El barco fluvial recorría su sueño como un resplandeciente diamante de veinte mil quilates.
Jamás había existido un barco como aquél, y jamás volvería a existir otro.
Se llamaría el No Se Alquila: estaría tan bien armado que nadie podría arrebatárselo jamás. Ni nadie podría nunca comprárselo ni alquilárselo.
El nombre resplandecía en grandes letras negras sobre el casco blanco: NO SE ALQUILA.
El fabuloso barco fluvial tendría cuatro puentes: el puente de máquinas, la cubierta principal, la cubierta de paseo y la cubierta de aterrizaje para la máquina aérea. Tendría una longitud total de ciento treinta y cinco metros. El bao que habría sobre las defensas de las palas giratorias tendría unos treinta metros. El calado medio, con carga, sería de unos tres metros y medio. El casco sería de magnalio o, quizá, de plástico. Las grandes chimeneas arrojarían humo de vez en cuando, porque habría a bordo una caldera de vapor. Sólo se utilizaría para lanzar los grandes proyectiles de plástico de las ametralladoras de vapor. Las gigantescas ruedas giratorias del barco girarían mediante enormes motores eléctricos. El No Se Alquila sería el único barco metálico del Río, el único barco no impulsado por los remos o por el viento, y dejaría asombrado a todo el mundo, tanto a los nacidos dos millones de años antes de Cristo como a los nacidos dos mil después.
Y él, Sam Clemens, sería El Capitán, con E mayúscula y C mayúscula, porque a bordo de su navío, con una tripulación de ciento veinte hombres, solo habría un Capitán.
El rey Juan de Inglaterra podía llamarse a sí mismo Almirante si lo deseaba, aunque a juicio de Sam Clemens él sería Primer Oficial y no Almirante, y si estuviese realmente en manos de Sam Clemens decidir, el rey Juan, Juan Sin Tierra, Juan el traidor, ni siquiera subiría al barco. Sam Clemens, fumando un gran puro verde, con su gorra blanca, una falda escocesa blanca y una toalla blanca a modo de capote sobre los hombros, se inclinaría por la portilla de estribor de la gran timonera y gritaría: ¡Ya está bien, haraganes, agarrad esa masa putrefacta de inmortalidad y traición y arrojadla por la pasarela! ¡No me importa que caiga en el Río o en la orilla! ¡Deshaceos de esa basura humana!
Y el príncipe Juan sería arrojado por el puente de máquinas, Juan el traidor, chillando, maldiciendo en su inglés medio con acento francés o en francés anglonormando o en esperanto. Luego retirarían la pasarela, repiquetearían las campanillas, silbaría la sirena, y Sam Clemens, de pie tras el piloto, daría la orden de iniciar el viaje. ¡El viaje! Río arriba recorriendo posiblemente dieciséis millones de kilómetros, o quizá treinta millones, durante cuarenta o cien años. ¡En la Tierra, en la Tierra muerta hacía ya tanto tiempo, jamás nadie había soñado con un barco así, ni con un río tal, ni con un viaje parecido! Río
arriba, el único Río de aquel mundo en el único barco como aquél con Sam Clemens como La Sipestro, El Capitán, también llamado La Estro, El Jefe.
¡Se sentía tan feliz!
Y entonces, mientras se dirigía hacia el centro del Río, sólo para tantear la corriente, que era mucho más fuerte en el centro, mientras miles de personas en la orilla decían adiós agitando los brazos y gritaban alegres o lloraban mirando hacia el barco, siguiéndole, Samuel Langhorne Clemens, alias Mark Twain (El Capitán, El Jefe) vio tras de sí a un hombre de largo cabello rubio y anchos hombros que se abría paso entre la multitud.
El hombre llevaba ropa como de felpa asegurada con cierres magnéticos, una especie de faldilla escocesa. Sus sandalias de cuero eran de piel de pez dragón. Llevaba al cuello, un cuello muy musculoso, un collar de vértebras de pez cornudo brillantemente coloreadas. En su mano grande y poderosa empuñaba el mango de madera de una gran hacha de guerra de acero. Sus ojos de un azul pálido se clavaron en Samuel Clemens, y aquella cara ancha de nariz aguileña tenía un gesto torvo.
Sam Clemens gritó al piloto: ¡Más deprisa! ¡Más deprisa! ¡A toda máquina!
El gran barco comenzó a hundirse en el agua más rápidamente... Chunk... chunk. Aun a través de la cubierta aislada con fibra de vidrio las vibraciones le hacían temblar. De pronto, aquel hombre rubio, Erik Hachasangrienta, rey vikingo del siglo x, estaba en la timonera.
