Chapter 5 - 2

Afuera, se había formado un nutrido grupo de gente en torno a un cadáver aplastado por un bloque de granito que el seísmo había hecho caer. No era la muerte en sí lo que aterraba o atraía a los transeúntes, sino tan solo los efectos que esta muerte traía consigo los que les incitaban a permanecer de pie cerca del cadáver, olvidando que tal vez algún trabajo urgente los reclamara en otro lado.

Cull aguardó también. Iba ya retrasado para llegar a su trabajo, pero no tenía intención de perderse el espectáculo, aunque aquello representara ser despedido de la ínter. El despido sería terrible para él, ya que perder su trabajo representaba el Infierno, pero quería ver todo el proceso que desencadenaba aquella muerte.

Oyó a lo lejos el primer y débil mugido de la sirena. Sonaba aún muy lejana, de modo que Cull supo que tenía tiempo de entrar en una tienda para comprar, o intentar comprar, tabaco y papel para liar cigarrillos. El propietario de la tienda no estaba allí. Su esclavo, un enorme demonio negro a quien le gustaba hacerse llamar Tío Tom, estaba recogiendo algunos artículos que la sacudida sísmica había hecho caer del mostrador y las estanterías. Levantó los ojos hacia Cull, esbozando una sonrisa que hizo brillar en su rostro profundamente negro unos dientes color dentífrico. Era mucho más negro que todos los seres humanos negros, ya que los negros más negros no son realmente negros, sino tan solo de un color marrón muy oscuro. Su lanudo pelo estaba cortado a cepillo, y tenía unos labios tan gruesos como los que les pintan a los congoleños en las caricaturas.

—Buenoz díaz, zeñó Cull —dijo—. ¿Qué hazéis por aquí zeñó Cull, mi amo, zu zeñoría?

—Tienes ganas de que te azoten las posaderas, ¿eh, Tío Tom? —dijo Cull.

Inmediatamente lamentó haber pronunciado aquellas palabras, ya que Tío Tom le había empujado a pronunciarlas, y estaba seguro de que las diría.

—¡Oh, zeñó, amo Cull! ¡No he querido ofendé al zeñó, por zupuezto! ¡Yo no zoy máz que un pobre viejo negro, zu zeñoría! Un pobre morenito que quiere llevarze bien con loz hombrez blancoz. Por favor, no me peguéiz. Lameré vueztraz botaz, bezaré vueztraz manoz, como deben hazer loz buenoz para nada como yo. Zoy tan zolo un pobre viejo morenito, zeñó.

—¡Por el amor de Dios, cállate! —ordenó Cull. Se sentía exasperado: el demonio había encontrado el mejor medio de irritar y exasperar a los seres humanos. Y si alguien le recordaba a Tío Tom que, no siendo humano, no tenía por qué hablar como un negro de opereta, él respondía rápidamente que, según los propios seres humanos, tampoco los negros eran en realidad dignos de ser considerados como seres humanos.

Por otro lado, y si uno creía en sus palabras, Tío Tom era en realidad un ángel negro, de modo que, incluso antes de la Caída, siempre había hablado así. Pretendía haber sido el criado del propio Ángel San Miguel. Luego se echaba a reír, mostrando sus brillantes colmillos, y decía que la Caída no había sido tan terrible para él; al fin y al cabo en el Cielo nunca había estado mejor situado que aquí. Pero quizá había habido en realidad una Caída en el sentido de que San Miguel era una persona de calidad, mientras que aquí abajo el pobre Tío Tom debía contentarse con servir a unos pobres blancos.

Llegado a esta parte de su discurso, Tío Tom recibía indefectiblemente algún que otro golpe, patada o azotaina en el trasero, lo cual no le producía el menor daño, y por el contrario hacía aullar generalmente de dolor al que le infligía el castigo. Si éste se hallaba suficientemente encolerizado, amenazaba con lincharlo. Entonces Tío Tom caía generalmente de rodillas y levantaba los brazos al aire para implorar el perdón de su verdugo. Y durante todo este tiempo se divertía enormemente. El que lo amenazaba lo sabía perfectamente, pero no podía hacer otra cosa que insultarlo y seguir amenazándolo. Si se produjera un linchamiento las Autoridades actuarían rápidamente, y los participantes serían severamente castigados: la ley le hacía respetar aquí tanto como en cualquier otro lado.

Por otra parte, Tío Tom no se atrevía a abandonar su empleo: la ley se aplicaba a él tanto como a cualquier otro.

