La embarcación que trasladaba a Indira y a las demás mujeres tenía por nombre "La Castiza", que seguía la antigua ruta comercial de la Nao de China para llegar a Nueva España. Era comandada por Antonio Montejo, un hombre de rostro endurecido por el sol y de complexión corpulenta.
Montejo era descendiente de antiguos conquistadores que se apropiaron de Yucatán y se asentaron en Mérida. A corta edad abandonó a su familia para trabajar como mozo en embarcaciones que llegaban a San Francisco de Campeche. Conoció a personas influyentes que lo ayudaron a subir de rango, hasta convertirse en capitán de su propio barco.
La ruta del Galeón de Manila, como también se conocía a la Nao de China, era de las más peligrosas y largas, y sólo unos cuantos se atrevían a cruzarla. Entre esos valientes se encontraba Antonio Montejo, quien tenía experiencia sobre las tormentas monzónicas y las corrientes del Pacífico.
Luego de la tormenta, el capitán de "La Castiza" estaba mirando hacia el horizonte desde su cabina. Escuchó que alguien tocaba la puerta, pero no quiso contestar ya que se encontraba en una especie de ensoñación. La otra persona, al no obtener respuesta, decidió entrar.
—Antonio, ya revisé el barco como me pediste —dijo Gonzalo de Castilla, su segundo mando.
—Dime —respondió Antonio, sin voltear.
—La tormenta dejó a varios marinos con heridas leves. También hubo algunos daños en la proa y las velas resultaron dañadas. Sería bueno repararlas cuando lleguemos a Filipinas. También hay que abastecernos de limones, ya que fray Aguilar asegura que algunas de las mujeres presentan síntomas de escorbuto.
—¿Aguantaron la turbulencia?
—Sí. Luego de que la tormenta pasó, de inmediato fui a revisar y vi que estaban bastante calmadas. Solo se mojaron por el agua que entró.
—Llévales ropa — ordenó.
—Oh, está bien —contestó Gonzalo, sorprendido por la orden. Era la primera vez que veía que Antonio fuera amable con los esclavos. Antes de que se retirara, su amigo volvió a hablar.
—Dile a Fray Aguilar que venga a verme.
Gonzalo asintió y salió.
Más tarde, Montejo se encontraba revisando algunos documentos cuando escuchó que alguien tocaba a su puerta.
—Adelante —respondió.
—Buenas tardes, ¿para qué me quería? —preguntó temeroso Juan mientras ingresaba a la cabina.
—Fray Aguilar, quiero que me informes sobre el avance de las mujeres.
—Pues los niños ya hablan más fluido que las mujeres adultas —comenzó a exponer el misionero franciscano—. Las mujeres ya no me temen y eso es bueno, porque resultaba muy difícil acercarme a ellas. El problema es que la mayoría habla en diferentes dialectos y eso complica que todas puedan aprender mejor. Incluso entre ellas no se entienden, es como una torre de Babel.
Con el rostro inexpresivo, Antonio escuchaba atentamente al joven misionero, que a pesar de tener una barba abundante, apenas rozaba los 30 años.
—Ayer hubo un gran avance, durante la tormenta las mujeres pudieron recitar el "Pater Noster" y el "Ave, Maria" —continuó Juan—. Realmente me emocionó escucharlas hablar en latín, aunque ellas no supieran lo que decían esas oraciones. Una de las mujeres jóvenes, Indira, encabezó el rosario y las demás la siguieron. Ella ha mostrado grandes cualidades y puede ser una excelente dama de compañía si alguna familia la adopta. Veo mucho potencial en ella.
Al terminar de hablar, fray Aguilar notó que los ojos del capitán brillaban maliciosamente. Sin embargo, trató de mantener la compostura ante el imponente capitán.
Antonio se levantó de su asiento y caminó hacia la ventana, para observar el horizonte. Juan se mantuvo firme en su posición, esperando que éste le ordenara salir. Entonces se percató que detrás de la apariencia hostil y cubierta de cicatrices, había un hombre pacífico.
