Las voces en la habitación de al lado fueron lo primero en llegar a los oídos de Eira cuando despertó. Se encontraba desorientada y la cabeza le dolía terriblemente. Analizó el lugar a su alrededor, era una oficina. Frente a ella había un escritorio con papeles amontonados sobre él, en una de las paredes un librero con libros polvorientos de lomos desgastados, también había un rústico juego de sofá y mesa lo suficientemente grande como para que cuatro personas se sienten a tomar el té.
Se analizó a sí misma, su cuerpo no había sufrido ningún daño y todavía tenía puesta su ropa, pero sus armas y bolso ya no estaban con ella. Además, estaba atada, las manos estaban atadas sobre su cabeza con una cuerda que estaba sujeta a una cadena pegada a la pared. No entendía de qué manera estaban atadas las cuerdas que aunque no le apretaran le resultaba imposible zafarse de ellas.
Se levantó del suelo y tiró con todas sus fuerzas de las ataduras. Inclinó su cuerpo para atrás y se dejó caer con la esperanza de que su peso rompiera la cuerda, pero fue en vano, se quedó un rato más en esa posición esperando que en algún momento se rompiera y nada. Cambió de posición, puso un pie en la pared y luego el otro y empujó con todas sus fuerzas para tratar de romper la cuerda, pero seguía sin lograr nada.
Decidida a no rendirse, lo volvió a intentar, esta vez puso toda su fuerza, empeño y concentración en lo que estaba haciendo. Un sentimiento extraño la rodeó, vibraba en el aire y revoloteaba desde su cuello, atreves de sus brazos hasta sus muñecas. La cuerda se soltó de repente y ella cayó, causando un gran estruendo cuando su cabeza rebotó en el suelo.
La puerta se abrió un segundo después. La habitación se llenó de hombres en cuestión de segundos, todos se le quedaron viendo mientras ella intentaba recuperarse del golpe que había recibido. Estuvo cinco minutos sobándose la cabeza y haciendo como si los hombres a su alrededor no estuvieran ahí. Cuando las miradas se volvieron tan intensas que resultó difícil ignóralas, no le quedó más remedio que levantarse.
—¿Qué quieren de mí? —preguntó cuando estuvo de pie frente a ellos.
Nadie le respondió, siguieron viéndola en silencio. La habitación se quedó así por un rato, ninguno habló ni se movió, solo la miraron. Eira no sabía qué hacer, estaba rodeada de tantas personas que ni siquiera luchado veía la posibilidad de escapar.
Frustrada, se quedó mirando a los hombres esperando que en algún momento se abriera una brecha que le permitiera huir. Pasaron 5 minutos, 10 minutos, 15 minutos, 30 minutos había pasado ya y nadie había movido ni un dedo.
Había llegado el punto en que las miradas más que incomodas se habían vuelto terriblemente molestas. Eira se sentó en el suelo, las miradas la siguieron, tal como habían estado haciendo hasta ese momento. Aburrida, tomó la soga con la que la habían atado y empezó a jugar con ella. Enseguida uno de los hombres se movió y se la arrancó de las manos.
—No toques nada ni te muevas de tu lugar hasta que llegue el líder —fue una orden clara que Eira no tuvo otra opción que obedecer.
Se quedó ahí durante una hora más, hasta que la puerta se abrió y de entre todos los hombres ahí presentes surgió uno que reconoció de inmediato.