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Chapter 21 - C A P Í T U L O 1 8

EL calor del verano era abrasador.

Cada día el sol caía como el plomo sobre el valle, chupando la humedad de la tierra, secando la hierba y haciendo que todo ser viviente buscara la sombra profunda de los matorrales de salvia en las montañas.

Los caballos y el ganado permanecían todo el día a la sombra, esperando que llegara la noche para poder salir a comer. Los perros del rancho se tumbaban en la tierra, con las lenguas temblorosas y goteantes fuera de la boca y sus pechos bombeando como fuelles. Incluso los ruidosos insectos dejaban que el mediodía fuera silencioso. Al mediodía no había más que un leve quejido de rocas y tierra, quemadas brutalmente. El río disminuyó hasta convertirse en un pequeño arroyo y al llegar agosto, incluso éste desapareció.

Thomas cortaba el heno y lo hacinaba para que secara mientras Joseph seleccionaba las reses que se venderían y las conducía al nuevo corral. Burton se preparaba para su viaje a Pacific Grove para asistir al encuentro de tiendas de campaña. Cargó una tienda de campaña, utensilios, ropa de cama y comidas en el carro y una mañana él y su esposa partieron detrás de dos buenos caballos para recorrer las noventa millas que había hasta el campamento. Rama había aceptado hacerse cargo de sus hijos durante las tres semanas de su ausencia.

Elizabeth salió para decirles adiós con la mano. De nuevo estaba rebosante de salud. Tras su malestar pasajero, había vuelto a recuperarse. Tenía las mejillas sonrojadas y sus ojos brillaban. Joseph la observaba a menudo y se preguntaba qué era lo que sabía o pensaba que la hacía estar siempre al borde de la risa. «Sabe algo», se decía a sí mismo. «Las mujeres en su estado tienen algo de la fuerza de Dios en ellas. Deben saber cosas que nadie más sabe. Y deben sentir una alegría superior a cualquier otra. Son prolongación de la vitalidad de la tierra». Joseph la miraba con atención y se acariciaba la barba tan lentamente como un anciano.

Cuando se acercaba su hora, Elizabeth se mostraba cada vez más posesiva de su marido. Quería que se sentara junto a ella toda la mañana y toda la tarde y se quejaba cada vez que Joseph le decía todo lo que había que hacer.

No tengo nada que hacer le decía, la ociosidad quiere compañía. Y él respondía:

No, estás trabajando.

Veía en su mente cómo lo hacía. Elizabeth tenía las manos cruzadas sobre su regazo, pero sus huesos estaban formando huesos y su sangre destilaba sangre y su carne moldeaba carne. Sonrió ligeramente ante la idea de que Elizabeth permanecía ociosa.

Por las tardes, cuando Elizabeth le pedía que se sentara con ella, le ponía el brazo para que se lo acariciara.

Me asusta que te vayas. Podrías salir por aquella puerta y no regresar nunca y entonces mi hijo no tendría padre.

Un día, estando sentados los dos en el porche, Elizabeth preguntó de repente:

¿Por qué quieres tanto al árbol, Joseph? ¿Te acuerdas de que me hiciste sentar en él la primera vez que vine aquí? y dirigió la mirada a la horquilla del árbol donde se había sentado.

¡Qué pregunta! Es un árbol magnífico dijo lentamente. Me gusta porque es un árbol perfecto, supongo.

Elizabeth lo interrumpió.

Joseph, hay algo más. Una noche te oí hablándole como si fuera una persona. Lo llamaste «señor», te oí.

Joseph miró fijamente al árbol antes de contestar y después, pasado un tiempo, le contó a Elizabeth que su padre había muerto deseando venir al Oeste y le habló de aquella mañana en que recibió la carta.

Es una especie de juego, ya ves le dijo. Me hace creer que todavía tengo a mi padre cerca.

Elizabeth le miró con los ojos muy abiertos, unos ojos llenos de la sabiduría que otorga esperar un hijo.

No es un juego, Joseph le dijo suavemente. No podrías jugar un juego ni aunque quisieras. No, no es un juego, sino una práctica declarada.

Por primera vez leyó el pensamiento de su marido; en un segundo vio las formas de sus pensamientos y Joseph se dio cuenta de que su mujer los veía. La emoción se agolpó en su garganta. Se inclinó para besar a Elizabeth, pero en cambio, apoyó la cabeza sobre sus rodillas y el pecho se le llenó hasta estallar.

Elizabeth le acarició el pelo y le sonrió con aire conocedor.

Deberías haberme dejado ver antes y añadió, pero quizá yo no tenía los ojos adecuados.

Cuando estaban acostados, y Elizabeth apoyaba la cabeza en el brazo de Joseph antes de quedarse dormidos, noche tras noche Elizabeth le suplicaba que la tranquilizara.