—¿Dónde está el propietario? —preguntó Cull, sabiendo que Tío Tom se regocijaba interiormente de su embarazo.

—Oh, zeñó, él ez prezizamente quien eztá ahí afuera, Bajo el bloque de granito. Pobre zeñó, muy pronto eztará en la tumba negra y fría.

Esto era una mentira, y Tío Tom lo sabía tan bien como Cull. No existía tumba para nadie en aquel mundo encerrado en sí mismo. No al menos por mucho tiempo.

Y quizá Tío Tom mintiera también acerca de la identidad del cadáver que yacía bajo el bloque de piedra.

—Especie de diablo negro —dijo Cull—, estás buscando inducirme a la tentación de tomar un puñado de tabaco y huir con él hacia la calle ¿no? Y apenas salga te pondrás a gritar hasta desgañitarte: ¡Al ladrón! ¡Detened el ladrón!

El rostro de Tío Tom brillaba con una fingida inocencia.

—¡Oh, no, amo! ¡Ezte pobre diablo nunca hará ezto! ¡No debéiz dezir ezaz cozaz cuando no lo zabéiz! Zi tuviéraiz que presentar ezte azunto ante un tribunal, zeríaiz echado afuera, zeñó, y tendríaiz que pedir perdón al pobre Tío Tom de rodillaz por haberlo ofendiro azí. ¡Yo, pobre morenito, no tentaré nunca a un zer humano, zeñó! ¡Yo zé eztar en mi lugar en la zoziedá, zeñó!

Cull se sentía tentado. Transpiraba abundantemente, y miraba a su alrededor para ver si podía arriesgarse a apoderarse del tabaco. A falta de ello, quizá pudiera llegar a un arreglo con Tío Tom.

¡Pero no! Había aprendido a su propia costa que aquéllos que violaban la ley eran siempre capturados. Las Autoridades velaban para que esto se cumpliera.

—Quiero tabaco —dijo—, y éste es el único lugar donde puedo conseguirlo antes de llegar a mi trabajo. ¿Puedes vendérmelo?

Tío Tom sonrió socarronamente.

—Zabéiz bien, zeñó, que nozotroz, pobrez diabloz, no tenemoz derecho a comerziar con los blancoz. Apenaz zomoz buenoz para barrer el zuelo, quitar el polvo, cortar madera y zacar agua. No, zeñó, no puedo venderoz.

—¿Quieres decir que tendré que pasar sin fumar todo el día? —preguntó Cull, notando que el sentimiento de su impotencia le hacía hervir de rabia.

—Eze ez vueztro problema, zeñó Cull. Yo no puehazé nada. Lo ziento —dijo Tío Tom. Esbozó una sonrisa, y se inclinó de nuevo para recoger los objetos tirados por el suelo.

Por aquel entonces el mugido de la sirena era ya muy fuerte.

—El patrón debía tener evidentemente una mujer —dijo Cull—. ¿No podría hacer un trato con ella?

—¡Oh, zeñó! —dijo Tío Tom, con una aguda risita—. El patrón era un hombre muy religiozo, zeñó. Dezía que, ya que aquí no era pozible cazarze, como tampoco lo ez en el Cielo, no tenía por qué vivir en el pecado con una mujé.

—¡Me desesperas! —gritó Cull, y abandonó la tienda.

El ruido de la sirena era cada vez más fuerte. Al cabo de unos segundos, la ambulancia apareció por un extremo de la calle. La multitud se apartó para dejarle paso. El coche se detuvo a pocos metros del bloque de piedra, y el lamento de la sirena se apagó poco a poco. El conductor y un pasajero descendieron de la parte delantera; dos hombres aparecieron por la puerta trasera. Uno de ellos llevaba una camilla plegada, el otro unas tenacillas.

Como el resto de la multitud, Cull se sintió decepcionado: esta vez, X no había venido.

Pero al mismo tiempo que decepcionado se sintió aliviado. Había visto a X en dos ocasiones, y las dos veces se había sentido aterrorizado ante su presencia, hasta tal punto que los cabellos se habían erizado en su cabeza mientras un estremecimiento recorría su espina dorsal.

Se alejó, sin sentir el menor deseo de perder el tiempo viendo a cuatro hombres (¿eran realmente hombres?), levantar el bloque de piedra y colocar el cadáver en la parte trasera de la ambulancia. Cull había sido testigo muy a menudo de escenas semejantes: al cabo de algunas horas, el muerto —que ya no estaría muerto— volvería a ocuparse de sus asuntos. La muerte o el no ser (no importaba el nombre que se le diese) era un lujo vedado por mucho tiempo a los habitantes de aquel lugar.

