LA primavera llegó pródiga y las montañas se cubrieron de hierba, hierba verde esmeralda, tupida y densa; las laderas estaban lisas, brillantes y repletas de hierba. Bajo las constantes lluvias, el río corría enérgico y sus árboles protectores se inclinaban por el peso de las hojas, uniendo sus ramas por encima del agua, haciendo que durante millas de su recorrido discurriera por una caverna oscura. El invierno húmedo había desgastado los edificios de la granja; los tejados que daban al norte se cubrieron de musgo y una hierba espontánea creció sobre los montones de estiércol.
El ganado, percibiendo que crecía gran cantidad de comida en las faldas de las montañas, se multiplicaba más deprisa. En muy pocas otras ocasiones hubo tantas vacas que tuvieran dos ternerillos como en aquella primavera. Los cerdos parían y no había ningún lechón pequeño. En el granero no había más que unos pocos caballos atados, pues la hierba era demasiado buena para desperdiciarla.
Llegó abril, con días cálidos perfumados de hierba. Las flores cargaron las montañas de color, dorado de amapolas y azul de altramuces, como colchas y edredones. No se mezclaban, salpicando la tierra con su color. Y seguía lloviendo a menudo, hasta que la tierra esponjó humedad. Todas las depresiones de la tierra se convirtieron en manantiales y cada agujero, en un pozo. Los lustrosos ternerillos engordaban y no se les había destetado todavía cuando sus madres recibían otra vez a los toros.
Alicia marchó a su casa en Nuestra Señora y dio a luz a su hijo y volvió con él al rancho. En mayo sopló la firme brisa marina, salada y con cierto olor a algas marinas. Fue una
primavera de trabajo para los hombres. Las tierras llanas alrededor de las casas se volvieron
negras bajo los arados y las semillas, metódicas y domésticas, hicieron brotar cebada y trigo. La huerta produjo tal cantidad de retoños que sólo las verduras más hermosas y mejores se aprovecharon para las cocinas; los cerdos recibieron los nabos de formas inciertas y las zanahorias imperfectas. Las ardillas salían a chillar a las puertas de sus madrigueras y estaban más gordas en primavera de lo que normalmente se encontraba después el otoño. En las colinas, los potros ensayaban saltos y se peleaban unos con otros mientras sus madres los contemplaban divertidas. Cuando caía la lluvia cálida, los caballos y las vacas no buscaban el refugio de los árboles, sino que continuaban comiendo mientras el agua resbalaba por sus costados y los hacía brillar como el esmalte.
En la casa de Joseph se preparaba el nacimiento del bebé. Elizabeth hacía la canastilla y las otras mujeres, sabiendo que este niño sería el más importante del rancho y el heredero del poder, venían a estar con ella y a ayudar. Forraron un canasto que utilizaban para la ropa con satén acolchado y Joseph lo puso sobre balancines para que sirviera de cuna. Hicieron dobladillos en muchos más pañales de los que pudiera usar cualquier niño. Hicieron faldones y los bordaron. Le decían a Elizabeth que lo estaba llevando muy bien, pues rara vez se encontraba mal; de hecho, según pasaba el tiempo, Elizabeth se puso más robusta y se sentía más feliz. Rama le enseñó cómo preparar la sábana para el parto y Elizabeth la hizo con tanto esmero como si le fuera a durar toda la vida en vez de ser quemada inmediatamente después del nacimiento de la criatura. Dado que se trataba del hijo de Joseph, Rama añadió una elegancia sin precedente. Hizo un cordón gordo de terciopelo con un lazo en cada extremo para atarlo a los postes de la cama. Ninguna otra mujer había tirado sino de una sábana retorcida durante los dolores del parto.
Cuando llegó el calor, las mujeres se sentaban en el porche protegidas del sol y cosían. Prepararon todo con meses de antelación. Cortaron una pieza alargada de muselina cruda que serviría para envolver la cadera de Elizabeth, le hicieron el borde y la guardaron. Cuando llegó junio, ya estaban hechas las almohadas de plumas de ganso y todas las colchas.
No hablaban más que de niños, cómo nacían y todos los accidentes que podían ocurrir y cómo los dolores del parto se borran pronto del recuerdo de una mujer y cómo los niños y las niñas son diferentes desde sus primeros hábitos. Había anécdotas sin fin. Rama recordaba historias de niños nacidos con cola, con más miembros, con la boca en la espalda; pero no había por qué asustarse porque Rama sabía por qué ocurrían esas cosas. Algunas eran fruto de la bebida, otras de la enfermedad, pero las peores, las peores monstruosidades venían de concebir durante la menstruación.
En ocasiones, Joseph llegaba a casa con briznas de hierba en los cordones de los zapatos y manchas verdes en las rodillas de sus pantalones vaqueros y la frente brillante de sudor. Se quedaba de pie acariciándose la barba y escuchando la conversación. Rama se dirigía a veces a él para que corroborara lo que decía.