Cuando me llegue el momento, Joseph, ¿estarás a mi lado? No estarás lejos, ¿verdad que no? Y si te llamo, ¿vendrás?

Y él la tranquilizaba, un poco fríamente:

Estaré a tu lado, Elizabeth. No te preocupes por eso.

Pero no en la misma habitación, Joseph. No me gustaría que lo vieras. No sé por qué. Si te sientas en la habitación de al lado, atento por si te llamo, creo que entonces no tendré ningún miedo.

A veces, mientras estaban en la cama, Elizabeth le contaba las cosas que sabía, cómo los persas invadieron Grecia y fueron derrotados, y cómo Orestes acudió al dios Apolo y fue perseguido por las Furias. Se lo contaba riéndose, todos sus fragmentos de sabiduría destinados a hacerla superior. Ahora le parecían una tontería.

Comenzó a contar las semanas que le quedaban para el parto; del jueves en adelante, tres semanas; y después dos semanas y un día; y después, sólo diez días.

Hoy es viernes, Joseph. Será un domingo. Rama lo ha escuchado. Dice que incluso oye los latidos del corazón. ¿Crees que es posible?

Una noche dijo:

Será dentro de una semana justa. Me dan escalofríos cuando pienso en ello.

Joseph dormía con sueño ligero. Cada vez que Elizabeth suspiraba dormida, él abría los ojos de par en par y escuchaba intranquilo.

Una mañana, Joseph se despertó al oír el cacareo de los gallos jóvenes en sus varas. Aún era de noche, pero el aire se había despertado con la aurora ya próxima y tenía el frescor de la mañana. Oyó a los gallos viejos cacareando con notas llenas y redondas como si quisieran reprobar a los más jóvenes sus vocéenlas cascadas. Se quedó tumbado con los ojos abiertos y vio entrar los incontables puntos de luz y poner el aire gris oscuro. Poco a poco fueron apareciendo los muebles. Elizabeth respiraba deprisa en su sueño. Joseph se disponía a levantarse silenciosamente de la cama para vestirse e ir a ver a los caballos, cuando de repente Elizabeth se incorporó en la cama. Se le cortó la respiración y sintió un espasmo en las piernas y lanzó un grito de dolor.

¿Qué pasa? gritó Joseph. ¿Qué pasa, querida?

Al no recibir respuesta, saltó de la cama, encendió la lámpara y se inclinó sobre ella. Los ojos de Elizabeth parecían salírsele de sus cuencas, tenía la boca abierta y temblaba fuertemente. Volvió a gritar con voz ronca. Joseph se arrodilló para frotarle las manos hasta que, tras un momento, se dejó caer sobre la almohada.

Me duele la espalda, Joseph se quejó Elizabeth. Algo va mal. Me voy a morir. Joseph dijo:

Espera sólo un momento. Voy a buscar a Rama y salió corriendo de la habitación.

Rama, a quien había despertado, sonrió muy circunspecta.

Vuelve con ella le ordenó. Voy enseguida. Es un poco antes de lo que yo había pensado. Ahora, durante un rato estará tranquila.

Pero date prisa le pidió Joseph.

No hay prisa. Lo primero que vas a hacer es ponerla a andar. Voy a buscar a Alicia para que nos ayude.

El alba se sonrojaba cuando las dos mujeres cruzaron el patio, con los brazos llenos de trapos limpios. Rama se hizo cargo de la situación al momento. Elizabeth, todavía aturdida por la intensidad de los dolores, la miraba desvalida.

No pasa nada le decía Rama para tranquilizarla. Es como debe ser.

Mandó a Alicia que fuera a la cocina para encender un fuego y poner agua a hervir.

Ahora, Joseph, ayúdala a ponerse en pie, ayúdala a andar.

Mientras Joseph ayudaba a Elizabeth a ir de un lado a otro de la habitación, Rama quitó la ropa de cama y colocó la sábana acolchada para el parto y ató los lazos de terciopelo a los palos de la cama. Cuando volvió la contracción, hicieron sentarse a Elizabeth en una silla hasta que pasara. Elizabeth trataba de no gritar, pero Rama se inclinó hacia ella y le dijo:

No lo dejes dentro. No hay necesidad. Es necesario que ahora hagas lo que te apetezca hacer.

Joseph, rodeando a Elizabeth por la cintura, le ayudaba a andar por la habitación, sujetándola cuando flojeaba. Joseph ya no sentía temor. En sus ojos brillaba una luz de alegría ardiente. Las contracciones se fueron haciendo más frecuentes. Rama llevó a la habitación el enorme reloj Seth Thomas del cuarto de estar y lo colgó en la pared. Lo miraba cada vez que Elizabeth sentía los dolores. Y las contracciones aparecían cada vez con menos intervalo de tiempo. Las horas pasaban.

