El tercer día en la fortaleza Elartor, a diferencia de los anteriores, donde los chicos participaron en labores variadas, fue durante el cual se les asignaron roles y horarios estables. Roders ordenó que se les hiciera una encuesta sobre aquellas cosas en las que cada uno era más virtuoso. De esta manera: Danika fue con los centinelas de las torres; Holam ayudaría a Piria en la cocina; y, Vartor estaría en la bodega y despensa, transportando los productos y ordenando.
En cuanto a Ainelen y Amatori, ellos jugarían un rol intermedio. Se necesitaba que apoyaran al personal dentro de las murallas, como también foguearse en combate y pulir el uso de sus diamantinas. Así que, la muchacha terminó por encargarse del aseo de los pasillos y de la mantención del jardín trasero. Amatori por su parte, cargaba materiales desde la entrada hasta el pabellón.
Iralu decía que el aseo era uno de los dolores de cabeza más grandes, ya que era considerado como un tema menor por la amplia mayoría. Los asuntos bélicos y los administrativos se robaban toda la atención, siendo el aseo y orden un sinónimo de castigo para quien le tocara ejercerlo. Entonces, era lo adecuado para un grupo de jóvenes que comenzaba desde el eslabón más bajo.
«Pero también me dijeron que de vez en cuando repararé uniformes. Coser es lo único que de verdad hago bien», pensó Ainelen, con un suspiro.
Barría con pereza al final del pasillo, en el tercer piso. Desde las pocas ventanas donde irrumpía la luz, se vislumbraban las montañas Arabak y el paisaje irregular del Valle Nocturno. Estaba nublado, con una leve llovizna que dejaba pequeñas gotas en los vidrios empañados. Hacía bastante frío.
«Solo cinco días y ya estaremos en aiwen. El invierno está cada vez más cerca». Mientras el verano estuviera lejos, todo bien.
Para la tarde, Ainelen fue citada por Zei Luklie, el otro curandero y que al igual que ella, poseía una diamantina. Se equipó con su armadura de cuero y casaca, la cual hasta ahora había mantenido guardada. Sucedió poco antes de la incursión enemiga, ellos se reunieron a solas en el patio delantero.
Cuando llegó hasta el establo, no se vio rastro del hombre. Esperó, hasta que un corto tiempo después, asomó una figura alta vestida en túnicas blancas. Su cabello oscuro se extendía hasta la altura de su pecho, atado sobre el final del mismo con una cinta. Las cejas de Luklie partían gruesas en la medianía de la frente, pero se iban diluyendo hacia los extremos. Era como si un pincel se hubiera cargado mucho y luego lo deslizaran rápidamente hacia el lado.
Luego del saludo y de unas preguntas de estudio, la práctica diaria inició.
—Tus colormorfos se ven desarrollados. Eso es bueno —dijo Luklie.
—¿Colormorfos? —«Ah, el instructor Ominsk les llamó de esa forma»—. Sí, verdad que así se llamaban. Yo les decía mariposas espinadas —bromeó Ainelen, sin embargo, el pelilargo mantuvo un rostro serio. Eso la avergonzó un poco, así que desvió la mirada.
—¿Sabes lo básico?
—Sí. Puedo curarme a mí misma y a otra persona si me concentro lo suficiente. Pero debo quedarme quieta, mucho.
—Nivel muy bajo. —Luklie clavó sus pupilas en la diamantina que le pertenecía. En su mano derecha sostenía un bastón cuya punta era como una pica, pero con el extremo suavizado—. ¿Qué hay de tu rango?
—Más o menos, un metro.
El curandero cerró los ojos un instante. Se acarició la barbilla rasurada, murmurando sonidos no articulados.
—Bien. Lo que haremos será practicarlo. El primer paso de la magia de curación es ampliar el rango, lo suficiente como para lanzar los hechizos sobre un grupo de compañeros.
Ainelen asintió con la cabeza.
