La sala que formaba la ínter había sido tallada en un único bloque de piedra, un gigantesco bloque horadado de tal modo que su interior tenía forma ovoide. Las sillas, así como los pasillos formados entre ellas, partían en hileras de la parte inferior y ascendían siguiendo la curvatura. Las sillas llegaban hasta arriba, de modo que algunos de los demonios que antiguamente habían ocupado aquella estancia habían tenido que sentarse cabeza abajo. A menos que los escultores hubieran dado prueba de un extravagante sentido del humor situando sillas en el techo. Los seres humanos no habían conseguido nunca saber lo que significaba aquello. Cualquier demonio preguntado al respecto respondía invariablemente que él era tan solo un pobre diablo ignorante y que no sabía absolutamente nada.
Sin embargo, los hombres y mujeres no podían sentarse más que en la mitad inferior de la sala, hasta el nivel donde las paredes comenzaban a curvarse hacia el interior.
Cada silla estaba ocupada por un ser humano, que tenía en una mano un aparato telefónico y, en la otra, un lápiz de grafito y plástico con el que escribía apresuradamente en una hoja de pergamino. Aquel pergamino no era otra cosa que piel humana curtida. Piel blanca o amarilla a lo sumo, ya que el grafito no podía dejar huella sobre la piel negra. La existencia de ese pergamino hecho de piel evidenciaba la ausencia de cualquier otro tipo de papel: no había allí más tipo de árbol que los árboles de roca, y sus hojas daban origen a un papel inutilizable.
Había varios intermediarios que proporcionaban a la ínter sus stocks de piel. La ínter no hacía nunca preguntas a sus proveedores, y pagaba con artículos diversos y a menudo extraños la piel que necesitaba. A veces las Autoridades hacían batidas contra estos proveedores, y entonces se producía escasez durante algún tiempo, hasta que los despellejadores podían acumular nuevas provisiones. Las Autoridades podían —o al menos se suponía— destruir por completo y definitivamente esta organización con sólo dedicarse a fondo a ello. Pero para realizar su trabajo debían emplear agentes humanos o demoníacos; y los agentes humanos que trabajan para las Autoridades terminaban muertos a pedradas en las calles, o capturados y torturados antes de ser despedazados.
Los hombres y mujeres sentados ante los teléfonos garabateaban sus notas, y llamaban a un recadero, que subía corriendo los peldaños de los pasillos entre las sillas, tomaban el mensaje y descendían de nuevo a la misma velocidad, hasta el fondo de la sala ovoide. Aquel lugar estaba ocupado por un enorme estrado de piedra. Un buen número de empleados estaban sentados ante mesas de piedra al pie del estrado, respondiendo a los teléfonos. Su misión era cribar los mensajes que recibían de las personas sentadas en las sillas de la pared. Cuando juzgaban que un menaje era importante, tendían al recadero una nota para que la trasladara al Presidente.
El Presidente estaba sentado en un enorme trono de diorita pulida, en el centro del estrado. El trono era muy liso, muy pasivo, muy pesado, y sin embargo bastaba tan solo un ligero golpe con el pie de su ocupante para hacerlo girar sobre sí mismo. No existía ninguna separación visible entre la silla, que debía pesar sus buenas dos toneladas, y el estrado sobre el que estaba apoyada; sin embargo, parecía como si no se produjera la menor fricción entre su superficie inferior y el estrado, a menos que existiera algún mecanismo oculto debajo. Todo los esfuerzos hechos para levantarlo habían sido inútiles, y sin embargo el trono seguía girando fácilmente sobre sí mismo a la menor indicación de su ocupante, y bastaba un ligero empuje para imprimirle un ritmo de giro realmente rápido.
El Presidente era un hombre de elevada estatura, que pretendía tener físicamente setenta años pero cronológicamente mil setecientos… siendo evaluada esta edad en relación con la medida del tiempo que conocía Cull, y no como era calculado en el Infierno, donde el tiempo no existía. El Presidente tenía la cabeza cubierta de largos cabellos blancos, y una barba que llegaba hasta sus descarnados tobillos y con la que se envolvía como si fuera una túnica y cubría su sexo, que según se decía estaba completamente desecado. Declaraba llamarse Angelo… un nombre extraño para un ciudadano del Infierno. Corría el rumor de que había conocido a Dante, el cual, según se decía, había vivido también en aquella ciudad.
Pero circulaban en el Infierno tantos rumores, y eran desmentidos tan rápidamente. Nadie lo sabía mejor que Cull, cuyo trabajo consistía precisamente en difundirlos.
