La rojiza luz del ocaso se filtra a través de las ventanas pintando cada rincón del pequeño atelier con su color. El trazo de los lápices sobre el papel y el deslizar de los pinceles sobre el lienzo eran la música que todos los presentes escuchaban mientras trabajaban en sus proyectos. Algunos conversaban y otros se dedicaban enteramente a lo suyo.
El tiempo corre con cierta rapidez y la noche cae, dejando en soledad el atelier. Las luces del lugar seguían encendidas y uno de los caballetes del área de pintura todavía sostenía un lienzo de tamaño mediano. El pincel en la mano de Mirela viaja del lienzo a la paleta de caja con treinta y tres compartimientos que sostenía en su mano izquierda. Con una breve mirada la chica inspecciona el reloj de pared.
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Pasando el pincel de aquí a allá, primero con un color y luego con otro, Mirela da los últimos toques a la pintura antes de dejar su firma en la misma haciendo uso de un pincel fino y pintura blanca. La chica deja la paleta y los pinceles usados sobre un banco junto al suyo y se levanta con las rodillas y la espalda totalmente rígidas. Ordenando rápidamente su área de trabajo, baja el cuadro del caballete y lo guarda dentro de su oficina, en donde también se encontraban resguardados bajo mantas más de un cuadro hecho por sus manos, todos de diferentes tamaños.
Después de asegurarse de que llevaba todas sus cosas personales consigo, cierra la oficina con llave, apaga las luces de la sala y sale del atelier. Tras cerrar la metálica reja que protegía su amado negocio, Mirela se encamina por la misma ruta de siempre hacia su casa. Primero un viaje en tren de tres paradas de distancia, luego una corta caminata por la ciudad y finalmente un viaje en bus; un viaje de cuarenta minutos en total.
Al bajarse del transporte público, la chica toma la decisión de pasar por una pequeña tienda de víveres que estaba en la entrada de su vecindario. Compra los insumos que necesita y al salir, escucha un maullido cerca. Al voltear a un lado la pintora se topa con un gato callejero, apenas un cachorro, peludo y de un suave color crema, que rondaba junto a la basura en busca de comida. Mirela se coloca de cuclillas y llama la atención del animal con un siseo. El gato se acerca lentamente, con precaución, y cuando su cabeza se encuentra con la mano de Mirela, se deja acariciar como si nada.
- Sin hogar, por lo que veo.
El gato dedica una mirada interrogante a la chica antes de seguir restregándose contra su mano.
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El gato comienza a ronronea bajo el tacto de Mirela e inclinándose hacia el suelo, termina boca arriba. Con una mirada el felino suplica más caricias y el hilo de raciocinio de Mirela se deshace.
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Con decisión Mirela vuelve a entrar en la tienda, compra una bolsa de comida para gatos y al salir, se inclina y vuelve a sisearle al gato. Cuando el animal se acerca, ella con mucho cuidado escurre su mano libre por debajo de la barriga del felino y lo levanta del suelo. El animal no se resiste ni lucha por bajar al estar en brazos de Mirela, quien retoma el camino a casa con una gran sonrisa en el rostro.
La noche transcurre y el sol sale desplazando con su luz el oscuro firmamento salpicado de luminosos puntos, permitiendo que un suave rosado se plante en medio de ambos.
Mirela se despierta tarde; era su preciado día libre y como tal, se dedicaría a ordenar su hogar, descansar y a ocuparse de su nuevo compañero de hogar; quien se encontraba durmiendo sobre un montón de mantas viejas en una esquina de la habitación.
La chica abandona el lecho bostezando y va a la cocina en busca de la comida de su gatito. De regreso a la habitación, Mirela deja la comida justo en frente del minino y se aleja. El animal comienza a desperezarse y olfatea el aire, al sentir el aroma, deja atrás todo rastro de sueño y se lanza al ataque. Contenta, Mirela se vuelve a la cocina, prepara su desayuno y al estar todo listo, camina hasta el balcón de su casa; lugar en donde adoraba desayunar por la excelente vista que había de la ciudad y en donde tenía dos sillones y una mesa pequeña de madera. A mitad de su comida, una fría brisa la hace estremecer y le hace recordar que, con lo cerca que estaba el invierno, en cualquier momento se vería obligada poner su pequeño paraje tras las ventanas.
A media mañana el gatito finalmente toma la confianza necesaria para salir del cúmulo de mantas y aventurarse por el extraño lugar en donde ahora estaba. Al encontrar al minino vagando por la casa, Mirela sonríe con felicidad, pero al mismo tiempo los engranajes de su cabeza giran y le hacen recordar que debe llevarlo al veterinario cuanto antes.
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Ya que su nueva mascota era callejera, a Mirela le preocupada su salud así que sin dar tantas vueltas, se viste con algo sencillo, tomas sus cosas y se marcha a la clínica con el gato en brazos.
Dueña y mascota regresan al medio día, la primera cargando con dos bolsas; una pequeña de papel que contenía un antiparasitario y vitaminas en gotas, y otra de plástico más grande con varios juguetes.
Con dificultad, Mirela consigue sacar de su bolso la llave de la reja de entrada al edificio. Tras entrar al vestíbulo, se gira para cerrar la reja y en ese momento, el minino en sus brazos se antoja de jugar con la bolsa de papel que lleva en la mano y termina por romperla. Las medicinas caen al suelo y la botella de las vitaminas rueda sobre el piso.
Mirela, que no sujetaba con mucha fuerza a su mascota, se agacha hasta el suelo y ve con sorpresa como este abandona sus brazos para arrojarse sobre la botella, que por suerte era de plástico. Con una pisada gatuna, las vitaminas salen disparadas hacia el fondo del vestíbulo, en donde se ubicaban los ascensores, con el gato corriendo tras ellas.
- ¡Oye, regresa! —Le llama—
La pintora toma con rapidez el antiparasitario y corre tras el minino. En ese momento, las puertas del ascensor se abren y un joven, al que Mirela no le presta atención, aparece tras ellas. El gato vuelve a pisar la botella de las vitaminas y esta rueda hasta el joven antes mencionado. Antes de que el felino corra tras la botella, Mirela lo recoge del suelo exclamando un "Ya te tengo". Al levantar la vista, la pintora termina encontrándose entonces al chico del otro día, su vecino Tobías; al tenerlo de frente y con la adecuada iluminación, logra apreciar los grisáceos ojos del joven y la cicatriz en su ojo izquierdo, que iniciaba poco más arriba de la ceja, pasaba sobre el parpado y concluía sobre el pómulo.
Tobías recoge la botella de las vitaminas y se acerca a Mirela para entregárselo.
- Gracias.
- No hay de qué. Supongo que este pequeño travieso es tuyo.
Tobías estira su dedo índice y lo agita frente al minino en brazos de Mirela, la respuesta es inmediata y el animal comienza a agitar sus patas, intentado atrapar el dedo del chico.
- ¿Cómo se llama?
Mirela titubea. Le habían hecho esa misma pregunta en la clínica y la respuesta seguía siendo la misma.
- No tiene. Lo rescaté de la calle anoche y aún no he pensado en un nombre.
Tobías pasa de jugar a acariciar la cabeza del gato.
- Sí me lo permites, tengo una sugerencia.
- ¿Cuál?
- Cajeta.
- ¿Cajeta? Cómo…
La conversación es interrumpida por una llamada entrante en el móvil de Mirela, el emisor era nada menos que Lila, su compañera de trabajo.
- Lo siento, pero tengo que atender.
- No hay problema, hasta luego.
Mirela se despide de su vecino y se encamina hacia las escaleras.