Ya era cerca de mediodía cuando Rama movió su cabeza con gesto afirmativo marcadamente.

Ahora tumbadla en la cama. Ya te puedes ir, Joseph. Voy a prepararme las manos. Joseph miró a Rama con los ojos medio cerrados. Parecía que estaba en trance.

¿Qué quieres decir con «prepararte las manos»? preguntó acuciante.

Pues lavármelas a fondo con jabón en agua caliente y cortarme las uñas al ras.

Yo lo haré dijo Joseph.

Tú tienes que salir de aquí ahora. Hay poco tiempo.

No replicó Joseph enfadado. Yo cogeré a mi hijo. Tu sólo tienes que decirme qué he de hacer.

No puedes hacerlo, Joseph. No es cosa de hombres.

Joseph miró a Rama con seriedad y la voluntad de Rama cedió ante la tranquilidad de

Joseph.

Lo tengo que hacer yo.

Tan pronto como salió el sol, los niños se reunieron fuera de la ventana de la habitación, donde permanecieron escuchando los débiles gritos de Elizabeth y temblando de emoción. Martha se puso al mando desde el principio.

Algunas se mueren dijo.

Aunque el sol abrasaba con ferocidad aquella mañana, los niños no abandonaron su puesto. Martha fijó las reglas.

El primero que oiga llorar al niño tiene que decir: «lo oigo» y consigue un regalo y además, será el primero en tener un hijo. Me lo ha dicho mi madre.

Los demás niños estaban excitadísimos. Cada vez que comenzaba una nueva serie de gritos, todos gritaban a la vez «lo oigo». Martha hizo que la ayudaran a subirse para poder echar una ojeada por la ventana.

El tío Joseph la está ayudando a pasear por la habitación informó. Y algo después, ahora está tumbada en la cama y se agarra a la cuerda roja que hizo madre.

Los gritos se hicieron aún más frecuentes. Los niños volvieron a aupar a Martha para que mirara a través de la ventana y cuando bajó estaba pálida y sin respiración. Todos se agolparon a su alrededor para escuchar la información.

He visto... al tío Joseph inclinado sobre ella se detuvo para coger aliento. Y... y tenía las manos ¡rojas!

Se quedó en silencio y los niños, asombrados, la miraron fijamente. Dejaron de hablar y de susurrar. Sólo estaban y escuchaban. Los gritos eran tan apagados que apenas los oían. Martha tenía una expresión de secreto. Indicó a los demás que permanecieran en silencio en un susurro. Oyeron tres débiles azotes y al momento Martha gritó:

¡Lo oigo!

Y un poco después todos oyeron llorar al bebé. Se quedaron asombrados, mirando a

Martha.

¿Cómo sabías cuándo había que decirlo? Martha les hacía sufrir.

Soy la mayor y me he portado bien durante mucho tiempo. Y madre me enseñó a escuchar.

¿Cómo? preguntaron todos. ¿Cómo escuchaste?

¡La palmadita! dijo con aire triunfal. Siempre dan unos azotes al bebé para que llore. He ganado y quiero una muñeca con pelo de verdad como regalo.

Un poco después Joseph salió al porche y se apoyó en la barandilla. Los niños se acercaron y se pusieron delante de él, mirándolo. Se sintieron desilusionados al ver que no tenía las manos rojas. Tenía la cara tan cansada y ojerosa y los ojos tan apagados, que los niños no se atrevían a hablarle.

Martha comenzó débilmente:

Yo lo oí primero dijo. Quiero una muñeca con pelo de regalo. Joseph bajó la vista hacia el grupo y sonrió ligeramente.

Yo te la daré dijo. Traeré regalos para todos vosotros cuando vaya a la ciudad. Martha le preguntó con mucha educación:

¿Ha sido niño o niña?

Un niño respondió Joseph. A lo mejor lo podéis ver dentro de un rato.

Las manos de Joseph agarraban fuertemente la barandilla y todavía le dolía de una manera atroz el estómago por los dolores que había recibido de Elizabeth. Aspiró profundamente el aire cálido del mediodía y entró de nuevo en la casa.

Rama lavaba la boquita desdentada del bebé con agua templada mientras Alicia prendía los imperdibles en el paño de muselina con el que envolverían las caderas de Elizabeth una vez expulsada la placenta.

Ya queda poco dijo Rama. Dentro de una hora habrá pasado todo.

Joseph se dejó caer sobre una silla y contempló a las mujeres y contempló los ojos apagados y doloridos de Elizabeth, llenos de sufrimiento. El bebé estaba acostado en su cuna de cesto, vestido con un traje dos veces más grande que él.