Cuando entró en la sala, fue acogido por una algarabía de voces y el timbrazo de centenares de teléfonos. Llegando como llegaba con retraso, según el enorme reloj de sirena situado junto a la puerta, hubiera debido precipitarse hacia su silla, pero en lugar de hacer esto levantó la mirada hacia los rostros de los ocupantes de la sala… y sé detuvo en seco, horrorizado. ¡Era completamente cierto, aunque él se negara al principio a creerlo! ¡Todos los hombres que había allá, a excepción del Presidente, estaban cuidadosamente afeitados! ¡No se divisaba ni un solo bigote!
Cull se sintió humillado, ridiculizado y, a mayor vergüenza, traicionado por sus semejantes. ¿Por qué ninguno de sus pretendidos amigos le había dicho que los bigotes habían pasado de moda? ¡Vaya amigos! ¡Al igual que sus enemigos, estaban deseando ponerle en una situación embarazosa!
Ahora, no solamente se había hecho notar a causa de su retraso, sino que iba a ser el blanco de las burlas de todos.
¿Qué hacer? ¿Girar sobre sus talones y correr hacia su apartamento para afeitar ese horrible bigote pasado de moda? Esto la retrasaría aún más, y al Presidente no le gustaría aquello. Y además, los otros tendrían un motivo adicional para reírse de él.
Con la cabeza baja y las mejillas al rojo vivo, subió los peldaños que separaban las hileras de sillas y se deslizó en su puesto, tras su mesa. Su teléfono estaba sonando como si la persona que estaba al otro lado del hilo tuviera noticias de importancia mundial que comunicar. Y quizá fuera así.
Cull descolgó el auricular y haciendo un gesto de impaciencia preguntó:
—¿Quién está al aparato? ¿Tiene usted algo interesante que decir?
Una voz respondió, al otro lado del hilo, en jerga hebrea y con el acento cantarín de los suecos:
—Aquí el agente Sven Jalmar, hablando desde el sector XXB-8N/B.
Cull se había de memoria el gran mapa situado en la sala aneja. Sabía donde se hallaba Sven… aproximadamente al menos, ya que el plano de la ciudad debía haberse modificado tras la última ampliación debida al seísmo. Cull había esperado que las líneas telefónicas quedaran cortadas como consecuencia del cataclismo, pero los daños debían haber sido reparados rápidamente.
—Por supuesto que tengo algo interesante que comunicar —prosiguió Sven—. ¿Cuántos ángeles puede contener la cabeza de una aguja?
—¡Estúpido farsante escandinavo! —exclamó Cull—. ¡Sabe muy bien lo ocupados que estamos! ¡Y no se le ocurre otra cosa que telefonear para matar el tiempo contando tonterías!
—¿Matar el tiempo? ¿Tonterías? ¡Creo que es usted que está diciendo tonterías, agente Cull! No he llamado únicamente para escuchar sus insultos. Tengo algo importante que decir. Al menos, yo creo que es importante.
—¿Realmente lo cree? —dijo Cull—. Será mejor que se asegure de ello, o voy a dar parte del modo en que está haciéndome perder el tiempo.
—¡Cielos! —dijo Sven—. ¡Amenazándome y exigiéndome que me asegure antes! ¿Cómo puede alguien asegurarse de nada aquí? He dicho que tenía algo importante, pero no puedo aportar ninguna prueba formal, sellada y certificada. Por lo que sé, ese tipo podría ser perfectamente un charlatán. ¡El diablo sabe que hay legiones de ellos aquí!
—¿Ese tipo? —repitió Cull—. ¿Qué tipo?
—Dice que se llama Fyodor, y se da el título de «Estúpido eslavo de Dios». Es un hombrecillo tan calvo como un huevo, pero con una barba extraordinariamente larga. Tengo la impresión de que su vida fue infernal incluso antes de abandonar la Tierra. Pero espere, y él mismo le contará lo que tiene que decir. Desatina ligeramente, pero sabe mostrarse tan convincente como el propio Satán. ¡Un momento, no cuelgue! ¡Voy a buscarlo!
Se fue antes de que Cull tuviera tiempo de gritarle que no inmovilizara la línea. El Presidente le estaba mirando, y su mirada le ponía la carne de gallina.
