pasar hambre! ¡Que pobres seremos, pero siempre tenemos algo que llevarnos a la boca con que llenar el estómago!
Si algo llevaba mal Bernat era no comer. Ella lo conocía y tuvo que dejarlo hablar hasta desfogarse. Cuando la ración de conejo frito con tomate, la hogaza de pan y el vaso de vino hicieron el efecto relajante que él necesitaba, volvió a entrar en razón y no encontró tan disparatado acompañarlo. Ella haría las labores que el campo necesitaba y si no podía llamaría a su cuñado para que la ayudase.
—Ya verás cómo salimos adelante —le dijo dándole un beso reconfortante.
Al marcharse Bernat, Philip se quedó leyendo en su habitación, a las ocho bajó a cenar y subió temprano para acostarse. Sobre el escritorio de su cuarto puso su cuaderno de hule negro, lo abrió y tras escribir en su diario lo esencial de la jornada se fue a dormir.
31 de marzo de 1889:
Hoy he visitado la cantera y he recorrido el trayecto desde la misma hasta los montículos de piedras acopiados en el puerto. Los trabajadores son muy laboriosos pero desorganizados y por eso su trabajo no progresa. Hemos terminado exhaustos por no comer a medio día y para compensar al abnegado guía lo he invitado a tomar el té conmigo. Creo que a Bernat no le ha gustado. Me ha reconfortado hablar con este hombre de mi añorada Inglaterra, de sus verdes paisajes, de sus costumbres. No le he hablado de Cindy. No es recomendable que los jornaleros conozcan mis debilidades y no quiero que sepan de mis añoranzas. Son buenas personas y creo que seremos felices viviendo aquí, este es un pueblo acogedor y de costumbres sencillas.
Mañana iré a Alcoi para desde allí definir con precisión el trazado del ferrocarril, espero terminarlo en cuatro días. Cuanto antes acabe este trabajo, antes volveré a Manchester.
En ninguna de las cartas que Philip había escrito a su amada Cindy le dijo la fecha de su retorno a Inglaterra. Lo haría cuando hubiese definido el trazado del tren y encauzado las obras del puerto. No quería darle falsas esperanzas sobre la fecha de su regreso porque hasta entonces no podría volver. No sabiendo el tiempo que le quedaba, prefería guardar silencio. De la reciente visita dedujo que en un mes y medio podría irse a Inglaterra. Cada vez tenía menos tiempo para salvar su boda. Si todo transcurría según sus planes, sólo le quedaba un mes de margen para conseguirlo.
<20>
A las siete, como un clavo, estaba Bernat cargando el carro con los aparejos topográficos y de dibujo, con un baúl que contenía la vestimenta y utensilios de campo necesarios y con la tienda de campaña para que el señorito pernoctase. No entendía para qué Philip traía tantas cosas. Él llevaba lo esencial, la cabeza cubierta por la boina, su traje de pana marrón con camisa blanca, una muda de camisa y calzoncillos para cambiarse mientras lo puesto se secaba y una manta para dormir. El resto era peso inútil que no hacía falta. Esperó a tenerlo todo cargado, para que su pregunta no sonase a vagancia pues nunca se sabe cómo se toman los demás las cosas y no quería que lo mal interpretase.
—Mister Philip, ¿no podríamos aligerar un poco la carga? Es mucho peso para los dos animales. Cuando lleguemos al Barranc del Infern habrá que dejar la carreta y cargarlos con lo que en ella llevamos.
—¡Nou, nou, nou! Todo mi necesario. Nou, preocupado, tú nou entender. Tú mi ayudar, yo aser plano del tren. ¡Nou, nou, nou! Nou problem.
Salvo la tarde que lo invitó a tomar el té, nunca le había oído pronunciar en español más de tres palabras seguidas y aquel empuje fonético, de pronunciación átona, de erres arrastradas, de palabras pausadas, de voz aguda y monocorde, acompañada por una gesticulación que sentaba cátedra, lo dejó boquiabierto. Sin embargo, Bernat, a pesar de sus exagerados gestos, se creyó en la obligación de insistir. Por lealtad no debía de dejarlo persistir en su aparente error.
—Por el río no puede pasar el carro, que el río no es plano.
—¡Nou, nou, nou! ¡Del río, nou! Mi aser plano del tren, nou del río plano.
—¡Que a partir de L'Orxa el río se estrecha y no cabe el carro!
—Nou posible, río grande el carro caber. Mí confiar.
—Si usted confía en mí, entonces ¿qué dejamos? No podemos llevar todo lo que hay en el carro.
—¡Nou!, todo necesario. Confiar mí. Marchar ahora, ir, ir.
Bernat giró leve y repetidamente la cabeza en señal de desaprobación, subió al carro y arreó con las riendas sobre el lomo de la yegua para ponerse en marcha. Al tiempo, se decía para sus adentros: "Hasta que lleguemos al Barranco del Infierno. Entonces lo comprenderá. No sé si este Paco es terco por naturaleza o es cabezón porque no entiende. Lo que me fastidia de este negocio es que seré yo quien lidie con el toro". Debió de terminar rumiando en voz alta ya que el inglés entró en sus pensamientos.
—¿Qué ser torro?
—Un animal con cuernos afilados, mucha mala leche y con muchos, muchos huevos. ¿Entiende lo que digo?
—Un pacou. In Inglaterra leche buena. ¿De qué color ser las plumas del torro? —repuso contento Philip pensando que hoy le había entendido.
