—Aran, ¿tu e Iván se conocen desde hace mucho tiempo? —interrogué luego de varios minutos caminando.
Él sonrió.
—Así es. De hecho, éramos los mejores amigos.
"¿Mejores amigos? ¿Aran e Ivan?" Pensé.
Él me miró y se dio cuenta de mi expresión dudosa.
—Si, yo tampoco lo hubiese creído si no lo hubiera vivido —dijo—. Pero es la verdad.
—¿Y qué pasó? Digo, no parece...
—Pasaron cosas. Luego del ataque de las brujas nuestro reino de bestias se volvió un caos —comentó, mirando al frente como si su mente se hubieran ido a los recuerdos.
—¿Las brujas? —pregunté con los ojos de par a par.
—Sí señorita, pero descuide, ya no hay brujas en estos lados del bosque —sonrió.
Llegamos al sendero que antes vi lleno de flores, ese que nos conducía a la cueva de Aran; las arañas nos vigilaban desde los árboles en sus telarañas.
—Aran... —musité.
—Descuide, ellas no se van a acercar.
"Mala idea confiar en Aran, mala idea"
Él me miró con un atisbo de sonrisa.
—Emma, yo no rompo las promesas, prometo que nada malo le va a pasar por causa mía —aseguró.
Respiré profundo y caminé detrás de Aran.
"Ay Diosito" Caminé más tiesa que una estatua.
Llegamos a la cueva y al rededor estaban los objetos.
—Mire, esto es una mochila, la trajo un humano que buscaba la piedra de la vida eterna —contó.
—¿Y eso existe? —interrogué, curiosa.
—No —río—, No sé quién le dijo a los humanos que una piedra podría dar la inmortalidad. Ah, estas son latas de comida. Es lo que me explicó una humana antes de pedirme ver a su hijo.
—¿Tú tenías a su hijo? —pregunté, confundida.
—No, pero me dijo que escuchó sobre la cueva de los deseos. Y que si venía aquí, podría ver a su hijo fallecido otra vez. Era mayor. Ni siquiera supe cómo llegó tan lejos —metió las latas a la mochila.
Sentí un peso cayendo a mi estómago.
—Y tú... —Tragué en seco—... ¿te comiste a la señora?
Me miró, sorprendido.
—Claro que no. Mis arañas lo hicieron. Ella pidió quedarse con su hijo y yo solo la dejé en su deseo mas profundo, a cambio, mis arañas comieron su cuerpo. —Sacó ropa de una especie de caja en madera—Yo solo fui amable.
—Y por qué a mi me quisiste matar cuando elegí salir —cuestioné.
Se puso serio y me miró.
—Usted no me pidió salir, usted me lo ordenó y yo obedecí sin siquiera darme cuenta. Son cosas distintas, ¿entiende?
—Entiendo... —¡No entendí ni patas!
Él sostuvo unas gafas y se las colocó.
—Esto es para los ojos. Un curioso entro al bosque y las traía puestas. Leí sobre ellas, son para que el sol no dañe la vista —dijo mientras se subía al tronco caído de un árbol.
Lo miré extrañada.
—Te gusta leer —observé.
—Mi madre me enseñó, así que desde entonces, todo libro que encuentro, libro que leo —tomó una postura algo extraña—. ¿Cómo me veo?
Solté una carcajada y él me miró sorprendido.
—¿Qué? ¿Se está burlando? —cuestionó mostrándose ofendido.
—No, es que te ves gracioso —bufé.
Él bajó del tronco y me dio las gafas.
—Dudo que le queden mejor que a mí. —Se cruzó de brazos.
Me coloqué las gafas y él me miró como si hubiera visto algo magnífico.
—De verdad que es hermosa —soltó.
Me quité las gafas y me aclaré la garganta, seria. Él también se dio cuenta así que desvió la mirada y siguió buscando entre los objetos.
—Mire, aquí hay ropa que le puede servir. Esa que trae puesta está rota —señaló.
Estiré la tela de lo que quedaba de mi bata y recordé que tenía los pies vendados y llenos de sangre.
—Aran, ¿hay algún lugar en donde pueda lavarme? Un lago, rio lo que sea.