Cull se dio cuenta de que Sven tenía que proporcionarle algo realmente extraordinario si ambos no querían verse —quizá en el sentido más literal del término— sobre teas ardiendo. La ínter empleaba medios terriblemente eficaces para mantener la disciplina y castigar los errores. Y nadie escapaba a ello. Cull lo sabía mejor que nadie, pues había tenido que seguir muchas veces la pista de agentes decididos a dejar de trabajar para la ínter. Cuando alguien entraba al servicio de la ínter y era puesto al corriente de sus secretos, ya no podía irse. No había ninguna salida.
Cull tamborileó con los dedos sobre la mesa de piedra ante la que estaba sentado y se mordió los labios hasta sentir el gusto de la sangre en su boca. Y rápidamente lo lamentó, pues aquello le recordó el castigo que había visto infligir a un hombre del que el Presidente estaba descontento.
Sudaba, pese a la corriente de aire frío que provenía del antiguo e invisible pero eficaz aparato acondicionador de aire.
Le pareció que transcurría una hora —y quizá la había transcurrido realmente— antes de que la voz de Sven sonara de nuevo en sus oídos:
—Siento haberle hecho aguardar tanto tiempo Cull. Le paso a Fyodor.
—¡Aquí Fyodor, el Estúpido Eslavo de Dios! —dijo una voz aguda—. ¡Le traigo buenas y grandes noticias!
«¡Otro charlatán!», pensó Cull.
—Sea breve —dijo en voz más alta de lo habitual—. Ha mantenido usted ocupada ya demasiado tiempo la línea. Dígame simplemente lo esencial. Si estimo que lo que tiene que comunicarme usted vale realmente la pena ya podrá entrar luego en detalles… —se interrumpió un instante—. ¿Pero usted no me ha llamado ya antes? —preguntó—. Su voz me parece vagamente familiar.
—Nunca —dijo Fyodor—. Es usted el primer hombre cuyo nombre es Cull al que dirijo la palabra.
—Está bien —dijo Cull—. Adelante.
—Escuche —dijo Fyodor volublemente—, sin duda conoce usted la teoría de la Traducción, ¿no? El nacimiento es la traducción de una lengua, la antevida, en otra lengua, la vida, ¿no? Y la muerte es también otra traducción… esta vez menos en dos lenguas posibles: el Cielo y el Infierno. Pero quizá exista también una tercera, ya que hay que olvidar los Limbos. E incluso una cuarta, si se tiene en cuenta el Purgatorio… aunque no exista la menor prueba de la existencia de tal Purgatorio.
»Por otra parte, puede ser que el mundo donde nos encontramos sea el Purgatorio y no el Infierno. Si es así, podemos conservar la esperanza. Pero si este mundo es el Purgatorio, ¿por qué no nos ha sido dicho, a fin de que sepamos el porqué sufrimos y lo que debemos hacer para salir de este lugar?
»Este mismo razonamiento es válido también si este mundo es realmente el Infierno. ¿Por qué motivo no se nos ha dicho el porqué estamos aquí y hacia dónde vamos… si es que vamos hacia alguna parte?
»Por supuesto, usted puede argumentarme que todo esto era válido también para la Tierra. Allá tampoco sabíamos de dónde veníamos, e l porqué estábamos allí y hacia dónde íbamos. Pero, si me plantea usted este razonamiento, yo le responderé que allí teníamos el medio de descubrir lo que tantos de entre nosotros consideraban como un misterio. La Iglesia nos enseñaba lo que había al respecto, y ella misma extraía sus conocimientos, y la autoridad que dichos conocimientos le conferían, de los Libros Santos, que habían sido, en cierto modo, dictados por Dios. De acuerdo, la Iglesia no podía instruirnos acerca de los detalles, ni siquiera, en muchos de los casos, acerca de los planteamientos generales. Pero lo que podía decirnos constituía un asidero donde agarrar nuestra fe, hasta tal punto que, incluso si se veía sacudida por los vientos de la duda, podía pese a todo…
—Vayamos a los hechos —interrumpió Cull. Pero no pudo evitar el formular la inevitable pregunta—: ¿Por qué, según esto, se halla usted aquí?
—Realmente no lo sé… si esto es efectivamente el Infierno —dijo Fyodor—. Yo era un creyente, y sigo siéndolo. Claro que no era más que un miserable pecador arrastrándose en el fango. ¡Un pecador, sí! Pero yo creía en Él y Le amaba. Y también amaba a la Humanidad. O a Él en la Humanidad. Y a la Humanidad en Él.
—No me importan sus dificultades personales —interrumpió Cull—. Dígame algo que valga la pena. Lo que queremos saber es la identidad de X, el Mesías de las Tinieblas, el Falso Cristo.
