JOSEPH apretó la cincha y desató la rienda del olivo. Después montó su caballo, dirigiéndolo al rancho. Había caído la noche mientras estaba en la casa del sacerdote. La oscuridad era total antes de la salida de la luna. Se veían pocas luces en las casas que había a lo largo de la calle de Nuestra Señora. Los cristales estaban empañados por la humedad en el interior de las casas. No había avanzado mucho cuando llegó Juanito y se puso a cabalgar a su lado.
Quiero ir con usted, señor dijo con firmeza. Joseph suspiró.
No, Juanito. Ya te dije que no.
No ha cenado nada. Alicia le ha preparado una cena caliente y le espera.
No, gracias respondió Joseph. No quiero parar.
Pero hace mucho frío esta noche insistió Juanito. Entre aquí y beba algo, al menos. Joseph miró la luz tenue que se veía a través de las ventanas de la cantina.
Tomaré una copa dijo.
Ataron los caballos al palo de las caballerías y entraron. No había en el interior nadie, excepto el camarero, sentado sobre un taburete alto detrás de la barra. Levantó la mirada al entrar los dos hombres, se bajó del taburete y limpió con un paño la barra.
Señor Wayne le saludó. No le veía desde hace muchísimo tiempo.
No vengo a menudo. Whisky.
Otro para mí dijo Juanito.
He oído que consiguieron salvar algunas reses, señor Wayne.
Sí, unas pocas.
Han salido mejor librados que otros. Mi cuñado perdió todas sus vacas.
Les contó que los ranchos habían sido abandonados y el ganado estaba muerto y que la gente se había ido de Nuestra Señora.
Ya no hay negocio dijo. No vendo ni una docena de copas al día. A veces entra un hombre y pide una botella. Ya no les gusta beber juntos dijo. Se llevan la botella a casa y beben solos.
Joseph vacío su vaso y lo dejó sobre la barra.
Llénalo dijo. Me parece que esto se va a convertir en un desierto. Sírvete tú uno. El camarero aceptó la invitación.
Volverán cuando vuelva la lluvia. Pondría un barril de whisky en la calle para que todo el que quisiera bebiera gratis con tal de que llegara mañana la lluvia.
Joseph se bebió su whisky y miró al camarero.
¿Y qué pasará si ya nunca más vuelve la lluvia? preguntó.
No lo sé, señor Wayne, y prefiero no saberlo. Si no llueve pronto, yo también tendré que marcharme. Pondría un barril de whisky gratis en el porche si volvieran las tormentas.
Joseph dejó su vaso sobre la barra.
Buenas noches dijo. Espero que consigas lo que quieres. Juanito salió inmediatamente detrás de él.
Alicia tiene la cena esperándole dijo.
Joseph se paró y contempló las estrellas cubiertas por la niebla.
El whisky me ha dado hambre. Iré.
Alicia salió a recibirlos a la puerta de la casa de su padre.
Me alegra que haya venido le dijo. La cena no es gran cosa, pero será un cambio. Mis padres se fueron a San Luis Obispo a visitar a unos parientes cuando regresó Juanito.
Estaba excitada por la categoría de su huésped. Pasó a los dos hombres a la cocina y les hizo sentarse a una mesa con un mantel blanco inmaculado. Les sirvió judías pintas, vino tinto y tortillas con arroz suelto.
Lleva sin comer mis judías, señor Wayne, desde oh!, desde hace mucho tiempo. Joseph sonrió.
Están muy buenas. Elizabeth decía que eran las mejores del mundo. Alicia contuvo el aliento.
Me alegra oírle hablar de ella.
Las lágrimas se agolparon en sus ojos.
¿Por qué no iba a hablar de ella?
Creí que le causaría mucho dolor.
Cállate, Alicia le dijo con amabilidad Juanito. Nuestro invitado ha venido a cenar. Joseph se terminó las judías y rebañó la salsa con una tortilla y repitió.
