Habían dado apenas seis pasos cuando se produjo el seísmo. La gran losa de piedra tembló bajo sus pies. Unos segundos más tarde se dejó oír un sordo rugido. Los edificios oscilaron locamente a ambos lados de la calle.
Cull se echó al suelo. Cerró los ojos, y rogó para que los edificios no se derrumbaran sobre él. Aunque su construcción era muy sólida, no era la primera vez que se producía este hecho.
Luego se preguntó si existía alguna razón para rogar por su vida. La muerte era allí una bienaventurada evasión, aunque fuera temporal. Naturalmente, se despertaría de nuevo para encontrarse en el mismo sitio. A menos que volviera a la vida en un lugar lejano, viéndose así privado de su trabajo en la ínter. Dadas las intrigas que se tramaban en el seno de la organización, una ausencia de veinticuatro horas podía representar el despido fulminante. O en el mejor de los casos la pérdida de su status y antigüedad.
El sonido y el temblor no duraron más de treinta segundos. Luego se hizo el silencio. La gente, aliviada, olvidaba hablar. O quizá temieran que la vibración de sus voces amenazara con hacer bascular un bloque de piedra en equilibrio inestable.
Cull se levantó y miró a su alrededor. Los daños no eran muchos. En las fachadas de los edificios, aquí y allá, algún bloque de granito sacado de su sitio permanecía suspendido en precario equilibrio por encima de la calle. Una mujer, en un acceso de terror, había saltado por la ventana y se había estrellado contra el suelo. Algunas piedras del suelo habían saltado y tenían ahora el aspecto de entreabiertas losas sepulcrales. Algunas líneas telefónicas habían caído y colgaban a lo largo de las gárgoles que adornaban los edificios sobre las que habían sido fijadas.
Sven preguntó en voz baja:
—¿Ha observado usted que las sacudidas se hacen cada vez más frecuentes últimamente? Quizá sea cierto lo que me dijo ese demonio.
—¿Qué demonio? —preguntó Cull.
—Ya sabe usted lo mentirosos que son. Pero a veces llegan a decir la verdad, aunque sea tan sólo para hacer creer que se trata de una mentira. Sea como fuere, ese demonio pretendía que la Tierra se halla metida en una conflagración atómica. La inmigración aquí es tan intensa que parece como si casi toda la población estuviera muriendo rápidamente. Claro que es difícil determinar en qué momento se producen los acontecimientos en la Tierra, ya que las cronologías terrestre e infernal no concuerdan.
—Sí —asintió Cull—. Si lo que se dice es cierto, hay un desfase. En una ocasión encontré a un viejo que me dijo saber con exactitud que las gentes que murieron a mitad del siglo XVI entraron aquí antes de los que murieron en la primera mitad del mismo siglo. ¿Cómo explicaría usted eso?
—¿Y quién diablos lo sabe? —dijo Sven, con el rostro más congestionado que nunca—. Ocurren aquí cosas tan oscuras, desconcertantes y perturbadoras como en la Tierra. Creo que el ser dejados así en la incertidumbre y la inseguridad forma parte de nuestro castigo. ¡Si al menos lo supiéramos! Pero no sabemos nada. ¡Nunca sabremos nada!
—¿Acaso no sería mejor no haber nacido, no haber existido nunca? —murmuró Cull—. A veces me lo pregunto. A menudo. Pero pese a todas las penalidades, las frustraciones, las humillaciones, las angustias y los sufrimientos que hemos soportado en la Tierra y que continuamos soportando aquí, al menos tenemos la oportunidad de reírnos de todo ello cuando nos plazca. Porque somos seres conscientes y no fragmentos de nada flotando en el vacío.
—¡No puede creer en lo que está diciendo! —protestó enérgicamente Sven.
Tuvieron que bajar el tono de su voz por unos momentos. Una nube de maná se había formado desde hacía un rato sobre la zona donde se encontraban, y los filamentos empezaron a caer. Torbellineaban en el aire mientras la gente corría bajo ellos. Un copo de ellos cayó a menos de veinte metros de Cull y su compañero.
