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Chapter 26 - C A P Í T U L O 2 3

SE despertaron en un mundo envuelto en una niebla gris. La casa y el cobertizo no eran más que sombras oscuras en la niebla y el ruido de las olas al chocar contra las rocas les llegaba amortiguado y hueco. Las mantas estaban húmedas. La humedad se había adherido en forma de gotas pequeñas a sus rostros y cabello. Joseph encontró al anciano sentado junto a un fuego que ardía sin llama en su cabana y le dijo:

Tenemos que regresar en cuanto encontremos los caballos. El anciano se entristeció al oír que se marchaban.

Tenía la esperanza de que se quedaran unos días. Le he contado lo que sé. Creí que usted me contaría lo que usted sabe.

Joseph lanzó una carcajada amarga.

No tengo nada que contar. Mi sabiduría ha fallado. ¿Cómo podemos encontrar nuestros caballos en esta niebla?

Lo haré yo por ustedes.

Avanzó hasta la puerta y emitió un silbido penetrante y al instante se oyó el tintineo de la campanilla de plata. Los burros se acercaron trotando y los dos caballos detrás.

Joseph y Thomas ensillaron los caballos, ataron las mantas a las sillas y después Joseph se acercó al anciano para despedirse, pero el hombre había desaparecido en la niebla y no respondió cuando lo llamó Joseph.

Está loco dijo Thomas. Venga, vámonos.

Condujeron los caballos hasta el sendero y dejaron que guiaran los animales, pues la densa niebla impedía ver el camino. Llegaron al bosque frondoso donde crecía exuberante la vegetación y las secuoyas. Las hojas destilaban humedad y los jirones de niebla se agarraban a los troncos de los árboles como banderas harapientas. Se encontraban a medio camino del desfiladero antes de que la niebla comenzara a despejarse, rompiéndose y huyendo rápidamente, como una legión de fantasmas sorprendidos por la luz del día. Finalmente el camino subía por encima de la niebla. Al mirar atrás, Joseph y Thomas vieron el tambaleante mar de niebla extendiéndose por todo el horizonte, ocultando el mar y las laderas de las montañas. Poco después llegaron al desfiladero y contemplaron su valle seco, ardiendo bajo el sol atroz, humeante con olas de calor. Hicieron un alto en el desfiladero y volvieron la mirada a la vegetación verde del cañón del que venían y al mar de niebla gris.

Odio dejarlo dijo Thomas. Ojalá se pudiera dar de comer al ganado. Me trasladaría aquí.

Joseph lanzó una mirada rápida atrás y después siguió adelante.

No es nuestro, Thomas dijo. Es como una mujer hermosa que no es nuestra.

Azuzó a su caballo para que pasara rápidamente sobre las rocas ardientes. Ese hombre tenía un secreto, Tom. Me dijo unas cuantas cosas muy claras.

Estaba loco insistió Thomas. En cualquier otro lugar estaría encerrado. ¿Para qué quería todos esos animales enjaulados?

Joseph pensó qué explicación dar a su hermano. Buscó cómo empezar.

Pues, los guarda para comérselos dijo. No es fácil cazar ahí, así que utiliza trampas para atrapar a los animales y los tiene así hasta que le hacen falta.

Pues eso no tiene nada de raro dijo Thomas ya más tranquilo. Creí que se trataba de otra cosa. Si eso es todo, no me parece mal. Su locura no tiene nada que ver entonces con los animales y los pajarillos.

Nada de nada dijo Joseph.

Si hubiera sabido eso antes, no me habría marchado a caminar. Tuve miedo de que hubiera por medio algún tipo de rito.

Te da miedo cualquier forma de culto, Thomas. ¿Sabes por qué?

Joseph aminoró el paso de su caballo para que Thomas pudiera marchar a su lado.

No, no sé por qué reconoció Thomas hablando lentamente. Me parece una trampa, una especie de trampa imperceptible.

Quizá lo sea dijo Joseph. No había pensado en ello.

Cuando ya habían descendido la ladera hasta el punto donde nacía el río, con su musgo seco y quebradizo y los heléchos oscuros, hicieron una parada bajo un laurel.

