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Chapter 36 - INFIERNO CANTO XXXI

La misma lengua me mordió primero, haciéndome teñir las dos mejillas,y después me aplicó la medicina:

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así escuché que solía la lanzade Aquiles y su padre ser causante primero de dolor, después de alivio,

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Dimos la espalda a aquel mísero valle por la ribera que en torno le ciñe,y sin ninguna charla lo cruzamos.

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No era allí ni de día ni de noche, y poco penetraba con la vista;pero escuché sonar un alto cuerno,

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tanto que habría a los truenos callado, y que hacia él su camino siguiendo, me dirigió la vista sólo a un punto.

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Tras la derrota dolorosa, cuando Carlomagno perdió la santa gesta, Orlando no tocó con tanta furia.

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A poco de volver allí mi rostro, muchas torres muy altas creí ver;y yo: «Maestro, di, ¿qué muro es éste?»

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Y él a mí: «Como cruzas las tinieblas demasiado a lo lejos, te sucedeque en el imaginar estás errado.

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Bien lo verás, si llegas a su vera, cuánto el seso de lejos se confunde; así que marcha un poco más aprisa.»

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Y con cariño cogióme la mano,y dijo: «Antes que hayamos avanzado, para que menos raro te parezca,

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sabe que no son torres, mas gigantes, y en el pozo al que cerca esta ribera están metidos, del ombligo abajo.»

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Como al irse la niebla disipando, la vista reconoce poco a poco

lo que esconde el vapor que arrastra el aire,

así horadando el aura espesa y negra,36más y más acercándonos al borde,se iba el error y el miedo me crecía;

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pues como sobre la redonda cercaMonterregión de torres se corona,

41así aquel margen que el pozo circunda42

con la mitad del cuerpo torreaban los horribles gigantes, que amenaza

44aún desde el cielo Júpiter tronando.45

Y yo miraba ya de alguno el rostro,la espalda, el pecho y gran parte del vientre, y los brazos cayendo a los costados.

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Cuando dejó de hacer Naturaleza aquellos animales, muy bien hizo, porque tales ayudas quitó a Marte;

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Y si ella de elefantes y ballenasno se arrepiente, quien atento mira, más justa y más discreta ha de tenerla;

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pues donde el argumento de la mente al mal querer se junta y a la fuerza,el hombre no podría defenderse.

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Su cara parecía larga y gruesacomo la Piña de San Pedro, en Roma,

59y en esta proporción los otros huesos;60

y así la orilla, que les ocultabadel medio abajo, les mostraba tanto de arriba, que alcanzar su cabellera

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tres frisones en vano pretendiesen;pues treinta grandes palmos les veíade abajo al sitio en que se anuda el manto.

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«Raphel may amech zabi almi», a gritar empezó la fiera boca,a quien más dulces salmos no convienen.

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Y mi guía hacia él: « ¡Alma insensata, coge tu cuerno, y desfoga con él cuanta ira o pasión así te agita!

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Mirate al cuello, y hallarás la soga que amarrado lo tiene, alma turbada, mira cómo tu enorme pecho aprieta.»

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Después me dijo: «A sí mismo se acusa. Este es Nembrot, por cuya mala idea sólo un lenguaje no existe en el mundo.

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Dejémosle, y no hablemos vanamente, porque así es para él cualquier lenguaje, cual para otros el suyo: nadie entiende.»

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Seguimos el viaje caminandoa la izquierda, y a un tiro de ballesta, otro encontramos más feroz y grande.

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Para ceñirlo quién fuera el maestro, decir no sé, pero tenía atadosdelante el otro, atrás el brazo diestro,

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una cadena que le rodeabadel cuello a abajo, y por lo descubierto le daba vueltas hasta cinco veces.

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«Este soberbio quiso demostrar contra el supremo Jove su potencia-dijo mi guía- y esto ha merecido.

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Se llama Efialte; y su intentona hizoal dar miedo a los dioses los gigantes:los brazos que movió, ya más no mueve.»

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Y le dije: «Quisiera, si es posible, que del desmesurado Briareo

98puedan tener mis ojos experiencia.»99

Y él me repuso: «A Anteo ya verás cerca de aquí, que habla y está libre,que nos pondrá en el fondo del infierno.

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Aquel que quieres ver, está muy lejos,y está amarrado y puesto de igual modo, salvo que aún más feroz el rostro tiene.»

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No hubo nunca tan fuerte terremoto, que moviese una torre con tal fuerza, como Efialte fue pronto en revolverse.

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Más que nunca temí la muerte entonces, y el miedo solamente bastaríaaunque no hubiese visto las cadenas.

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Seguimos caminando hacia adelante y llegamos a Anteo: cinco alassalían de la fosa, sin cabeza.

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«Oh tú que en el afortunado valleque heredero a Escipión de gloria hizo, al escapar Aníbal con los suyos,

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mil leones cazaste por botín,y que si hubieses ido a la alta luchade tus hermanos, hay quien ha pensado

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que vencieran los hijos de la Tierra; bájanos, sin por ello despreciarnos, donde al Cocito encierra la friura.

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A Ticio y a Tifeo no nos mandes;

124éste te puede dar lo que deseas;125inclínate, y no tuerzas el semblante.126

Aún puede darte fama allá en el mundo, pues que está vivo y larga vida espera,si la Gracia a destiempo no le llama.»

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Así dijo el maestro; y él deprisa tendió la mano, y agarró a mi guía,con la que a Hércules diera el fuerte abrazo.

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Virgilio, cuando se sintió cogido,me dijo: «Ven aquí, que yo te coja»;luego hizo tal que un haz éramos ambos.

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Cual parece al mirar la Garisenda donde se inclina, cuando va una nube sobre ella, que se venga toda abajo;

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tal parecióme Anteo al observarley ver que se inclinaba, y fue en tal hora que hubiera preferido otro camino.

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Mas levemente al fondo que se traga a Lucifer con Judas, nos condujo;y así inclinado no hizo más demora,

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144y se alzó como el mástil en la nave.