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Chapter 25 - C A P Í T U L O 2 2

ENERO fue una época de vientos heladores. Los días amanecían con el suelo cubierto de hielo como una fina capa de nieve. El ganado y los caballos recorrían las laderas, cogiendo restos olvidados de hierba, empinándose para mordisquear las hojas de los robles, pero acabaron por recluirse en el granero, donde permanecían el día entero alrededor de los montones de heno almacenados. Noche y día Joseph y Thomas les echaban heno por encima de la valla y llenaban los abrevaderos de agua. Una vez que habían comido y bebido, los animales se quedaban en el rancho, esperando volver a comer. Las montañas se habían quedado peladas de vegetación.

La tierra se volvía gris y perdía vida por semanas y los montones de heno menguaban. Se acababa uno y comenzaba otro, y se derretía también, bajo la voracidad de las vacas hambrientas. En febrero llovió un poco y nació la hierba, creció unos centímetros y se puso amarilla. Joseph, malhumorado, andaba de un lado a otro, retorciéndose las manos o con ellas metidas en los bolsillos.

Los niños jugaban en silencio. Jugaron al «Entierro de la tía Elizabeth» durante semanas, enterrando una caja de cartuchos una vez tras otra. Después jugaron a las huertas. Cavaron cuadrados pequeños de tierra y plantaron trigo y observaron cómo salían las afiladas briznas al regarlas con agua. Rama seguía al cargo del hijo de Joseph. Dedicaba al niño más tiempo del que había dedicado a sus propios hijos. Fue Thomas el que se asustó de verdad. Cuando vio que el ganado ya no encontraba alimento en las montañas, comenzó a temer que se murieran de hambre. Al desaparecer el segundo montón de heno se acercó nervioso a Joseph.

¿Qué haremos cuando se acaben los otros montones de heno? preguntó preocupado a Joseph.

No lo sé. Veré qué podemos hacer.

Pero, Joseph, no podemos comprar heno.

No lo sé. Tengo que pensar qué se puede hacer.

Marzo dejó algún chubasco. Creció una reducida cosecha de alimentos y brotaron algunas flores silvestres. El ganado se apartó de los montones de heno y durante todo el día mordisqueaba la hierba corta para saciar su estómago. Abril secó nuevamente la tierra y se desvaneció la esperanza de la región. Las reses estaban famélicas y se les marcaban las costillas. Les sobresalían los huesos de las caderas. Nacieron pocos terneros. Dos cerdas murieron víctimas de una misteriosa enfermedad antes de parir. Algunas vacas cogieron una tos ronca del aire polvoriento. La caza huía de las montañas. Las codornices dejaron de ir a la casa para cantar por las tardes. Y eran raras las noches en las que se oía el farfullar de los coyotes. Era algo extraño ver un conejo.

Los animales huyen explicó Thomas. Todo lo que se puede mover se marcha a la costa. Iremos pronto, Joseph, a verlo.

En mayo sopló durante tres días un viento procedente del mar, pero lo había hecho ya tantas veces antes que nadie se hizo ilusiones. Hubo un día de grandes nubarrones y cayeron torrentes de lluvia. Joseph y Thomas salieron ambos bajo la lluvia, mojándose y regocijándose en el agua, aunque sabían que llegaba tarde. De la noche a la mañana creció la hierba, revistió las montañas y creció con fuerza. Las reses pusieron algo de carne sobre sus costillas. Pero un día, amaneció un sol abrasador y al mediodía hacía calor. El verano se había adelantado. En una semana la hierba se secó y se marchitó, y en dos semanas, el aire volvió a llenarse de tierra.

Una mañana de junio, Joseph ensilló un caballo y marchó a Nuestra Señora, donde encontró a Romas, el conductor de carros. Romas salió al patio de su corral y se sentó en un carro, jugueteando con un látigo de ganado mientras hablaba.

¿Son éstos los años de sequía? le preguntó Joseph triste.

Eso parece, señor Wayne.

Entonces esto es la sequía de la que me habló.

Ésta es la peor de las que yo he visto. Otra igual y habrá problemas en la familia. Joseph tenía el entrecejo fruncido.

Sólo me queda un montón de heno. Cuando se acabe, ¿qué daré de comer al ganado? Se quitó el sombrero y se limpió el sudor con un pañuelo.

Romas restalló el látigo y la tralla hizo escupir al polvo como una explosión. Después puso el látigo sobre sus rodillas y sacó tabaco y papel de uno de los bolsillos de su chaleco y se

enrolló un cigarrillo.