Vayamos a la cumbre y reunamos las reses que veamos propuso Thomas. Abandonaron el río y siguieron la estribación de la montaña, pero la arena los envolvió.

De repente, Thomas detuvo su caballo y señaló un punto más abajo de la ladera.

Ahí, mira ahí.

Había unos quince o veinte montoncillos de huesos roídos en la ladera. Unos coyotes grises se alejaban furtivamente en dirección a la maleza y los buitres se posaban en las costillas arrancando las últimas tiras de carne.

El rostro de Thomas mostraba cansancio.

Esto es lo que vi antes. Por eso odio esta tierra. No volveré jamás gritó. Vamos, quiero llegar al rancho. Quiero salir mañana mismo, si puedo.

Hizo girar su caballo y le clavó las espuelas para ponerlo al galope y se alejó a toda prisa del montón de huesos.

Joseph lo siguió con la vista, pero no trató de alcanzarlo. Tenía el corazón lleno de tristeza y se sentía derrotado. «Algo ha fallado», pensó. «Fui designado para cuidar de la tierra y he fracasado». Se sentía decepcionado de sí mismo y de la tierra. Pero se dijo: «No la abandonaré. Me quedaré aquí con ella. Quizá no esté muerta». Pensó en la roca entre los pinos y sintió una sacudida de emoción. «Me gustaría saber si el arroyuelo sigue corriendo. Si todavía fluye, la tierra no está muerta. Iré a verlo, muy pronto». Subió a lo alto de la montaña justo a tiempo de ver cómo Thomas se acercaba al galope al rancho. Las vallas que rodeaban el último montón de heno eran bajas y el ganado hambriento hacían agujeros en ellas. Al acercarse, vio lo delgadas que estaban las reses y el aspecto enfermizo que tenían y cómo sobresalían sus caderas. Avanzó hasta el lugar donde se encontraba Thomas hablando con el vaquero Manuel.

¿Cuántas? preguntaba.

Cuatrocientas dieciséis respondió Manuel. Se han muerto alrededor de unas cien.

¡Unas cien! Thomas se alejó deprisa. Joseph, mirando cómo se alejaba, lo vio entrar en el granero. Se dirigió al vaquero.

¿Podrán llegar las que quedan al río San Joaquín, Manuel? Manuel se encogió levemente de hombros.

Vamos muy despacio. Puede que encontremos hierba. Quizá encontremos alguna allí. Pero perdemos algunas vacas, también. Su hermano no aguanta la idea de perder vacas.

Siente cariño por las vacas.

Dejad que se coman todo el heno ordenó Joseph. Saldremos cuando se acabe el heno.

El heno se acabará mañana dijo Manuel.

La familia cargaba los carros en el patio, los colchones, los palos del gallinero y los

utensilios de cocina, amontonados cuidadosamente. Romas llegó acompañado por otro vaquero para ayudarles con los rebaños. Rama se encargaría de conducir el carro, Thomas una carreta con pienso para los caballos y dos barriles de agua. Había tiendas plegadas en los carros, víveres, tres cerdos vivos y un par de gansos. Se llevaban todo porque les tenía que durar todo el invierno.

Por la tarde Joseph se sentó en el porche de su casa, contemplando los preparativos finales. Rama hizo una pausa en su trabajo, se acercó a Joseph y se sentó sobre un escalón.

¿Por qué te quedas?

Alguien tiene que hacerse cargo del rancho, Rama.

Pero, ¿qué queda que necesite cuidados? Thomas tiene razón, Joseph; no queda nada. Los ojos de Joseph buscaron el lugar de la montaña donde estaban los pinos oscuros.

Queda algo, Rama. Yo me quedaré en el rancho.

Rama dio,un suspiro profundo.

Me imagino que querrás que me haga cargo del niño.

Sí. Yo no sabría cómo cuidarlo.

Sabes que no será lo mejor para él vivir en una tienda.

¿No quieres llevártelo, Rama? le preguntó Joseph.

Sí, sí quiero llevármelo, pero quiero que sea mío.

Joseph se dio la vuelta y miró al pinar otra vez. Todavía se veía un trocito del sol poniente sobre el Puerto Suelo. Joseph se acordó del anciano y de su sacrificio.

¿Por qué quieres quedarte al niño? le preguntó con suavidad.