Le pidieron que meditara, cerrando los párpados mientras yacía sentada en un banco, junto al bastón-hoz entre sus manos. El procedimiento era similar al que sucedía durante una curación ordinaria: abría aquella puerta con la llave del cambio, sentía las mariposas, y comenzaba a visualizar el área en negro, donde resaltaban líneas y puntos azules. Tal como lo anticipaba, el alcance de su mente era de un metro, o metro y medio. ¿Había crecido?
¡Oh! Tal vez fue porque antes no era tan grande, pero ahora que la mancha se había extendido por su parte izquierda, Ainelen notó que las líneas de su cuerpo se veían oxidadas en esa zona, como si estuvieran a punto de desaparecer. No era nada bueno, supremo Uolaris.
De pronto, la voz dura de Zei Luklie la hizo volver a aquel edificio de madera, repleto de paja.
—Jovencita, ¿qué significa esto?
—¿Eh? —Ainelen abrió los ojos—. ¿Qué sucede?
Sin responder a lo último, el hombre dio un paso adelante y colocó una mano sobre el hombro izquierdo de la joven, sin tocarlo.
«No puede ser», dijo Ainelen, en su mente. «Se ha dado cuenta».
—Por Uolaris y sus seis pilares. Tienes la marca de la bruja.
Ainelen giró la cabeza hacia el otro lado, evitando mirar a Luklie a los ojos. Se le hizo un nudo en la garganta. Incluso en ese momento sentía dolor, aun leve. Pero lo que más le había afectado fue oír esas palabras.
—No —se retractó el curandero—. Es diferente. ¿Hace cuanto padeces de esto?
—Un mes, aproximadamente.
Luklie pareció reflexionar sobre eso, frunciendo el ceño. La chica volvió la mirada hacia él, con ojos de imploración.
—¿Has sentido molestias?
—Un poco de dolor. Una vez tuve uno muy fuerte. Ahora último se está volviendo permanente. La mancha ha... crecido.
El hombre le dio la espalda mientras tomaba distancia. Seguía dándole vueltas al asunto.
—Señor —dijo Ainelen, con voz temblorosa—. ¿Voy a morir?
Luklie se volteó hacia ella. Abrió los ojos, como espantado.
—No sé lo suficiente. Generalmente es la Iglesia de Oularis quien se encarga de lidiar con los enfermos. Pero lo que sí sé, es que la marca de la bruja parece ser una acumulación de energía en los canales del cuerpo. Lo tuyo es más como una degeneración. Tal vez...
¿Tal vez? ¿Tal vez qué?
A Ainelen le dio la sensación de que le estaban ocultando información. No solo Luklie, sino también Amatori. Era como si cada usuario de diamantina se guardara las cosas. Se hizo la pregunta a ella misma: ¿les hablaría a otros sobre su encuentro con esa mujer?, ¿le contaría su pasado y motivaciones a cualquiera?
La respuesta clara y rotunda era un no.
Todos debían guardar aquello como un tesoro personal, una caja que no querían abrir. No los culpaba, al fin y al cabo.
—¿Saben de esto tus compañeros? —preguntó Luklie.
—No —Ainelen movió la cabeza—. Señor, ¿podría guardar el secreto?
—¿No sería mejor que al menos ellos supieran de tu condición?
—Por favor, se lo ruego. No lo hable con nadie. Por favor. Por favor.
No supo si él de verdad tenía la intención de revelar el secreto, pero Ainelen hizo el máximo esfuerzo por gesticular una expresión de tristeza y desesperanza. No mentía, ella creía que el mundo se le venía abajo.
—Tarde o temprano se sabrá, jovencita.
—Veré qué hago más adelante.
—Está bien. No se lo diré a nadie. Eso sí, recuerda mis palabras: si sigues con esto, el precio a pagar será muy alto. Espero que no termine en un desastre.
******
Un no-muerto se abalanzó sobre un bastión. El soldado se cubrió con su escudo ornamentado, entonces, con un ágil movimiento, empujó y desestabilizó a su oponente. Al tiempo que el ser rodaba por el terreno yermo, un espadachín saltó sobre él y lo decapitó con precisión. Como cortar papel. Para estos hombres la batalla era un juego de niños.
