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Chapter 41 - EL FABULOSO BARCO FLUVIAL (10)

Al regresar a la cabaña, le sorprendió una inmensa figura que estaba plantada oscura e inmóvil ante la puerta. Su corazón martilleó mientras decía:

-¿Joe?

-Zí -respondió una voz profunda y cavernosa. Joe avanzó hacia él y dijo-: Ha eztado alguien no humano aquí. Lo huelo. Dejó un aroma eztraño, diferente del que tenéiz los humanoz. Ya sabez, me recuerda...

Guardó silencio un rato. Sam esperó, sabiendo que las poderosas ruedas de piedra estaban machacando la harina del pensamiento. Luego Joe dijo:

-¡Bueno, maldita zea!

-¿De qué se trata, Joe?

-Zucedió hace mucho tiempo en la Tierra, ¿zabez?, antez de que me mataran allí. No, no puede zer. Dioz mío, zi lo que dicez ez verdad zobre el tiempo que hace que yo vivía, debió zer quizáz hace unoz cien mil añoz.

-Vamos, Joe, me tienes intrigado, cuenta.

-Bueno, no vaz a creerme. Pero debez recordar que también mi nariz tiene memoria.

-Debe tenerla, es tan grande como tu cerebro –dijo Sam-. ¿Lo sueltas, o estás intentando matarme de curiosidad frustrada?

-Eztá bien, Zam. Yo eztaba ziguiendo a un tribeño wifthaggkruilth, vivía a unoz quince kilómetroz de nozotroz al otro lado de una gran colina que parecía...

-Deja los detalles, Joe -exclamó Sam.

-Bueno, era a última hora del día y yo zabía que eztaba alcanzando ya a mi enemigo porque zuz huellaz eran frezcaz. Y entoncez oí un ruido que me hizo penzar que quizáz el tipo al que yo zeguía había retrocedido para zorprenderme por detráz e iba a rezultar yo el cazado. Azi que me dejé caer al zuelo y me puze a arraztrarme hacia el ruido. Y, ¿zabez lo que vi? Demonioz, ¡por qué no te lo habré contado antez! ¡Qué tonto zoy!

-Estoy de acuerdo, pero ¿qué pasó?

-Bueno, el tipo al que yo zeguía ze había dado cuenta aunque no zé cómo, porque yo zoy, peze a mi tamaño, tan zilenciozo como una comadreja que acecha a un pájaro. Pero lo cierto ez que él había dado la vuelta y podría haberme zorprendido por detráz. Pero eztaba tendido en el zuelo, frío como el mármol, y había doz humanoz con él. Entoncez, yo zoy tan valiente como el que máz, pero era la primera vez que veía humanoz y por ezo me azuzté. Me moztré cauto, ez verdad.

"Llevaban ropa, lo que tú me haz dezcrito como ropa. Tenían en laz manoz unaz cozaz de azpecto eztraño, como de medio metro de longitud, una ezpecie de varillaz negraz y gruezaz que no eran de madera, que parecían como de acero del que eztá hecha el hacha de Hachazangrienta.

"Yo eztaba bien ezcondido, pero aquelloz baztardoz tenían algún modo de zaber que yo eztaba allí. Uno de elloz me apuntó con la varilla y me quedé inconzciente. Cuando volví en mí, loz doz humanoz y el wif ya ze habían ido. Zalí corriendo de allí, pero nunca olvidé aquel olor.

-¿Esa es toda la historia? -dijo Sam. Joe asintió.

-¡Maldita sea! -dijo Sam-. Eso significa que esas... esas personas... han estado controlándonos durante medio millón de años... o quizá más... ¿O no son las mismas personas?

-¿Qué quierez decir?

Sam explicó a Joe que jamás debería decir a nadie lo que iba a oír. Sabía que podía confiar en el titántropo, pero cuando se lo explicó, sintió recelos. X le había exigido no decir una palabra a nadie más. Joe asintió tanto que la silueta de su nariz era como un madero alzándose y cayendo en una mar picada.

-Todo encaja. Ze trata de una coincidencia, ¿no ez azi? El que yo loz vieze en la Tierra y luego fueze en la ezpedición de Ignaton y vieze la torre y la nave aérea y ahora que tú zeaz ezcogido por eze X para hacer el barco de vapor, ¿que me dicez de ezo?

Sam estaba tan emocionado que no pudo dormirse hasta poco antes del amanecer. Logró levantarse para el desayuno, aunque habría preferido quedarse en la cama. Mientras los vikingos, el alemán, Joe y él comían los contenidos de sus cilindros, les explicó una versión censurada de su experiencia. Pero lo explicó como si hubiera sido un sueño. Si no hubiese tenido el respaldo olfatorio de Joe hubiese creído que la presencia de aquel extranjero misterioso era un sueño.