Si puede mantener sus vacas hasta el invierno próximo, puede que las salve. Si no tiene heno suficiente para eso, tendrá que llevárselas a otro lado o morirán de hambre. Este sol no dejará ni una brizna de paja.

¿Y no podría comprar heno? preguntó Joseph. Romas emitió una risita ahogada.

Dentro de tres meses, un fardo de heno valdrá una vaca.

Joseph se sentó en el carro al lado de Romas. Se quedó mirando al suelo y cogió un puñado de tierra caliente.

¿Dónde lleva su gente el ganado? le preguntó finalmente. Romas sonrió.

Esta época es buena para mí. Yo conduzco el ganado. Pero le diré, señor Wayne, que este año la sequía, además de este valle, también ha azotado el valle de Salinas, al otro lado. No vamos a encontrar pasto a este lado del río San Joaquín.

Pero eso está a más de cien millas.

Romas volvió a coger el látigo que había dejado sobre sus rodillas.

Sí, a más de cien millas asintió. Si no le queda mucho heno, será mejor que se lleve las reses cuanto antes, mientras tengan fuerza para moverse.

Joseph se levantó y se dirigió a su caballo. Romas caminaba a su lado.

Recuerdo cuando llegó usted le dijo muy tranquilo. Me acuerdo de cuando le llevé la madera a su casa. Usted dijo que la sequía no volvería. Todos los que vivimos aquí y nacimos aquí sabemos que siempre vuelve.

¿Y si vendo todos mis animales y espero que vuelvan los años buenos? Romas rió abiertamente ante la ocurrencia.

¡Hombre!, no sabe lo que dice. ¿Qué aspecto tiene el ganado?

Muy mal aspecto reconoció Joseph.

La ternera gorda es ya bastante barata, señor Wayne. En Nuestra Señora no podrá vender su carne este año.

Joseph desató la correa y montó sin prisa.

Ya veo. O llevarse las vacas a otro lugar o perderlas.

Así parece, señor Wayne.

Si decido llevármelas, ¿cuántas perdería?

Romas se rascó la cabeza, haciendo que pensaba.

A veces, la mitad; a veces, dos tercios y a veces, todas.

Joseph apretó los labios como si le hubieran dado un golpe. Alzó las riendas y clavó la espuela en el vientre del caballo.

¿"Se acuerda de mi hijo Willie? le preguntó Romas. Conducía uno de los carros cuando le llevamos la madera.

Sí, lo recuerdo. ¿Qué tal está?

Ha muerto declaró Romas. Y añadió con voz triste: Se ahorcó.

¡Vaya!, no lo sabía. Lo siento. ¿Qué le llevó a hacerlo? Romas meneó la cabeza con expresión de desconcierto.

No lo sé, señor Wayne. Nunca estuvo bien de la cabeza. Levantó la mirada a Joseph y le sonrió. Es una manera extraña para un padre hablar así. Y añadió, como si hablara a

otra persona, fijando la vista en un punto al lado de Joseph: Siento haber dicho una cosa así.

Willie era un buen muchacho. Nunca estuvo bueno del todo, señor Wayne.

Lo siento, Romas le dijo Joseph y continuó diciendo: Quizá necesite que conduzca mi ganado. La espuela rozó ligeramente al caballo y Joseph se puso en marcha al trote en dirección al rancho.

Regresaba sin prisa, bordeando las riberas del río seco. Los árboles polvorientos, harapientos por el sol despellejador, apenas proyectaban sombra sobre el suelo. Joseph se acordó de aquella noche oscura en la que había cabalgado por aquel lugar y había lanzado después su sombrero y se había golpeado con el látigo para conservar un momento feliz de toda una serie de momentos memorables. Recordaba lo verde y tupido que era el follaje al pie de los árboles y cómo el peso del grano arqueaba la hierba en los montes, haciendo que pareciera el lomo de un zorro. Pero ahora estaban demacradas. Era como si una avanzadilla del desierto meridional hubiera acudido a explorar el territorio con vistas a una futura expansión del imperio del desierto.

El intenso calor hacía jadear al caballo y caían gotas de sudor del pelo del vientre del caballo. El viaje era largo y no había agua en el camino. Joseph no sentía ninguna gana de regresar, porque llevaba malas noticias. Esto acabaría con el rancho, dejándolo expuesto al sol y a las avanzadas del desierto. Pasó junto a una vaca muerta con los costados esqueléticos y el vientre hinchado hasta explotar con los gases de la putrefacción. Joseph se caló el sombrero y agachó la cabeza para no ver el cadáver.