Fyodor no respondió inmediatamente, pero Cull podía oír su ruidosa respiración a través del auricular.
—¡Vamos, responda! —gritó, aterrado al darse cuenta de que la mirada del Presidente se posaba de nuevo en él—. ¿Qué ocurre?
—Quizá pueda ayudarse —dijo finalmente Fyodor—. Pero para ello debo hacer una pequeña digresión. O, más exactamente, una vuelta a los orígenes. El tema que debo abordar no tendría el menor interés si los preliminares que deben servirle en cierto modo de fundamentos. Debe ser usted paciente. ¿Por qué no tendría que serlo, además, si disponemos de toda la eternidad…?
—¡Usted quizá disponga de ella, pero yo no! —restalló Cull, que sentía el sudor deslizándose por sus axilas y corriendo a lo largo de sus costillas.
—Usted sabe, como algo probado —prosiguió imperturbablemente Fyodor—, que Cristo descendió a los Infiernos durante tres días, mientras Su cuerpo permanecía en la tumba. Durante esos tres días, anunció al verdadero Dios y liberó a todos los paganos virtuosos y a los judíos nacidos antes de la venida del Salvador, que habían sido condenados a las torturas del Infierno hasta que él acudiera a salvarlos. Los liberó: Su aparición, Su presencia, les permitieron ascender hacia el Cielo. Así, Abraham, Moisés, Sócrates, y tantos otros que habían buscado la Verdadera Luz sin poder encontrarla porque Él aún no había venido… todos ellos creyeron en Él y pudieron franquear así las puertas del Infierno.
—He oído todo esto infinidad de veces —dijo Cull—, pero nunca he encontrado a nadie que afirmara haber visto a uno de estos precristianos abandonar efectivamente el Infierno. Es más, nadie ha visto nunca a ningún precristiano en la Ciudad. Por otro lado, si alguien se atreviera a contar algo así, su relato no resistiría un examen científico minucioso. Todos ellos son unos mentirosos. Y Dios sabe sin embargo que he hablado con mucha gente, que he recorrido con pies doloridos miles y miles de kilómetros, que me he entrevistado y he interrogado a miles y miles y miles de hombres y mujeres que se encontraban aquí cuando Cristo, o quienquiera que fuese que pretendía ser él, vino a este lugar.
—¿Pero acaso se fue? —gritó Fyodor con su aguda voz—. ¿Acaso ha abandonado este lugar?
—¿Qué diablos quiere decir?
—Supongamos que haya habido un hombre que se haya arrepentido de sus pecados, pero demasiado tarde. Y que haya oído decir por los ángeles caídos que Cristo vendría aquí y permanecería tres días. Y que este hombre haya fingido distinguirse entre los profesionales del mal, los demonios: recuerde que esto ocurría en la época en que los demonios superaban a los hombres en número. Y que este hombre conociera el honor, o el deshonor, de verse introducido entre los demonios, un acontecimiento que causó una gran alegría en el Infierno.
»Así las cosas, Cristo descendió al Infierno y fue capturado y encerrado, por medios que no podemos imaginar pero que podemos suponer eran accesibles a los demonios. Por supuesto, éstos no podían capturarle sin su consentimiento. Pero Él se lo dio implícitamente, por razones conocidas tan sólo por él mismo.
»Y el Mal Hombre, este ser humano convertido en demonio, fue elegido para representar el papel de Cristo vuelto a la Tierra. Pero, una vez salido del Infierno, "terrestralizado" si se puede decir así, jugó un doble juego. Traicionó esta vez al Infierno, negándose a ejecutar los planes infernales. Y como recompensa le fue permitido ascender efectivamente al Cielo, mientras que el verdadero Cristo, en beneficio de una sola alma creída perdida para siempre, se quedó alegremente en su prisión, en el Infierno.
»O, si no en prisión, sí al menos en los límites del Infierno. Y se convirtió en X, el Mesías de las Tinieblas, el Falso Salvador.
»Recuerde que el hombre que salió de la tumba, en el jardín, no permitió a María que le tocase: ¡Noli me tangere! Ya que aún estaba en estado de demonio. Al contacto de la mano de María, su túnica no hubiera desprendido la llama de una virtud fortalecedora, sino el ardiente destello del vicio. Tomás el incrédulo no fue aniquilado porque las potencias, o la Potencia, de arriba habían decidido ya por aquel entonces lo que harían con el falso Cristo. Y habían transformado en bueno el terrible poder del que estaban investidos su túnica y su carne.
