Una hora antes de que oscureciese llegó la flota del rey Juan. Sam Clemens envió a un hombre a decirle a Juan que deseaba discutir una posible asociación. Juan siempre prefería hablar con alguien antes de acuchillarle, y aceptó parlamentar. Sam se acercó a la orilla y Juan Sin Tierra habló apoyado en la borda de su galera. Sam, con el miedo suavizado por una docena de whiskies, describió la situación, y habló brillantemente del gran barco que quería construir.
Juan era un individuo bajo y moreno, de hombros muy anchos, pelo castaño y ojos azules. Sonreía a cada poco, y hablaba un inglés no tan acentuado como para que no fuese fácil entenderle. Antes de llegar a aquella zona, había vivido diez años entre virginianos del siglo XVIII. Buen lingüista, se había liberado de muchas de las frases coloquiales de su inglés del siglo XII y de su francés normando.
Comprendió muy bien por qué podía interesarle aliarse con Clemens contra von Radowitz. Sin duda tenía reservas mentales sobre lo que podría hacer una vez eliminado Radowitz, pero desembarcó dispuesto a jurar amistad y asociación eternas. Los detalles del acuerdo se perfilaron bebiendo, y luego de que el rey Juan librase a Joe Miller de su jaula de la nao capitana.
Sam no lloraba con facilidad, pero sintió deslizarse varias lágrimas por sus mejillas al ver al titántropo. Joe lloró como las cataratas del Niágara, y casi le destrozó a Sam las costillas al abrazarle.
Sin embargo, von Richthofen dijo luego a Clemens:
-Al menos con Hachasangrienta uno sabía exactamente a qué atenerse. Has hecho un mal negocio.
-Yo soy de Missouri -replicó Sam-, aunque nunca haya sido tratante de ganado. Sin embargo, si estás huyendo para salvar la vida, con un par de lobos pisándote los talones, seguro que es buen trato cambiar un jamelgo viejo por un caballo salvaje siempre que te libre del peligro. Ya buscarás luego el medio de librarte de él sin romperte el pescuezo.
La batalla, que empezó al amanecer del día siguiente, fue larga. El desastre se acercó varias veces a Clemens y al rey Juan. La flota inglesa se había ocultado junto a la orilla este aprovechando la niebla del amanecer, y luego se situó detrás de la flota alemana. Las llameantes antorchas de pino arrojadas por los marineros de Juan incendiaron muchos de los barcos de von Radowitz. Pero los invasores hablaban un lenguaje común, estaban bien disciplinados, habían luchado juntos mucho tiempo, y estaban mucho mejor armados.
Sus cohetes hundieron algunos barcos de Juan y agujerearon el caballo de Frisia alzado en la orilla. Los alemanes se lanzaron después a un desembarco cubiertos por una pantalla de flechas. Durante el desembarco, explotó un proyectil en el agujero practicado para descubrir el hierro. Sam fue derribado por la explosión. Se levantó semiinconsciente.
Y entonces se fijó en un hombre al que no había visto nunca y que estaba de pie a su lado. Sam estaba seguro de que aquel hombre no había estado en aquella zona hasta aquel momento.
El extranjero medía sobre metro setenta de estatura y era muy corpulento. Como un viejo carnero, pensó Saín, aunque, claro está, el extranjero parecía tener veinticinco años. El pelo, de un pardo rojizo y rizado, le llegaba casi hasta la cintura. Sus cejas negras eran tan tupidas como las de Sam. Tenía los ojos grandes, de un castaño oscuro con chispas de pálido verde, el rostro aguileño y de barbilla saliente. Las orejas, muy grandes, le salían casi en ángulo recto de la cabeza.
El cuerpo de un viejo carnero, pensó Sam, y la cabeza de un gran búho cornudo.
Su arco estaba hecho de un material que Sam había visto antes, aunque era raro: lo formaban dos de los curvados cuernos que rodeaban la boca del pez dragón, unidos ambos en un arco doble. Era con mucho el tipo de arco más potente y duradero que existía en el valle, pero tenía un inconveniente: se necesitaban brazos tremendamente fuertes para tensarlo.
El carcaj de cuero del extranjero contenía unas veinte flechas de punta de pedernal, laboriosamente talladas, hechas a partir de los huesos del pez dragón, y con fragmentos tallados de hueso tan fino que el sol los atravesaba como si fueran plumas.