¿Quiere ver al niño? preguntó Alicia con timidez. Su abuelo lo llama Chango, pero no se llama así.
Está dormido dijo Juanito. Despiértalo y tráelo.
Alicia volvió con el niño en brazos y lo puso delante de Joseph.
Mire dijo. Tendrá los ojos grises. Juanito dice que los tiene azules, pero yo los veo negros.
Joseph miró al niño con ojos escrutadores.
Es fuerte y guapo. Me alegro.
Ya sabe el nombre de diez árboles y cuando vuelvan los años buenos, Juanito le comprará un poni. Juanito asentía feliz con la cabeza. Es un chango dijo con timidez.
Joseph se levantó de la mesa.
¿Cómo se llama?
Alicia se sonrojó y cogió en brazos al niño adormilado.
Es su tocayo dijo. Se llama Joseph. ¿Quiere darle la bendición? Joseph miró a Alicia con la incredulidad pintada en su cara.
¿Una bendición?, ¿yo? Sí dijo rápidamente. Sí. Cogió al niño en brazos y le apartó el pelo que le caía sobre la frente. Le dio un beso en la frente. Que crezcas fuerte dijo.
Que crezcas grande y fuerte.
Alicia volvió a coger al niño como si ya no fuera suyo.
Lo voy a acostar. Después podemos pasar al cuarto de estar. Pero Joseph se dirigió a la puerta.
Tengo que irme dijo. Gracias por la cena. Gracias por haberle puesto mi nombre.
Alicia se disponía a protestar, pero Juanito le indicó que se callara. Acompañó a Joseph hasta el patio. Le apretó la cincha y puso el bocado en la boca del caballo por Joseph.
Me asusta dejarlo marchar, señor dijo Juanito en tono de protesta.
¿Por qué te asusta? Mira, está saliendo la luna. Juanito alzó los ojos y gritó excitado:
Fíjese, la luna tiene halo.
Joseph soltó una carcajada amarga y se subió a la silla.
Hay un dicho en esta región que aprendí hace mucho tiempo: «En años de sequía, todo signo falla».
Juanito caminó unos pasos junto al caballo.
Adiós, señor. Tenga mucho cuidado.
Dio un golpe al caballo y se echó atrás. Siguió con la mirada a Joseph hasta que lo vio sumergirse en la noche de luna pálida.
Joseph cabalgaba con la luna a sus espaldas, alejándose de ella, rumbo al oeste. La tierra parecía irreal bajo la luz brumosa y tensa. Los árboles parecían formas de una niebla
más densa. Salió de la ciudad y cogió el camino del río. Su contacto con la ciudad cayó tras él. Aspiró el polvo picante que levantaban los cascos del caballo, pero no lo veía. Allá lejos, en el norte, había un débil parpadeo de aurora boreal, raras veces vista en un punto tan meridional. La luna fría y pétrea subió a lo alto y lo siguió. Las montañas parecían perfiladas por fósforo. Una luz pálida y fría como la de una luciérnaga, parecía brillar a través de la piel de la tierra. Algo había en la noche que despertaba sus memorias. Recordó la bendición de su padre. Al acordarse de ella, deseó habérsela dado a su tocayo. Se acordó del tiempo en el que toda la tierra estaba calada hasta los huesos del espíritu de su padre, haciendo que cada roca y cada arbusto fueran algo cercano y querido. Recordó el olor y el tacto de la tierra húmeda y el tejido que formaban las raíces de la hierba bajo la superficie. El caballo avanzaba pesadamente, con la cabeza inclinada, apoyando parte de su peso en la brida. La mente de Joseph recorrió cansada los días del pasado y cada hecho tenía el color de la noche. Se sentía separado de la tierra. Pensó: «Se acerca un cambio. No tardará mucho en presentarse». Simultáneamente se levantó el viento. Lo oyó acercarse por el oeste, lo oyó avanzar veloz antes de sentir su azote. Era un viento recio y frío. Arrastraba por tierra restos de árboles y arbustos muertos. Era un viento áspero, lleno de tierra. Las minúsculas piedrecillas se metían en los