—Negras —sentenció brevemente Bernat, para no liarlo más
"¡La madre que parió al inglés!", se dijo esta vez sin rechistar. En silencio levantó la cabeza, fijó la vista en dirección del camino y sonrió, porque ahora sabía que en asuntos de cuernos pacou significaba no. A Bernat, aparte de que no le dejasen comer, también llevaba mal que le contrariaran sin sentido, pero eso a Paco se lo consentía.
A las siete de la mañana emprendieron rumbo a Alcoi por la Vall d'Albaida rodeando las faldas norte de la sierra de Ador, por cuya otra vertiente sur transcurría el río Serpis. Todo lo ancho y profundo que tenía este camino contrastaba con lo estrecho y abrupto de la otra ladera. Para amenizar el trayecto, Bernat iba explicándole las características de las tierras, los principales topónimos y las costumbres de los hombres de todos los pueblos por los que pasaban. Cada hora paraban cinco minutos a descansar, hasta que llegaron a Castelló de Rugat, donde pararon a comer. Tuvieron que esperar a que se cociese la comida, pues por allí no pasaban viajeros y los que lo hacían venían listos con sus provisiones y sólo pedían vino y aceitunas para acompañar a los bocados que traían. Aprovecharon la espera para comprar alimentos y llenar las cantimploras. En aquella casa, tasca, bodega y tienda del pueblo encontraron todo lo que necesitaron. A partir de ahí el camino se volvió abrupto hasta que cruzaron la sierra de Benicadell. En lo más alto, como Moisés, Bernat le enseñó a Philip la tierra prometida.
—Mire, este es el gran valle del Perputxent; por ahí circulará su tren. Ahí abajo puede ver el pueblo de Beniarrés por dondepasaremos para girar a la derecha en dirección de Alcoi. A la izquierda, siguiendo el río Serpis, está mi pueblo, ese es el camino que sigue en busca del mar.
Mientras ilusionado Bernat describía la comarca, en su mente se agolpaban los recuerdos de las gentes, los árboles, las ferias de ganado, los amigos y las vivencias que, a fuerza de años, uno acumula con gozo y placer. Philip, serio, concentrado, se imaginaba su proyecto y estaba viendo por donde ir a tomar medidas para dibujar los planos del trazado de su tren.
—¿No le gusta? —preguntó sorprendido al ver el inexpresivo rostro de Paco—. Son campos repletos de árboles frutales, de cerezos, manzanos, almendros y toda la buena fruta de secano que esta bendita tierra da.
—¡Ouh, yes, yes! Gustar fácil.
—¡Ay! —dijo con resignación Bernat, expulsando todo el aire de sus pulmones. Y por fin se decidió a que el inglés aprendiese un poco y mejorase su castellano—, no se dice gustar fácil, se dice gustar mucho.
—¡Nou, nou, nou!, mi nou ver árboles, mi ver los cojones de la línea de tren. ¡Construir fácil!, aquí como in England, no hay lomos que comer.
No comprendía cómo un hombre no podía gozar de aquella magnífica visión. ¡Qué importaba corregirle y decirle que los cojones eran mojones y que los lomos eran lomas! Bernat, además de la frustración por su incipiente y malograda vocación pedagógica, se quedó con el resquemor de su deficiente comunicación. Desde el primer encuentro en la estación de Xàtiva y a medida que el intercambio lingüístico con Paco aumentaba, no sabía si le molestaba más el "pacou" por su indefinición o el "nou", que era el preludio de una contrariedad. Él se iba adaptando con suavidad a su peculiar mímica y fonética, pero esas dos palabras le perturbaban y atraían poderosamente su atención.
Más tarde de lo previsto llegaron a Alcoi con el tiempo justo para encontrar un hostal, cenar e irse agotados a dormir.
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Nada más despuntar el día Bernat ya estaba en pie, no había recibido ninguna orden de Paco así que se dijo "faena hecha no pesa" y se fue a cargar el carro y preparar a los animales. Supuso que se irían temprano para comenzar a marcar los mojones de la vía del tren. Bernat estaba desesperado, Philip tardaba y temía por su salud, eran cerca de las ocho y no había salido de la habitación. Lo vio aparecer bajando las escaleras que llevaban a la primera planta donde se encontraban las habitaciones. Bajaba tranquilo y con semblante jovial. Se saludaron amablemente, le informó de que todo estaba preparado y comenzó a oír una de las palabras que le producía urticaria. Pronto supo que todo el trabajo que había hecho no era necesario.
—¡Nou, nou, nou! Carreta nou. Confiar mí. Ser importante saber start; start ser primer cojón del tren.
Bernat se calló y pensó en lo que le decía su madre "hijo, hay que saber estar a las duras y a las maduras". Él no entendía la relación que había entre buscar la ubicación de la primera estación del trayecto, saber donde arranca el tren, con saber estar. Se calló, pero no entendía por qué para Philip estar era el lugar donde arranca el tren. Hoy pasarían todo el día en Alcoi dedicados a encontrar la ubicación de una estación, la estación de cabecera y a contratar una persona para que les vigilase la carreta mientras ellos buscaban los mejores trazados de la vía férrea.
La hostelera le preparó al inglés un desayuno copioso como una comida. Bernat tomó una cazalla con agua fresca y un cafelito. Juicioso y buen conocedor del percal que le esperaba le pidió un bocadillo de tortilla, que envuelto con papel de estraza se metió en su talego. También le pidió que le llenase la bota de vino, para en un descansillo de la mañana poder almorzar según los cánones del lugar.