Von Richthofen, por supuesto, se burló del asunto, pero los noruegos creían en la revelación a través de los sueños. O al menos, la mayoría. Desgraciadamente, entre los inevitables escépticos estaba Erik Hachasangrienta.

-¿Acaso quieres que recorramos quince kilómetros y nos pongamos a cavar sólo porque has tenido una pesadilla? -aulló-. Siempre he creído que tenías la mente tan débil como el valor, Clemens, y ahora estoy convencido de ello. Olvídalo.

Sam había estado sentado mientras comía. Se puso en pie y, echando chispas por los ojos bajo sus tupidas cejas, dijo:

-Joe y yo iremos allí. Organizaremos a los habitantes para que nos ayuden a cavar, y cuando encontremos el hierro (que sin duda encontraremos), no podréis de manera alguna entrar en la organización. Ni por dinero ni por amor. Esto último, por cierto, jamás lo habéis tenido ni en la Tierra ni aquí, y lo primero simplemente no existe.

Hachasangrienta, escupiendo pan y carne, gritó agitando su hacha:

-¡Ningún siervo miserable va a. hablar me así! ¡No cavarás más que tu tumba, perro! Joe, que se había lanzado ya a apoyar a Clemens, gruñó y desenfundó su inmensa

hacha de piedra.

Los vikingos dejaron de comer y se situaron detrás de su jefe. Von Richthofen había estado riéndose mientras Clemens describía su sueño. La sonrisa se heló en sus labios y empezó a temblar. El temblor no se debía al miedo. Se levantó y, sin decir palabra, se puso a la derecha de Clemens.

-Te has burlado -dijo a Hachasangrienta- del valor y la destreza en el combate de los alemanes, amigo noruego. Ahora te vas a tragar esas burlas.

-¡Dos gallitos de pelea y un mono! -exclamó Hachasangrienta entre carcajadas-. No vais a tener una muerte fácil. ¡Procuraré que tardéis días en hallar el gozo de la muerte!

¡Espero veros pedirme que acabe con vuestro dolor!

-¡Joe! -dijo Clemens-. Asegúrate de que matas a Hachasangrienta el primero. Luego puedes dedicarte a los demás.

Joe se echó los veinticinco kilos de su hacha sobre el hombro y luego la hizo girar en un arco de cuarenta y cinco grados, atrás y adelante, con la misma facilidad que si pesase un gramo.

-Puedo liquidarle de un zolo golpe y acabar con unoz cuantoz máz dezpuéz.

Los noruegos sabían que eso era posible; le habían visto aplastar demasiados cráneos. Era capaz de matar a media docena antes de que lograran liquidarle, e incluso matarles a todos y seguir vivo. Pero habían jurado defender a Hachasangrienta hasta la muerte y, aunque muchos le detestasen, cumplirían su palabra.

En el valle del Río no había por qué haber cobardes; el valor debería haberse extendido a todos los hombres. La muerte no era permanente; un hombre moría y resucitaba otra vez. Pero, normalmente, los que habían sido valientes en la Tierra lo eran allí, y los que en la Tierra no lo habían sido continuaban no siéndolo. La mente sabía que la muerte sólo duraba un día, pero las células del cuerpo, el inconsciente, las configuraciones emocionales, o aquello que conforma el carácter de un hombre, no reconocían el hecho. Sam Clemens eludía la violencia y el dolor resultante (al que temía más que a la muerte violenta) siempre que podía. Había luchado con los vikingos, había enarbolado el hacha, lanzado el venablo, herido, e incluso en una ocasión matado a un hombre, aunque había sido más accidente que destreza suya. Pero era un guerrero poco eficaz. En la batalla las válvulas de su corazón se abrían de par en par y su fuerza escapaba por ellas. Sam sabía muy bien esto, pero no sentía la menor vergüenza ni se hacía reproche alguno por ello.

Erik Hachasangrienta estaba furioso, aunque no atemorizado. Pero si moría, y era probable que así fuese, nunca podría tomar parte en aquel sueño de Clemens del gran barco fluvial y conquistar las ciudadelas del Polo Norte. Y aunque desconfiaba ya un poco de aquel sueño, una parte de él aún creía que los sueños podían ser revelaciones que los dioses enviaban. Quizá estuviese privándose de un futuro glorioso.

Sam Clemens conocía bien a aquel hombre y estaba seguro de que sus ambiciones anegarían su cólera. Y así fue. El rey bajó el hacha y forzó una sonrisa.