»Por supuesto, todo esto no es más que una hipótesis. Puede que el falso Cristo cometiera un fallo al decidir perjudicar al Infierno a fin de beneficiar a la Tierra y al Cielo. Quizá se diera cuenta de que el fin no justifica los medios, que el mal hecho en el Infierno, incluso a pecadores condenados de todos modos a sufrir eternamente, es siempre un mal. Quizá, si se le permitió escapar tan sólo por un corto lapso de tiempo, lo único que consiguió fue que su castigo fuera más severo aún.
»En este caso, podemos suponer que fue devuelto al Infierno después de haber gustado la Tierra. Y la Ascensión entonces no fue más que una piadosa superchería, a través de la cual los Apóstoles creyeron que se remontaba al Cielo, mientras él, el hombre que se había evadido del Infierno, volvía en realidad a su antro de origen. En resumen, podríamos decir que tenemos aquí la posibilidad de una teoría de la relatividad Cielo-Tierra-Infierno.
¡Oh, Dios mío!, se dijo Cull. ¡He estado perdiendo todo este tiempo con un charlatán!
Luego le vino otro pensamiento: ¡No, en absoluto! ¡Por el contrario, esto es algo maravilloso!
Maravilloso no a causa de las dos preguntas que Cull le había hecho a Fyodor, sino más bien debido a la tercera que se había quedado para sí.
—No abandone la línea —dijo—. Voy a interrumpir momentáneamente la comunicación, pero no cuelgue.
Dejó el auricular, y pulsó un botón situado en la parte inferior del aparato, lo cual lo puso en contacto con Stengarius, uno de los hombres sentados en las mesas que rodeaban el estrado. Le hizo un resumen de lo que le había contado Fyodor y luego, al darse cuenta de que Stengarius se mostraba interesado, le dio todos los detalles.
—¿Cree que el Presidente apreciará esto? —preguntó—. Por mi parte veo al menos cuatro filones que explotar en la cháchara de Fyodor. Y Dios sabe todo lo que podemos sacar además.
—Es cierto, Cull —dijo Stengarius—. Pero es él quien tiene que decidir.
Stengarius interrumpió su conversación con Cull para llamar al Presidente. Aquella llamada debía pasar por el Secretario del Presidente, que estaba sentado en una silla de basalto tallada en los mismos peldaños del estrado. Cull lo observó tomar el aparato para responder a Stengarius, y luego dejar el auricular y llamar al Presidente.
El viejo guardaba su aparato bajo la barba. Metió la mano en la masa de blancos cabellos y extrajo el teléfono. Durante un largo momento escuchó lo que le decía Stengarius sin decir una palabra, o al menos sin mover los labios. Luego, repentinamente, los tres largos pelos que coronaban su labio superior se apartaron ligeramente y un negro orificio apareció bajo ellos. Giró hacia Cull su rostro de nariz curvada como una cimitarra, y sus negros ojos se fijaron en él. Cull sabía que los ojos de los hombres no brillan como los de los gatos cuando la luz se refleja en ellos, pero hubiera jurado haber visto brillar los del viejo… quizá bajo el efecto del terror que se reflejaba en el rostro del propio Cull.
El Presidente le dijo algo a Stengarius, y éste miró hacia Cull, uniendo su pulgar y su índice en forma de O.
Cull sonrió. Si la historia arraigaba, quizá pudiera obtener un ascenso, verse catapultado a las sillas de la primera hilera, llegar, ¿quién sabe?. hasta el Secretario, incluso quizá a la Presidencia. Hacía ya tantos años que el Presidente ocupaba su puesto.
La voz de Fyodor lo sacó de sus ensoñaciones.
—Señor Cull —estaba diciendo—, no he terminado. Me falta mucho todavía.
De pronto, Cull comprendió el porqué aquella voz le había parecido familiar al primer momento. ¡Claro! ¡Eso era! La había oído hacía muy poco, en su propio apartamento, en el momento de colgar su auricular tras la marcha del doctor B. O.
—¡Muy al fondo, en los albañales! —le gritó al aparato.
Al otro extremo de la línea oyó el ruido de una respiración bruscamente contenida, seguido de un silencio; luego, algunas palabras balbuceadas en una lengua eslava, probablemente ruso. Fyodor debía sentirse realmente alterado para hablar en su lengua materna. Finalmente, dijo en hebreo:
—¿Qué quiere usted decir con esto?