Observaron entonces el tumulto que se formó inmediatamente a su alrededor para arrancar trozos de la sustancia blanda y grisácea, parecida a pasta ligera, que la formaba. Cuando alguien conseguía un puñado, huía rápidamente. Algunos conseguían desaparecer con su botín. Otros tenían que dejarlo caer y huir a toda velocidad al darse cuenta de que habían sido observados por los recolectores oficiales del lugar. En cada zona había recolectores oficiales, sin los cuales la llegada del maná se hubiera convertido cada vez en una verdadera batalla: algunos hubieran tomado mucho más de la parte que les correspondía, mientras otros se quedaban con hambre hasta la llegada de la próxima nube.
Vaya modo infernal de aprovisionar al mundo de alimento, pensó Cull. Se preguntó de nuevo, quizá por décima vez, cómo se formaban las nubes de maná, y cuál era su composición química. Se felicitaban a sí mismo por trabajar en la ínter y no tener que depender de los proveedores de la zona para alimentarse. A veces uno se topaba con controladores viciosos que, a cambio de una ración suplementaria, exigían servicios de un tipo muy particular. Cull sabía muy bien lo que era aquello: un día en que se sentía enormemente hambriento había cedido a algunas de las demandas de este tipo que le habían hecho. Afortunadamente, luego tuvo el buen sentido de entrar al servicio de la ínter.
Había alcanzado este punto de sus reflexiones cuando su compañero y él llegaron a un bar al extremo de la calle, uno de tantos que se hallaban esparcidos por toda la ciudad. Bajo el efecto de la sacudida telúrica, algunas mesas de piedra se habían volcado, pero las estaban levantando de nuevo. El demonio que hacía de camarero llevaba a los clientes jugo de árbol de roca. Sven se detuvo cerca de una de las mesas redondas sostenidas por una única pata central a cuyo alrededor estaban sentados cinco hombres. Uno de ellos se levantó para dar la bienvenida a los recién llegados, y en su voz Cull reconoció a Fyodor.
Fyodor era un hombre regordete, completamente calvo, que llevaba una barba grisácea e hirsuta que le llegaba hasta la barriga. Tenía una amplia frente, cejas que parecían cepillos, ojillos azules sorprendentemente pequeños, nariz en forma de bola, pómulos salientes; labios carnosos y muy rojos. Sus sienes estaban profundamente hundidas. Las bolsas bajo sus ojos parecían indicar que dormía poco y con un sueño agitado.
—¡Ah, señor Cull! —dijo con voz aguda, estrechando la mano de Cull entre sus gordezuelos dedos—. Siéntese y tome una taza de café con nosotros.
—Preferiría hablar con usted en privado —dijo Cull, mirando a los hombres sentados alrededor de la mesa.
En aquel momento oyeron el mugido de una sirena en la lejanía, y comprendieron que las autoridades venían a retirar a la mujer que se había arrojado por la ventana.
—Llame por teléfono a la ínter —le dijo Cull a Sven—. Si se presenta X, podremos advertirles inmediatamente.
—¿Para qué quiere que les avise Sven? —preguntó Fyodor.
—Esto es algo que no le concierne —dijo Cull—, pero se lo diré de todos modos. Cada vez que hay la posibilidad de que aparezca X, abandonamos todas las demás tareas que estamos efectuando para poner en circuito todas las líneas telefónicas. Queremos saber si X es o no una sola persona. Si apareciera simultáneamente en dos o tres lugares distintos de la ciudad, lo sabríamos inmediatamente gracias a los informes recibidos por teléfono.
—Muy hábil —dijo Fyodor—. ¿Y qué resultado han obtenido hasta ahora?
