Cinco y media de la mañana.
Tobías es despertado por el sonido de la alarma. Su brazo se estira y con un toque a su teléfono, el sonido cesa. Estando acostado, dedica unos segundos a hacer un estiramiento muscular para despertar su cerebro. Al terminar se levanta de un brinco y entra en el baño. Las manecillas del reloj se mueven, siendo su tic-tac el único sonido en la casa, y tras quince minutos, Tobías sale del baño con una toalla alrededor de la cintura. Vistiéndose tan solo con un mono deportivo, va a la cocina para prepararse su desayuno y una buena taza de café. Mientras hace esto y aquello, presto y eficiente, el agua residual en su cabello, todavía húmedo, cae de las puntas y resbala en forma de gotas sobre sus hombros, se desliza sobre sus pectorales y se escurre entre las rendijas de sus abdominales antes de seguir las curvas de la pelvis.
Media hora después, armado con la aspiradora y un trapo húmedo, se encarga de la limpieza de su hogar y al terminar, va a cambiarse de ropa. A cinco para las siete, Tobías abandona su casa. El día estaba nublado y la ciudad se veía un tanto apagada. Al igual que él, los transeúntes vestían largos abrigos y bufandas para combatir el frío.
El viaje en tren se torna tan manso como un cachorro, principalmente gracias a que por la hora la afluencia de personas bajaba bastante, y Tobías arriba a una conocida cafetería ubicada en el centro de la ciudad; la fachada del primer piso era de piedra y concreto, con grandes ventanales que permitían ver el interior. Afuera contaba con un pequeño espacio cercado por bardas negras con un diseño de árboles que albergaba mesas para cuatro personas. En las esquinas se erguían orgullosos cuatro arboles enanos de ramas gruesas que, por el momento, estaban perdiendo sus marchitas hojas.
La entrada tenía colgado el letrero de "Cerrado" pero Tobías, ignorándolo, entra al local. En cuanto entra, una voz gruesa, un poco ronca pero gentil se dirige a él con un "Buenos días".
- Buenos días Jefe.
El jefe de Tobías era un hombre de cuarenta años de cabello canoso con corte al estilo militar, alto y fornido, en cuyos nudillos descansaban múltiples cicatrices; recuerdos de sus años como boxeador.
- Recuerda doblar las porciones de ese exquisito dulce de banana y cereza que hiciste Tobías, ayer volaron tan rápido que llegué a creer que hicimos menos de la tanda habitual.
- No creí que gustarían tanto. —Confiesa orgulloso—
- Ni yo. Apresúrese a ir la cocina, sus súbditos le esperan Alteza.
Tobías rezonga con irritación por la burla de su jefe, algo que sucedía muy a menudo y cuyo culpable indirecto era su apellido, "Palacios". Sin dejar que su jefe disfrutara más de aquello, Tobías sube al segundo piso, saludando en el camino con un gesto a los meseros que ya estaban en el lugar. Al entrar al vestidor de hombres cambia sus ropas por las negras y ligeras prendas que conformaban su uniforme y, tras dejar sus cosas dentro de su locker, vuelve a bajar. Pasando detrás de la barra en donde se atendía a los clientes y se mostraban los tentadores productos que hacían de aquella cafetería un lugar concurrido, Tobías cruza una puerta que estaba fuera de la vista, al menos desde lejos, gracias a una pared. Tal como había dicho su jefe, sus compañeros pasteleros le esperaban.
- Luis, Reinaldo, Marina, Leo, buenos días —Saluda con una tenue sonrisa—
Sus compañeros le regresan el saludo mientras él se acerca al fregadero para lavarse las manos.
Luis y Reinaldo compartían edad con Tobías. El primero tenía tez clara, ojos y cabello oscuro, nada fuera de lo común, un aspecto sencillo pero galante. Por otra parte, Reinaldo poseía una piel bronceada que hacia juego con sus almendrados ojos. A comparación de los chicos, Marina y Leo apenas tenían un año trabajando y eran los más jóvenes del grupo. Leo destacaba por su gran altura y delgada figura y Marina, por su amable sonrisa y risueño carácter.