Ainelen observaba desde la última línea, de pie, con la cabeza levemente hundida entre los hombros. Intentaba ocultar su miedo, apretujaba el bastón de diamantina como si fuera a romperlo en cualquier momento. A su lado se hallaba Zei Luklie, el imperturbable hombre que estaba a cargo de su tutela.
—No pierdas de vista a tus camaradas —la regañó.
Ainelen asintió, enfocándose en el batallón de veinte hombres que dominaba a las criaturas que emergían de la fosa terroríficamente. Entonces, casi se va de espaldas cuando uno de los no-muertos venía desde la izquierda, bajo la muralla. De hecho, Ainelen sí que cayó, de trasero sobre el duro terreno.
Por fortuna, la criatura fue derribada por un oportuno arquero que disparó desde alguna de las torres.
—Tampoco pierdas de vista a tus enemigos. Dos reglas fundamentales para la supervivencia. —Luklie se mantuvo con los ojos en la batalla.
Luego de ponerse en la vertical, Ainelen se concentró de nuevo. Estaba anocheciendo, el cielo completamente nublado. La brega se llevaba a cabo con el bosque y las montañas de fondo, dibujadas en negro. El clima era templado, con una leve ventisca que traía el aroma de la sangre y la carne descompuesta.
Hubo un grito humano. Cuando Ainelen clavó sus pupilas en el origen del incidente, encontró a un soldado derribado, agarrándose un costado. Lo habían herido en la cintura, parecía. Sus camaradas lo socorrieron de inmediato, evitando que el agresor diera el golpe de gracia.
—Observa bien —dijo Luklie, a un lado de Ainelen.
El hombre hizo brillar su diamantina, formándose a su alrededor los colormorfos. Sus mariposas eran casi igual de coloridas que las de ella, aunque un poco más pálidas.
«¿Qué? Pero estamos a más de treinta metros», pensó, incrédula.
Desde el bastón del curandero destelló una luz azul, como alas que se abrieron, entonces, sobre el soldado herido, cayó otra luz que solo duró un breve lapso de tiempo.
—¡Gracias, amigo! —gritó el hombre, dando una risotada. Se puso de pie como cuando mamá te despertaba por la mañana, lanzándose al combate una vez más.
Por Uolaris. Lo que Luklie había hecho era de otro nivel.
«Tan rápido. Tan preciso. Tan eficaz».
El hombre no hizo gesto triunfal ni nada por el estilo, incluso cuando Ainelen lo aduló con la mirada.
A medida que la noche caía y que las antorchas se prendían en los alrededores, La Legión fue inclinando la balanza hacia su lado. Fue largo el tiempo en que ambos curanderos no necesitaron intervenir. Eso, hasta que un grito femenino los alertó.
Una joven que debía de llevar el pelo rizado, pero que cuyo yelmo impedía verle con claridad, se retorció en el suelo producto de una lanza que le había perforado una pierna.
—¡Danika! —gritó Ainelen, saliendo despavorida. Fue detenida en seco. Luklie la agarró de una mano, ordenándole con un gesto que mantuviera su posición.
La joven aguantó el trago amargo. Se le apretó el estómago viendo a Danika cortar la lanza y luego retirar con un violento tirón el pedazo restante. La rizada gruñó con rebeldía, pero falló al intentar pararse.
Una vez más, Luklie disparó el hechizo de curación, certero. La pierna de la joven sanó, permitiéndole regresar al combate como si nada hubiese pasado.
En la batalla no estaba Amatori, quien, por más increíble que sonara, sería entrenado por el mismísimo Zei Roders. El comandante también era un espadachín, el cual según Iralu, era una bestia hambrienta y sedienta de sangre que luchaba contra sus instintos. Como máximo regente de la fortaleza no podía lanzarse a la pelea muy a menudo, aunque se daba gustos de vez en cuando. Por ahora saciaría sus ganas entrenando a otro usuario de diamantina.
La horda de no-muertos fue derrotada y repelida. Las fuerzas regresaron al interior de Elartor con ánimo triunfal, excepto Ainelen, quien luchaba contra el cesante sentimiento de inutilidad. Danika caminaba a su lado, con el yelmo retirado.