Joseph trabajó extraordinariamente durante aquella primavera tan pródiga. Castraba a los ternerillos, apartaba las rocas que impedían que crecieran las flores y salía a buscar al ganado para marcarlo con su nueva marca de hierro «JW» en la piel. Thomas y Joseph trabajaban juntos en silencio, tendiendo vallas de alambre en los límites de la finca, pues resultaba más fácil cavar los agujeros para los postes en una primavera húmeda. Se contrataron dos vaqueros nuevos para cuidar el ganado que no cesaba de aumentar.
En junio llegaron los primeros días de calor agobiante y la hierba respondió creciendo treinta centímetros más. Con los días sofocantes, Elizabeth se encontraba mal y de mal humor. Preparó una lista de las cosas que necesitaría para el parto y se la entregó a Joseph. Un día, antes del amanecer, Joseph se alejó en el carro para comprar todas esas cosas en San Luis Obispo. Era un viaje de tres días entre ida y vuelta.
Nada más irse Joseph, a Elizabeth le acometieron todos los temores: Joseph podría matarse. Las cosas más irracionales le parecían posibles. Podría encontrar a otra mujer y escaparse con ella. El carro podría volcar en el desfiladero, haciéndolo caer al río.
No se levantó para despedirlo, pero al salir el sol, Elizabeth se levantó de la cama, se vistió y se fue a sentar en el porche. Todo la irritaba, el ruido de los saltamontes moviendo las alas al saltar, los trozos de alambre de embalar oxidados en el suelo. El olor de amoníaco que llegaba desde los graneros le producía náuseas. Una vez que había visto y aborrecido todo lo que tenía a su alrededor, levantó los ojos hacia los montes buscando nuevas víctimas. Lo primero que vio fue el pinar de la cumbre. Inmediatamente sintió una aguda nostalgia de Monterrey, de los árboles oscuros de la península, de las callejuelas soleadas, las casas blancas y la bahía azul con las barcas de pesca multicolores, pero sobre todo, de los pinos. El olor resinoso de las agujas le parecía lo más delicioso del mundo. Anheló olerlo hasta que su cuerpo dolió de deseo. No apartaba los ojos del pinar oscuro de la cumbre.
Gradualmente, el deseo fue cambiando hasta que sólo quería los árboles. La llamaban desde la montaña, para que se adentrara entre los troncos, protegiéndose del sol, y conociera la paz que hay en un pinar. Se veía a sí misma, y llegaba a sentirlo, tumbada sobre un lecho de agujas de pino, contemplando el cielo entre las ramas y oía el viento susurrando suavemente en las copas de los árboles y alejarse volando, impregnado del aroma de los pinos.
Elizabeth se levantó de los escalones y se dirigió caminando muy despacio al granero. Había alguien dentro, pues veía explosiones de estiércol a través de la ventana. Entró en el granero oscuro y se acercó a Thomas.
Quiero ir a dar una vuelta le dijo. ¿Te importaría engancharme los caballos al carro?
Thomas se apoyó en la horca del estiércol.
¿Puedes esperar media hora? Cuando acabe con esto te puedo llevar yo. Elizabeth se sintió molesta por esta intromisión.
Quiero conducirlo yo, quiero estar sola dijo secamente.
Thomas la miró tranquilo.
No sé si a Joseph le gustaría que salieras sola.
Pero Joseph no está aquí. Quiero salir. Thomas apoyó la horca en la pared.
Está bien. Engancharé a Moonlight. Es tranquila, pero no te salgas de la carretera porque podrías encallar en el barro. Los hoyos siguen siendo profundos.
Ayudó a Elizabeth a subir a la calesa y se quedó mirando preocupado cómo se alejaba. Elizabeth supo instintivamente que Thomas no quería que fuera al pinar, por lo que
siguió la carretera durante un trecho largo antes de hacer girar a la vieja yegua para subir la
ladera de la montaña. Avanzaban a saltos sobre la tierra irregular. El sol calentaba con fuerza y no había viento. Había ascendido ya un largo trecho cuando se encontró el camino cortado
por una arroyada. El agua se extendía en todas direcciones. Tenía que alejarse mucho para rodearla y los pinos se veían ya cerca. Elizabeth se bajó del carro, ató la correa de amarre alrededor de una raíz y desenganchó la falsa rienda. Después cruzó el agua apoyándose en las manos y continuó la subida por el otro lado. Caminó despacio hacia el pinar. Al poco, llegó a un arroyuelo centelleante que salía del bosque, flotando tranquilamente ante la ausencia de piedras que obstaculizaran su camino. Se agachó y cogió una ramita de berro del agua y la mordisqueó mientras continuaba ascendiendo al lado de la corriente.
Había desaparecido toda su irritación; avanzó feliz y se adentró en el bosque. Los mullidos colchones de agujas amortiguaban sus pasos y el bosque tragaba cualquier otro sonido, excepto el susurro de las agujas en las copas de los árboles.
Siguió andando sin encontrar ningún obstáculo hasta que la pantalla de vides y zarzas impidió que continuara su camino. Las ignoró y se abrió paso entre ellas, en ocasiones andando sobre pies y manos para hacerse un hueco. Sentía la necesidad imperiosa de penetrar en el frondoso bosque.