Luego de secarse, Tobías pide a todos dejar de hacer sus tareas por un momento y da las indicaciones del día; cosas como aumentar la ración de azúcar de tal postre, disminuir la cocción de ese otro y mantener tal y como estaban estos aquí y allá. Una vez dadas las instrucciones, todos van a lo suyo con presteza y dedicación, al igual que su Chef Pastelero que no espera ni un segundo más para recrear el delicioso postre que los clientes devoraron con gusto el día anterior.
La cafetería abre sus puertas a las diez en punto de la mañana. Los clientes no tardan en llegar, siendo recibidos por los simpáticos meseros que daban puntos positivos a la calidad del servicio. El mismísimo dueño atiende la barra junto a otros tres empleados, sorprendiendo como siempre a los nuevos clientes con su imponente apariencia y debilidad por las mujeres. Tazas de café de diferentes estilos, tacitas de té, humeantes vasos de chocolate y deslumbrantes platos con seductores dulces se pasean a todas horas por las mesas. El reloj da la siete de la noche y la hora de cierre llega. Siendo viernes, el grupo entero decide ir por unos tragos a un bar cercano, con su jefe a la cabeza. Irrumpiendo en el pequeño pero cómodo local, el hombre se dirige al barman de turno que casualmente era el dueño del lugar.
- ¡Drake, quiero una ronda de tus mejores Mai Tai!
- No tienes que gritar Henry. —Dice este con una mueca de reproche—
El bar estaba recién abierto y como estaba solo, el grupo se pudo relajar a sus anchas durante un rato. Incluso el mismo Drake, un hombre serio y estoico, había bajado la guardia. A las ocho de la noche más gente llega al bar y después de una hora, el local está lleno. En un vaivén de tragos, un hombre derrama su bebida sobre Tobías, el líquido se escurre desde su hombro izquierdo hasta su espalda y pecho, empapando gran parte de su camisa de vestir. Tanto Drake como el responsable del incidente, cogen varias servilletas y ayudan a Tobías a intentar secarse. El hombre cuya bebida estaba sobre Tobías, se disculpa y ofrece cambiar de camisas para compensar el daño, pero el repostero rechaza la oferta alegando que con su abrigo no tendría problemas; aunque, en realidad, el rechazo del pastelero era debido a que para él, su camisa no tenía comparación con la que le estaban ofreciendo, camisa que estaba seguro no le favorecería en nada. Prefería apestar a alcohol antes que perder una de sus camisas favoritas.
Una hora más tarde, de uno en uno, los empleados de la cafetería se van despidiendo de su jefe, quien seguiría tomando el resto de la noche. Tobías es de los primeros en irse. Las calles estaban heladas y esto dejaba en evidencia lo cerca que estaba el invierno. Las partes húmedas de la camisa del pastelero se pegaban a su cuerpo y si no fuera por el abrigo, cada vez que la fría brisa arremetía contra él, este se hubiera puesto a titiritar. A comparación de la mañana, el bullicio típico del centro de la ciudad daba cierto confort, los brillantes letreros en lo alto de los edificios entretenían la vista y la espera para cruzar de una calle a otra permitía a la mente divagar un poco.
Tobías llega soñoliento a su edificio; ese era el único efecto que el alcohol tenía sobre él: sueño. Sin embargo, consciente de que si no hacía algo de manera inmediata con su camisa esta acabaría en la basura, termina en la lavandería. Ya que era una sola prenda demora si acaso siete minutos y al subir las escaleras hacia su piso, encuentra en las mismas a Mirela, la nueva inquilina, y sin darle gran importancia, nota salpicaduras de pintura mal lavadas en sus manos. Ambos jóvenes iban codo a codo.
- Buenas noches. —Saluda Tobías—
- Buenas noches. —Responde Mirela—
Con pasos que abarcaban dos escalones, Tobías abandona las escaleras en el tercer piso mientras su vecina sigue subiendo.