Habló en alemán, con fuerte acento no germánico no identificable.
-Tú pareces Sam Clemens.
-Lo soy -contestó Clemens-. Lo que queda de mí. Pero, ¿cómo supiste...?
-Me dio tu descripción... -el extranjero hizo una pausa- uno de Ellos.
De momento, Sam no comprendió. La sordera parcial causada por la explosión, los gritos de los hombres que se acuchillaban a poca distancia, otras explosiones de proyectiles más lejanas, y la súbita aparición de aquel hombre, daban a todo un aire irreal.
-Te envió él... -dijo-, el Misterioso Extraño... ¡Te envió él! ¡Eres uno de los doce!
-¿El? ¡El no! ¡Me envió ella!
Sam no tenía tiempo de preguntarle sobre aquello. Contuvo su impulso de preguntarle a aquel hombre si era bueno con el arco. Tenía aspecto de ser capaz de utilizarlo en toda su potencia. Sam escaló el montón de tierra que había junto al agujero y señaló el barco enemigo más próximo, cuya proa apuntaba hacia la orilla. Había un hombre de pie en la cubierta de popa, vociferando órdenes.
-Von Radowitz, el jefe enemigo -dijo Sam-. Está fuera del alcance de nuestros débiles arcos.
Con rapidez y suavidad, deteniéndose sólo un instante para apuntar, sin molestarse en calcular el viento que soplaba siempre en aquel momento del día con una fuerza constante de unos 10 kilómetros por hora, el arquero lanzó su flecha negra. Su trayectoria concluyó en el plexo solar de von Radowitz. El alemán se tambaleó y retrocedió con el impacto, se giró mostrando la punta ensangrentada de la flecha que le salía por la espalda y cayó hacia atrás al agua por encima de la borda entre el barco y la orilla.
Su lugarteniente reagrupó a sus hombres, y el arquero lo atravesó de otro flechazo. Joe Miller, con su armadura de piel de pez dragón, agitando su inmensa maza de roble, causaba estragos entre los alemanes en el centro de la línea de combate. Era como un león de casi cuatrocientos kilos, con un cerebro humano. Con él llegaban la muerte y el terror. Aplastaba veinte cráneos por minuto, y a veces agarraba a un hombre con la mano libre y lo utilizaba para derribar a media docena.
En momentos distintos, cinco hombres lograron deslizarse detrás de Joe, pero las flechas negras de hueso del recién llegado siempre los interceptaron.
Los invasores desistieron e intentaron regresar a sus barcos. Von Richthofen, desnudo, ensangrentado, riendo a carcajadas, bailaba delante de Sam.
-¡Hemos ganado! ¡Hemos ganado!
-Conseguirás tu máquina voladora -dijo Sam. Se volvió al arquero-. ¿Cómo te llamas?
-He tenido varios nombres, pero cuando mi abuelo me cogió en brazos por primera vez me llamó Ulises.
-Tenemos mucho que hablar -fue todo lo que se le ocurrió decir a Sam.
¿Podía ser aquél el hombre al que cantó Hornero? ¿Podía ser el auténtico Ulises, es decir, el Ulises histórico, que luchó ante las murallas de Troya y que más tarde dio lugar a leyendas y cuentos fantásticos? ¿Por qué no? El hombre invisible que había hablado en la cabaña de Sam le había dicho que había elegido a doce hombres de entre los miles de millones de que podía disponer. Los propósitos que le guiaban para elegirlos era algo que Sam ignoraba, pero suponía que las razones eran buenas. Y el Misterioso Extraño le había citado a uno de los elegidos: Richard Francis Burton. ¿Existía una especie de aura en los doce que permitía al renegado conocer al individuo capaz de realizar el trabajo?
¿Existía alguna característica especial del alma que los distinguía de los demás?
De noche, tarde ya, Sam, Joe, Lothar y el aquero Ulises se dirigieron a sus cabañas, tras la fiesta con que se celebró la victoria. Sam tenía la garganta reseca de tanto hablar. Había intentado que el aquero le contara todo lo que sabía sobre el asedio de Troya y sobre sus posteriores vagabundeos. Y había oído lo suficiente como para aumentar su confusión en vez de despejarla.