Una vez que había pasado el parto, Joseph cogió en brazos a Elizabeth y la sentó en su regazo mientras las mujeres retiraban la sábana del parto y hacían la cama con ropa limpia. Alicia recogió todos los trapos y los quemó en la cocina y Rama sujetó con los imperdibles el paño alrededor de la cadera de Elizabeth todo lo fuerte que pudo.

Elizabeth se quedó echada, muy cansada, en la cama limpia después de haberse ido las mujeres. Extendió la mano a Joseph para que se la tomara.

He estado soñando dijo con voz débil. Ha pasado un día entero y he estado soñando.

Joseph acarició sus dedos, uno por uno.

¿Quieres que te traiga al niño?

La frente de Elizabeth se arrugó en un ceño de cansancio.

Todavía no le respondió. Todavía lo odio por causarme tanto dolor. Espera que haya descansado algo.

Al poco de decir esto, se quedó dormida.

Muy avanzada la tarde, Joseph fue al granero. Apenas miró al árbol al pasar junto a él.

«Tú eres el ciclo», se dijo a sí mismo, «y el ciclo es demasiado cruel». Vio que en el granero habían hecho una limpieza a fondo y que en todas las cuadras se había renovado la paja.

Thomas se hallaba sentado en su lugar acostumbrado, el pesebre de la cuadra de Blue. Saludó a Joseph con un leve movimiento de cabeza.

Mi coyote hembra tiene una garrapata en una oreja comunicó Thomas a su hermano

. Un sitio muy malo para sacársela.

Joseph entró en la cuadra y se sentó junto a su hermano. Apoyó la barbilla sobre las manos abiertas.

¿Cómo ha ido todo? le preguntó amable Thomas.

Joseph miraba fijamente la cortina de luz del sol que atravesaba el aire entrando por una grieta en la pared del granero.

Es un niño le dijo abstraído. Yo mismo corté el cordón. Rama me dijo cómo tenía que hacerlo. Lo corté con unas tijeras e hice un nudo y lo enrollé sobre su pecho y puse una venda.

¿Ha sido un parto difícil? le preguntó Thomas. Me vine aquí para abstenerme de entrar a ayudar.

Sí, ha sido duro y Rama decía que era fácil. ¡Dios!, ¡cómo luchan las cosas pequeñas por la y ida!

Thomas arrancó una paja del pesebre que tenía detrás y la mordisqueó.

Nunca he visto nacer a un niño. He ayudado a muchísimas vacas cuando no podían ellas solas.

Joseph, nervioso, se bajó del pesebre y se acercó a uno de los ventanucos. Dijo por encima del hombro:

Ha hecho mucho calor hoy. El aire sigue bailando por encima de las montañas. El sol, hundiéndose tras los montes, se derretía, perdiendo la forma.

Thomas, nunca hemos subido a las cumbres de la costa. Podemos ir cuando tengamos tiempo. Me gustaría ver el océano desde allí.

Yo sí he estado y lo he visto le dijo Thomas. Esa zona es salvaje, las secuoyas son más altas que en ningún otro lugar y la maleza es espesísima y se ven miles de millas del océano. Vi pasar un barquito, en medio del océano.

La tarde declinaba veloz hacia la noche. Rama gritó:

Joseph, ¿dónde estás?

Joseph salió corriendo a la puerta del granero.

Estoy aquí. ¿Qué ocurre?

Elizabeth se ha despertado. Quiere que estés con ella. Thomas, tu cena estará preparada dentro de poco.

Joseph se sentó junto a la cama de Elizabeth en una semipenumbra y otra vez Elizabeth le dio la mano.

¿Me llamabas? preguntó Joseph.

Sí, cariño. No he dormido suficiente, pero quería hablar contigo antes de volver a quedarme dormida. Podría olvidarme de lo que te quiero decir. Tendrás que recordarlo por mí.

La habitación se iba quedando a oscuras. Joseph se llevó la mano de Elizabeth a los labios y ella pasó sus dedos por los labios de Joseph.

¿De qué se trata, Elizabeth?

Pues, mientras estabas fuera en la ciudad, fui hasta el pinar de la cumbre y descubrí dentro un claro con una enorme piedra verde en el centro.

Joseph se echó hacia delante tenso.

¿Por qué fuiste ahí? le preguntó con mucho interés.

No lo sé, quería ir. La piedra verde me asustó y después he soñado con ella. Joseph, cuando ya esté bien, quiero volver y mirar otra vez la roca. Cuando me encuentre bien, ya no me asustará y no volveré a soñar con ella. ¿Te acordarás, cariño? Me haces daño en los dedos, Joseph.

Conozco ese lugar dijo Joseph. Es un lugar extraño.

¿Te acordarás de llevarme?

Sí respondió él tras una pausa. Me acordaré de llevarte. Tengo que pensar si es conveniente que vayas.

Quédate aquí un rato más, no tardaré en quedarme dormida dijo Elizabeth.