Las noches en Tambert eran oscuras, el frio y gélido viento soplaba desde las altas montañas blancas situadas aún más al norte que la propia ciudad. Las callejuelas eran laberintos llenos de suciedad y ratas hambrientas; además de las llamadas bestias que se escondían en lo más profundo, capaces de moverse con tanta fluidez a través del barro y la oscuridad que cualquier animal que se haya presenciado.
Nadie sabía quiénes eran, ni de donde salían, pero si conocían su fiereza y efectividad para hacerse con su presa, cientos de historias sangrientas eran contadas por toda la ciudad de boca en boca por muchos de los petulantes nobles con sus extravagantes trajes parecidos más a un pavo real meneando su plumaje con el único objetivo de llamar la atención de las damiselas que no sabían nada más que hablar sobre como atrapar a un hombre.
Naya estaba agotada de esos encuentros donde el tema principal es que vestido era el más adecuado para utilizar las 'armas' con la que una mujer nacía. Ella quería más, deseaba intriga, misterios y tener a alguien a su lado que verdaderamente pueda llamar compañero.
Había llegado a la ciudad hace más de un año, todo había cambiado tan rápido. El repentino fallecimiento de su amado padre, el nuevo matrimonio de su madre, el súbito embarazo que había apresurado la boda con su nuevo pretendiente. De vivir en el campo, donde sus únicas preocupaciones eran si aquellos desvergonzados pájaros no se habían intentado hacer con la preciada cosecha, a vivir en un enorme castillo con criados para atender sus necesidades en cualquier momento.
Tumbada en su gigante cama, envuelta en sus sabanas de seda fina, ocultaba su frustración de la mejor manera que podía. No tenía más remedio, su madre volvía a sonreír, ahora estaba radiante y hermosa, el embarazo no había hecho nada más que evidenciar su curvilínea figura que poco a poco cambiaba debido al niño que esperaba.
Justo cuando iba a volver a enredarse con las sabanas, dos golpes sordos se escucharon desde la dirección donde la puerta estaba. – Señorita Naya, su madre la está buscando. – La voz de una mujer se escuchó detrás de la puerta. – Ya voy en su encuentro, Nora. – Buscando las fuerzas que no tenía, se levantó y se dirigió a la puerta de su habitación.
Al abrirla, apareció una mujer con una gran sonrisa, llevaba unas ropas simples con las mangas de la camisa arremangadas y un pedazo de tela atada a su pelo el cual era de color castaño.
No podía evitar los escalofríos que le producía esta escueta mujer, era la típica ama de casa que se encontraba en cada hogar de Tambert, le daba la impresión que aquella sonrisa que te dedicaba junto con esos ojos achinados escondía más de lo que muchos creían. Era eso o que sus ansias por estar enredadas en sombrías maquinaciones le hacían ver fantasmas donde no había nada más que una dulce criada con rechonchos mofletes.
Siguiendo a Nora, se dirigió al comedor del castillo, este tenía un tamaño considerable, una gran mesa de madera oscura se situaba en el centro con varias sillas que ahora mismo estaban ocupadas. – Naya, te estábamos esperando. – Dijo una mujer de cabello dorado, tenía una tez casi perfecta, una nariz achatada que junto con esos profundos ojos dejaban una gran impresión, ella era Rebecca, su madre.
– Siento llegar tarde madre, mi Lord, perdí la noción del tiempo. – Dijo agachando un poco la cabeza y mirando a todos los presentes. – No te preocupes Naya, no ha sido mucho tiempo y por favor, solo llámame Deret. Somos una familia, después de todo. – Dijo el hombre sentado en la punta de la mesa, al lado de su madre; con una espesa barba y algunas arrugas que adornaban su rostro, le mostro una pequeña sonrisa a Naya. Él era Lord Deret, Duque de la Casa Borled, un noble que se había ganado su posición a través de las muchas batallas que afrontó desde su juventud.
Antes de que la guerra con los barbaros del norte empezaran, era un simple hijo de un Barón que se dedicaba a la vida mercante, eran asquerosamente adinerados. Todo esto cambio cuando estalló el conflicto. Los barbaros controlaban el mar con sus grandes y poderosos barcos, todas las rutas mercantes de la Casa Borled fueron capturadas por estos barbaros, provocando que sus fuentes de ingresos más importantes se perdiesen. Viendo a su familia en la ruina y a sus padres a punto del colapso, Deret, que en ese momento era un niño que recién había cumplido la mayoría de edad, se alisto a las filas del rey buscando la gloria que esto conllevaba.
