Chapter 7 - 4

Con gran sorpresa y no menor alegría, Phyllis respondió animando sus avances. En pocas palabras dijo que se sentiría muy feliz de irse a vivir con él… a condición de que ocurriera algo que trajera aparejada consigo la degradación de Cardinal, ya que éste era aún un personaje influyente y, abandonándole por Cull, se arriesgaba a terminar sus días asesinada y arrojada a los albañales por los agentes de su antiguo amante, y Cull no era aún lo suficientemente poderoso como para poder protegerla.

Poco tiempo después de esto, Zabbini, telefonista de uno de los sectores menos importantes, fue sorprendido por dos de los guardaespaldas de Cardinal en el apartamento de éste. Tras apresurarse a matarlo, los dos esbirros se dedicaron a buscar a su jefe. Al no encontrarlo en su casa, sabiendo a ciencia cierta que no había podido salir de allá sin ser visto por ellos, terminaron mirando por la ventana. La visión de un grupo de gente reunida alrededor de un cadáver tenido en el suelo les hizo comprender inmediatamente lo ocurrido: Zabbini había defenestrado a Cardinal.

Algo más tarde, al entrar en su casa y conocer la noticia, Phyllis manifestó mucha sorpresa… pero poco dolor. La investigación realizada por el Primer Detective de la ínter puso en evidencia que la joven no podía ser responsabilizada de ninguna manera de aquella muerte. Zabbini, que estaba enamorado de ella, había matado a Cardinal con la esperanza de que Phyllis se convirtiera en su amante.

Cull se sintió algo sorprendido por el resultado de la investigación. No albergaba la menor duda acerca de que Phyllis había animado a Zabbini a matar a Cardinal para desembarazarse de este último y poder convertirse en la amante de Cull… un plan ciertamente retorcido.

Pero olvidó sus sospechas tras la primera noche que pasó con ella. Phyllis era la mujer más apasionada que hubiera conocido nunca.

Al menos, esto es lo que creyó hasta el día en que ella lo abandonó por Stengarius, el Primer Telefonista. Cull le hizo una escena terrible, escarneciéndola con todos los nombres posibles e imaginables en hebreo, en inglés y en demoníaco. Phyllis le reveló entonces que era frígida, y que debía hacer un gran esfuerzo de voluntad para permitir que un hombre la tocase. Pero que, según sus propios términos, quería aprovechar los placeres de la vida, y lo conseguía fácilmente provocando a los hombres con su fingida pasión.

Cull la amenazó con contarle a Stengarius lo que acababa de oír. Ella se limitó a reírse y responder que, si hacía esto, ella le diría a Stengarius que Cull había inventado esta historia con la esperanza de conseguirla nuevamente, tras lo cual… ¿cuánto tiempo iba a quedarle a él de vida?

Al pasar ahora a su lado, en el vestíbulo, Cull se limitó a un cortés saludo, dispuesto a seguir su camino sin detenerse.

—Hola —dijo ella con una resplandeciente sonrisa que mostró su blanca dentadura. Y añadió—: Espera un momento; necesito hablarte.

Robertson, que parecía incómodo, dirigió a Cull una mirada de soslayo y aprovechó la ocasión.

—Hasta pronto, Phyllis —dijo, y se eclipsó.

—Menos pronto de lo que él cree —dijo ella cuando estuvieron solos. Posó una mano sobre el brazo de Cull—. Tengo entendido que vas a hacer un largo viaje.

Cull se estremeció al contacto de su mano, sintiéndose enfermo de deseo. La odiaba, pero quería estar de nuevo junto a ella.

—Sí, se trata de… de un… viaje de negocios —dijo, furioso hasta el máximo de que su nerviosismo lo traicionase.

Ella sonrió fríamente.

—No estés tan nervioso —dijo—. Stengarius sabe que voy a hablarte. No pensará nada malo. Es inútil que te inquietes: le he convencido de que todo había terminado entre tú y yo.

—No me preocupo por eso —dijo Cull, esperando que el tono de su voz no fuera tan poco convincente para Phyllis como lo era para él mismo.

—Te creo —dijo ella, aunque su sonrisa daba a entender claramente que lo imaginaba loco por el terror.

—¡Dios santo, no! ¡No me preocupo en absoluto! —dijo rudamente Cull.

—No te he parado para discutir contiguo el grado de tu terror —dijo ella—. Los hechos son éstos: el Presidente quiere enviarme al mismo sector que a ti. Tú deberías ser mi guardaespaldas. O más bien… —sus labios se curvaron en una desagradable sonrisa— mi perro guardián. Stengarius no quería que fuese, pero ha sido el propio Presidente quien lo ha ordenado, así que Stengarius ha tenido que tragarse la píldora, aunque esté intentando dorarla un poco. Y tú eres el encargado de ello.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Cull.