—Si no es molestia —le preguntó a la mujerona que les servía—, ¿me podría poner un cachito de queso?, es para acompañar la hogaza de pan que aún me queda. Nunca se sabe y si la jornada se alarga, me servirá para engañar al cuerpo.
Prudentemente Bernat tomó sus precauciones para que Paco no le hiciese pasar hambre.
Al preguntar a Joaquina si había una plaza de la contratación, o un lugar donde esperaban los hombres para echar una peonada, la mujer, rauda, les ofreció los servicios de su hijo. Era un mozuelo que podría desempeñar, con toda confianza, las labores de vigilancia que ellos requerían. Además, les insistió, la manutención del joven durante los días en los que le requerían corría por cuenta de la casa. Nada más cerraron el trato la mujer gritó el nombre de su hijo Jordi. "Desde ese mismo instante está al servicio de los señores".
Al oír eso de señores, Bernat miró para atrás, buscando a otra persona y observó como el comedor del hostal seguía vacío. Él no estaba acostumbrado a que le llamarán señor y pensó inmediatamente para sus adentros: "cuándo le diga esto a mi María, veras la cara que pone. No hay nada como arrimarse a un reconocido lord inglés", según le dijo Sabino en Gandía cuando lo contrató para acompañar a Paco.
Con el mozo pegado a sus espaldas salieron a pie a recorrer la ciudad, Bernat la sabía grande, pero pateándola como lo estaban haciendo, calle por calle sin dejarse ni una mísera callejuela, le pareció inmensa. Se sorprendió de que allí viviesen tantas personas, pero Jordi le ratificó que eran treinta y dos mil habitantes. Entonces calculó que Alcoi eran cuatro veces más que Gandía y que para albergar a tanta gente se necesitaban muchas casas. Salieron de la ciudad, cruzando el Serpis por el puente de Sant Llopis, para ver las fábricas. La principal zona industrial se encontraba en dirección norte. Pasaron el resto de la mañana recorriendo el enjambre de empresas que allí había y viendo dónde se ubicaban las que estaban naciendo. Philip buscó terrenos libres que fuesen compatibles con el posterior desarrollo fabril de la ciudad. Se imaginó cómo estaban dispuestas las fábricas en Manchester, que para él sería el ejemplo a seguir en todo el proyecto. Cinco horas le bastaron para observar lo que necesitaba, así que llegaron al hostal para la hora de comer. Como Joaquina, la fornida posadera, no sabía a qué hora volverían, había preparado una olla de blat picat. De esta forma cuando llegasen sólo quedaría calentarlo. Mientras esperaban a que preparase la mesa, se tomaron un aperitivo de la zona, varios vasitos de café licor, acompañados por un plato de cacahuetes con altramuces. Al principio no parecía que aquella bebida espirituosa de café, mezclada con un poco de gaseosa le gustase a Paco, pero cuando tomó el tercero ya comenzaba a alegrársele la vista y a sonrosársele los mofletes. Bernat, que sabía como se las gastaba ese brebaje, de mediana graduación, sorbió el primer vasito y cambió a moscatel. Terminaron de comer y con el estómago pesado de la riquísima caldereta de trigo se fueron a la montaña. Philip quería observar el terreno desde la altura y subieron a la sierra de la Mariola para tener una visión completa de la ciudad y sus alrededores. Desde allí arriba Philip fue cuarteando el horizonte hasta que al caer la noche encontró el lugar donde construiría la estación de Alcoi, desde donde partirían los trenes hacia el puerto de Gandía.
Todos los huéspedes, a medida que terminaron de cenar, salieron a la calle a pasar la velada mientras hacían la digestión. Se llevaron las mismas sillas de enea con las que habían comido y formaron un corro frente a la puerta de la tasca del hostal. Allí se pusieron a contar anécdotas e historias, algunos con una copa de brandy en la mano, otros con un cigarro, los más con ambas cosas a la vez y el inglés con un extraño artilugio entre los labios, que los más versados reconocieron como pipa de fumar. Antes de retirarse para dormir Bernat le preguntó a Philip si a la mañana siguiente tenía que preparar el carro. No le gustaba hacer el trabajo en balde.
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El día se levantó nublado. Desde que emprendieron la salida, Bernat comenzó a enseñarle a Jordi cómo tenía que manejar la tartana. Iban los dos montados en el carro y después de presentarle a la jaca, comenzó a explicarle cuáles eran sus preferencias, sus manías y, cuando se aseguró de que el muchacho lo había entendido, le dejó las riendas para comprobar que era verdad. Desde el lugar donde se emplazaría la estación de Alcoi, fueron circulando por el camino que los llevaba hasta Cocentaina. De vez en cuando, Philip se paraba, tomaba nota y hacía ciertas mediciones. Al llegar a un barranco que encauzaba una de las torrenteras de la sierra Mariola, bajaron del carro el voluminoso teodolito lo anudaron a la yegua del inglés y le dijeron al mozo que les esperase en Cocentaina. Ellos irían campo a través imaginando el trazado de la vía del tren.
Bien instruido por Joaquina a la entrada de la ciudad se encontraba el mozalbete con embutidos pan y una bota de vino esperándoles para el almuerzo. Se quejó de su tardanza, porque pasadas las once, almorzar quita el apetito de la comida. Por educación los había esperado y le sentó mal que el señor ingeniero no probara nada. Los había esperado casi dos horas y les distanciaba algo más de un kilómetro desde que se separaron.
—Jordi, no es por despreciar —le dijo agradecido Bernat—, resulta que Paco es de costumbres raras. No se lo tengas en cuenta, que él agradece el gesto.
