Dos años habían transcurrido desde aquel caótico día en que los Maximoff y Sholan llegaron a Nueva York. La vida había cambiado para todos. El tiempo no solo les había dado estabilidad, sino también la oportunidad de formar un vínculo que trascendía la sangre. Los Maximoff eran ahora ciudadanos americanos, adaptados a su nueva vida, pero Sholan, pese a todos los esfuerzos, seguía atrapado en la burocracia, sin papeles que confirmaran su identidad ni pasado.
En ese tiempo, Sholan había aprendido mucho sobre sí mismo y sobre las extrañas habilidades que parecían residir en su interior. Había dedicado innumerables noches a comprender cómo controlar el misterioso poder que lo había llevado a este mundo. Con paciencia, experimentación y una extraña intuición que parecía guiarlo, descubrió que podía crear pociones, pero había una condición: solo tenía una oportunidad para hacerlo. Este límite lo llenaba de una mezcla de emoción y precaución. Sabía que cualquier error podría ser irreversible.
Sin embargo, Sholan no había dejado que su peculiaridad lo alejara de la vida cotidiana. Había encontrado en Wanda y Pietro una familia que lo aceptaba sin cuestionamientos. Pietro, quien al principio se mostró más reservado, había llegado a tratar a Sholan como a un hermano menor. Incluso bromeaba llamándolo "cuñado", un apodo que siempre hacía sonrojar a Wanda.
—Vamos, "cuñado" —dijo Pietro con una sonrisa burlona una tarde mientras jugaban al baloncesto en la cancha del vecindario—. Si sigues lanzando así, nunca me ganarás.
Sholan rodó los ojos, tratando de ignorar el rubor que subía a sus mejillas. Sabía que Pietro lo molestaba con cariño, y en el fondo, apreciaba esa camaradería.
Wanda observaba desde un banco cercano, riéndose de las payasadas de su hermano y Sholan. Los tres habían formado un lazo inseparable. Wanda y Sholan, en particular, compartían una conexión profunda, algo que sus padres, Olef y su esposa, habían notado desde hacía tiempo.
—Esos dos están destinados el uno para el otro —comentó Olef a su esposa una noche mientras veían a los niños reír y hablar en la sala—. Sholan es un buen muchacho. Haría cualquier cosa por nuestra hija.
—Y Wanda haría lo mismo por él —respondió su esposa con una sonrisa suave—. Solo espero que ese amor crezca y madure con ellos.
Sholan, por su parte, hacía todo lo posible para retribuir el cariño que había recibido de la familia Maximoff. Ayudaba en casa, cuidaba a Wanda y Pietro como si fueran su propia sangre, y encontraba formas de apoyar a Olef y su esposa en sus trabajos, incluso si eso significaba quedarse horas ordenando estanterías o llevando cajas pesadas.
Pero no todo era sencillo. La falta de una identidad legal seguía siendo un problema. Los intentos de Olef por conseguirle papeles a Sholan habían sido infructuosos. Los trabajadores sociales y abogados a los que acudieron siempre encontraban trabas burocráticas. Esto frustraba a Olef, pero Sholan mantenía la esperanza.
—No te preocupes, papá Olef —dijo Sholan un día mientras lo ayudaba a cargar cajas en el centro comunitario de FEAST—. Sé que las cosas se resolverán eventualmente. Mientras esté con ustedes, estoy bien.
Olef le dio una palmada en el hombro, agradecido por la madurez y positividad de aquel niño que había aparecido de forma tan misteriosa, pero que ahora era parte fundamental de su familia.
Una tarde, después de la escuela, Wanda y Sholan estaban sentados en un parque cercano. La luz del atardecer bañaba la ciudad de tonos cálidos, y una ligera brisa acariciaba las hojas de los árboles.
—¿En qué piensas? —preguntó Wanda, inclinándose hacia él.
—En todo —respondió Sholan con una pequeña sonrisa—. En cómo llegué aquí, en cómo ustedes se convirtieron en mi familia... y en cómo quiero protegerlos.
Wanda le tomó la mano, su rostro iluminado por una mezcla de afecto y tristeza. —No tienes que cargar con todo, Sholan. Estamos juntos en esto.
Sholan asintió, apretando suavemente la mano de Wanda. Aquellos momentos eran su refugio, un espacio donde podía ser completamente honesto sobre sus miedos y sueños.
Sin embargo, en las semanas siguientes, Wanda comenzó a mostrar signos de fatiga. Al principio, nadie le dio importancia. La familia asumió que tal vez estaba estresada por la escuela o las actividades del centro comunitario. Pero pronto los síntomas se intensificaron.
—Wanda, ¿te sientes bien? —preguntó Sholan una noche mientras ella descansaba en el sofá.
—Solo estoy cansada —respondió ella con una sonrisa débil—. Nada de qué preocuparse.
Pero Sholan sabía que algo no estaba bien. La mirada cansada de Wanda y su falta de energía encendieron una alarma en su mente. Pietro también comenzó a notarlo, dejando de lado su actitud despreocupada para vigilar de cerca a su hermana.
—No sé qué le pasa —le confesó Pietro a Sholan un día—, pero si algo está mal, tenemos que encontrar la forma de ayudarla.
Sholan asintió, decidido a hacer todo lo que estuviera en su poder. Aunque no lo sabía en ese momento, el destino parecía prepararlo para tomar decisiones importantes, decisiones que podrían cambiar no solo su vida, sino la de todos a su alrededor.
La familia Maximoff, sin embargo, aún no era consciente de cuán profundas serían las pruebas que estaban por enfrentar. La conexión entre ellos, especialmente entre Wanda y Sholan, sería puesta a prueba de maneras que ninguno podía imaginar.