—Quiero decir que Stengarius me considera absolutamente segura si voy contigo. Sabe que estás cavando tu madriguera con la perseverancia y el entusiasmo de un castor, y que no te atreverás a comprometer sus posibilidades de promoción. Está seguro de que no cometerás la loca audacia de intentar seducirme.

Cull enrojeció. Intentó sonreír, pero no lo consiguió.

—Quizá la palabra castor no sea una buena comparación —prosiguió Phyllis—. Sin duda chacal es más apropiada. Jack Cull, chacal entre los leones.

Cull no comprendió inmediatamente. Sus recuerdos eran confusos: ¿qué era un león? ¿Y un chacal?

Luego, la imagen de los carniceros vino a su memoria. Era una imagen vaga, confusa, pero no hasta el punto de impedirle captar la ironía de aquella metáfora.

«Maldita puta frígida», pensó.

Consiguió recomponer su rostro, pero sabía que el tono encendido de su rostro denunciaba su cólera interior.

—Bien, Jack Cull —dijo Phyllis—, ¿partimos? Hizo seña a un lacayo para que tomara su maletín de cuero y, seguida por los dos hombres, abandonó la ínter.

Un palanquín esperaba afuera, entre cuatro porteadores. Estaba construido con huesos hábilmente encajados unos en otros y recubiertos de piel. Los cuatro hombres, al ver llegar a Phyllis, levantaron el palanquín. El lacayo colocó en él el maletín de cuero. Phyllis subió y se sentó, muy erguida, con la espalda apoyada en un montón de almohadones de piel relleno con hojas de árboles de roca.

—Adelante —dijo.

El lacayo echó a correr ante el palanquín, gritando: —¡Dejen paso a la ínter!

¡Dejen paso a la dama de la ínter!

La multitud que llenaba la calle se dispersó para dejar paso al palanquín. Para todos ellos, la vista del receptor telefónico que agitaba el lacayo en una mano era signo suficiente. No se podía jugar con la ínter.

Cull debía tomar otro medio de transporte. En otras circunstancias se hubiera sentido orgulloso de ello. Por primera vez, se veía confiar una misión lo suficientemente importante como para recibir un billete para el expreso humano.

Pero ahora sólo sentía envidia. Ser transportado a lomos de hombre, mientras aquella perdida viajaba en palanquín, equivalía casi a recibir una bofetada en pleno rostro.

Cull saltó al lomo del primer póney, un gran negro de largas y musculosas piernas. Rodeó el talle del hombre con sus piernas y los hombros con sus dos manos, y el negro cruzó las manos bajo las piernas de Cull para sostenerle y echó a correr a toda velocidad.

Corrió durante unos ochocientos metros, muy aprisa primero, luego disminuyendo poco a poco su velocidad. Cuando alcanzaron al siguiente póney, resoplaba como una máquina de vapor. Tras bajar a Cull, se derrumbó al suelo. Había rendido al máximo.

Cull saltó a lomos de su nueva montura, un hombre pequeño pero musculoso, y también éste se puso a correr tan aprisa como pudo, hasta el momento en que sus piernas parecieron doblarse bajo él. Entonces se detuvo en seco, dejó caer sus brazos a lo largo de su espalda.

El trayecto prosiguió así, kilómetro tras kilómetro, mientras la gente se apartaba para dejar paso al caballero y a su montura, y Cull saltaba de una espalda a otra, dejando atrás las hileras de edificios de granito coronados de gárgolas.

Mucho antes de haber alcanzado la meta de su viaje, Cull había decidido que, prestigio o no, aquél era un medio infernal de viajar. Ciertamente, era muy duro para los caballos de carreras humanos, que frecuentemente se derrumbaban inmediatamente después de haber depositado en el suelo su carga. Pero su condición física era buena, y muy pronto se recuperarían. En cuanto a Cull, no se sentía tan animoso como esto, y le quedaba aún un largo recorrido por delante. Cuando llegara a su destino se sentiría hasta tal punto rígido y dolorido que sus músculos gemirían cuando los moviese. La piel, en la cara interna de sus muslos, donde rozaba contra los flancos de los porteadores, ardía. Y se sentía mareado. En tres ocasiones tuvo que hacer detenerse a sus póney para restituir sus últimas comidas. Y el sol se oscureció de pronto, como ocurría cada doce horas según el reloj de arena. No se hacía realmente de noche, pero el sol se convertía en una esfera que relucía débilmente, como una especie de luna. Cull prosiguió su camino durante toda la noche, de lomos de hombre en lomos de hombre, aferrándose a sus monturas, sus piernas al rojo vivo, el estómago oscilando como un péndulo. La noche pasó y, de pronto, el sol volvió a brillar. En aquel lugar no había amanecer ni crepúsculo.