Pragmático, Bernat tuvo que reaccionar ante el estupor del joven para asegurarse de que esta incipiente costumbre de agasajarlos en los reencuentros, no se malograse. El inglés ni vino tomó; dirigiéndose del tirón a la fuente de la plaza para beber su fresca agua.
En apenas dos horas había visto la ciudad. Contaba con una débil industria y los siete mil habitantes se dedicaban principalmente a la agricultura. Su antiguo pasado ducal había ido cediendo terreno a la concentración industrial alcoyana. Ubicó la estación de la ciudad y se fueron a comer a una fonda. En la cabeza de Philip estaba llegar a L'Orxa para cenar, pero vista la hora le pidió a Bernat que adquiriese alimento para cenar a la intemperie.
Localizar ubicación de la estación Muro no representó ningún problema. En las afueras del pueblo en la dirección del trayecto del tren, encontró un lugar perfecto para situar la estación, que a la postre sería un importante nudo de comunicaciones. A la salida de Muro se topó con la primera gran dificultad de su trazado, el río Agres. Atravesar su vaguada era la primera obra de ingeniería compleja que debía considerar, así que ordenó a Jordi que estableciese un campamento al otro lado del barranco, cerca del camino de Beniarrés. Estuvo trabajando hasta que sin darse cuenta quedó sin luz. El dulce ocaso le impidió tomar referencias y anotaciones en su cuaderno de campo. Bernat acarreó el gran teodolito y la maleta de instrumentos topográficos y señaló la luz, que, a la vera del río, se veía a lo lejos. A su llegada Jordi había levantado un campamento más que aceptable, que él calificó de lujoso. Había recolectado acelgas silvestres y las estaba terminando de hervir en la fogata que les sirvió de faro. Eso junto con un poco de pan con queso sería el menú campestre de esta noche al que Bernat añadió su bota de vino y el bocadillo de tortilla que Joaquina le había preparado antes de partir. Sentados alrededor de la hoguera cenaron y pasaron la velada contando anécdotas e historias de la gente de aquí, el inglés los observaba atento, apuntalando la conversación con sies, con noes y con preguntas breves para entender lo que decían los dos apasionados cuentacuentos. El fuego se extinguió, apagaron los rescoldos y cada mochuelo a su olivo. Se fueron todos a dormir, Philip en el camastro de la tienda de campaña, Bernat y Jordi sobre dos márfegas que el mozo había hecho con dos sacos llenos de paja. Envueltos en sendas mantas se tumbaron debajo de la carreta para protegerse del rocío de la fresca noche.
El día siguiente fue más fácil, se encontraban en la parte llana del valle del Perputxent. Marcar las paradas de Gaianes y Beniarrés fue sencillo. A partir de aquí el trazado se ceñiría a los montes de la sierra de Benicadell alejándose de la fértil huerta situada a la vera del río Serpis y que daba de comer a los lugareños. Los siete kilómetros que separaban Beniarrés de L'Orxa fueron más laboriosos porque era delicado encontrar el trazado más fácil de realizar y que estuviese pegado a la ladera de la montaña.
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Desde que salieron de Alcoi habían transcurrido tres días, estaban a mitad del camino y a las puertas del infierno. Hasta ahora la carreta les había acompañado, pero a partir de aquí se deberían separar. Ningún camino salía de L'Orxa. Cercada por la Safor y la Sierra de Albureca las únicas vías de comunicación eran a través de sinuosos y empinados senderos de montaña. Así lo constató Philip durante el paseo que dieron antes de cenar.
A la mañana siguiente volvieron sobre sus pasos para ubicarse en la estación de L'Orxa que quedaría un poco lejos del pueblo; el río Serpis los separaba. Al llegar al puente que lo cruza, comenzó el debate sobre cómo continuar para seguir realizando el croquis del trazado del tren. Desde ese punto no se podía apreciar, ellos se encontraban en el inicio del cono y no podían ver el final del embudo. Ahora la discusión no giraba en torno a la carreta sino acerca de qué bultos llevarían consigo para tomar las mediciones en el Barranc del Infern y el Racó del Duc. Se disponían a cruzar los sectores más abruptos del trazado. Allí se aprisiona la naturaleza y no cabe ni una mísera senda por la que anduviese un caballo. Eso sólo lo sabían los autóctonos, y era lo que desesperadamente le había intentado decir Bernat a Philip sin mucho éxito.
—Mi ok, nou camino, nou carreta. Mi andar, si teodolito, si maleta.
—No podemos llevarnos la yegua, el terreno se va estrechando, empinando y en algunos sitios se convierte en un desfiladero por el que sólo pasan las cabras montesa.
—¿Qué ser montesas?
—No montesas. Se dice cabra montesa. Es una variedad de cabra pirenaica que está habituada a vivir entre las piedras y los desfiladeros. Es como una cabra, pero con los cuernos grandes y enfilados para atrás.
—¡Aaah, qué gracioso!, españoles gustar siempre cuernos con animales. In England por donde pasar cabra pasar caballo.
Bernat, a pesar de la gracia que le producía su acento de violín desafinado y entonación átona, puso cara de resignación y comenzó a cargar al animal. Le dijo a Jordi, en valenciano, que hoy comiese en L'Orxa y si no había vuelto que partiese rumbo a Alcoi. Él regresaría allí a recoger su carreta. Partieron con la yegua cargada hasta rebosar; en el lomo del animal Bernat había atado el teodolito, la maleta, la tienda de campaña y los víveres.