Cuando por fin llegó al término de la muralla de zarzas y pudo ponerse en pie, tenía las manos arañadas y el pelo despeinado. Sus ojos se abrieron desmesuradamente maravillados al contemplar el anillo de árboles y el espacio plano abierto. Después sus ojos se fijaron en la enorme, deforme roca verde.
Se dijo en un susurro:
Sabía que estaba aquí. Algo en mi corazón me dijo que estaba aquí, esto tan querido. No se oía nada en todo el recinto excepto el susurro de los árboles en las alturas y
quedaba fuera, lo que hacía el silencio aún más profundo, más impenetrable. La capa de
musgo verdoso que cubría la roca era tan espesa como una piel y los altos heléchos se inclinaban sobre la cuevecilla como una cortina verde. Elizabeth se sentó al borde de la
corriente, que se deslizaba sigilosamente por el claro para desaparecer bajo la maleza. Sus
ojos se centraron en la roca y su mente forcejeó examinando su forma. «La he visto en algún lugar», pensó. «Tengo que haber sabido que estaba aquí, porque si no, no hubiera venido derecha aquí». Sus ojos se agrandaron al contemplar la roca y su mente perdió todo pensamiento definido y se llenó de recuerdos que iban acudiendo, despreocupados, sin sentido y vagos. Se vio a sí misma dirigiéndose a la catequesis un domingo por la mañana en Monterrey y después vio una procesión de niños portugueses vestidos de blanco desfilando en honor del Espíritu Santo, con una reina coronada abriendo la marcha. De forma imprecisa vio las olas provenientes de siete direcciones distintas encontrarse y chocar en Point Joe, cerca de Monterrey. Y al mirar a la roca vio a su propio hijo acurrucado cabeza abajo en su seno y lo vio moverse ligeramente y al mismo tiempo lo sintió moverse en su interior.
El susurro de los árboles en lo alto era continuo y con el rabillo del ojo veía que los árboles se agrupaban más y más a su alrededor. Mientras permaneció allí sentada, tuvo la sensación de estar sola en el mundo; todas las demás personas se habían marchado, abandonándola, pero no le preocupaba. Se le ocurrió que podría obtener todo lo que deseara y en la secuencia de sus pensamientos sintió miedo al ver que lo que más deseaba era morir y, después de esto, conocer bien a su marido.
Dejó caer su mano desde su regazo al agua fría del arroyuelo e instantáneamente los árboles retrocedieron veloces y el bajo cielo voló a lo alto. El sol había avanzado bastante. Se oía un murmullo en el bosque, no suave, sino agudo y malicioso. Elizabeth miró rápidamente a la roca y vio que su forma era maligna, como un animal agazapado y tan grosera como una cabra desgreñada. Un frío furtivo se había introducido en el claro. Elizabeth se puso en pie de un salto, presa del pánico y se llevó las manos al pecho para contener su corazón. Una vibración de horror se extendía por el claro. Los árboles negros impedían la huida. La roca agazapada estaba a punto de saltar. Elizabeth retrocedió de espaldas, sin atreverse a quitar los ojos de la roca. Al llegar a la entrada del sendero ancho, le pareció ver a una criatura peluda moverse dentro de la cueva. Su miedo había hecho cobrar vida al claro. Se dio la vuelta y corrió por el camino, demasiado asustada para gritar y tras un rato largo, llegó a espacio abierto, donde lucía un cálido sol.
El bosque se cerró a sus espaldas y la dejó libre.
Se sentó, extenuada, junto al arroyo; su corazón latía alocadamente y le dolía y respiraba entrecortadamente. Vio cómo la corriente mecía con suavidad los berros que crecían
en sus aguas y vio las motas de mica reluciendo en la arena del fondo. Depués, buscando protección, miró los edificios agrupados de la granja, empapados de sol y la hierba amarilla que se doblaba dibujando olas de plata alargadas y planas bajo el viento del atardecer. Eran cosas seguras; sentía agradecimiento por haberlas visto.
Antes de que hubiera desaparecido su miedo, se puso de rodillas para rezar. Trató de pensar en qué era lo que había ocurrido en el claro, pero el recuerdo se desvanecía. «Era algo tan antiguo, tan antiguo que ya casi lo he olvidado». Se acordó de que estaba de rodillas era algo prohibido. Y rezó: «Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre», y también pidió: «Señor Jesús, protégeme de las cosas prohibidas y manténme en el sendero de la luz y del amor. No permitas que estas cosas pasen de mí a mi hijo, Señor Jesús. Guárdame contra las cosas antiguas de mi sangre».
Recordó que su padre le había dicho que sus antepasados mil años atrás habían creído en los druidas.
Cuando terminó de rezar, se encontró mejor. Una luz clara entró en su pensamiento y eliminó el miedo, y con él, la memoria del miedo. «Es mi estado», se dijo. «Debería haberme dado cuenta. No había nada en ese lugar. Todo ha sido fruto de mi imaginación. Rama me ha dicho muchas veces qué tipo de cosas se pueden esperar».
Se puso en pie, tranquila y segura. Mientras descendía la ladera, cogió un ramillete de flores para decorar la casa para cuando volviera Joseph.