—Sí, pero primero présteme el mapa que le dio Ivan. –Se lo di y él buscó un lápiz entre los objetos. Estaba roto viejo y casi podrido. Empezó a borrar algunas cosas y a escribir otras—Siga este camino. Y nunca, jamás, por nada en la vida toqué el agua del lago que está aquí. Es uno que tiene piedras hermosas y peses flotantes, no beba, o se adentre en él —señaló—. Más adelante va a encontrar un río con una pequeña cascada, ahí puede lavarse, tomar agua y lo que sea —Me pasó una botella vacía que había en una mochila—. Llénela de agua. Espero que llegue sana y salva a donde sea que vaya a llegar.
—A la salida —musité—. A la salida tengo que llegar, Aran.
Él trago saliva.
—La única salida está en el castillo del último Rey, una vez que llegue, se encontrará con bestias y demonios. Déjeme acompañarla.
Negué con la cabeza.
—¿Y ponerte en peligro? No Aran. Además, mira lo que hay aquí —me agaché entre los objetos y agarré una pistola.
Él me miró confundido.
—Aran, esto es un arma.
Él abrió los ojos con entusiasmo. Sonrió de una manera que hasta yo imité su expresión.
Durante un rato estuvimos observando el arma, él buscó el libro en el que había leído sobre armas. Estaba viejo y algo deteriorado. Le faltaban páginas pero algo se entendía.
—Aran, aléjate mientras yo busco lo que sea que libera el cargador. He escuchado que las armas pueden disparar si no tienes cuidado.
Aran se alejó de inmediato, aunque mirando con atención lo que yo iba a hacer. El libro tenía una ilustración borrosa, casi invisible de las partes de un arma. Aunque bastante distinta a la que teníamos en frente. Presioné un botón que había en un lado de la empuñadura y salió el cargador. Solté el aire que había retenido por el nerviosismo.
—El libro dice que debe tener balas para que funcione —comentó Aran desde atrás de una piedra.
Tomé el cargadora y vi que habían cuatro objetos pequeños y largos de color dorado dentro.
—Sí, tiene balas —avisé, contenta y volví a colocar el cargador—. Hay cuatro.
—¿Cuatro? Wow, me encantaría disparar una —Comenzó a salir de su escondite y observando el arma con admiración se acercó a mí.
—¿Quieres sostenerla?
Él asintió y la tomó con cuidado, pero el arma se disparó y las aves salieron volando entre los árboles, algunas arañas chillaron y cayeron al suelo. Yo lancé un grito y Aran se quedó pasmado. La bala había dado en un árbol por suerte.
Él me miró aún estupefacto y a mí solo me salió decir:
—Ahora solo quedan tres —y le quité el arma.
Me di cuenta de que él y yo éramos un peligro andante.
Volvimos a leer en el libro y encontramos que había que ponerle el seguro. Logré ponérselo y metí el arma en el pantalón que me había puesto para no andar semidesnuda.
—¿Segura que no se va a disparar? ¿Y si se hace daño? —interrogó Aran, preocupado.
—El seguro evita que se dispare, tranquilo —aseguré, confiada, sintiéndome una experta. Sostuve la mochila que Aran preparó para mí y lo miré a los ojos —. Ya me tengo que ir.
Él me miró con un atisbo de tristeza marcándose en su entrecejo.
—Tranquilo, estaré bien. Ahora ando armada —palpé el arma en mi pantalón con un aire divertido.
Él se acercó a mí y me abrazó.
—Cuídese mucho señorita hermosa —Me Soltó. Sus mejillas estaban enrojecidas—. Recuerde, lejos del lago.
—Si nos volvemos a ver, en esta vida o en otra, no me llames de usted. Ahora somos amigos —dije—. Adiós Aran.
Caminé y me alejé de la cueva y de Aran. Pero... ¿qué tan tenebroso podría ser ese bosque? Ya superé mi mayor miedo: las arañas y la muerte.
El lago de los peses flotantes, me iba a enseñar el otro rostro del miedo.
—Nunca, jamás en la vida toques el agua del lago... nunca jamás, si quieres vivir.