ojos. Joseph siguió adelante, pero el viento se hizo más fuerte. Ráfagas de tierra barrieron las laderas bañadas por la luz de la luna. Se oyó a lo lejos el aullido entrecortado de un coyote desconcertado. Le respondió un aullido cercano. Las dos voces se unieron en un dúo de gritos agudos que atropellaron al viento. Se oyó una tercera voz en una tercera dirección y el dúo se hizo un trío. Joseph sintió un escalofrío. «Están hambrientos», pensó. «Ya no hay ni siquiera carroña». Oyó después el quejido de un ternerillo entre la maleza, junto al camino. Giró y espoleó al caballo y se adentró en el follaje seco. Llegó a un claro. Vio a una vaca muerta tumbada sobre su costado. Junto a ella, un ternerillo esquelético buscaba desesperadamente una ubre. Los coyotes rieron de nuevo y se alejaron para esperar. Joseph se bajó del caballo y se acercó a la vaca muerta. La cadera del animal parecía el pico de una montaña y sus costillas eran como las marcas secas del agua en las laderas. Había muerto, finalmente, cuando los trocitos de arbusto seco no la soportaban más. El ternerillo trató de huir, pero estaba demasiado débil por el hambre. Se tropezó y cayó al suelo. Trató de levantarse, pero no pudo. Joseph cogió la reata y ató las cuatro flacuchas patas del animal juntas. Cogió en brazos al animalillo y lo puso sobre el caballo, delante de la silla. Después se montó él, detrás.
Venid ahora a buscar vuestra cena gritó a los coyotes. Comeos a la vaca. Dentro de poco ya no habrá nada que comer.
Miró por encima de su hombro a la luna blanca, navegando y suspendida en la tierra volada. «Dentro de poco», dijo, «bajará volando y se tragará el mundo». Mientras seguía adelante pasó sus dedos por el ternero, siguiendo las costillas marcadas y las patas huesudas.
El animalillo trataba de descansar su cabeza sobre el cuello del caballo y se meneaba débilmente con el movimiento. Finalmente llegaron a la cumbre. Desde allí, Joseph vio las casas del rancho decolaradas y apiñadas. Las aspas del molino brillaban débilmente a la luz de la luna. Era una vista medio a oscuras, pues la arena blanca llenaba el aire y el viento la arrastraba con furia por todo el valle. Joseph se dio la vuelta para no ver las casas y se encaminó al pinar. La luna se hundió por detrás de las montañas occidentales y todo se convirtió en un enorme borrón oscuro. El viento aullaba en las laderas de las montañas y chillaba en las ramas secas de los árboles. El caballo mantenía la cabeza agachada para protegerse del viento. Joseph, en medio de la oscuridad, deducía dónde estaba el pinar porque un hilillo de aurora perfilaba la silueta de las montañas. Oía cómo se agitaban las ramas y el silbido de las agujas peinando al viento y la queja de las ramas rozándose. Las negras ramas se revolvían destacadas sobre la luz del alba. El caballo entró cansado entre los árboles. El viento se quedó fuera. Todo parecía tranquilo en el claro, comparado con lo que lo rodeaba. Joseph desmontó y dejó el ternero sobre el suelo. Quitó la silla y llenó la bolsa del caballo con una ración doble de pienso. Después miró sin ganas la roca.
La luz había ido entrando sigilosamente. El cielo, los árboles y la roca estaban grises. Joseph cruzó despacio el claro y se arrodilló junto al arroyo.
Se había secado. Se sentó tranquilamente y metió la mano en el cauce. La tierra seguía húmeda, pero ya no salía agua de la cueva. Joseph se sentía agotado. El viento que aullaba cercando el pinar y la sequía furtiva eran dos enemigos demasiado fuertes para luchar contra ellos. Pensó: «Se acabó. Sabía que acabaría ocurriendo».