La Troya que conocía Ulises no era la ciudad próxima al Helesponto, las ruinas que los arqueólogos de la Tierra llamaban Troya Séptima. La Troya que Ulises, Agamenón y Diomedes asediaron quedaba mucho más al sur, frente a la isla de Lesbos, pero tierra adentro, al norte del río Kaikos. La había habitado un pueblo relacionado con los etruscos que vivía en aquella época en Asia Menor, y que más tarde emigró a Italia debido a la invasión helénica. Ulises conocía la ciudad que generaciones posteriores identificarían con Troya. Allí vivían unos bárbaros, los dardanios; estaban emparentados con los auténticos troyanos. Su ciudad había sucumbido cinco años antes de la guerra de Troya ante otros bárbaros del norte.
Tres años después del asedio de la auténtica Troya, que había durado sólo dos años, Ulises había participado en la gran incursión de los aqueos contra el Egipto de Ramsés III. La expedición acabó en un desastre. Ulises hubo de huir por mar para salvar su vida, viéndose embarcado sin desearlo en un viaje que duró tres años, y durante el cual visitó Malta, Sicilia y partes de Italia, tierras entonces desconocidas para los griegos. No había habido ni lestrigones ni Eolo ni Calipso ni Circe ni Polifemo. Su esposa se llamaba Penélope, pero no tuvo que matar a ningún pretendiente.
En cuanto a Aquiles y a Héctor, Ulises conocía a ambos sólo como protagonistas de una leyenda. Suponía que habían sido pelasgos, individuos del pueblo que vivía en la península helénica antes de que los aqueos bajaran del norte para conquistarla. Los aqueos habían adaptado la leyenda de los pelasgos a sus propios fines, y luego rapsodas posteriores la habían incorporado a La ¡Hada. Ulises conocía La Ilíada y La Odisea porque se había encontrado con un erudito que podía recitar ambos poemas de memoria.
-¿Y qué me dices del Caballo de Madera? -dijo Sam, esperando asombrarle con su pregunta. Ante su sorpresa, Ulises no solo conocía el asunto, sino que dijo que realmente había sido él el responsable. Fue una treta inspirada por la desesperación, y debería haber fallado.
Y esto fue para Sam lo más asombroso. Todos los eruditos habían cerrado filas negando cualquier realidad a aquella historia, tachándola de claramente imposible. En realidad parecían tener razón, pues la idea resultaba fantástica, y no era probable que los aqueos fuesen tan estúpidos como para construir el caballo y los troyanos como para dejarse engañar por él. Pero el caballo de madera había existido, y los aqueos habían conseguido introducirse en la ciudad ocultos en su interior.
Von Richthofen y Joe les oían hablar. Sam había decidido que, pese a la advertencia que le hiciera el Etico de que no hablase sobre él, Joe y Lothar debían saberlo. De otro modo, Sam tendría que hacer muchas cosas que resultarían inexplicables para individuos
tan unidos a él. Además, Sam consideraba que al hacer partícipes a otros del secreto mostraría al Etico que las cosas marchaban. Era una actitud infantil, pero Sam la adoptó.
Sam dio las buenas noches a todos, salvo a Joe, y se tendió en el jergón. Aunque estaba muy cansado, no podía dormir. Los ronquidos que lanzaba Joe, que eran como truenos, no le ayudaban precisamente a vencer el insomnio. Además, su excitación por los acontecimientos del día siguiente hacía bullir su cerebro y descontrolaba sus nervios. Mañana será un día histórico, si es que en este mundo hay historia. Con el tiempo, habría papel, tinta, lápices, incluso una imprenta. El gran barco fluvial editaría un semanario. Sería un libro que explicaría cómo se iba profundizando el hueco de excavación haciendo estallar los cohetes capturados a las tropas de von Radowitz. Quizá el hierro saliese a la luz al día siguiente; muy bien podría suceder.
Y estaba además su preocupación por el rey Juan. Cualquiera sabía lo que aquella mente insidiosa planeaba. Era difícil que Juan cometiese traición antes de que el barco estuviese construido, y aún tardarían años en construirlo. No había pues ninguna necesidad de inquietarse por el momento, ninguna en absoluto. Pero a pesar de todo, Sam estaba inquieto.