—Mi teléfono ha interferido por casualidad otra línea esta mañana —explicó—. He oído su voz pronunciar estas palabras. Dígame, ¿pertenece usted a la ínter? ¿Qué hacía si no al teléfono?
No dijo que tan sólo había oído el final de la conversación, y únicamente la voz de Fyodor. Quizá el terror empujara a éste a decirle algo que Cull aún no sabía. El viento de la culpabilidad hacía caer del árbol las manzanas podridas…
—Señor Cull —dijo Fyodor—, no sé lo que habrá oído usted de esta conversación. Ni de qué lado se encuentra. —Pero no precisó por qué razón se había servido del teléfono.
—¿De qué lado me encuentro? —repitió Cull—. ¡Del lado de los seres humanos, por supuesto! Espero que no me tomará usted por un renegado. ¡No querría por nada del mundo trabajar para las Autoridades!
—No quiero decir nada más por teléfono —prosiguió agitadamente Fyodor—. Nunca hasta ahora había pensado en ello, pero es probable que las Autoridades supervisen las líneas.
—Si es así, nunca lo han dado a entender —dijo Cull—. La ínter funciona desde hace mucho tiempo, y las Autoridades nunca han intervenido absolutamente en nada. O al menos, si alguna vez ha ocurrido, su intervención se ha manifestado de una forma totalmente indirecta.
De nuevo se sintió inundado de sudor. De tanto en tanto, algunos hombres desaparecían. Quizá las Autoridades, a las que nadie había visto pero que forzosamente tenían que existir…
—Usted ya sabe donde estoy —dijo Fyodor—. Le esperaré aquí —y colgó el receptor. Cull no intentó llamar de nuevo a Sven. Prefería acudir directamente al lugar que éste le había indicado, y donde suponía iba a encontrar igualmente a Fyodor. Debía pedir permiso para irse. Pero cuando hubo explicado que aquel Fyodor podía ser una mina de oro, se le dio campo libre para proseguir su investigación y descubrir lo que ocurría al respecto.
—Si realmente saca de todo esto algo que sea útil a la ínter —le dijo Stengarius—, va a convertirse usted en alguien importante en la organización. Más importante al menos de lo que es actualmente. Pero un consejo: no intente volar demasiado alto… se haría cortar las alas antes incluso de que llegara a ver las tijeras. En otras circunstancias me encargaría yo personalmente de este asunto, pero en estos momentos estoy demasiado ocupado.
En otras palabras, esto quería decir que no se atrevía a ir él personalmente por miedo a que sus colegas se disputaran su puesto en su ausencia. Cuando uno llega a la categoría de Primer Telefonista se convierte en prisionero de su trabajo, y no puede correr el riesgo de abandonar su puesto. Pero por otro lado las compensaciones valen el sacrificio.
Una de estas compensaciones era Phyllis Nilstrom. Estaba, de pie en el vestíbulo, estaba charlando con Robertson, el Primer Telefonista del Segundo Equipo cuando Cull abandonó el ovoide de la ínter. Phyllis era una hermosa mujer de altura mediana, con los cabellos rubio ceniza echados hacia atrás, revelando su amplia frente, y recogidos en una larga cola de caballo. Tenía largas y estilizadas piernas, caderas firmes, cintura estrecha, vientre plano, amplios senos, todo ello sin asomo de vulgaridad. Su voz era algo ronca.
Cull la detestaba.
Poco tiempo después de entrar en la ínter, había sido invitado a una recepción ofrecida por Cardinal, el Jefe Telefonista del Sector XXB-1A/A. Cardinal le había presentado a Phyllis, advirtiéndole que podía estrechar su mano, pero que éste era el contacto más íntimo que podía permitirse, Cull se había echado a reír como correspondía, pero durante todo el resto de la velada no pudo apartar sus ojos de Phyllis. La deseaba como nunca antes había deseado a ninguna otra mujer. Sin embargo, como no era ningún loco, hizo todo lo posible por no aparentarlo. A partir de entonces, cada vez que tuvo ocasión se las arregló para hablar con ella en el vestíbulo o para verla en las recepciones. Incluso había hecho todo tipo de maniobras para encontrársela «por casualidad». Luego, cuando consiguió la categoría de Jefe Telefonista del sector XXB-8N/B, se creyó en situación de poder ofrecer a la mujer una posición equivalente a la que tenía con Cardinal, e hizo acopio de todo su valor para decirle que la amaba. El hecho de conocer las relaciones que existían por aquel entonces entre ella y Cardinal le ayudaron a hacer acopio de valor, ya que sabía que ambos se sentían desgraciados estando juntos.