Ya era casi de noche cuando llegó al rancho. Thomas acababa de regresar de la sierra. Se acercó muy agitado a Joseph, con su sonrojado rostro cansado.

He encontrado diez reses muertas le dijo. No sé de qué murieron. Los buitres están dando cuenta de ellas.

Agarró a Joseph por el brazo y se lo sacudió con fuerza.

Están ahí sobre la cumbre. Mañana no será más que un solar con huesos.

Joseph desvió la mirada apenado. «Estoy fallando en mi misión de proteger la tierra», pensó con abatimiento. «El deber de mantener la vida en mi tierra se me ha ido de las manos».

Thomas dijo a su hermano, he ido a la ciudad para informarme de cómo está la región.

¿Está toda igual? preguntó ansioso Thomas. El agua del pozo está muy baja.

Sí, todo está igual. Vamos a tener que llevarnos las vacas, más de cien millas. Hay pastos a lo largo del río San Joaquín.

¡Por los clavos de Cristo!, ¡vamonos cuanto antes! gritó Thomas. ¡Larguémonos de este maldito valle, de este traicionero valle hijo de perra. No quiero seguir aquí. Ya no me fío de esta tierra.

Joseph movió lentamente la cabeza en sentido negativo.

Sigo esperando que ocurra algo. Sé que no es posible. Aunque lloviera a cántaros ahora, ya no serviría de nada. Nos llevaremos las reses la semana que viene.

Pero, ¿por qué esperar a la semana que viene? ¡Vamonos mañana mismo! Joseph trató de tranquilizarlo.

Esta semana hace mucho calor. Quizá haga algo más de fresco la próxima semana. Tenemos que alimentar bien a las vacas para que puedan hacer el viaje. Ordena a los hombres

que echen más heno.

Thomas asintió con la cabeza.

No había pensado en el heno. De repente se iluminaron sus ojos. Joseph, iremos a la costa pasando las montañas mientras los hombres dan de comer aquí a las vacas. Echaremos una mirada al mar antes de emprender nuestro camino por la tierra.

Joseph asintió.

Sí, es buena idea. Podemos ir mañana.

Partieron cuando todavía era de noche, para ir por delante del sol. Dirigieron sus caballos hacia el oscuro oeste y después dejaron que los caballos encontraran el camino. La tierra despedía aún calor del día anterior y en las laderas de las montañas reinaba la paz. El ruido de los cascos sobre el sendero rocoso salpicaba de sonidos molestos la tranquilidad. Cuando el día

estaba a punto de amanecer, pararon los caballos para descansar. Les pareció oír el repiqueteo de una esquila cerca de donde estaban.

¿Has oído? preguntó Thomas.

Puede que sea algún animal con una esquila dijo Joseph. No parece el cencerro de una vaca. Parece más el de una oveja. Prestaremos atención cuando se haga de día.

Tan pronto como apareció el sol comenzó el calor. No hubo aurora fresca. Unos saltamontes saltaron ruidosamente, castañeando sus alas en el aire. Los laureles sazonaban el aire y sus cortezas grasientas salpicaban gotas de un jugo dulce. Según avanzaban por la empinada ladera, el camino era cada vez más pedregoso y la tierra más desolada. Por todas partes asomaba el esqueleto de la tierra, reflejando la luz deslumbradora. Apareció una serpiente contorneándose furiosa y ruidosamente en el camino. Los dos caballos se pararon en seco y se echaron hacia atrás. Thomas se agachó y sacó una carabina que llevaba en la silla, bajo su pierna. El arma retumbó y el cuerpo alargado de la serpiente giró lentamente sobre su cabeza destrozada. Los caballos dieron media vuelta para descansar y cerraron los ojos para protegerse de la luz cegadora. La tierra se quejaba débilmente, como si protestara ante ese sol insoportable.

Este paisaje me causa una pena infinita dijo Joseph. Ojalá no me diera tanta pena. Thomas pasó una pierna por encima de la perilla de la silla.

¿Sabes qué es lo que parece toda esta región? le preguntó. Parece un montón de cenizas humeantes despidiendo carbonilla.

Escucharon por segunda vez el tenue sonido de la esquila.

Vamos a ver qué es propuso Thomas.

Hicieron dar la vuelta a los caballos y reanudaron la ascensión. La vertiente estaba salpicada de rocas grandes, ruinas perfectas de montañas que existieron una vez. El camino iba sorteando las rocas.

Me parece haber oído esa campana cerca de nuestra casa alguna noche dijo Thomas

. Creí que era en sueños, pero ahora que la oigo, recuerdo haberla oído. Ya estamos casi en la cumbre.

