Eira abrió los ojos lentamente, su cuerpo se sentía pesado. Se dio la vuelta y un grito casi abandona sus labios. Detrás de ella, abrazándola, estaba el pelirrojo que había tratado de matarla.
Respiró profundo e hizo lo posible para calmarse, entrar en pánico no la ayudaría. Pensó en lo que había pasado la noche anterior. Había estado a punto de morir por ¿cuarta vez? No sabía si era muy afortunada o muy desafortunada.
Hizo a un lado el pensamiento de las veces que había estado cerca de la muerte. Lo importante era que estaba viva y debía escapar. No sabía lo que quería el pelirrojo, pero tampoco esperaría para averiguarlo.
Se zafó del abrazo con cuidado de no despertarlo y movió su cuerpo lo menos posible hasta que logro salir de la cama.
Al pararse en el suelo, un pequeño ardor en los pies llamó su atención. Al perecer el pelirrojo la había vendado, un vendaje desordenado y nada limpio, pero no tenía tiempo para pararse a analizar eso, tenía que salir de allí antes de que él despertara.
Miró a su alrededor. La capa robada estaba sobre una silla, una esquina de la habitación, en su correspondiente mesa había un rollo de vendas, una pequeña bolsa y una espada. Cuando vio la espada revisó el costado de su cuerpo, por suerte, la daga de Ether seguía ahí. Después de comprobar eso se dirigió a la mesa, recogió su capa y la espada, esta venía con un cinturón que ató alrededor de su cintura, tomó la vendas y por último comprobó la bolsa.
Tenía monedas. Muchas monedas doradas que podría gastar a su antojo. Podía pagar con eso la deuda que tenía con Ether. Ató la bolsa al cinturón, era pesada y hacía que este se resbalara.
Salió de la habitación y siguió un pasillo hasta que llegó a una especie de cantina. Estaba desierta, a excepción del cantinero quien la saludó alegremente.
Eira se sentó en una de las mesas y enseguida el hombre se acercó a preguntarle si quería desayunar.
—No, gracias ¿Podrías decirme la hora?
—Son las cinco de la mañana, señorita.
Las cinco de la mañana era buena hora para escapar sin dejar rastro, pero su pelo era demasiado llamativo y enseguida la reconocerían. Una idea vino a su mente, no sabía de donde había salido, pero por intentarlo no perdía nada, aparte de dinero.
Se acercó a la barra y pidió la mejor habitación junto con el mejor desayuno del lugar, jugo de frutas y toda una tetera de té negro. El cantinero le dio unas llaves y un número de habitación, y le informó que pronto le llevaría la comida.
Eira fue a la habitación y aprovechó el tiempo de espera para cambiarse las vendas. Sus pies estaban rojos e hinchados, se habían lastimado por correr descalza por tanto tiempo. Volvió a vendarse, era casi perfecto, como si un profesional lo hubiera hecho. Miró sus pies, eran pequeños y delicados, al igual que sus manos, no parecían de alguien que hubiera trabajado antes.
Alguien llamó a la puerta y se levantó a abrir. Era el cantinero y traía consigo un carrito repleto con todo lo que ella había pedido. Eira lo ayudó a dejarlo todo sobre la mesa.
Cuando estuvo sola de nuevo tomó el té, no le importó que estuviera caliente, el tiempo era algo que no podía perder. Entró al baño y se inclinó sobre la bañera, con todo el pelo delante de ella tomó la tetera y vertió todo el contenido en su cabello. Cuando acabó agarró una toalla que estaba cerca de ella y envolvió su pelo.
Al salir del baño y ver toda la deliciosa comida que la esperaba sobre la mesa, sus tripas gruñeron. Desde huevo frito, hasta pan tostado con mermelada de frutas, todo olía de maravilla. Devoró la comida en cuestión de minutos, su hambre había sido saciada por completo y ahora se sentía mucho mejor.
Ya casi estaba lista para irse, solo le faltaba algo. Quitó la toalla de su cabeza y miró su pelo, había cambiado de blanco a un color café claro. Ahora pasaría más desapercibida.
Recogió sus cosas y salió de la habitación, esta vez no llevaría la capa puesta, se la colgaría en el brazo. Cuando estuvo en la cantina, el peso de la bolsa de monedas disminuyó considerablemente luego de pagar. Ya estaba por irse, pero se detuvo un momento y dijo:
—Si el hombre que entró conmigo le pregunta por mí no le diga nada, por favor —el cantinero asintió —. Otra cosa, ¿tendrás una bolsa lo suficientemente grande como para guardar una capa? —el hombre volvió a asentir, desapareció por unos minutos y volvió con una bolsa de tela —. Gracias —dijo Eira entregándole algunas monedas.
Salió del lugar y se alejó sin mirar atrás. Su objetivo a partir de ahora sería aumentar el dinero que había en la bolsa.