—¿Por qué Jordi ir a L'Orxa?, yo pensar que él ir de espalda a su casa.
—Esta tarde después de comer. Nos espera por si no podemos pasar.
—Nou problem, nou esperar, nosotros seguro que pasar.
—Usted hágame caso, que da igual que llegue para comer que para cenar.
Y desde el lugar en el que se ubicaría la futura estación del pueblo, tomaron rumbo a las puertas del tan temido Barranco del Infierno. Antes de entrar, en el último recodo, arrimados a la ladera de la sierra de Benicadell, Bernat giró la cabeza y observó en toda su amplitud el valle del Perputxent y no tuvo un buen pálpito. Por eso, esta vez, no hizo ningún comentario, no quería agriarle a Philip la travesía del infierno.
A medida que avanzaban, el inglés iba palideciendo. Para mantener una pendiente aceptable que el tren pudiese superar habría que pegar la vía a los acantilados de la sierra de Benicadell. Cruzar aquel desfiladero se necesitaría perforar túneles y construir puentes. Era fundamental saber cuántos, Philip los tenía que precisar antes de regresar a Manchester a terminar el proyecto y, su profesionalidad, le llevó a cometer una imprudencia. Avanzaban pegados a las paredes del barranco, el camino se iba estrechando hasta quedarse en una senda colgada al vacío y a pesar de ello Philip decidió continuar. Además, la estrecha cornisa por la que caminaban no les permitía utilizar los instrumentos topográficos y sin ellos no podía hacer mediciones exactas. Philip renunció a su precisión, pero no a su orgullo. En vez de volver y cruzar esa zona por el cauce del río sin caballo, como le sugirió Bernat, se adentraron por la cornisa hasta la parálisis.
Bernat, sabiendo del peligro de la orografía, no osó decirle que a partir de allí no podrían regresar, le disuadió la tozudez que Paco le había demostrado. Él quería ganarse su jornal, no la enemistad de su patrono. Así que, si el inglés pretendía seguir, seguirían por el despeñadero.
Cruzar con la yegua los doce kilómetros que les quedaban hasta Villalonga a ellos les iba a costar un día, al animal le costaría un mundo; él no estaba adaptado para moverse por este pedregal. Siguieron avanzando hasta que la prudencia de la yegua superó a la tozudez de los hombres y se paró. Ella no quería continuar por el filo de la pared. Al ir a retroceder se dieron cuenta de que estaban bloqueados, en ese punto la estrechez de la cornisa les impedía girar y la yegua, temerosa del vacío al que se enfrentaba, se negó a recular. Anclados en un precipicio a veinte metros de altura, sobre un alero de la montaña de medio metro de ancho se encontraban, en este orden, Philip, Bernat y la yegua del señor Sabino. Y ella tenía que recular cincuenta metros para salir del atolladero en el que les había metido el primero. Bernat, que la sujetaba por el ramal, sabía que él no era capaz de hacerla retroceder y que, si se espantaba, se podrían caer los tres. Con mucha calma le pidió a Philip su bastón para intentar ayudarse con él y hacer recular al animal que nervioso por cada paso que daba para atrás daba otro hacia delante. De insistir terminarían por alterarla y eso no convenía a nadie. Entonces se acordó del caballo del picador que con la ceguera le pone valor y se enfrenta al toro.
—Philip —le dijo al inglés sin protocolo—, deme su chaqueta.
Por primera vez desde que se conocieron, no rechistó. Sabía que la situación era muy crítica y únicamente admitía acción. Bernat tiró las riendas al suelo y las pisó para inmovilizarlas, acarició suavemente el hocico de la yegua y poco a poco sin que apenas se diese cuenta, le fue tapando la vista con la chaqueta de Paco, la anudó para que no se moviese, retomó las riendas y con el bastón y mucha suavidad, hizo retroceder poco a poco al animal. Pacientemente logró llevarlo hasta un punto del desfiladero donde la senda se ensanchaba y podían girar. Volverían a L'Orxa y andando proseguirían los dos por el cauce. De repente, cuando casi lo había conseguido, saltó la tragedia. Afortunadamente ahora Philip iba abriendo el grupo y eso le salvó de ser arrastrado por el repentino desprendimiento que se provocó en el talud. La poca tierra que sujetaba la quebradiza cornisa no fue suficiente para aguantar el peso de la yegua y en pocos segundos ella y su carga se precipitaron hasta detenerse en el lecho del río. Reventada por el rodar con los fardos y las piedras que se desprendieron relinchaba de dolor enrojeciendo el agua con su sangre. Bernat llegó rápidamente para atenderla y se percató de la tragedia, no podía hacer nada por salvar al animal así que decidió que su sufrimiento fuese breve. Se sacó del talego su navaja y de un certero golpe de descabello acabó con su vida.
A Philip le marcó ver que le daba la puntilla al animal y desde ese momento se prometió que aprendería a hablar bien el español para entender a ese buen hombre y que escucharía sus consejos. Bernat le quitó las riendas y las correas que sujetaron los fardos que desequilibraron la yegua al tropezar con un saliente de la pared. Al terminar de quitarle la montura hizo un tajo en el vientre y las nalgas de la yegua para facilitar el trabajo a los lobos y zorros cuando sus despojos les sirviesen como alimento. Levantó la cabeza y vio al inglés aturdido.
—Enterrarla —le dijo Bernat— es un desperdicio para la naturaleza.