Diez años de duras batallas e incontables muertes bajo su espada y a pesar de todas las negativas por parte de los demás nobles, el rey le recompenso con un ducado, convirtiéndolo en duque. Naya había aprendido todo esto gracias a aquellas reuniones con las demás mujeres; tenía que admitir que, si querías conocer mejor a alguien, ese lugar lleno de chismorreos era el mas idóneo.
– No seas tan permisivo, padre. – Una estridente voz interrumpió la contemplación a aquel hombre que su madre llamaba esposo. Al otro lado de Deret, se encontraba un niño de unos diez años, al igual que su padre, tenía el pelo color azabache, se podía distinguir varios rasgos que ambos compartían, aunque la personalidad no era uno de ellos. El niño se llamaba Reust Borled, hijo de la difunta esposa de Deret.
Antes de que Naya pudiera decir nada, Deret le dedico una fría mirada a su hijo, ahogando las siguientes palabras que estaba a punto de soltar. Viendo que el numerito ya había terminado, ella se dirigió a la silla que se encontraba al lado contrario de su madre.
Después de sentarse, una docena de criados ingresaron al salón desde las puertas que se encontraban al lateral de la habitación, cada uno cargaba una bandeja con múltiples alimentos exóticos traídos desde el otro lado del océano. Aunque lo había visto incontables veces desde que llego al castillo, no podía dejar de sorprenderse el derroche de comida diaria con la que vivían los nobles, aun sabiendo, que, al otro lado de la muralla, había miles de personas que sobrevivían con lo mínimo.
Este último pensamiento se le había quedado encajado en su mente desde que escucho a Deret hablar sobre la vida fuera de la muralla; miles de personas se habían asentado alrededor de esta, alimentándose con lo que encontraban, ahí regia la ley del más fuerte. Los chismorreos del castillo decían que de ahí provenían las bestias que pululaban por los callejones de Tambert, hablaban sobre personas que el hambre había vuelto loca. Naya no creía esas historias, sobre todo porque tenía absoluta seguridad que las murallas eran infranqueables, por lo menos la historia lo había demostrado.
Un fuerte ruido la saco de su estupor, uno de los criados había tirado una copa, para su mala suerte, todo el contenido de esta había caído sobre las finas ropas de Reust, se podía ver como su cara cambiaba de color, desde su pálido natural hasta el rojo de la rabia que le producía. – ¡Maldito incompetente, como te atreves a manchar mi ropaje! – El estridente grito no tardó en llegar. Naya ya se había acostumbrado a esto, este niño que a simple vista parecía maduro para su edad, era solo pura fachada y detrás de esta se escondía un malcriado, arrogante y mimado mocoso que saltaba por cualquier cosa.
Esta vez Deret no hizo nada, sabía que cuando su hijo se comportaba de esa forma, era imposible calmarlo con una sola mirada. Un poco avergonzado, miro a Rebecca y luego a Naya pidiendo perdón. Rebecca solo soltó una pequeña risita causando que Deret también sonriera. Este ambiente romántico causaba ciertas nauseas a Naya, aunque sabía que su madre se merecía ser feliz, no podía evitar en pensar en su padre.
Antes de que su mente empezara a volver a divagar en viejos recuerdos, un caballero con una armadura reluciente con acabados impecables entro a la sala donde la familia estaba a punto de comer. – Discúlpeme mi Lord, pero traigo noticias de su majestad. – Esta interrupción causo que los gritos de Reust fueran aplacados, volviendo su mirada a la armadura de aquel caballero. Por su parte el Duque Deret miro al hombre con una expresión grave. – Querida, lo siento, tengo que atender este asunto. – Dijo volviendo su mirada a Rebecca. Ella se quedó algo pensativa, pero rápidamente asintió. – No hay problema querido.
Después de que las puertas del salón se cerraran detrás de Deret y aquel caballero, Naya no pudo evitar volver a pensar en las oscuras maquinaciones que tanto anhelaba vivir. Con profundo suspiro, volvió su mirada a la extravagante comida que tenía delante y empezó a comer; tenía que admitir que no se podía quejar de estos platos.
Aunque, aun no sabía realmente la suerte que tenia de poder tener algo que llevarse a la boca.