El ruido volvió a tomar importancia, el ruido del desfile. Su mirada por fin se dirigió hacia atrás, pensó en Sahely, Nicolas y Nikki, los amigos de los que nunca se separó, y pensó en Camelia. Se llevo una mano a la cara y maldijo en su interior. Ella no tenía un amigo pacificador, ninguno además de él. Intentó buscarla con la mirada, pero no la encontró, no podría ahora, no con la vista. Buscó con la mano su mochila en la espalda baja.
—¡¿Qué haces?, Apresúrate! —Gritó Sergius, esperando en la puerta principal de la catedral.
—Perdone, señor —Contestó Luciel casi de inmediato. Apresuró el paso a la puerta de la catedral, giró hacia atrás la cabeza una vez más antes de entrar con la esperanza de ver a Camelia, de ver a alguien. Su mirada no podía enfocar nada, debía calmarse, quiso hacerlo exhalando sus pensamientos como solía hacerlo. Pero no había tiempo, debía seguir caminando.
En los jardines de la catedral el grupo bajó de los caballos y los entregó a la guardia de la ciudad que estaba esperando su llegada. Luciel cargaba todas sus pertenencias a su cadera, en la mochila de cuero que había preparado con antelación. Notó que ninguno de sus compañeros llevaba alforjas o equipaje.
Entraron en el templo, dentro había imágenes en vitrales que llegaban al techo, contando en ellos el viaje de Gabriel, desde su aparición, la fundación de esta ciudad, su peregrinación, pasando por la forja de su espada La Espina de Dios, la derrota de la bestia del norte, la creación del imperio de dios, la traición de Yehuda y su muerte. Se la sabía de memoria, había perdido cuenta de cuantas veces la contaron en la academia.
El recinto estaba adornado como una sala de trono para la ceremonia. La silla del arzobispo bañada en oro y adornada con estatuas de ángeles y espadas, parecía más un trono. Iluminado con fuego que recorría los pilares y la alfombra formando un camino recto. Detrás de la silla se encontraban todas las cegadoras que serían entregadas, en su gran mayoría armas de acero negro. Eran protegidas por un pequeño escuadrón de caballeros y los ayudantes del arzobispo. Estos últimos buscaban y preparaban en cuanto entró el grupo.
Sergius se dirigió al arzobispo que estaba listo para continuar con la ceremonia de nombramiento y llamó a los cuatro jóvenes. El viejo, tan lleno de arrugas que parecía tener ambos ojos cerrados. Encorvado se dirigió a ellos. Los cuatro pusieron sus rodillas en el suelo y agacharon la cabeza de forma coordinada.
Esperando que la ceremonia terminara, Luciel no comprendió del todo las palabras que decía el arzobispo. El ruido, los murmullos, parecían más fuertes aquí dentro. Por suerte les habían hecho practicar el ritual antes. Levantó las manos, sintió la hoja de la espada en una y la empuñadura en la otra, seguida por la vaina. Oró de memoria.
—...en tus manos encomiendo mi espíritu —Concluyeron al unísono los cuatro jóvenes.
—Y en las suyas encomiendo el futuro, pues el día que mueran, Gabriel los tomará como sus ángeles. —Contestó el arzobispo dando fin a su nombramiento y se sentó de vuelta.
El viejo asintió hacia Sergius, quien se acercó a los chicos haciendo que lo siguieran a las puertas del fondo. No le dio oportunidad de pensar en que con esa corta ceremonia se habia convertido en pacificador en todo derecho y todo lo que aquello implicaban. En la puerta del recinto ya estaba listo el siguiente grupo.
Luciel caminó, envaino la espada negra y la coloco junto a la otra que llevaba. Quería contemplarla, pero no era momento de ello. Miró a los otros con curiosidad, quienes le seguían a paso constante. El chico de cabellos rizados y piel morena, además de la chica de ojos azules llevaban espadas similares a la suya. Mientras que, al otro, la masa de músculos, le habían dado una coraza negra para el pecho que tenía el estómago descubierto. Al notar sus miradas sonrió.
—No había tenido tiempo de presentarme, soy Luciel D'chain, ya que trabajaremos juntos espero podamos llevarnos bien —Seguía la figura de Sergius por el rabillo del ojo. Sonreía cortés esperando las respuestas de ellos.
La chica le apartó la mirada, frunciendo el ceño miró al suelo sin decir una palabra. Los otros dos procesaron el comentario durante un momento más largo, hasta que el chico moreno abrió la boca, pero fue interrumpido antes de hablar.
—Sergius, ¿tenemos permitido decirle nuestros nombres? —preguntó la masa de músculos.