El camino atravesaba un desfiladero de granito desparramado. Un instante después los dos hombres miraban el mundo nuevo y fresco que se ofrecía ante sus ojos. La ladera que descendía estaba cubierta de enormes secuoyas y entre la columnata de troncos crecía una maraña tupida de enredaderas, zarzamoras y helechos tan altos como una persona. La montaña descendía vertiginosamente y el mar se alzaba hasta el nivel de las cumbres. Pararon los caballos y se quedaron contemplando con avidez el verde follaje. Las montañas rebosaban vida. Las codornices correteaban por el monte y los conejos se alejaban a saltos del camino. Mientras estaban allí, admirando el paisaje, se acercó un cervatillo a un lugar abierto, olió su presencia en el aire y huyó brincando. Thomas se limpió los ojos con la manga.

Toda la caza de nuestras tierras se ha venido aquí dijo. Ojalá pudiéramos traer aquí al ganado, pero no hay ni un solo lugar llano donde pueda pastar una vaca. Se dio la vuelta para ver de frente a su hermano. Joseph, ¿no sientes ganas de gatear entre la maleza, encontrar un hueco húmedo y fresco, acurrucarte y quedarte dormido?

Joseph se había quedado mirando fijamente al mar encrespado.

¿De dónde vendrá la humedad? Señaló las extensas tierras estériles que caían al océano algo más allá. Allí no hay hierba, pero aquí está tan verde como la selva. Y añadió:

He visto que la niebla entra en dirección a nuestro valle, pero debe quedarse en estos bosques de las montañas dejando aquí su humedad. Durante el día retorna al mar, y por la

noche vuelve otra vez, de forma que este bosque no tiene que esperar nunca. Nuestra tierra

es seca y no se puede evitar. Pero aquí, este lugar me pone de mal humor, Thomas.

Quiero bajar hasta el agua dijo Thomas. Venga, vamos.

Descendieron la empinada falda siguiendo el camino que serpenteaba las columnas de las secuoyas y las zarzas les arañaban los rostros. A mitad del descenso llegaron a un claro en el que se encontraban dos burros con las cabezas agachadas y un anciano de barba blanca sentado sobre el suelo delante de los animales. Tenía el sombrero sobre las rodillas y su blanco pelo húmedo estaba pegado a la cabeza. Miró a los dos jinetes con agudos y brillantes ojos

negros. Con un dedo se tapaba un lado de la nariz y se sonaba el otro y después cambiaba de lado y volvía a sonarse.

Les vengo oyendo acercarse desde hace ya un rato largo les dijo. Se rió sin hacer ningún ruido. Supongo que habrán oído la campanilla de mi burro. Es una campanilla de plata de verdad la que lleva mi burro. Unas veces la lleva un burro y otras el otro. Se puso el sombrero con mucha dignidad y alzó su nariz puntiaguda como un gorrión. ¿Dónde van colina abajo?

Tuvo que responderle Thomas, pues Joseph se había quedado mirando fijamente al hombrecillo como si lo reconociera.

Vamos a acampar en la costa le explicó Thomas. Pescaremos y nadaremos en el mar si está tranquilo.

Oímos su campana muy atrás dijo Joseph. Le he visto a usted antes.

Se calló repentinamente, azorado, pues sabía que no era verdad, nunca había visto a aquel hombre realmente.

Vivo ahí, a la derecha, donde es llano les dijo el anciano. Mi casa está a ciento cincuenta metros sobre el nivel del mar.

Meneó la cabeza mirándoles para impresionarles.

Vengan conmigo y quédense. Verán lo alto qué es.

Hizo una pausa y una sombra de duda imperceptible asomó a sus ojos. Miró a Thomas y después miró largamente a Joseph.

Creo que a ustedes se lo puedo contar dijo. ¿Saben por qué vivo aquí en este acantilado, apartado del mundo? A muy pocas personas les he contado por qué. A ustedes se lo voy a decir porque se van a quedar conmigo. Se levantó del suelo para poder contar mejor su secreto. Soy la última persona del mundo occidental que ve el sol. Después de que el sol se ha puesto para todos los demás, yo lo veo un ratito más. Lo llevo viendo todas las noches desde hace veinte años. Excepto las veces que ha habido niebla o que llovía, he visto la puesta del sol. Miró a uno y a otro, sonriendo orgulloso. A veces continuó, voy a la ciudad a comprar sal y pimienta y tomillo y tabaco. Voy deprisa. Salgo después de que se haya puesto y estoy de vuelta antes de que se ponga otra vez. Esta noche verán cómo es. Miró con ansia al cielo. Es hora de moverse. Síganme. ¡Ya sé!, mataré un cochinillo y lo asaremos para cenar. Vengan, síganme. Comenzó a descender a paso rápido el camino y los burros lo siguieron trotando, la campanita de plata tintineando con voz aguda.

