Tambert era conocida por muchos como la ciudad más radiante que existía, siendo la única que se mantenía en pie del reino de Oblivium, urgida por la sangre de cientos de guerreros que dieron su vida en las antiguas guerras. Aunque este prestigio decaía cada vez más debido a las tan maldecidas bestias; habían aparecido de la nada y cuando lo hicieron, se llevaron por delante a muchos nobles, desde ese día se convirtieron en el terror de Tambert.
– Veron, debemos seguir, tu fuiste el que quiso ir por los callejones, aun sabiendo lo que escondían. – El propietario de esta voz era un hombre bajito y con apenas 4 pelos en la cabeza, sus ropas eran finas, pero de un color chillón que producían nauseas al verlo. – Lo sé, Deroth, pero eso fue antes de que el sol cayera, queda muy poco para que la noche llegue y tu muy bien sabes lo que sucede en los callejones cuando anochece. – El segundo hombre, era más alto, aunque igual de rechoncho, se encontraba sentado delante del carromato junto con el segundo hombre, guiando a los caballos. La mercancía que llevaban estaba siendo tapada por una tela sucia que cubría todo el carromato y custodiada por tres hombres más, cada uno tenía un peto de cuero que les cubría el torso y una lanza de madera en la mano. Llevaran lo que llevaran, no era nada bueno. – Piensa en el dinero amigo mío, esos engreídos nobles nos prometieron una jugosa cantidad. – Frotándose las manos, los ojos de Veron irradiaron un brillo de avaricia.
– Kelox... Son traficantes. – En uno de los edificios que hacía de paredes del laberinto, también se encontraban dos hombres, aunque estos eran mucho más jóvenes y peor vestidos. A simple vista parecían mendigos; lo único que los distinguía era esa mirada vivaz que tenían. – Lo suponía, nada bueno tienen que traer si se les ocurre entrar en los callejones. – Con la mano en la barbilla, pensando el siguiente paso, Kelox esbozó una pequeña sonrisa, ese hombre tenía la cara cubierta de barro, los harapos que llevaban solo le cubrían la parte de abajo, dejando su torso bien fornido al descubierto.
– Por todos los dioses, no sé cómo se les ocurre aun cruzar el laberinto. – Dijo el hombre que estaba al lado de Kelox. – Eso es porque es el único modo que tienen para llegar a la zona noble, Yamn. – Contesto Kelox, sin apartar la mirada del carromato. – Las dos únicas entradas que hay, están siempre vigiladas por los guardias del rey, nada entra ni sale sin ser revisado. Los callejones son el único modo que tienen para traficar con esos señoritos. – Explicó Kelox. – ¿Aun si les espera la muerte? – Pregunto Yamn frunciendo las cejas. – La recompensa los ha cegado, pero esto nos viene bien a nosotros, gracias a ellos la reputación de las bestias no ha decaído desde aquella noche. – Dijo apartando la mirada del carromato y mirando a Yamn. – Son el combustible que mantiene el miedo con el que trabajamos. – Una sonrisa apareció en la cara de los dos hombres.
La noche llegaba a Tambert, los nobles encendían las llamas de sus chimeneas y aquellos más desafortunados se calentaban con pequeñas hogueras improvisadas. Dentro de los laberintos, dos hombres en un carromato junto con tres guardias armados sostenido varias antorchas para iluminar el camino; dirigían toda su atención a los alrededores. La suerte no estaba con ellos y la luna había aparecido y junto a ella, el miedo de que las bestias atacaran su preciada mercancía.
– Que dios se apiado de nosotros. – Deroth, con las manos aun en las riendas rezo porque esa noche no salieran a cazar. Para su mala suerte, estaba equivocado, nadie se mete en la guarida de un animal salvaje esperando a salir ilesos. A unas cuantas calles de la salida, la esperanza de salir sin ningún rasguño le venía a la cabeza. Justo cuando estaban en el último giro, la rueda del carromato se desprendió causando que este se inclinara a un lado amenazando con volcarse.
El fuerte ruido al chocar con el suelo puso más alerta aun a los guardias, lanzado las antorchas y apuntando con sus lanzas al vacío esperándolos. No apareció nada; un minuto, dos, cinco, y seguía sin aparecer nada. La tensión se podía sentir y el sudor recorría la espalda en cada hombre que estaba ahí. – ¡Que hacéis quietos estúpidos, pongan la rueda otra vez! – Sin poder aguantar más, Veron reprendió a los guardias por quedarse aturdidos, perdiendo un tiempo valioso. La rueda había sido expulsada a unos cuantos metros del carromato, esto hizo que ahora la sombra formada por la luz que proporcionaban las antorchas ocultara la rueda impidiendo ver que había más haya.
Uno de los guardias miro a sus dos compañeros y vio el titubeo en sus miradas, no pudo hacer nada más que suspirar e ir él. Nunca se hubiera metido en los malditos laberintos, si no fuera por las promesas que Veron hizo; saldar todas sus deudas lo convertiría en un hombre libre y podría salir de una vez de Tambert y cumplir su tan ansiado sueño de viajar por todo el continente.
Camino lentamente, paso a paso, era un hombre que había luchado en incontables batallas, su instinto le decía que tuviera cuidado, que un movimiento brusco lo convertiría en hombre muerto, en su camino, cogió una se las antorchas que habían lanzado, el necesitaba iluminar lo que había más haya para calmar el sudo frio que recorría todo su cuerpo. Dio un paso más y al fin pudo divisar la rueda del carromato, calmando su corazón se acercó más para cogerla, otro paso más, y otro más, la luz de la antorcha empezó a oscilar de lado a lado, danzando al son del viento, cuando estaba a unos centímetros de la rueda; la antorcha se apagó.