Porque es parte de ti.

¿Me amas, Rama?, ¿no es así? Rama sintió un ahogo en la garganta.

No respondió sollozando, lo que siento por ti se parece más al odio.

Entonces, llévate a mi hijo dijo Joseph rápidamente. El niño es tuyo. Lo juro. Es tuyo para siempre. A partir de este momento no tengo ningún derecho sobre él.

Dirigió de nuevo la mirada al pinar de la montaña, como si esperara una respuesta.

¿Cómo puedo estar segura? inquirió nerviosa Rama. Cuando me haya hecho a la idea de que el niño es mío, cuando él crea que yo soy su madre, ¿cómo puedo estar segura de que no aparecerás un día y te lo llevarás?

Joseph la miró sonriendo, sintiendo la calma que ya le era familiar. Señaló al árbol muerto y desnudo que había junto al porche.

¡Mira, Rama! Aquél era mi árbol. Era el centro de mi tierra, una especie de padre para mi tierra. Burton lo mató.

Calló y se acarició la barba, volviendo las puntas hacia dentro como hacía su padre. Sus ojos se entrecerraron por la pena y se endurecieron tratando de hacer frente al dolor.

Mira al pinar de aquella montaña, Rama dijo. Hay un claro en ese bosque y una roca enorme en el centro del claro. Esa roca mató a Elizabeth. En aquella ladera están enterrados Benjy y Elizabeth.

Rama le miraba fijamente sin comprender lo que quería decirle.

La tierra ha sido herida continuó diciendo. No está muerta, pero se hunde ante una fuerza superior a ella. Yo me quedo para proteger la tierra.

¿Y yo qué tengo que ver con todo esto? preguntó Rama, yo o el niño.

¡Dios! exclamó Joseph. No lo sé. Creo que podría ayudar el entregarte a ti el niño. Me parece que sería una forma de ayudar a la tierra.

Rama se pasó la mano por el pelo, nerviosa, peinándolo hacia atrás, alisándolo a los lados de la raya.

¿Quieres decir que estás sacrificando a tu hijo, Joseph?, ¿es eso?

No sé qué nombre darle repuso él. Sólo trato de ayudar a la tierra, por eso no existe el peligro de que yo te quite al niño.

Rama se puso en pie y se alejó lentamente.

Adiós, Joseph dijo. Saldremos por la mañana y me alegro, porque desde este momento siempre te tendré miedo. Te tendré miedo siempre. Sus labios temblaron y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pobre hombre solitario. Echó a correr en dirección a su casa. Joseph sonrió con expresión grave mirando al pinar de la montaña.

«Ahora somos uno», pensó, «y estamos solos; trabajaremos juntos». Sopló un viento desde las laderas de las montañas que levantó una nube de arena en el aire que dificultaba la respiración.

Durante toda la noche el ganado comió el heno.

Los carros partieron mucho antes de que se hiciera de día. Durante dos horas antes los faroles habían ido de un sitio a otro. Rama dio el desayuno a los niños y se encargó de que se sentaran con total seguridad encima de los fardos. Puso al niño en su cesto sobre el suelo del carro, delante de ella. Finalmente, ya todos preparados, se engancharon los caballos. Rama se subió a su asiento, ayudada por Thomas. Joseph se acercó a ellos. Estaban en la oscuridad, y

los tres olieron el aire inconscientemente. Los niños estaban muy tranquilos. Rama pisó el freno. Thomas dio un suspiro profundo.

Te escribiremos para contarte cómo nos va dijo.

Esperaré noticias vuestras replicó Joseph.

Bueno, será mejor que salgamos cuanto antes.

No olvidéis parar cuando haga más calor.

Si encontramos un árbol con una buena sombra para cobijarnos. Bueno, adiós dijo

Thomas. El viaje es largo.

Uno de los caballos sacudió la cabeza molesto por el bocado y dio unas patadas.

Adiós, Thomas. Adiós, Rama.

Haré que Thomas te escriba para contarte cómo va el niño dijo Rama.