La aurora avanzaba. Pálidos rayos de sol brillaron sobre las nubes de arena que llenaban el aire. Joseph se puso en pie y se acercó a la roca. La acarició. El musgo se debilitaba y el verde se desvanecía. «Podría subirme a lo alto y dormir un poco», pensó. Salió el sol por encima de las montañas. Una flecha de luz atravesó los troncos de los pinos y produjo una mancha cegadora en la tierra. Joseph escuchó un forcejeo débil a sus espaldas. El ternerillo se afanaba por librarse de la reata que había atado Joseph a su patas. De repente, Joseph se acordó del anciano del acantilado. Sus ojos se iluminaron. «Ésa podría ser la manera» gritó. Acercó el ternero al borde del arroyo, sujetó su cabeza sobre el lecho seco y le cortó el cuello con su navaja. La sangre corrió por el cauce del arroyo, enrojeciendo la tierra y cayó al cubo. Terminó pronto. «Qué poco», pensó Joseph con tristeza. «Qué poca sangre tenía este animalillo hambriento». Vio cómo dejaba de correr la sangre y se hundía en la arenilla, perdiendo su brillo y poniéndose oscura. Se sentó junto al ternerillo muerto y pensó en el anciano otra vez.
Su secreto era para él dijo. Conmigo no tiene efecto.
El sol perdió su brillo y se enfundó entre finas nubes. Joseph contempló el musgo próximo a morir y el anillo de árboles. «Todo ha muerto. Me he quedado solo». El pánico se apoderó de él. «¿Por qué habría de quedarme en este lugar muerto?» Pensó en el cañón verde de Puerto Suelo. Desprovisto del amparo de la roca y del arroyo, sentía un miedo horrible hacia la sequía. «Me iré» gritó de repente. Cogió su silla y cruzó a paso rápido el claro. El caballo levantó la cabeza y resopló de miedo. Joseph levantó la pesada silla y cuando trataba de colocarla golpeó sin querer el lomo del caballo. El animal se encabritó, y se lanzó a una carrera loca, rompiendo la cuerda que lo ataba al árbol. La silla salió disparada contra el pecho de Joseph. Se quedó parado, con una sonrisa esbozada en la cara, mirando cómo se alejaba el caballo hasta desaparecer entre los pinos. La calma lo dominó. Desapareció su miedo. «Me subiré a la roca y dormiré un rato», dijo. Sentía un dolor ligero en una de las muñecas. Al levantar el brazo para mirar, vio que se había cortado con una de las hebillas de la silla. Tenía el puño y la palma cubiertos de sangre. Mirando la herida, la calma se hizo más firme y la soledad lo separó del pinar y del mundo entero. «Naturalmente», dijo «tengo que subirme a la roca». Subió con mucho cuidado y por fin se echó sobre el musgo suave de la roca. Después de descansar unos minutos, sacó su navaja y cuidadosa y suavemente abrió los vasos de sus venas. Sintió un dolor agudo al principio, pero enseguida se alivió la intensidad del dolor. Vio su sangre cayendo como una cascada sobre el musgo y oyó los gritos del viento cercando el claro. El cielo se iba poniendo gris. Pasó el tiempo y Joseph se fue poniendo también gris. Se tumbó de costado con la muñeca extendida y miró la cordillera alargada que formaba su cuerpo. Entonces su cuerpo se hizo enorme y se llenó de luz. Se elevó hasta el cielo y descargó la lluvia. «Debería haberlo sabido», susurró. «Yo soy la lluvia». Con mirada apagada contempló las montañas de su cuerpo, allí donde caían en el abismo. Sintió la lluvia que caía a torrentes y la oyó azotar el aire y golpear la tierra. Vio que los montes se oscurecían con el agua. Entonces una lanzada de dolor traspasó el corazón de la tierra. «Yo soy la tierra», dijo
«y yo soy la lluvia. De mí nacerá la hierba».
La tormenta cobró vigor y cubrió de oscuridad el mundo y de ríos de agua la tierra.