—Hasta ahora nunca se ha mostrado más que en un solo lugar a la vez —respondió amargamente Cull—. Pero ocurre muy a menudo que aparezca para recoger un cadáver en algún lugar de la ciudad e, inmediatamente después, aparezca en otro lugar distante más de ciento cincuenta kilómetros del primero. Es difícil determinar si ha existido simultaneidad, debido a la ausencia de relojes preciosos. ¿Cómo sincronizar dos relojes de arena que se encuentran en Ligares muy alejados el uno del otro, cuando basta una minúscula diferencia en el grado de humedad o el grosor de los granos de arena para que se produzca un desajuste entre ellos? Y no se puede utilizar un cuadrante solar en un mundo donde el sol se halla siempre en el mismo lugar en el cielo.
—Si X apareciera en dos lugares distintos en el preciso momento en que el sol se apaga o vuelve a encenderse, entonces podrían saberlo con exactitud —dijo Fyodor.
—Habla usted como un libro abierto —dijo Cull—. Llamaré yo mismo a la ínter —añadió, girándose a Sven. Ya que quería dar parte personalmente a Stengarius de la idea de Fyodor, y atribuirse él el mérito.
Pero colgó antes de haber obtenido la comunicación, ya que un nuevo pensamiento le vino a la cabeza. Las posibilidades de ver aparecer a X en más de un lugar a la vez exactamente en el momento en que el sol se apagaba o volvía a brillar eran muy escasas. Y, para estar seguros de recibir los informes en el tiempo requerido, la ínter debería acaparar las líneas telefónicas cada vez que el sol se oscureciera o se encendiera de nuevo. Sería una operación costosa y exasperante a la vez. Y, si el resultado era negativo, las iras caerían sobre el instigador del proyecto, Cull.
Las sirenas mugían más fuerte, y la ambulancia dobló la esquina de la calle a toda velocidad. Con un chirrido de neumáticos, el coche se inmovilizó a unos pasos del cadáver. El pervertido que estaba sobre ella saltó en pie y huyó, con sus ensangrentadas manos levantadas por encima de su cabeza. Se reía con una risa aguda que parecía más bien un grito. Los espectadores, según su temperamento, se burlaban de él o lo insultaban. Cull sabía que el sórdido personaje no iría muy lejos: seguramente había sido observado por algunos agentes de la ínter, que se harían cargo de él. La ínter no toleraba ningún tipo de perversión, fuera o no nociva. Pero no hacía matar a aquéllos que eran reconocidos culpables, ya que la muerte los pondría fuera de su alcance.
Es por eso por lo que la ínter les hacía castrar, hacía cortar su lengua y les amputaba las extremidades de los cuatro miembros, dejándolos así imposibilitados de perjudicar a nadie ni a ellos mismos. Y tampoco les proporcionaba un carrito para dejarles pedir públicamente caridad; no, la ínter los tomaba a su cargo, los mantenía con vida, aseguraba su subsistencia y sus cuidados corporales, proporcionándoles incluso, de tanto en tanto, lujos tales como café y cigarrillos. El ciudadano medio se hubiera sorprendido de saber que existían en la ciudad un gran número de hombres y mujeres privados de lengua, sexo, manos y pies, que eran mantenidos ocultos de la vista del público. Si lo hubiera sabido, hubiera sentido una mayor admiración aún por el modo como la ínter hacía respetar el orden y la decencia.
Las puertas de la ambulancia se abrieron, y tres hombres descendieron de la cabina del conductor. Dos de ellos, el conductor y su ayudante, llevaban uniformes escarlatas con galones de oro y enormes botones de color negro brillante, y llevaban la cabeza cubierta con un casco de cuero. Aquel uniforme identificaba a los funcionarios al servicio de las autoridades, ya que ninguna otra persona podía procurarse este tipo de ropas. El tercer hombre, incontestablemente, no podía ser más que X. Iba vestido con la túnica blanca con que se le acostumbraba a representar —suponiendo que fuera efectivamente Él— en las imágenes que se presentaban de Él en la Tierra. Llevaba cabellos largos de un color rubio rojizo, y su barba, del mismo color, le llegaba casi hasta el pecho. Sus musculosas y bien formadas piernas estaban desnudas, y sus pies iban calzados con sandalias. Su rostro era el mismo que la mayor parte de la gente atribuía a Cristo. Pero, como nota discordante, llevaba gafas oscuras. Nadie, por lo que sabía la ínter, lo había visto jamás sin aquellos cristales que disimulaban sus ojos. Y aquello volvía locos a los agentes de la ínter. ¿Por qué llevaba X gafas oscuras?