De todos modos, no tenían ni material ni tiempo para hacerlo. Hizo un fajo con los utensilios que Philip no consideró indispensable llevarse y los arrinconó junto con los hierros retorcidos del teodolito en un recoveco del cauce. Él volvería otro día a recogerlos.
Continuaron a pie por el cauce del río Serpis, normalmente rápido, poco profundo y moteado de vez en cuando por verdes pozas que lo amansaban. Después de tantear la zona con ahínco Philip le indicó a Bernat el punto por donde cambiaría el trazado, pasando de la orilla izquierda a la derecha. En ese sitio la noche les alcanzó y decidieron pernoctar. Comieron en silencio en torno a la hoguera oyendo los aullidos de los lobos y las riñas de los zorros que en la cercana oscuridad devoraban el cadáver de la yegua. Con la poca luz que desprendía el fuego Philip tomó su diario y volcó los sentimientos de este aciago día. Toda la noche estuvo Bernat pendiente de tener el fuego avivado, no para caldearse, sino para alejar a los lobos perdedores de la refriega equina, que oliendo su presencia se podían abalanzar sobre ellos. Él sabía que estaban durmiendo en la otra puerta del infierno y que a partir de ahora comenzaba el Recolduc, en esta zona el barranco era más estrecho, más angosto, pero estaba protegido por la Mare de Deu de la Font, la patrona de su pueblo. Emplearon todo el día en cruzar los seis kilómetros de ese desfiladero y pernoctaron antes de cruzar el río a las faldas del impresionante circo de la Safor.
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Se despertaron temprano, querían terminar en un día la última etapa de su trayecto, ahora les quedaba un camino llano, unos tres kilómetros para llegar a Villalonga y de allí catorce para arribar al puerto de Gandía. La Conca de la Safor es llana como la palma de la mano, pero la peculiar orografía de la margen izquierda del río, por su linde con la sierra de Ador, hizo que Philip decidiera volver a cruzar el río Serpis al pasar la Reprimala. Esto les retardó y llegaron al pueblo sobre las diez. Bernat le invitó descansar y a comer en su casa. Mientras su mujer les preparaba una paella, que estaría lista para las doce, él buscaría un par de animales y así recuperadas las fuerzas y con nuevo medio de transporte, en cinco horas podrán llegar a su destino. Durante este tiempo Philip encontró el lugar en el que construir la estación de Villalonga. Nada más terminar de almorzar tomaron el camino y en su trayecto fueron ubicando la estación de Potries, los apeaderos de Beniarjó y de Almoines. A la entrada de Gandía Philip decidió volver a cruzar el río para sortear la ciudad por el norte. Iría a buscar directamente el puerto y haría un ramal que llevase a la estación término de Gandía. Prefirió que a ella se llegase por un ramal porque esperaba que la ciudad se expandiese en dirección al mar, entre el barranco de Sant Nicolau y el río Serpis. Había anochecido cuando se despidieron en la puerta del hostal. Mañana Bernat se iría a Alcoi a recoger su carreta y Philip a terminar de preparar el proyecto. Le dijo que no olvidaba su inestimable ayuda y que al volver para realizar el ferrocarril contaría con él como ayudante de campo.
Antes de acostarse Philip escribió brevemente, en su cuaderno de hule negro, las principales vivencias de la jornada.
7 de abril de 1889:
Únicamente tengo ganas de descansar. He pasado la semana más dura de mi vida. Desde que abrí las puertas del infierno he mal comido y dormido sobre incómodos pedregales. Aún no me he recuperado de la imagen sangrienta de aquel animal reventado tras despeñarse. Afortunadamente la diligencia de Bernat hizo que sufriese poco. Ya tengo todo lo necesario para continuar trabajando en Manchester, pero no podré regresar en breve porque tengo que solucionar el transporte de piedras desde la cantera a la escollera. Alejado de ti me siento abatido y esto hace que todo sea más duro e insoportable. Espero que la suerte se haya quedado contigo. Estoy muy cansado y la fatiga me invade. Mañana te escribiré, necesito desfogar mis sentimientos.
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Philip no pidió que lo despertasen. Quería dormir hasta que su extenuado cuerpo se recuperase. Con los postigos de la ventana de su habitación cerrados, le despertó el bullicio de la vida exterior. La noche anterior le entregaron un sobre del diputado Sabino cuya lectura demoró hasta el desayuno. Lo citaba para planificar el proyecto y que el tiempo no les comiese. Brevemente le explicó cómo, durante su prolongada estancia en Valencia, había conseguido todos los permisos y autorizaciones administrativas para comenzar las obras. A las diez salió del hostal. Sabino le recibió inmediatamente y pidió a su casera una jarra con agua fresca del pozo para Philip y un café con leche con un trozo de bizcocho para él. Cuando Matilde entró con el servicio en una bandeja de plata, se dio cuenta de que estaban hablando en inglés para garantizar la buena comprensión. Entre ellos siempre hablaban en inglés.
Abiertas las temidas puertas burocráticas con las autorizaciones administrativas, las noticias del ferrocarril eran prometedoras. De los cincuenta y tres kilómetros del trazado únicamente doce eran de máxima complejidad. Philip ya no dudaba en que la línea estaría construida antes del plazo máximo que disponía la real ordenanza de concesión. Ahora la dificultad se centraba en el puerto. La concesión portuaria expiraba y su construcción debería coincidir con la del tren para que todo engranase a la perfección. De su visita a la cantera, sacó la conclusión de que las piedras utilizadas para realizar la escollera eran pequeñas Con carros la construcción del dique norte era tan lenta que cuando el mar se arbolaba en una noche se comía el trabajo realizado durante semanas. Después de exponerle a Sabino detalladamente el problema, Philip le propuso construir un pequeño convoy minero que uniera la cantera del castillo de Bayren con las obras del puerto; tres kilómetros de línea con una pequeña locomotora que tirase de vagonetas mineras sería suficiente para cumplir con los plazos. El convoy bajaría lleno de grandes piedras, las descargaría en el puerto y subiría vacío para volver a cargar. Al finalizar el dique y la dársena se haría el dragado del puerto para darle el calado que permitiese fondeara grandes bracos.