Luego de cinco minutos, Montejo se dirigió a Juan.
—Quiero que prepares a Indira para mí y apártala del resto.
Esta petición sorprendió a fray Aguilar. Cuando conoció a Indira, supo que la belleza exótica de la niña podría convertirla en objeto de deseo de hombres como Antonio Montejo.
—Señor, ¿no cree que Indira es muy joven para usted? —replicó temeroso.
La respuesta del religioso le causó gracia a Antonio. Sabía que ella era más joven que él, pero en sus planes no estaba hacerla su mujer.
—Me sorprende que tenga esos pensamientos, ¿acaso me veo muy viejo?
—No señor, no quise decir eso —se disculpó el franciscano.
—Quiero que la prepares para ser una dama. Como te expliqué anteriormente, los españoles pagan muy bien por las mujeres, y más si están educadas. Sabes que la mayoría de ellas terminará en los burdeles o se convertirá en esclava de poderosas familias. Pero ella es especial, ¿no crees?
Esto último entristeció a fray Juan. Aunque en un principio sabía el terrible destino que esas pobres muchachas tendrían, se había encariñado con ellas y no quería que fueran lastimadas por su culpa.
Al notar que el misionero tenía una expresión triste, el capitán le dijo fríamente.
—Tu único trabajo es educarlas, no que te encariñes con ellas.
Esto último fue como un balde de agua fría para el religioso. Recordaba que estaba ahí porque Antonio lo rescató de unos piratas mongoles. Montejo había aceptarlo llevarlo de regreso a Nueva España a cambio de convertirse en instructor de las prisioneras y sus marineros.
—Lo que ordenes —dijo resignado.
—Muy bien, ya sabes lo que tienes qué hacer. Ahora vete.
Juan salió de inmediato. Luego de su charla con el capitán, se sentía impotente por el futuro de Indira. Aunque apreciaba al resto de las jóvenes raptadas, él la veía como una hermanita.
Pasaron los días y la embarcación tocó puerto en Filipinas, donde la tripulación se abasteció de mercancías y materiales para reparar el barco. Después partieron rumbo a la costa de Japón.
En el tiempo que se encontraban en alta mar, fray Aguilar seguía instruyendo a las prisioneras. Indira había aprendido a hablar con fluidez el español y podía entablar charlas más profundas con su maestro.
—Hermano Juan.
—Dime Indira.
—En tu mundo, ¿solo conocen a un Dios? —preguntó.
—Así es, adoramos a un solo Dios, quien es el creador de todas las cosas. Y ¿en tu aldea había una divinidad similar?
—Sí, Brahma.
—Oh, creo que había escuchado un nombre así en el pueblo donde estaba de misión.
—¿Cómo se llamaba ese lugar?
—Estaba cerca de Mumbai, sin embargo nunca pude aprender el nombre, porque era muy difícil de pronunciar, pero la gente de ahí es muy amable y servicial.
—¿Cómo es que llegaste a vivir allí? —preguntó Indira con curiosidad.
El misionero respiró hondo y mostrando una expresión sonriente, contestó.
—Me gusta ir a lugares donde no conozcan a mi Dios. De donde vengo, muchos practican mi religión, pero la mayoría se siente superior a quienes tienen otro tipo de piel y los esclavizan. Eso hizo que decidiera llevar la palabra de Dios a otras personas. Para mi Dios, todos somos iguales y así lo creo.
—En el nuevo mundo, ¿hay gente así?
—Desgraciadamente sí. En el virreinato de Nueva España hay un terrible sistema en el que te clasifican por tu origen. Si eres hijo de una casta inferior a la española o tienes orígenes extranjeros, posiblemente tendrás menos privilegios.
Esto último golpeó como un rayo a Indira. En su aldea también se regían por un estricto sistema de castas. Ella venía de los "kshatriya", conocidos por ser grandes políticos y guerreros, y solo eran inferiores a los "brahmanes", la casta más alta. Ahora que era prisionera, conseguir su libertad sería más complicado de lo que había pensado.