Otro misterio: ¿Por qué se preocupaba tanto —Él o él— por mostrarse? Nunca resucitaba a nadie en público, ni realizaba ningún milagro. No hacía más que velar que el cadáver fuera colocado en la ambulancia. A veces hacía un breve discurso, siempre el mismo. Eso es lo que ocurrió en esta ocasión: cuando el cadáver de la mujer fue metido en la ambulancia, X tomó la palabra, expresándose en la jerga hebrea que todos, excepto los recién llegados, hablaban normalmente:
—Erase una vez un hombre que llevaba una vida virtuosa. Al menos, eso es lo que él creía. Y un hombre es lo que cree ser, ¿no?
»Mientras los resultados de su virtuosa vida se acumulaban a su alrededor, ese hombre se convirtió en un viejo de cabellos blancos y rostro arrugado. Poseía una gran casa, una esposa fiel y sumisa, muchos amigos; estaba repleto de honores; tenía muchos hijos e hijas, y aún muchos más nietos, e incluso algunos bisnietos.
»Pero, como suele ocurrirles a todos los hombres, vio llegar su última hora y se halló tendido en su lecho de muerte. Hubiera podido ofrecerse los mejores médicos y los más eficaces medicamentos, pero todo ello hubiera sido tan inútil como los cuidados de los peores charlatanes y los remedios de las mujeres de pueblo. Lo único que se pudo hacer por él fue colocar entre sus manos un crucifijo, ese crucifijo donde estaba clavado el Hombre-Dios al que había adorado y servido a todo lo largo de su vida.
»El hombre murió, y despertó en un lugar extraño, y se encontró en presencia de un desconocido.
»—¿Es esto el cielo? —preguntó el viejo.
»—Eso depende —respondió el desconocido. Le tendió al viejo una larga espada de doble filo y le dijo—: Para entrar en el cielo tendrás que hacer uso de esta espada. Si rehúsas, irás al Infierno.
»—¿Y qué debo hacer con esta espada? —preguntó el viejo.
»—Seguirás este sendero —dijo el desconocido, señalando con el dedo un camino a través del bosque—. Conduce a un riachuelo. Al borde de este riachuelo verás, jugando en la orilla, una hermosa niñita de seis años. Actualmente parece no ser más que pureza, alegría e inocencia, pero, cuando se convierta en una mujer, será tan malvada como le es posible serlo a un ser humano. Causará la muerte de miles de hombres, mujeres y niños. Hará torturar a centenares de personas, y gozará oyendo sus aullidos de dolor. Además, dará a luz un hijo que, cuando crezca, será tan nefasto como ella.
»—Matarás a esta niñita. ¡Inmediatamente!
»—¡Matarla! —exclamó el viejo—. ¡No puedes hablar en serio! ¿Es ésta acaso una última prueba a la que quieres someterme?
»—Es una prueba, efectivamente —dijo el desconocido—. Y créeme, no estoy bromeando. No tengo la menor intención de hacerlo. No podrás entrar en el Cielo más que comprometiéndote a matar a esa niñita.
»—Mira a tu alrededor. ¿Reconoces este lugar? Sigues aún en la Tierra, en la encrucijada entre el Cielo y el Infierno. El elegir el camino que deberás seguir es algo que depende de ti. O aniquilas en su capullo esta terrible plaga, antes de que tenga la posibilidad de eclosionar, y cumples así con una grande y noble acción, o antepones la moralidad, tal como la entendéis en tu mundo, a tu amor hacia Dios y hacia el Hombre.
»—¡Pero yo soy un hombre justo! —protestó el viejo—. ¡Y tú quieres que cometa un mal para demostrar que soy justo y bueno!