Philip estaba contento porque había encontrado en Sabino un hombre razonable y serio, con el que se podían hacer buenos negocios. Esta satisfacción contrastaba con la tristeza de tener que prolongar su estancia en España por un periodo aún desconocido y que podría poner en peligro su ansiado matrimonio. Tras la reunión con Sabino, Philip decidió quedarse hasta encontrar una empresa que fuese capaz de construir ese convoy minero mientras él volvía a Manchester a dibujar el trazado, hacer los cálculos y redactar la memoria del proyecto. Si hallaba una empresa competente, a su vuelta estaría terminada la obra del tren minero entre la cantera de Bayren y el Grao de Gandía. Le mandó un telegrama al señor Khon Cockbrun, presidente de su empresa para informarle de la situación del proyecto. Él como director general de la Lucien Ravel & Company Ltd. debía autorizar estos gastos imprevistos. También le escribió un informe en el que le detallaba el recorrido del tren y todas las dificultades encontradas.
A la mañana siguiente pasó por telégrafos y recogió la escueta respuesta afirmativa de M. Khon dándolo de plena autonomía para realizar las gestiones que le fuesen necesarias con el fin de resolver este asunto.
En la misma ventanilla redactó otro telegrama a Hugh Matheson, presidente de la empresa minera Riotinto, pidiéndole el nombre de una empresa española que tuviese experiencia en realizar trenes mineros. Le pidió al empleado que le avisara a la llegada de cualquier cablegrama a su nombre, independientemente del tipo de expedición que tuviese. Él correría con los gastos y, para asegurarse de que su escueto español había sido bien entendido, dio una generosa propina como adelanto a cuenta de los honorarios.
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Entre telegrama y telegrama aprovechó la espera para escribirle una extensa carta a su prometida.
Querida Cindy:
Atrapado en la habitación de este modesto pero confortable hostal, espero con ansiedad noticias que puedan acortar mi larga estancia en este árido lugar. Parece que todos los acontecimientos nos son desfavorables y quieren que no estemos juntos, viviendo nuestro ferviente amor.
El Barranco del Infierno retrasó cuatro días mis trabajos y cuando todo estaba dispuesto para partir a Inglaterra, el puerto pone agua entre nosotros y retrasa mi marcha. Aquí en la zona no encuentro una empresa capaz de realizar con rapidez un pequeño convoy minero que permita alcanzar el éxito de este importante proyecto. Hasta que no zanje este asunto no podré volver y reencontrarme contigo.
No quiero que esta nueva desdicha abata tu entusiasmo y enfríe tus sentimientos, pero en este atrasado país la vida se mueve a otra velocidad y hace que esta prolongada distancia pueda parecer fruto de la premeditación del destino empeñado en impedir que vivamos juntos. Superar los obstáculos a medida que van surgiendo me da más fuerza para continuar. Como en el Grand National, tú serás para mí la recompensa del afortunado ganador. Espérame hasta que logre terminar esta carrera de obstáculos que aquí surgen por sorpresa y no están predeterminados. Esta incertidumbre que me aleja de ti sólo acrecienta mi amor y el temor a un día no ser correspondido.
Sé que, en este lugar, que ahora te parece monstruoso porque nos separa, viviremos felices. Aquí la gente es servicial, abierta, encantadora. No hablan nuestro idioma y ello no les impide acercarse con calor a las personas que no entienden. Tengo vistos algunos sitios donde podríamos vivir, casas con solera, donde los gruesos muros amortiguarán el calor de los tórridos días de verano. Pienso que la sequedad de este clima te sentará bien y será beneficiosa para tus problemas de salud. La próxima vez que vea al cónsul le pediré que me confirme si puedo encontrar personal que hable inglés para contratarlo como servicio doméstico. De no ser posible, lo traeremos de Inglaterra.
En espera de prontas noticias tuyas, dales a tus queridos padres mis más respetuosos saludos.
Para ti, querida Cindy, te envío todo mi cariño y un beso de amor.
Tu prometido Philip Parker.
Al día siguiente se fue a correos a enviar la carta que la tarde anterior había escrito a su prometida y preguntó por su tan ansiado telegrama. El funcionario le tranquilizó y le dijo que en el momento en que llegase él mismo se encargaría de entregárselo en persona. Toda la jornada se la pasó preparando el informe que le había prometido al señor Khon Cockbrun, presidente la Lucien Ravel & Company Ltd.. Durante los siguientes días su único trabajo fue pasarse por correos después del desayuno, antes de la comida y al acabar de tomar el té de las cinco. Una tarde, mientras tomaba el té, llegó el mozo de telégrafos con un pliego cerrado en su mano procedente de Riotinto. En la solapa del cable estaba escrito "Mister Hugh Matheson presidente de RTCL". Philip le dio una propina y rápidamente lo abrió para conocer las tan esperadas noticias. Al terminar la infusión se fue a ver a Sabino, pero esa tarde no trabajaba, estaba viendo una partida de pelota en el trinquet de la ciudad. Había empezado a las cuatro y media y hasta la siete no volvería a casa. Le encargó a Matilde, la casera, que nada más llegase le dijese al señor que lo quería ver para tratar un tema urgente relacionado con el puerto. Lo esperaba en el ateneo para cenar y hablar del asunto.