Vamos dijo Joseph. Vamos con él. Pero Thomas no quiso ponerse en marcha.

Este tipo está loco. Déjale que se vaya.

Quiero ir con él, Thomas dijo Joseph apremiante. No está loco, o al menos no parece violento. Quiero ir con él.

Thomas tenía el miedo instintivo que sienten los animales ante los locos.

Prefiero no ir. Si vamos con él, dormiré al raso, entre los arbustos.

Vamos deprisa o lo perderemos de vista.

Atizaron a los caballos y comenzaron a descender la ladera, entre el follaje, entrando y saliendo entre los fustes rojos de las secuoyas. El anciano había andado tan deprisa que cuando Joseph y Thomas lo volvieron a ver ya casi había llegado. Los saludó con la mano y les hizo señas para que se acercaran. El camino abandonaba el bosque de las secuoyas y conducía, atravesando una loma pelada a una llanura estrecha y alargada. Las montañas parecían estar sentadas con los pies en el agua. Toda la llanura estaba cubierta de arbustos de salvia muy altos. Un jinete que cabalgara por ese camino no sobresaldría de los arbustos. Los arbustos se detenían a unos treinta metros antes del acantilado y en el borde del abismo había una casucha de madera, peluda por el musgo y recubierta por un enorme montón de hierba. Junto a la casa había una pocilga de varas estrecha, un pequeño chamizo y una huertecilla, con trigo sembrado. El anciano extendió su brazos en un gesto de posesión.

Ésta es mi casa. Miró al sol que ya estaba próximo al horizonte. Queda una hora aproximadamente. Fíjense en aquella montaña dijo señalándola. Es una montaña de cobre.

Se puso a descargar las muías, dejando las cajas de víveres sobre el suelo. Joseph quitó la silla de su caballo y le ató las patas delanteras. Thomas hizo lo mismo de mala gana. Los burros se internaron rápidamente en la maleza y los caballos salieron cojeando tras ellos.

Sabremos dónde están por la campana dijo Joseph. Los caballos no se separarán de los burros.

El anciano los llevó a la pocilga, donde una docena de jabalíes los miraron con ojos cargados de sospecha y trataron de escapar por la valla de atrás.

Los atrapo yo les explicó con una sonrisa de orgullo. He puesto trampas por todas partes. Vengan, se las enseñaré.

Pasó al chamizo y agachándose les señaló veinte jaulas pequeñas, hechas con ramitas de sauce. En las jaulas había conejos grises, codornices, tordos y ardillas, sentados en la paja tras sus barrotes de madera, mirando.

Los capturo con trampas. Los conservo hasta que me hacen falta. Thomas se alejó.

Voy a dar un paseo dijo con brusquedad. Voy a bajar hasta el agua.

El anciano se quedó mirándolo, viendo cómo se alejaba a grandes pasos.

¿Por qué me odia ese hombre? preguntó preocupado a Joseph. ¿"Por qué me tiene miedo?

Joseph miró con cariño a su hermano.

Tiene su vida, como usted y como yo. No le gusta ver a los animales enjaulados. Se pone en el lugar de los animales y siente su terror. No le gusta el miedo. Se asusta con facilidad. Joseph se acariciaba la barba. Deje que se vaya. Volverá dentro de un rato.

El anciano se había puesto triste.

Se lo debería haber dicho. Trato con amabilidad a los animales. No los asusto. Cuando los mato, no llegan a enterarse. Ya lo verá.

Dieron una vuelta alrededor de la casa, en dirección al acantilado. Joseph señaló tres crucecitas que había clavadas en el suelo, cerca del borde del acantilado.

¿Qué son esas cruces? preguntó. Están en un lugar extraño. Su compañero lo miró complacido.

Le gustan. Se nota que le gustan. Usted y yo nos entendemos. Yo sé cosas que usted no sabe. Las aprenderá. Le contaré la historia de esas cruces. Hubo una tormenta. Durante toda una semana, el océano estuvo salvaje y gris. Llegaba un viento procedente del centro del océano. Después se pasó. Miré a la playa desde el acantilado. Había tres personas ahí. Bajé por el camino que yo mismo había hecho con mis manos y me encontré a tres hombres ahogados en la playa. Dos eran morenos y el otro era rubio. El rubio llevaba una medalla de un santo colgada de una cuerda alrededor del cuello. Los subí hasta aquí. Fue un trabajo difícil y los enterré en el acantilado. Puse las cruces por la medalla. Le gustan las cruces, ¿verdad que sí?

