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Chapter 7 - Capítulo 7

—Su alteza, el barco comercial que viaja de regreso de la capital de Maylea ha llegado, la tripulación nos informó que las ganancias y la mercancía traídas exceden nuestras expectativas.

El archiduque, gobernador de la zona norte del Imperio de Kenna, levantó la vista de su trabajo. Sus brillantes ojos azules se dirigieron a su ayudante, al instante, los papeles que este traía en las manos empezaron a flotar y se dirigieron a las manos de Gavril.

Luego de una rápida revisión regresaron de la misma forma a las manos del asistente.

—Alteza, también ha llegado una carta del emperador —dijo alzándola.

El archiduque hizo un leve movimiento con la mano y la carta empezó a hablar.

—Archiduque Gavril, por orden real, tiene que venir al palacio imperial. Se le solicita de inmediato para resolver un urgente asunto de estado.

El hombre suspiró cansado. Le hizo un gesto con la mano a su asistente y este salió.

Tomó aire, se centró en la magia a su alrededor y la concentró toda en un punto específico. Sus ojos empezaron a brillar, al igual que su marca de nacimiento, una flor ubicada en un lado de su cuello que hacía fluir su maná. La marca se fue extendiendo como una enredadera alrededor de sus brazos mientras el maná fluía a su alrededor y obedecía sus deseos.

Un remolino de magia se formó frente a él y lo atravesó enseguida. Un vacío azul lo rodeó junto con la ya familiar sensación de estar volando, pero desaparecieron tan pronto como llegaron.

El jardín del palacio imperial apareció ante sus ojos, pero tan pronto como recuperó la compostura se vio rodeado de guardias imperiales que lo apuntaban con sus espadas o estaban listos para lanzarle un hechizo.

Levantó las manos, mostrando el sello de su familia. Un medallón plateado con algún tipo de flor decorando su centro y enredaderas a su alrededor. Pero a pesar de ver el símbolo no dejaron de pedirle que se identificara.

—¿Qué creen que hacen? —una voz fuerte e intimidante vino de detrás de Gavril.

Tan pronto como lo escucharon, los guardias temblaron de miedo, pero aun así no abandonaron sus posiciones de ataque.

—¿Acaso no me escucharon? Lárguense de aquí y apréndanse los sellos de las familias nobles.

Los guardias se retiraron lentamente y sin dar la espalda a esa persona, pero en cuanto estuvieron lo suficientemente lejos echaron a correr muertos de miedo.

—No era necesario recurrir a la intimidación, Delroy.

El archiduque se dio la vuelta, frente a él estaba la que posiblemente era la persona más aterradora y atractiva del imperio. Delroy era poseedor de una mirada feroz que lo hacía ver atractivo a la vez que intimidante, con ojos rojos que resaltaban entre todo ese cabello negro mal cortado que le caía sobre la cara. El mejor y más leal espadachín del emperador, el encargado de los trabajos sucios del imperio. Era el mejor en lo que hacía, con su excelente manejo de la espada y sin una identidad que pudiera ser investigada y relacionada con el emperador.

—El emperador te espera en su oficina —dijo antes de desaparecer sin siquiera hacer ruido, sigiloso como un felino.

Gavril, que ya se había acostumbrado a la actitud de Delroy, continuo su camino dirigiéndose al palacio central.

El sitio estaba muy animado, los sirvientes iban de aquí para allá ocupados con sus trabajos. Al llegar a la oficina del emperador se detuvo frente a la puerta, antes siquiera de poder llamar esta se abrió de par en par y el archiduque se vio arrastrado dentro.

—Gav, que bueno que viniste, Gav. Tengo un problema enorme.

El emperador lucía miserable, su ropa estaba hecha un desastre al igual que su cabello dorado, parecía que se había estado halando el pelo demasiadas veces. La oficina estaba aún peor, había papeles esparcidos por todos lados y los sofás tenían manchas de tinta considerablemente grandes.

—¿Cuál es el problema?

—Ya no existen los templos ¡Ese es el problema! ¿A quién se le ocurrió que sería buena idea eliminar los templos y que el emperador le pusiera nombre a los recién nacidos?

—A ti.

La crisis que tenía el emperador era entendible, hacía un mes aproximadamente había concluido el plan de la libertad religiosa y la eliminación de los templos en todo el imperio.

Se le había presentado al pueblo y a los nobles como una iniciativa para que cada persona eligiera a que dios venerar y no tuvieran una religión impuesta. Pero eso solo era una excusa, la verdadera razón era mucho más personal que eso.

El archiduque y el emperador se conocían desde niños, se habían criado juntos en el palacio y eran casi como hermanos. Todo era perfecto hasta que a la edad de diez años el maná de Gavril se manifestó. Los templos empezaron a esparcir rumores malintencionados sobre quien en aquel momento era el joven príncipe del norte. Los rumores lo afectaron tanto que su regreso al norte no se hizo esperar.

No volvió a ver a su amigo hasta seis años después, cuando este se convirtió en emperador y tuvo que asistir a la coronación. Ahí fue donde se empezó a trazar el plan para eliminar los templos, que llevaban años hostigando y asesinando magos, y para mala suerte de ellos nunca dejaban pruebas, así que recurrieron a la idea de la libertad de religión.

A pesar de su exitoso plan para ayudar a su amigo y al resto de los magos del imperio, el emperador se arrepentía de haberlo hecho. Pues una de las principales funciones del templo era dar un segundo nombre a los recién nacidos, esto era considerado como una bendición que le otorgaría un buen futuro, pero al desaparecer los templos y la firme creencia de las personas, el trabajo de otorgarle un nombre había sido pasado al emperador.

Esa misma semana sería la ceremonia y por eso el palacio estaba tan movido y el emperador demasiado alterado.

—¿En qué te puedo ayudar? —preguntó Gavril mientras recogía los documentos con su magia.

—Necesito que me digas un millón de nombres.

Los papeles volvieron a esparcirse por todo el sitio, Gavril miró boquiabierto al emperador.

—¿De dónde se supone que saque un millón de nombres? Lo siento, pero no puedo hacer nada para ayudarte. Dile a Natan que te ayude.

—Él se fue, me abandonó. Por eso te llamé.

El archiduque suspiró, derrotado. Le debía un gran favor a su amigo por deshacerse de los templos, esto era lo menos que podía hacer por él.

—¿Para cuándo las necesitas?

—Para mañana.

Gavril, que normalmente mantenía la calma en todo momento, se dio la vuelta y salió de la oficina dando un portazo, dejando al emperador sin idea de que hacer.