Sus compañeros vieron como la oscuridad se lo tragaba. Ningún grito ni llanto, solo silencio. La calma que se había producido causo más tensión en aquellos hombres. – Veron, hay que salir de aquí. – Deroth estaba sudando a mares, las piernas no le dejaban de temblar, solo dios conoce cuanto le rezo ese día para salir vivo. – No se me ocurre como amigo mío, sigue rezando para que se queden saciados con estos guardias. – Al igual que su amigo, Veron no podía mantener la calma, sabía bien que correr no era una opción, solo se podían quedar quietos e implorar por sus vidas.
Uno de los guardias no aguanto más y con toda la valentía que pudo reunir empuño su lanza, ensartando a la oscuridad que le rodeaba. Este superfluo movimiento solo logro cansar más al guardia, con lo poco de fuerza que le quedaba apuñalo una vez más con la diferencia de que ya no podía retraer la lanza. La emoción del guardia renació por este pequeño desenlace. – ¡Le he dado a algo! – Grito exaltado a su otro compañeros. Usando todas sus fuerzas intento retraer otra vez la lanza, pero no pudo. Una vez más, pero el resultado fue igual, en ese momento lo supo, no había apuñalado a algo, si no que ese algo lo había atrapado.
Antes de que pudiera decir nada, alguien retrajo la lanza desde las sombras, el guardia no la pudo soltar a tiempo y fue engullido junto a ella. Al igual que antes, no hubo ningún grito ni lamento, solo un sobrecogedor silencio.
Las caras de espanto de todos los presentes se hicieron visibles, no había salvación posible, su desmedida avaricia los había condenado a ser presas de las tan temidas bestias. El ultimo guardia que quedaba se rompió finalmente, tiro la lanza y hecho a correr hacia la oscuridad. – 'Estúpido' – Pensó Veron al verlo como el guardia se perdía en la negrura. – ¡No puedo más! – Su amigo también se había roto por completo, la noche consiguió arrebatarle la poca cordura que le quedaba. -Deroth, tran-. – Las palabras se ahogaron cuando vio como su buen amigo estaba ensartado con la lanza de alguno de los guardias. No sabía cuándo paso, no, mejor dicho, no pudo verlo, ocurrió justo cuando parpadeo.
Ahora estaba solo él, ya no quedaban esperanzas. Cerro los ojos y espero su muerte, rezando porque sea lo más indolora posible. Uno, dos, tres minutos pasaron y aún no había sido ensartado como Deroth, dudando si abrir los ojos o no; finalmente los abrió.
Casi pega un salto del susto que se llevó, una calavera blanca pálida estaba delante de él, lo estaba mirando fijamente. Veron no hizo ningún movimiento, como una estatua no aparto la mirada de la calavera. – Eres interesante, hombrecillo. – Dijo una voz grave saliendo debajo de la calavera, era, claramente una máscara. – ¿Una persona? – Se pregunto Veron sin darse cuenta que lo hizo en voz alta. – No, yo soy una bestia – Respondió lentamente. – Pero eso, a ti, no te incumbe hombrecillo. Has entrado a mi laberinto y tu gente sabe muy bien que le sucede a la gente que entra sin mi permiso. – Aunque no lo podía ver, Veron sabía muy bien que este hombre que se hacía llamar una bestia, estaba sonriendo debajo de la máscara.
Sin darle oportunidad de responder, le apuñalo. – Este es el castigo por entrar sin permiso. – No salió ningún grito de la boca de aquel traficante, aunque aún estaba vivo. Acercando su cara a la de Veron, apuñalo ferozmente hacia uno de sus ojos. – Este es el castigo por traficar con esos vanidosos nobles. – El silencio seguía reinando. – Por último... – Haciendo una pequeña pausa, enfoco su mirada atrás del carromato unos segundos, y luego la volvió a posar sobre el traficante. – Esto es por usar a los huérfanos como mercancía. – Levantando su cabeza hasta que su cuello quedo al descubierto, poso la daga sobre su garganta y se acercó a su oído. – Espérame en el infierno, hare más insoportable sus asquerosas existencias, a ti y todas las vidas que he arrebatado. – Con un suave movimiento, ni lento ni rápido, le corto el cuello, causando que la sangre saliera a borbotones. La expresión que aún mantenía Veron era de absoluto terror, sin poder gritar ni suplicar perdón, murió degollado.
Cuando acabo, se apartó de los cadáveres y cogió una de las antorchas que estaba en el suelo. – Yamn, haz lo de siempre con los cadáveres. – Dijo, dirigiéndose a la oscuridad. – Eso hare, Kelox. Aunque esta vez necesitare algo de ayuda. – Mirando a su alrededor y a los dos cadáveres que aún estaban chorreando sangre.
Kelox se acercó a la parte trasera del carromato, con un movimiento aparto la tela que lo cubría. – Nos llaman bestias, pero ellos no son mejores. – Eran dos niños y tres niñas, todos con harapos y en muy mal estado. – Llevare estos polluelos con Selin para que los vista y los alimente. – Le dijo a Yamn, sin apartar la mirada de los niños. – No tengáis miedo, ya estáis a salvo. – Les dijo esbozando una pequeña sonrisa intentando que dejaran de temblar. Mientras lo decía, pensó en todas las veces que había dicho esas palabras, y lo irónico que le seguían sonando que una de las terroríficas bestias fuera el que lo dijera.