»—Seguramente has oído decir, y habrás leído por ti mismo en los libros, que ningún hombre es bueno —respondió el desconocido—. Sólo Dios es bueno. Son las propias palabras de Cristo, que llegó incluso a negar que Él mismo era bueno.
»Tras estas palabras, el desconocido se alejó. El viejo lo observó partir, preguntándose si iba a desplegar sus alas para emprender el vuelo o si repentinamente lo vería como un ser provisto de cuernos, pezuñas y cola antes de hundirse en una llameante sima abierta repentinamente bajo sus pies. Puesto que de pronto le vino el pensamiento de que el desconocido debía ser un ángel, pero quizá más exactamente un ángel caído.
»Pero el Cielo no iba a permitir que tuviera que enfrentarse con un demonio, él que durante toda su vida había resistido con éxito al Diablo para seguir exactamente el camino trazado por Dios. Hubiera sido injusto, inicuo, exponerle a la maldad tras su muerte. Ni los sacerdotes ni los libros habían mencionado jamás tal eventualidad.
»Sin embargo, por injusto e inicuo que todo aquello le pareciera, tenía en su mano una espada de doble filo, con la que sabía muy exactamente lo que tenía que hacer. Lentamente, se dirigió hacia el camino que le había sido indicado, y muy pronto llegó al lado de la niñita, que jugaba inocentemente en la orilla del riachuelo. Entonces Reconoció en ella a su propia bisnieta, la hija de una de sus nietas preferidas. Era una niñita encantadoramente feliz, hermosa y excepcionalmente inteligente. ¿Cómo podía llegar a convertirse nunca en lo que había predicho el desconocido que se convertiría?
»Luego, el viejo recordó lo que un sacerdote le había dicho Lacia mucho tiempo, y que había sido confirmado por sus lecturas: que, aunque oculto a los ojos de los hombres, el futuro se halla siempre presente en los ojos de Dios. Dios lo sabe todo, desde el principio hasta el fin. El tiempo, en el sentido en que es entendido por los seres humanos, no existe para Él. Basta una sola ojeada divina para escrutar el Alfa y el Omega. Los humanos, por supuesto, disponen de su libre arbitrio, aunque no saben nunca lo que van a hacer. Y todo esto es imposible, se dijo el viejo. Si mato a esta niñita, no cometerá todas las atrocidades que aparentemente está destinada a cometer. Morirá como un alma pura e inocente, y dejará de existir en el futuro que está viendo actualmente Dios. Pero entonces, ¿cómo puede Él verla y saber cuáles serán sus acciones futuras? ¡Es imposible! No se trata de que el futuro esté siempre presente ante sus ojos, sino más bien que Él traza el camino que debe seguir este futuro. Así, él ha dictado que esta inocente niñita muera ahora o que permanezca con vida para crecer y convertirse en un monstruo. Así pues, todos nosotros estamos predestinados.
»Y si es así, siguió pensando el viejo, ¿por qué entonces, a fin de cuentas, nos ha creado Dios? En el momento en que estaba modelando la arcilla de donde creó a Adán, sabía ya que millones y millones de seres humanos irían al Infierno, y tan sólo unos pocos al Cielo. ¿Nos ha creado entonces porque una pequeña cantidad de bondad pesa siempre mucho más en la divina balanza que una montaña de maldad? ¿O porque Él es el Creador y no puede dejar de crear, sean cuales sean las consecuencias que resulten de esta creación para sus impotentes criaturas?
»El viejo no hallaba ninguna respuesta a todas estas preguntas. A cada uno de sus pensamientos se oponía otro, y reflexionar sobre ello no hacía más que embrollar las cosas. Para hacer el bien, debía cometer una maldad. Sencillamente, así era. No tenía más que una sola salida: dejar de pensar y tener fe.
»Es por ello por lo que el viejo se dirigió lentamente hacia la niñita que le daba en aquellos momentos la espalda. Levantó su espada.
»Entonces se le ocurrió otro pensamiento…