Sus brillantes ojos oscuros contemplaban el rostro de Joseph esperando un cambio de expresión.

Joseph asintió con la cabeza.

Sí, me gustan las cruces. Fue una acción muy buena.

Venga entonces al sitio de la puesta del sol. Eso también le gustará.

En su deseo casi corría al bordear la casa. Había construido una especie de plataforma pequeña sobre el acantilado con una barandilla de madera delante y un banco unos pocos pies atrás. Delante del banco había una gran losa de piedra apoyada en cuatro bloques de madera. La lisa superficie de la roca estaba fregada y limpia. Los dos hombres se colocaron tras la barandilla y miraron al mar, azul y tranquilo, y tan abajo que las enormes olas que se arrastraban hasta la costa no parecían más grandes que rizos, y el ruido que hacían al romper parecía el tenue percutir sobre la piel mojada de un tambor. El anciano señaló el horizonte, donde había un hilo de niebla oscura.

Va a ser una puesta de sol buena dijo con emoción. Se pondrá rojo con la niebla. Es una noche propicia para el cerdo.

El sol aumentaba de tamaño según se deslizaba por el cielo.

¿Se sienta aquí todos los días? le preguntó Joseph. ¿Nunca se lo pierde?

Sólo me lo pierdo cuando lo tapan las nubes. Soy el último hombre que lo ve. Mire un mapa y verá por qué es así. Ha desaparecido para todos los demás, menos para mí. De repente gritó: Aquí estoy charlando cuando debería estar preparándome. Siéntese en ese banco y espere.

Corrió a la casa. Joseph oyó el chillido de enfado de un cerdo y después volvió a aparecer el anciano, llevando en sus brazos un cerdo que trataba de soltarse. Le había atado las cuatro patas juntas. Puso el animal sobre la losa y lo acarició con los dedos hasta que el animal dejó de forcejear y se calmó, gruñendo contento.

¿Ve? le dijo el anciano. No llora. No se entera. Ya es casi el momento. Ahora.

Sacó un cuchillo de hoja corta de su bolsillo y probó el filo en la palma de su mano. Con la mano izquierda sujetó el costado del cerdo y dirigió la mirada al sol. El sol se acercaba presuroso al lejano borde de niebla y pareció que se metía en una bolsa de linfa.

Lo he pillado por los pelos comentó el anciano. Me gusta llegar un poco antes.

¿Qué es esto? preguntó intrigado Joseph. ¿Qué va a hacer con el cerdo? El anciano se llevó los dedos a los labios.

Calle. Se lo diré después. Ahora, cállese.

¿"Es un sacrificio? ¿"Va a sacrificar al cerdo? le preguntó Joseph. ¿Mata a un cerdo cada noche?

Claro que no. No tengo en qué utilizarlos. Cada noche mato un ser vivo pequeño, un pájaro, un conejo o una ardilla. Sí, cada noche una criaturilla. Ahora, ya es casi el momento.

El filo del sol tocó la niebla. El sol cambió su forma; se convirtió en una punta de flecha, un reloj de arena, un trompo. El mar se volvió rojo y las crestas de las olas se convirtieron en filos alargados de luz carmesí. El anciano se dio la vuelta con rapidez para acercarse a la mesa.

Ahora dijo y segó la garganta del cerdo. La luz rojiza bañaba las montañas y la casa

. No llores, hermanito sujetaba el cuerpo del cerdo que forcejeaba. No llores. Si lo he hecho bien, estarás muerto cuando haya desaparecido el sol.

El forcejeo se debilitó. El sol ya no era más que un casquete de luz roja sobre la muralla de niebla y después desapareció y el cerdo ya estaba muerto.

Joseph permanecía sentado tenso sobre el banco, contemplando el sacrificio. «¿Qué es lo que ha descubierto este hombre?», pensaba para sus adentros. «Ha escogido de todas sus experiencias aquello que le hace feliz». Vio la expresión de felicidad en los ojos del anciano, vio cómo en el momento de la muerte se había erguido, digno y majestuoso. «Este hombre ha descubierto un secreto», se dijo Joseph. «Tiene que decírmelo si es que puede».

Su compañero se había sentado junto a él en el banco y miraba al filo del mar donde había desaparecido el sol. El mar estaba oscuro y el viento lo azotaba haciendo que saltaran gorritas blancas.

¿Por qué lo hace? le preguntó Joseph quedamente. El anciano volvió su cabeza repentinamente.