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Desde que prolongó su estancia en Gandía, Philip se tomaba la lectura vespertina del diario alcoyano El Serpis como un ejercicio de aprendizaje del español. Una vez conocidas verbalmente las noticias y cotilleos le resultaba más fácil interpretar lo que estaba escrito. Leyendo esperó a Sabino sentado en una mesa del Ateneo Mercantil. Éste entró con dos oportos en la mano, hábito común fruto de las muchas tertulias compartidas, lo saludó y sentado enfrente le escuchó atentamente.
—Dentro de dos días llegará don Antonio Tébar, director gerente de la empresa constructora vasca Muriel y Cía. —comenzó Philip con sus noticias—. Me lo ha recomendado el presidente de las minas de Riotinto, al que conocí en Londres cuando se constituyó la empresa AG. Esta empresa es de toda confianza, les ha construido la red férrea de extracción de carbón de las minas onubenses.
Además de ponerle al corriente, le pidió a Sabino que le acompañase durante la visita que realizaría a la cantera y por el trazado que la uniría con el puerto. Quería que hiciese de intérprete para asegurarse de que los de Muriel entenderían sus necesidades y explicaciones. Esperarían la propuesta y si la consideraban viable los contratarían. Entonces habría acabado su primera visita a España y podría regresar a Inglaterra.
Como les anunció el telegrama, dos días más tarde se encontraban los tres en el despacho de Sabino. Antonio Tébar era un hombre no muy alto, corpulento, de mucho pelo canoso peinado hacia atrás y con un acento agudo y de eses estiradas. Al inglés le resultó raro ese nuevo deje campero y necesitó un tiempo para habituarse y medio entender. Había venido con tanta celeridad porque se encontraba en la explotación turolense de Riodeva, donde estaba realizando la torreta de extracción de una nueva perforación y la unión de esta a la red de vagonetas de la mina. Philip le describió lo que pretendía y le hizo un esquema del recorrido de las pendientes y de las principales dificultades que se iba a encontrar. Al día siguiente fueron a ver el terreno. Antonio hizo muchas preguntas de profesional y gran entendedor del negocio que se traía entre manos. Cuando terminaron, comieron juntos y quedaron en reunirse dentro de quince días en Valencia, donde él les entregaría una propuesta cifrada de lo que pretendían hacer.
Comenzaba el mes de mayo cuando Philip llegó a Valencia para hacer las últimas gestiones antes de a partir hacia Manchester. Estaban en la sede central del banco de Valencia, frente al teatro principal, para firmar el crédito que les permitiría financiar las cien mil pesetas que costaba el convoy minero. La noche anterior habían asistido, acompañados por el cónsul inglés, a la representación de la Taberna de Londres, una zarzuela de Emilio Arrieta. A la salida se enzarzaron en una discusión técnica, comparando este género con la ópera. La verdad es que, si se ceñían a la representación a la que habían asistido, su estructura en tres actos, musicalidad y canto, la ópera y la zarzuela eran géneros idénticos; para él su única variación era la lengua utilizada, mientras que para el cónsul el señor Stanley Weyman, en general se consideraba como un género chico. Sabino no tenía opinión al respecto, las pocas óperas a las que había asistido, principalmente en el Palacio Real de Madrid, no le permitían decantarse, aunque él prefería la zarzuela, porque la consideraba más divertida y de mejor comprensión.
Al día siguiente registraron en la notaría el contrato mercantil con Muriel y Cía. En éste se decía que la empresa vasca se comprometía a realizar una vía férrea de setenta y cinco centímetros de ancho, que uniese la cantera de áridos del castillo de Bayren con el Grao de Gandía en el plazo de dos meses. También se encargaba de encontrar la dotación móvil compuesta por una máquina de vapor capaz de arrastrar diez vagonetas para transportar las piedras con las que hacer la escollera del dique norte del puerto de Gandía. Esa noche fueron a celebrarlo, por todo lo alto, como Dios manda, con una gran cena. A la mañana siguiente Philip y Antonio Tébar viajaron juntos en el mismo tren hasta Vitoria. El primero proseguía rumbo a Hendaya para cruzar Francia y embarcar en Calais con destino a Manchester y el segundo en dirección a Bilbao para comenzar su ardua tarea.
Demasiado revuelo se había levantado en la provinciana capital de Valencia para que los negocios y las jaranas pasasen inadvertidas en la aristocracia local. A una reunión entre los marqueses del Arroyo y de Dos Cantos, le prosiguió otra de éstos con el presidente del Banco de Valencia, el Conde de Turís, a la que le siguió otra de los tres con el gobernador civil de la provincia. Ahora sabían que se iba a construir un gran puerto en Gandía, que gestionaría una compañía con capital inglés. El rumor comenzaba a extenderse como la pólvora entre la burguesía valenciana. Pero pocos sabían que los aristócratas verían menoscabados sus privilegios portuarios por el poderío inglés. Para obtener más beneficios, los marqueses habían pospuesto el proyecto del puerto de Valencia. Se habían dormido en los laureles y ahora tenían un nuevo competidor, el puerto de Gandía. Ahora sólo les quedaba sabotearlo para que las obras y la puesta en servicio se retrasasen y terminasen después que la construcción de su puerto, el de Valencia.