Thomas aguardó un poco más. De repente se dio media vuelta y arrancó sin decir palabra. El freno del carro hizo un ruido y los ejes crujieron por el peso de la carga. Rama puso en marcha a sus caballos y los carros se alejaron. Martha, sentada en lo alto de los bultos, lloraba amargamente porque no había nadie para verla despidiéndose con el pañuelo. Los demás niños se habían quedado dormidos, pero Martha los despertó.

Vamos a un sitio horrible les dijo en voz baja, pero me alegro de que nos vayamos porque dentro de una semana o dos arderá el rancho.

Joseph siguió oyendo el chirrido de las ruedas aun después de haberse perdido de vista los carros. Se acercó después a la casa que había sido de Juanito, donde estaban acabando su desayuno de café y tocino frito los conductores del rebaño. Al salir los primeros rayos del sol, vaciaron las tazas y se pusieron en pie. Romas acompañó a Joseph al corral.

Llévenlas despacio dijo Joseph.

No tema, así lo haré. Es un buena cuadrilla de conductores, señor Wayne. Los conozco a todos.

Los hombres ensillaban los caballos con gesto de cansancio. Seis perros pastores de pelo largo se levantaron del suelo y se encaminaron fatigados a cumplir su trabajo. Perros responsables.

Rompió la aurora roja. Los perros se pusieron en fila. Después se abrió de par en par la puerta del corral y salió el rebaño, tres perros a cada lado para evitar que abandonara el camino y los vaqueros abiertos en abanico detrás. Con los primeros pasos, la arena inundó el aire. Los vaqueros se pusieron los pañuelos alrededor de la cara y se los ataron sobre el puente de la nariz. A una distancia de unas cien yardas, el ganado había desaparecido en la nube de arena. Después salió el sol y tiñó de rojo la nube. Joseph se quedó junto al corral, contemplando la fila de arena que se arrastraba como un gusano sobre la tierra, despidiendo en la retaguardia una niebla amarilla.

La densa nube comenzó a ascender la montaña finalmente, pero la arena permaneció suspendida en el aire durante horas.

Joseph acusó el cansancio del largo viaje. El calor del sol de la mañana lo quemaba y la arena se le metía en la nariz. Se quedó un rato largo sin moverse, mirando el aire impregnado de arena por donde había pasado el ganado. Se sentía abrumado por la tristeza. «El ganado se ha marchado por su bien», se dijo para sus adentros. «La mayoría de las reses nació aquí y se ha ido». Vino a su memoria el recuerdo de los ternerillos recién nacidos, brillantes y lustrosos por los lámeteos de sus madres; los lechos que se hacían en la hierba para dormir por las noches. Se acordaba de las llamadas tristes del cencerro de las vacas que buscaban a sus criaturas cuando se perdían. Y ahora ya no quedaban vacas. Finalmente se movió y recorrió las casas vacías, el granero sin vida y el roble muerto. Había un silencio anormal. La puerta del granero estaba totalmente abierta. La casa de Rama también. Desde fuera se veían las sillas y la pulida estufa. Cogió del suelo un trozo de alambre de vallas, lo enrolló y lo colgó sobre la valla. Entró en el granero, en el que ya no quedaba heno. Había restos de tierra, oscurecidos y duros, sobre la paja. No quedaba más que un caballo. Joseph recorrió el pasillo de las cuadras vacías y su mente hizo historia de sus recuerdos. «En esta cuadra era en la que se sentaba Thomas cuando el pajar estaba repleto de heno». Miró al techo, tratando de recordar cómo había sido. El aire estaba adornado con los destellos de haces amarillos de sol. Los tres buhos del granero estaban sentados, con las cabezas sobre el pecho, en sus esquinas oscuras bajo

los aleros. Joseph se dirigió al lugar donde guardaban el forraje y cogió una medida generosa de cebada y la echó en el saco del caballo y tomó otra medida y la esparció sobre el suelo fuera del granero. Después cruzó el patio.

Sería aproximadamente la hora en la que Rama acostumbraba a salir con la cesta de la ropa lavada para tenderla, delantales rojos y pantalones vaqueros, con un azul desvaído de tantas lavadas, y los vestiditos azules y las enaguas de punto rojas de las niñas. También era la hora en la que los caballos salían del granero para beber, estirando el cuello, el agua de los pesebres, haciendo pompas en el agua con sus resoplidos. Nunca en su vida había sentido Joseph una necesidad tan apremiante de trabajar.