¿Por qué? preguntó excitado. Después se calmó. No, no está intentando tenderme una trampa. Su hermano cree que estoy loco. Me he dado cuenta. Por eso se fue a dar una vuelta. Pero usted no piensa así. Usted sabe demasiado para pensar eso. Volvió a poner los ojos en el mar, que oscurecía por momentos. Quiere saber de verdad por qué contemplo la puesta del sol, por qué mato un animal pequeño cada vez que desaparece. Calló por un instante, pasándose sus finos dedos por el cabello. No lo sé dijo bajito. Me he inventado varias razones, pero ninguna de ellas es cierta. Me he dicho: «El sol es vida. Yo doy vida a la vida». «Hago un símbolo de la muerte del sol». Cuando me daba estas razones, sabía que no eran verdad. Miró a su alrededor buscando corroboración para sus palabras.

Joseph le interrumpió:

Ésas son palabras para cubrir algo desnudo que después, ya vestido, tiene un aspecto ridículo.

Usted lo entiende. Dejé de buscar razones. Lo hago simplemente porque me hace feliz. Lo hago porque me gusta.

Joseph asintió con la cabeza, con ganas.

No estaría usted tranquilo si no se hiciera. Sentiría que algo queda inacabado.

Sí gritó el anciano exaltado. Usted lo entiende. En una ocasión, traté de explicarlo, pero el que me escuchaba no lo pudo entender. Lo hago por mí mismo. No puedo decir que no ayude al sol, pero lo hago por mí. En ese momento, siento que yo soy el sol. ¿Lo entiende? Yo, a través del animal, soy el sol. Me quemo en el muerto. Sus ojos relucían por la emoción que experimentaba. Ahora ya lo sabe.

Sí asintió Joseph. Ahora lo sé. Lo sé gracias a usted. Pero para mí hay todavía una diferencia en la que ahora no me atrevo a pensar, y en la que tendré que pensar.

Yo no lo entendí de repente le dijo el anciano. Ahora es casi perfecto. Se inclinó delante y puso sus manos sobre las rodillas de Joseph. Algún día será perfecto. El cielo será el adecuado. El mar será el adecuado. Mi vida alcanzará la calma. Las montañas de aquí atrás me indicarán que ha llegado el momento. Entonces será el momento perfecto y el último. Asintió con la cabeza mirando a la piedra sobre la que descansaba el cerdo muerto. Cuando llegue el momento, yo, yo mismo, iré hasta el confín de la tierra con el sol. Ahora ya lo sabe. Esto es algo que está oculto en cada hombre. Intenta salir a la luz, pero el miedo del hombre lo distorsiona y entonces se retrae. Lo que sale al exterior está cambiado: la sangre en las manos de una estatua, la emoción ante la historia de una tortura antigua, el dar o extraer sangre en la copulación. ¡Vaya! dijo. Les he explicado todo esto a los animalillos que tengo en las jaulas y no tienen miedo. ¿Cree usted que estoy loco? preguntó con honestidad a Joseph.

Joseph sonrió.

Sí, está usted loco. Thomas lo cree. Burton diría que está usted loco. No se considera cuerdo abrir un camino en nuestra alma para dar salida a todos los pensamientos libres y puros que moran ahí. Hace bien en predicar estas cosas a sus animales enjaulados, de otra manera, se vería usted mismo encerrado en una jaula.

El anciano se puso en pie, cogió al cerdo y se lo llevó. Volvió con agua y limpió la sangre de la losa y esparció gravilla sobre las manchas de sangre que había en el suelo.

Ya era casi de noche cuando terminó de limpiar el cerdo. Una gran luna pálida los miraba por encima de las montañas y su luz atrapaba las crestas blancas del mar que se levantaban y desaparecían. El ruido de las olas al chocar contra la costa iba en aumento. Joseph se sentó en el cobertizo con aspecto de cueva mientras el anciano partía el cerdo y colocaba los trozos en un asador en la chimenea. Hablaba con tranquilidad refiriendo cosas de la región.

La salvia silvestre es tan alta que oculta mi casa le decía. Hay algunos claros entre los arbustos. He encontrado varios. En otoño, los ciervos machos acuden allí para pelearse. Por las noches me llega el ruido de sus cuernos al chocarse. En primavera, las ciervas traen a estos lugares a sus cervatillos para enseñarles. Tienen que aprender muchísimas cosas si quieren sobrevivir: los ruidos ante los que deben huir; lo que significan los olores, cómo matar serpientes con los cuernos. Y añadió: Las montañas están hechas de metal; una capa fina de roca y debajo el hierro negro y el cobre rojizo. Tiene que ser así.