-No es bueno poner en duda lo que los dioses revelan hasta investigarlo -dijo-. He conocido sacerdotes a quienes Odin y Heimdall revelaron verdades en sueños, aunque no tuviesen coraje para luchar y contasen mentiras, salvo cuando hablaban de los dioses. Así que iremos a extraer ese hierro. Si hay hierro, claro. Si no... volveremos a tomar la disputa en el punto en que la dejamos.

Sam suspiró, aliviado y deseoso de poder dejar de temblar. Le dolía el vientre de ganas de evacuar, pero no se atrevía a irse en aquel momento. Tenía que representar el papel de quien tiene las mejores cartas.

Diez minutos después, sin poder aguantar más, se fue a su cabaña.

X, el Misterioso Extraño, había dicho que podían cavar en cualquier lugar próximo diez piedras de cilindro Río arriba. Sin embargo, los mineros tendrían ante todo que dar alguna explicación a los lugareños.

Un gángster de los años veinte y treinta de Chicago, Alfonso Gilbretti, se había aliado con un magnate minero y siderúrgico belga de finales del siglo xix y con un sultán turco de mediados del xviii. Su triunvirato había seguido la norma ya clásica de organizar en una pequeña banda a los que habían sido implacables explotadores de sus semejantes en el crimen, los negocios y otras actividades mundanas. Los que ponían objeciones a estos nuevos dirigentes elegidos por sí mismos habían sido liquidados el día antes, y la banda había decidido qué porcentaje del producto de sus cilindros debía pagar cada "ciudadano" por "protección". Gilbretti había elegido un harén de cinco mujeres, de las cuales dos estaban deseando morir y una había muerto ya, porque había logrado partirse la cabeza con un cilindro cuando él entró en su cabaña la noche anterior.

Clemens supo todo esto por lo que habló con la gente. Comprendió que los vikingos habrían de enfrentarse a doscientos asesinos y a por lo menos mil de los llamados milicianos. Serían frente a ellos sólo cuarenta hombres y veinte mujeres. Pero los lugareños iban armados sólo con lanzas de bambú de puntas endurecidas al fuego, y los invasores tenían armaduras de pez dragón, hachas de pedernal, y lanzas y flechas con punta también de sílex. Y estaba Joe Miller.

Hachasangrienta anunció desde el barco lo que querían hacer los vikingos. Si los lugareños querían participar, podrían hacerlo a las órdenes de los vikingos. Sin embargo, nadie tendría que "contribuir" del producto de su cilindro, y no se tomaría a ninguna mujer por la fuerza.

Gilbretti lanzó una jabalina y un juramento siciliano contra él. Hachasangrienta eludió los efectos de ambos y arrojó su hacha. Esta se hundió en el pecho de Gilbretti, y Hachasangrienta se lanzó a tierra y corrió por su preciado tesoro, con una maza de pedernal en la mano, antes de que los demás se recuperasen de su sorpresa. Tras él fueron Joe Miller y otros treinta hombres. Las mujeres lanzaban flechas y las artilleras su último proyectil contra los asesinos. Dio justamente en el blanco, cayendo entre las filas traseras de los gilbrettianos, que estaban muy agrupados. Hubo cuarenta bajas entre muertos, heridos y conmocionados.

En setenta segundos, el magnate belga y el turco habían muerto, las cabezas aplastadas por el hacha de Joe, y los otros habían muerto también o habían intentado huir.

Ninguno logró escapar. Los milicianos vieron llegada su oportunidad de vengarse y alancearon o aplastaron a garrotazos a las mayoría de ellos. A los diez que sobrevivieron les ataron en tierra con brazos y piernas extendidos y les clavaron astillas de bambú ardiendo. Sam Clemens soportó los chillidos todo lo que pudo. No quería hacerse impopular acabando con la fiesta y procuraba ignorar el espectáculo. Lothar von Richthofen dijo que desde luego comprendía el deseo de torturar de los que habían sido torturados, pero que no soportaría aquella barbaridad ni un momento más. Se llegó al torturado más próximo y le hizo callar para siempre de un golpe de hacha. Luego ordenó que matasen inmediatamente a los demás. Erik Hachasangrienta podría haberse opuesto a aquella orden, pues consideraba adecuado torturar un poco a los enemigos para enseñarles y dar a los otros una lección. Pero había quedado conmocionado por una piedra de la explosión del cohete y estaba fuera de escena.

Los milicianos obedecieron a regañadientes, aunque a su modo. Arrojaron a los nueve supervivientes al Río, donde el fuego de las astillas se apagó, pero no el dolor que

producían. Algunos aguantaron varios minutos antes de ahogarse. Lo cual resultaba extraño porque podían haber acabado con los dolores de la agonía matándose, pues sabían que volverían a la vida completos y sanos poco después. Pero era tal el poder de su instinto de supervivencia que pugnaban por mantener a flote su cabeza el mayor tiempo posible.