Recorrió las casas cerrando las ventanas y las puertas y cerró con clavos las puertas de los cobertizos. En la casa de Rama se agachó para coger del suelo un paño de secar aún mojado y lo puso sobre el respaldo de una silla. Rama era una mujer muy ordenada; los cajones del escritorio estaban cerrados, y el suelo barrido. La escoba y el trapo del polvo estaban en su sitio y habían usado el ala de pavo en la estufa aquella misma mañana. Joseph levantó la tapa de la estufa y contempló cómo se consumían los últimos rescoldos. Al cerrar con llave la casa de Rama sintió una angustia similar a la que se experimenta cuando se cierra definitivamente la tapa de un ataúd y el muerto queda solo y abandonado.

Regresó a su casa, estiró su cama y llevó leña para hacer la cena. Barrió la casa, limpió la estufa y dio cuerda al reloj. Todo quedó hecho antes del mediodía. Una vez hecho todo, se sentó en el porche. El sol caía a plomo sobre el patio y se reflejaba en trocitos de cristal roto. El aire era caliente y no se movía, pero aun así, había unos paj arillos saltando por ahí, comiéndose el grano que Joseph había desparramado sobre el suelo. Y, atraída por la noticia de que el rancho había sido abandonado, una ardilla cruzó sin miedo el patio y una comadreja parda se lanzó contra ella; los dos animales rodaron en la arena. Un sapo salió de la tierra y subió contoneándose las escalones del porche, donde se plantó para cazar moscas. Joseph oyó que su caballo pateaba el suelo y sintió agradecimiento hacia el animal por hacer ruido. La tranquilidad lo iba atontando. El tiempo había hecho más lento su transcurrir y todos sus pensamientos se contoneaban en su mente igual que el sapo al salir de la tierra. Joseph alzó la vista a las montañas, secas y blancas y entrecerró los ojos al recibir el reflejo de la luz deslumbradora del sol en sus paredes. Sus ojos siguieron las cicatrices del agua monte arriba hasta los manantiales secos, sobre las montañas descarnadas. Y, como siempre, sus ojos llegaron finalmente hasta el pinar de la cumbre. Detuvo su mirada durante un largo rato y repentinamente se puso en pie y bajó los escalones. Se encaminó hacia los pinos, subiendo despacio la suave loma. Una vez, desde la falda de la montaña, echó la vista atrás, hacia las casas secas, agrupadas bajo el sol. El sudor oscureció su camisa. La nube de arena que provocaba al andar lo seguía y Joseph siguió andando más y más en dirección a los árboles negros.

Finalmente llegó al barranco donde fluía el arroyo del bosquecillo. No había más que un hilillo de agua y crecía la hierba verde en sus márgenes. Todavía flotaba en sus aguas un berro pequeño. Joseph cavó un agujero en el lecho del río, por debajo de la raquítica corriente y cuando el agua estuvo limpia, se arrodilló y bebió y sintió el frescor del agua sobre su cara. Después continuó la marcha. El arroyo era algo más ancho y la banda de hierba algo más densa. En el punto donde el arroyo discurría bajo la loma del barranco, crecían unos pocos heléchos en la tierra negra y musgosa, fuera del alcance de la luz del sol. Joseph sintió un ligero alivio. «Sabía que aquí habría agua», se dijo. «No me podía fallar. Este lugar no». Se quitó el sombrero y siguió avanzando a paso rápido. Entró en el claro con la cabeza descubierta y se quedó mirando a la roca.

La capa espesa de musgo se iba tornando amarilla y quebradiza. Los heléchos que bordeaban la cueva se habían marchitado. La corriente aún seguía saliendo a hurtadillas de la cavidad de la roca, pero no era ni la cuarta parte de lo que había sido. Joseph se acercó a la roca con cierto temor y arrancó un puñado de musgo. No estaba muerto. Hizo un agujero en el arroyo, muy profundo y cuando estuvo lleno, llenó su sombrero de agua y la echó sobre la roca y la vio desaparecer tragada por el musgo moribundo. El agujero se llenaba con lentitud. Tuvo que llenar de agua su sombrero muchas veces para humedecer el musgo, que chupaba el agua con ansia, sin dar muestras de haberla bebido. Echó agua sobre las marcas que habían dejado los pies de Elizabeth al resbalar. Dijo: «Mañana volveré con un cubo y una pala. Así será más fácil». Mientras trabajaba no tenía la sensación de que la roca fuera algo separado de

él. No sentía hacia ella un afecto superior al que sentía por su propio cuerpo. La protegía contra la muerte como si se tratara de salvar su propia vida.