—Lo tienen... No más preguntas como esa... —Contestó Sergius que se detuvo un instante y girando a ver a los tres agregó —es una orden —La expresión de Sergius demostraba su poca paciencia. Les dedicó una mueca, que quiso creer Luciel, era su sonrisa, antes de retomar el paso por los pasillos grises de la catedral.
—Llámame Poena, hare mi trabajo, no me interesa hablar a menos que me lo ordenen —Respondió la masa de músculos a Luciel.
—Jus-tit-ttia... Justitia —Dijo el chico moreno, tartamudeando como nunca había visto Luciel. Justitia se llevó la mano a la frente ocultando su vergüenza —un... gusto...- agregó y suspiró al terminar.
—Agony —Dijo la chica casi susurrando, aun sin dirigirle la mirada.
—Son encantadores, no hay duda de ello. Ya lo deberían saber, pero soy Sergius troll del norte, seré su mentor durante este año. Lo único que espero de ustedes es que no piensen como unos niños, ahora son pacificadores, ténganlo en mente.
—Un placer, ¿A dónde nos dirigimos?... Señor —Preguntó Luciel, ignorando la incomodidad que le causaron los otros. —y... si no le molesta, puede explicarnos porque nuestro grupo es... ¿así? —Dudó Luciel si era correcto cuestionar a Sergius respecto a su situación, pero era el único que podía darle una respuesta ahora mismo.
—A Madalena, la capital de Beruem... Antes de que pregunten, sé que está lejos, sé que es en el nuevo continente y no, no tomaremos un barco. Lo único que puedo decirles es que tenemos ordenes especiales y debemos llegar a el puerto de Ilyberk en Beruem lo antes posible, y el atajo más cercano está en Madalena. —Contestó Sergius con tono condescendiente. Dio un suspiro y se giró a ver a Luciel a los ojos, como si fuera al único que le importaba saber esto —Les diré más en Ilyberk, por ahora, deben saber que debemos escoltar algo muy, muy importante. ¿Vale?, bien.
El grupo respondió descompasado, pero con afirmación. El ruido se redujo para Luciel, lo cual le permitió rezar por Sahely y le dedicó una oración a Camelia también, pues sintió que debería haberla ayudado. «Ella sabe cuidarse sola —Intervino su mente» Pero le preocupaba aún. Sahely está con Nicolas, pudo asegurarse antes de irse, pero Camelia, ella no conocía a otro, ninguno de sus amigos conocía a otro pacificador. Suspiró resignado y agregó tres plegarias más por ellos mientras llegaban a donde Sergius los guiaba.
La habitación a donde llegaron estaba casi vacía, exceptuando por la monja que los recibió, su hábito blanco y detalles rojos la identificaban como una santa. Había una silla donde se encontraba sentada antes de la llegada del grupo, y una caja llena de cristales de alma que brillaban levemente en distintos colores. Variaban en tamaños, tan grandes como una cabeza y tan pequeños como un puño.
Luciel pensó que estos cristales fueron confiscados de algún brujo, hasta que la monja tomo uno de los grandes y se dirigió al centro de la sala. Soportó la impresión, aunque sabía que mostró un poco pues la mujer le dedicó una sonrisa comprensiva cuando sus miradas se cruzaron. Miró al centro, donde las losas formaban un patrón circular dorado y blanco, escrito en un lenguaje que no reconoció. Lo examinó con atención, como si quisiera entender un milagro en clase.
Las losas estaban unidas formando un círculo de unos dos metros de radio, en el centro había una cruz hecha de sigilos. Le recordó a los que había visto en las espadas de otros pacificadores en la academia, la fórmula por lo menos. No pudo entenderla, no en tan poco tiempo creyó él. La reliquia mágica debía ser potente, era de lo único que estaba seguro.
La mujer les pidió entrar al círculo, Sergius los miró para reafirmar que lo hicieran. Ninguno de ellos cuestionó o dudó. Una vez dentro del círculo, la mujer se paró al borde y poso sus manos en el suelo, con el cristal en su regazo.
El cristal contenía una cantidad grande de almas, Luciel calculó que podría haberles llevado al menos un par de horas esperar a que ella reuniera esa cantidad. Tal vez una si lo hacia él. La monja, las redirigió a la reliquia, activándola. Una luz manó del suelo iluminando el círculo, mostrando los sigilos a ojos normales, cegándolos durante un momento. Cuando recobraron la vista, se encontraban en una habitación prácticamente igual. Con la misma silla, la caja, y la monja, aunque no era la misma mujer. Les dedicó una mirada desde su asiento y les abrió la puerta. Sergius avanzó hacia fuera, Luciel le agradeció a la monja antes de salir, aunque esta fuera una persona diferente, le pareció correcto. Los otros tres iban detrás de él, escuchó que uno de ellos, Justitia, también agradeció por lo bajo.