—Casi te mueres, rizada. Te dije que era trabajo de hombres —rio un soldado cerca de ellas, enseñando su dentadura a la joven.
Danika arrugó la cara.
—Pero lo hiciste bien, para ser tu primera vez. Eres mejor que otros que se creían la gran cosa.
—Bienvenida a la Fortaleza Elartor, compañera —dijo otro soldado.
Por alguna razón, Ainelen no esperó que eso hiciera sonrojar a Danika. La rizada pasó del disgusto a un evidente estado de felicidad leve. Decir que estaba sonriendo era un poco exagerado, pero definitivamente esa era una cara optimista.
Ya para la cena, el grupo se volvió a reunir en el comedor. Varios hombres se echaron jarras de cerveza hasta el fondo, incluso compitiendo por quien bebía más rápido. Ainelen dudaba de si era correcto emborracharse en un momento así, pues, aunque hubieran ganado, los enemigos podrían contraatacar de sorpresa. Sin embargo, ya habían hecho esta rutina tantas veces, que parecían estar seguros de que no ocurriría nada.
—¡Brindo por nuestros nuevos camaradas! —gritó entonces un hombre barbudo y de calva reluciente, en una mesa lejana—. ¡Por la chica guerrera, que casi me mata hoy cuando me confundió con un no-muerto, y por sus compañeros!
—¡Brindo! —replicaron todos en la habitación, que estaba repleta.
—Eso le pasa por cruzarse delante mío —Danika sonrió mientras veía su propio vaso de cerveza. ¿Estaba bien que a ellos les ofrecieran alcohol también? Fuera como fuese, la rizada se llevó la bebida a sus labios—. ¡Puaj!, ¡¿qué es esta mierda?!
—¿Nunca has tomado? —se burló Amatori, jugando con un mechón de su cabello ondulado.
—Sí lo he hecho, pero no cosas tan malas.
Ainelen pestañeó repetidamente, luego cambió su enfoque a su propio vaso. Ella no bebía alcohol, esta sería la primera vez. ¿Significaba que por fin era una adulta?
A su lado, Vartor comía felizmente las papas de su plato, dejando la carne a un lado. ¿No le gustaba?, ¿cómo lo había hecho todo este tiempo comiendo ciervos? Bueno, la desesperación te forzaba a hacer cosas que no harías en circunstancias normales.
Holam estaba sentado frente a Ainelen. Llevaba un tiempo apoyado sobre la mesa, sin tocar una fibra de su comida ni de su cerveza. ¿En qué estaría pensando? Oh, de pronto agarró su vaso y se tomó tres grandes sorbos. Dejó el recipiente sobre la mesa, con un golpe sonoro, entonces cerró los ojos con fuerza.
—No estoy hecho para esto —dijo en voz baja. Amatori se rio de él y se echó la cerveza al seco. Por alguna razón no fue sorprendente.
Ainelen dejó sus dudas de lado y se aventuró. El sabor amargo de la cerveza inundó su boca. Degustó el líquido con su lengua a medida que lo iba tragando. Raro. Podría haber dicho que era lo peor que saboreaba en toda su vida, aunque no era una verdad absoluta. Cuanto más lo veía así, más le parecía que era un sabor que tendía a mejorar.
Más tarde, Iralu atravesó el comedor y se paró delante del mesón donde Piria observaba curiosa a sus comensales. Llevaba algo en sus brazos, algo gordo, de madera, que tenía cuerdas a lo largo de un mástil. Era un objeto pequeño, muy raro. Era, ¿un instrumento musical?
—¡Hey! —gritó de pronto, con el rostro un tanto enrojecido—. ¡Compuse una canción, que ahora dedicaré a nuestros nuevos y pequeños hermanos! —Sí, definitivamente ella estaba borracha.
Iralu comenzó a rasgar las cuerdas de su instrumento, sonando melodías que eran alegres, pero a todas luces erráticas.
Vartor gritó eufórico, levantando a la multitud para alentar a Iralu. Las voces resonaron una tras otra, en una completa fiesta.