¿De dónde venía la ambulancia? ¿Quién la había construido? ¿Dónde había sido fabricada? ¿Con qué combustible funcionaba? Nadie conocía la respuesta a estas preguntas. A primera vista se parecía a los automóviles de la Tierra, tal como los recordaba vagamente Cull. Tenía un chasis de metal o de plástico negro, un parabrisas, cuatro ruedas con neumáticos de caucho o de plástico, un volante, un capó. ¿Pero qué tipo de motor albergaba ese capó? Nadie lo sabía. Nada indicaba la presencia de una toma de aire o un radiador. Y el motor era absolutamente silencioso.

¿Quién podía saber pues lo que ocurría en aquel mundo?

Por su parte, Cull lo ignoraba por completo… ni siquiera sabía si llevaba dos años o más de veinte.

El sol se mantenía siempre suspendido en mitad del cielo, aquel cielo que no era exactamente un cielo sino una prolongación de la tierra. Ésta se curvaba hacia arriba, se enrollaba sobre sí misma para convertirse finalmente en el cielo. Si uno dispusiera de un telescopio lo suficientemente potente para atravesar la atmósfera, se decía, podría ver a la gente andando cabeza abajo por encima suyo, como si fueran estalactitas. Si uno pudiera dar la vuelta completa al mundo, llegaría un momento en que podría levantar la mirada y ver por encima de su cabeza el lugar de dónde había partido.

Sí… sí… sí… Pero por supuesto no había ningún telescopio, aunque fuera teóricamente posible fabricar uno. Y nadie podía dar la vuelta al mundo, ni siquiera empezar a escalar el horizonte, ya que era imposible atravesar la extensión de arena que era llamada con toda propiedad el Desierto de la Muerte.

Bastaba observar por la ventana de una torre y ver la perspectiva de la ciudad describiendo una curva hacia arriba para que uno se sintiera loco de terror.

Desnudo, con su maletín de cuero en la mano, Cull atravesó las calles de la ciudad. Otros seres como él, igualmente desnudos, se apresuraban apretadamente en las anchas arterias bordeadas de elevados edificios. Todos ellos eran hombres y mujeres de variadas edades, pero ninguno de los cuales tenía menos de veinte años. No había allí ni bebés, ni niños, ni adolescentes. ¿Dónde se encontraban pues éstos? ¿En alguna otra ciudad? ¿O más allá, lejos de aquel mundo cerrado en sí mismo?

Los adultos llegaban allí bajo la misma forma que había sido la suya en el otro mundo, el mundo de la Tierra. Tenían la misma edad que en el momento de su muerte. Cull recordaba vagamente —todos los recuerdos que guardaba en su vida anterior eran vagos— haber muerto en un accidente de coche. Entonces, creía, tenía unos treinta años. Tenía una mujer y tres hijos de ocho, seis y tres años. Su mujer era rubia, hermosa, pero ligeramente irritable. No podía evocar con precisión su rostro, pero creía recordar que tenía una hermosa nariz, unos labios carnosos, un mentón redondeado y hoyuelos en las mejillas.

¿Qué profesión ejercía en la Tierra? Si le hubieran interrogado sobre este punto, Cull hubiera respondido que era ingeniero electrónico. Pero recordaba tan poco de electrónica. En el momento de producirse el fatal accidente, iba a ascender de escalafón en la importante sociedad a la que pertenecía. Su colisión con el otro coche —cuyo conductor (a menos que hubiera sido el propio Cull) se había saltado un semáforo en rojo— había aniquilado todas sus esperanzas. No solamente sus esperanzas de alcanzar un status más alto en la sociedad, sino también las de ir al Cielo.

Si no hubiera sentido tanto odio hacia su patrón en el momento de su muerte, si le hubieran dado tiempo para tranquilizarse, para perdonarle… para sentir el amor que se suponía debía experimentar hacia todo el resto de la humanidad, de la que su patrón formaba parte…y si no hubiera detestado también, en aquel preciso momento, a su mujer, cuya infidelidad suponía sin tener la menor prueba… Y si, también en aquel preciso momento, no hubiera girado la cabeza para admirar el gracioso y ondulante movimiento de las caderas de una hermosa morenita de estilizadas piernas que pasaba a su lado por la cera… Si… Si…

No era justo. Cull había sido siempre un hombre de bien. Había vivido como un buen cristiano, dado su apoyo a la Iglesia, presidido algunos comités de obras filantrópicas y sociales. Nunca había matado, excepto para defender a su país durante la guerra. Nunca tampoco había…

¿Pero para qué pensar en todo aquello ahora?