Cull viajó durante toda la siguiente jornada, no deteniéndose más que una vez para comer, y teniendo que renunciar finalmente debido a su extrema fatiga. En el momento en que se llevaba la cuchara a la boca, se quedó dormido como un tronco, Pero su póney lo despertó inmediatamente, diciendo que había que seguir. Éstas eran las órdenes. Cull se dio entonces cuenta de que, cuando uno está fatigado, puede dormir en cualquier posición y circunstancia.

¡Pero qué sueño! Montaba como un sonámbulo a lomos de su póney y, acunado por el rítmico trotar, se hundía en la inconsciencia. Lo malo era que este sueño no duraba más que unos pocos minutos. Cuando su montura alcanzaba el final del recorrido que tenía fijado, lo soltaba. Cull se deslizaba de su espalda, caía brutalmente sobre las piedras del suelo y se despertaba sobresaltado. Antes de recuperarse de esta sacudida, tenía que hacerse ayudar para montar a lomos del póney siguiente. Su corazón latiendo alocadamente y sus glándulas suprarrenales sobrecargadas lo mantenían despierto durante diez o quince segundos. Luego se hundía nuevamente en la inconsciencia, para ser arrancado otra vez de esta bendita insensibilidad por un nuevo choque, brusco y doloroso, cuando su siguiente póney lo dejaba caer a su vez.

Y todas sus quejas resultaban inútiles. El portador replicaba siempre que él no estaba en absoluto obligado a depositar suavemente a su jinete, ni mucho menos a cuidar de que no se diera cuenta de que pasaba de lomos de un póney a otro. Los porteadores no habían recibido ningún tipo de instrucciones al respecto. Muy pronto se le hizo evidente a Cull que todas sus monturas detestaban la tarea que les había sido asignada y la consideraban degradante. Las únicas razones por las que los porteadores le habían aceptado eran: primero, porque el trabajo era escaso, y había que aceptar lo que se presentase, y segundo, que ese trabajo era una forma de entrar en contacto con la ínter y, quizá, hacerse enrolar por ella.

Pero Cull se sentía enfermo, y estimaba que su status era lo suficientemente elevado como para otorgarle algunos privilegios. Es por ello por lo que, cuando su montura se detuvo en las proximidades de un teléfono, llamó a Stengarius. Se quejó amargamente, enumerando sus agravios: la forma brutal en que sus porteadores lo depositaban al suelo, y las heridas que se derivaban de ello: desolladuras en los codos y las rodillas, llagas en la cara interna de los muslos… Un hombre de su condición no tenía por qué soportar tales afrentas. Tratando a Cull de esta forma, los porteadores no hacían más que expresar su desprecio hacia la ínter…

Este último argumento convenció a Stengarius. Llamó al inspector local para darle instrucciones. El inspector asintió y telefoneó a sus otros colegas. Desde aquel momento, los póney hicieron deslizar a Cull suavemente al suelo, y lo izaron con la misma delicadeza.

Cull se preguntó entonces por qué no tenía derecho, como Phyllis, a un palanquín. Así podría dormir todo el viaje, tendido en mullidos almohadones.

En otra parada, telefoneó nuevamente a Stengarius. Pero éste estalló en reproches.

—¿Pero qué diablos se cree usted? —preguntó furiosamente—. ¡Tan sólo un Primer Telefonista tiene el status suficiente como para tener derecho a un palanquín! Y usted está aún muy lejos de ello, Cull. ¡Súbase a su montura y continúe su camino, maldita sea! Está malgastando el precioso tiempo de la ínter. Y esté seguro que esta intempestiva e irrazonable petición será tenida en cuenta en el próximo consejo de examen de méritos.

—Bien, señor —respondió Cull humildemente, sin atreverse a observar que la amante del Primer Telefonista viajaba en palanquín.

Subió a lomos de sus sucesivos póney. Había alcanzado un grado tal de cansancio que ni siquiera se despertaba durante los cambios de montura. No se dio cuenta del tiempo que había transcurrido ni de hasta dónde había llegado cuando fue despertado repentinamente por una sacudida y vio, inclinado hacia él, el congestionado rostro de Sven y el prominente bigote rojizo que orlaba su labio superior.

—Ha sido duro, ¿eh? —dijo Sven, esbozando una sonrisa—. ¿Cree que vale la pena el viaje?

—Al menos eso espero —dijo Cull, poniéndose penosamente en pie—. ¿Tiene usted algo de beber?

—Fyodor nos está esperando en el bar —dijo Sven—. Venga.