Se oyeron pasos fuera de la casa. Thomas gritó:

Joseph, ¿dónde estás? Joseph se levantó y salió.

La cena ya está preparada. Entra y come algo le dijo. Pero Thomas protestó:

No me gusta estar con este hombre. He cogido unas cuantas orejas de mar. Vente a la playa. Podemos encender una hoguera y cenar ahí abajo. La luna iluminará el camino.

Pero la cena ya está preparada le dijo Joseph. Entra y come algo, al menos.

Thomas entró en la casita con mucha precaución como si temiera que algún animal maligno saltara sobre él desde algún rincón oscuro. No había más luz que la de la chimenea. El anciano comía despedazando la carne con los dientes y tiraba los huesos al fuego. Cuando terminó se quedó mirando fijamente, con ojos adormilados, las llamas.

Joseph se sentó junto a él.

¿De dónde es usted? le preguntó Joseph. ¿Por qué vino aquí?

¿Cómo ha dicho?

Le he preguntado que por qué se vino a vivir aquí usted solo.

Los ojos adormecidos se espabilaron unos segundos y después se cerraron hoscos.

No lo recuerdo respondió. No quiero acordarme. Tendría que echar la memoria hacia atrás, buscando lo que usted quiere. Si hago eso, tropezaré con otras cosas del pasado con las que no quiero tratos. Dejémoslo como está.

Thomas se levantó.

Extenderé mi manta fuera, para dormir sobre el acantilado dijo.

Joseph salió detrás de él, deseando buenas noches al anciano. Los hermanos caminaron en silencio hasta el acantilado y pusieron sus mantas una al lado de la otra sobre la tierra.

Sigamos hasta la costa mañana le suplicó Thomas, no me gusta este lugar.

Joseph se sentó sobre su manta y contempló el movimiento lejano y débil del mar iluminado por la luna.

Vuelvo mañana al rancho, Tom le dijo. No puedo estar fuera. Debo estar allí por si ocurriera algo.

Sí, pero habíamos planeado estar fuera tres días repuso Thomas. Necesitaré descansar del viaje si tengo que llevar el ganado a más de cien millas de distancia y tú igual.

Joseph se quedó en silencio durante un rato largo.

Thomas preguntó, ¿duermes?

No.

No iré contigo, Thomas. Llévate tú las vacas. Yo me quedo en el rancho. Thomas se incorporó, apoyándose en un codo.

¿Qué estás diciendo? No le pasará nada malo al rancho. Lo que tenemos que salvar son las vacas.

Llévate tú las vacas repitió Joseph. No me puedo marchar. He pensado en irme, incluso me he hecho a la idea de irme, pero no puedo. ¡Dios!, sería como abandonar a un enfermo.

Thomas refunfuñó:

¡Como abandonar un cadáver! y no hay ningún mal en ello.

No está muerto dijo Joseph en tono de protesta. El próximo invierno vendrá la lluvia y en la primavera la hierba habrá crecido y el río llevará agua. Ya lo verás, Thomas. Esto lo ha provocado algún tipo de accidente. La próxima primavera la tierra estará rebosante de agua otra vez.

Thomas se burló:

Y tú te casarás otra vez y nunca más habrá sequía.

Podría ser concedió amablemente Joseph.

Entonces, vente con nosotros al río San Joaquín y ayúdanos con las vacas.

Joseph vio las luces de un barco que surcaba en la lejanía el océano y se fijó en las luces y levantó un dedo para ver lo deprisa que iba.

No me puedo marchar dijo. Ésta es mi tierra. No sé por qué es mía, qué la hace mía, pero no puedo abandonarla. Ya verás cuando la hierba esté alta en primavera. ¿No recuerdas que todas las montañas estaban cubiertas de hierba, que había hierba incluso en las grietas de las rocas y que la mostaza estaba amarilla? Los mirlos construyeron nidos en los tallos de la mostaza.

Sí, me acuerdo respondió Thomas con acritud y recuerdo cómo estaban esta mañana, reducidas a cenizas y peladas. Claro que lo recuerdo y me acuerdo también de las vacas muertas. Tengo unas ganas locas de abandonar esta tierra. Es una región traicionera. Se dio la vuelta. Regresaremos mañana si así lo quieres, pero espero que no te quedes en ese maldito lugar.

Tengo que quedarme dijo Joseph. Si me fuera con vosotros no haría más que pensar en volver a cada instante para ver si ya había caído la lluvia o si el río llevaba agua. Es mejor que no me vaya.