Aquí no envejecemos nunca, se dijo. Y es extraño, ya que nuestras condiciones físicas son casi iguales a las que reinaban en la Tierra. Comemos, defecamos, fornicamos (sin engendrar niños), sentimos dolor y placer, sangramos, incluso morimos. Pero hemos sufrido una transformación que nos impide envejecer y nos vuelve estériles.

Efectivamente, algo había sido modificado… pero no todo. Tan solo lo suficiente. Aquéllos que en la Tierra poseían dientes postizos los tenían también aquí. Cull había observado un puente de oro entre dos molares. Si, en la Tierra, a alguien le faltaba un dedo, una mano, un brazo, un ojo o un testículo, ese miembro o ese órgano le faltaba también aquí pero había una cierta ley de equidad, ya que un mutilado sin brazos o sin piernas descubría aquí que le había sido devuelto uno de los brazos o piernas que le faltaban, y un hombre completamente ciego en la Tierra se encontraba aquí en posesión de un ojo, invariablemente el izquierdo.

Y los locos, los idiotas, los tontos, los epilépticos, los paralíticos, los afectados de escrofulismo, de elefantiasis, de sífilis, de esclerosis, se descubrían definitivamente curados de estos males.

Por supuesto, aquéllos que no habían perdido más que un ojo o un miembro protestaban ante la justicia: si los enfermos y los seniles aparecían aquí completamente curados, ¿por qué ellos no? No existía respuesta a esta pregunta. Visto lo cual, ¿quién se atrevía a pretender que tal estado de cosas era justo?

No servía de nada romperse la cabeza pensando en ello, y sin embargo Cull no podía impedir el darle vueltas y más vueltas.

Y así, meditando, giró una esquina de la calle y se encontró, como cada mañana (?), frente a la ínter.

Las oficinas de la ínter se encontraban en uno de esos edificios que, antes de que se acostumbrara a ellos, le parecían a Cull desmesurados y grotescos, y de los que estaba llena la ciudad. El edificio tenía una altura de unos seiscientos metros, es decir, mucho menos que gran número de los edificios de la Tierra, pero por otro lado media mil quinientos metros de ancho, y había sido edificado con los bloques de piedra más colosales que Cull o nadie hubiera visto jamás. Cada bloque de granito, diorita, basalto o mármol, estaba tallado formando un cubo de quince metros de lado. Esos cubos habían sido apilados unos sobre otros sin ayuda de mortero y cada dos bloques estaban calzados algo más atrás que los anteriores, de modo que todo el conjunto del edificio tenía el aspecto de los jardines suspendidos de Babilonia. En cada bloque habían sido esculpidos miles de rostros, así como pequeñas estatuas. No cabezas de gárgolas, como podría esperarse, sino rostros humanos: rostros que expresaban todas las formas posibles de emoción de la especie humana.

Eran los demonios quienes habían esculpido esos rostros. Pero ningún hombre ni ningún demonio podía haber extraído del suelo aquellos bloques altos como acantilados los unos sobre los otros. ¿De quién eran pues obra? Nadie lo sabía. Los demonios afirmaban que ellos habían encontrado la ciudad en su actual estado, y que se habían limitado a instalarse en ella. Esto ocurría en los tiempos en que la parte exterior de las murallas de la ciudad ardía con lo que parecía ser una llama eterna, y en que los seres humanos que iban a establecerse allí se quemaban en aquella llama, sin morir.

A cada lado del gran edificio, dominándolo, había dos estatuas. Representaban aparentemente dos sapos en el momento de transformarse en hombres, o viceversa. Sus enormes bocas estaban abiertas, a lo largo y a través de la ciudad, existían estatuas parecidas, y el rugir del aire caliente que entraba por las fauces de algunas de ellas y el aire frío surgiendo por las fauces de otras formaba un incesante ruido de fondo.

Por encima del enorme arco de la entrada, manos humanas habían grabado, en caracteres hebreos:

«NO ABANDONÉIS TODA ESPERANZA».

Cull franqueó el umbral para penetrar en un vestíbulo de unos treinta metros de anchura y unos noventa metros de alto, aunque su longitud no sobrepasara los trescientos metros; luego atravesó una entrada de unos treinta metros de alto pero de no más de cuatro metros de ancho, y se halló en la ínter propiamente dicha.