Cuando terminó de echar agua se sentó junto a la charca y se lavó la cara y el cuello con el agua fresca y bebió de su sombrero. Después apoyó la espalda en la roca y miró al frente, al anillo protector de árboles negros. Pensó en el paisaje fuera de este círculo, las montañas achicharradas, la salvia gris y seca. «Aquí se está a salvo», pensó. «Aquí está la semilla que perdurará hasta que vuelva la lluvia. Éste es el corazón de la tierra y late todavía». Sintió la humedad del musgo calando su camisa y su mente siguió adelante: «Me pregunto por qué la tierra es vengativa, ahora que está muerta». Trajo a su mente la imagen de las montañas, como serpientes ciegas con pieles desgastadas y despellejadas, acechando este baluarte donde todavía manaba el agua. Recordó cómo la tierra absorbía hasta la última gota de su arroyo antes de que hubiera recorrido cien yardas. «La tierra es salvaje», pensó, «como un perro desesperado por el hambre». Se sonrió ante esta idea porque casi lo creía. «La tierra sería capaz de entrar aquí y secar este arroyo y chuparme a mí la sangre si pudiera. La sed ha vuelto loca a la tierra». Fijó sus ojos en el arroyo que se deslizaba cruzando el claro. «Aquí está la semilla de la vida de la tierra. Debemos protegerla de la tierra enloquecida por la sed. Tenemos que utilizar el agua para proteger el corazón, si no, el más leve gusto de agua podría llevar a la tierra a atacarnos».

La tarde declinaba; la sombra de la hilera de árboles cruzaba la roca y tocaba el otro lado del círculo. Reinaba la paz en el claro.

He llegado a tiempo dijo Joseph a la roca y a sí mismo. Aguantaremos aquí, haremos una barricada para defendernos de la sequía.

Poco después dio una cabezada y se quedó dormido.

El sol se ocultó tras las montañas y la arena se retiró y cuando llegó la noche, Joseph seguía dormido. Las lechuzas planeaban en el aire bajo las estrellas y la brisa que sigue siempre al crepúsculo se escabullía por las colinas. Joseph se despertó y miró al cielo negro. Al instante su mente se desenganchó del sueño y reconoció el lugar. «Ha ocurrido algo raro», pensó. «Ahora vivo aquí». Las casas de la granja allá abajo en el valle ya no eran su hogar. Descendería la montaña sigilosamente y volvería veloz para defender el claro. Se puso en pie y se sacudió brazos y piernas para eliminar los restos de sueño y se alejó despacio de la roca. Al salir del pinar caminó sin hacer ningún ruido, temiendo que la tierra despertase.

No había luces en las casas que le ayudaran a guiarse. Siguió la dirección que le marcaba su memoria. Cuando vio las casas ya estaba cerca. Ensilló su caballo y ató unas mantas, un saco de pienso, tocino, tres jamones y una bolsa grande de café a la silla. Finalmente se marchó tan silenciosamente como había llegado, guiando su caballo cargado. Las casas dormían; la tierra susurraba bajo la brisa de la noche. Oyó el ruido de algún animal pesado andando entre la maleza y se le puso el pelo de punta de miedo y esperó a que el sonido de las pisadas desapareciera antes de seguir adelante.

Estaba de vuelta en el claro mucho antes del amanecer. Esta vez el caballo no se negó a seguir el camino. Joseph lo ató a un árbol y sacó pienso de la bolsa para darle de comer. Después volvió a la roca y extendió su manta junto a la pequeña charca que él mismo había hecho pocas horas antes. Comenzaba a hacerse de día cuando se echó a dormir al amparo de la roca. Un trocito de nube, muy alta en el cielo, se prendió fuego con el sol oculto y contemplándola, se quedó dormido.