Y gritaba a Sam Clemens en antiguo noruego: ¡Traidor! ¡Escoria de Ratatosk! Te dije que te esperaría en las riberas de este Río! ¡Tú me traicionaste para poder conseguir el hierro de la estrella caída y construir tu gran barco!
Sam huyó de la timonera y bajó las escaleras de una cubierta tras otra hasta las oscuras entrañas de la bodega, pero Erik Hachasangrienta iba siempre a dos pasos de él.
Pasaron los colosales motores eléctricos giratorios, Sam Clemens corrió, atravesó el laboratorio, donde los ingenieros obtenían nitrato de potasa a partir de excrementos humanos y lo mezclaban con azufre y carbón vegetal para hacer pólvora. Allí Sam cogió un encendedor y una antorcha de resina, encendió el primero, y con el alambre encendido abrió la tapa de una caja.
¡Detente, o volaré el barco!, chilló Sam.
Erik se había detenido, pero hacía girar el hacha sobre su cabeza. Con una mueca burlona dijo: ¡Adelante! ¡A ver si tienes valor! ¡Este barco es lo que más quieres del mundo, aún más que a tu preciosa e infiel Livy! ¡No te atreverías a volarlo! ¡Así que voy a partirte en dos con mi hacha, y luego pilotaré este barco yo mismo!
¡No! ¡No!, chilló Sam. ¡No te atreverás! ¡No puedes hacerlo! ¡No puedes! ¡Este es mi sueño, mi amor, mi pasión, mi vida, mi mundo! ¡No puedes!
El noruego se acercó más a él, haciendo silbar el hacha sobre su cabeza.
¿Que no puedo? ¡Ahora verás!
Sam vio por encima del hombro una sombra. Avanzó hacia él y se convirtió en una figura alta y sin rostro. Era X, el Misterioso Extraño, el Etico renegado que había enviado aquel meteorito a estrellarse en el valle del Río con el fin de que Sam pudiese tener el hierro y el níquel necesarios para construir su barco en aquel planeta pobre en minerales. Y para que con él pudiese navegar por el Río hasta el mar del Polo Norte donde se ocultaba, entre la fría neblina, la Torre de las Nieblas, el Gran Cilindro, o como quiera que se llamase. Y allí Sam, con los once hombres elegidos por X para su plan, aún no revelado, asaltaría la Torre y encontraría... ¿qué encontraría? Lo que allí hubiese.
¡Extraño!, dijo Sam: ¡Sálvame! ¡Sálvame!
La risa fue como un viento del mar polar, y dejó cristalizadas sus entrañas.
¡Sálvate tú mismo, Sam!
¡No! ¡No! ¡Lo prometiste!, gritó Sam. Y entonces sus ojos se abrieron y el último de sus gemidos se apagó. ¿O había soñado que estaba gimiendo?
Se incorporó. Su cama era de bambú. El colchón de tela de fibra de bambú rellena de hojas gigantescas de árbol de hierro. La manta estaba hecha de cinco toallas unidas con cierres magnéticos. La cama estaba arrimada a la pared de la habitación de unos veinte metros cuadrados en la que había un escritorio y una mesa redonda y unas doce sillas, todas de bambú o de pino, y un orinal de cerámica. Había también un cubo de bambú lleno a medias de agua, un cajón ancho y alto con muchas casillas para rollos de papel, un armero con lanzas de bambú y pino con puntas de pedernal y hierro, arcos y flechas de tejo, un hacha de guerra de ferroníquel y cuatro largos cuchillos de acero. En la pared había una serie de colgadores y en ellos toallas blancas. En una peana había una gorra de oficial de cuero cubierto con una fina tela blanca.
Sobre la mesa estaba su cilindro, un cilindro metálico gris con asa de metal.
En el escritorio había botellas de agua con tinta de un negro hollín, una serie de plumas de hueso, y una pluma de ferroníquel. Los papeles que había en el escritorio eran de bambú, aunque había unas cuantas hojas de pergamino de la pared interna del estómago del pez cornudo.
Las ventanas acristaladas (o portillas, según ellos decían) cubrían toda la habitación. Por lo que Sam Clemens sabía, aquella era la única casa con ventanas de cristal de todo el valle del Río. Desde luego era la única en quince mil kilómetros en ambos sentidos.
La única luz venía del cielo. Aunque no había amanecido aún, la luz era un poco más clara que la que derramaba sobre la Tierra la luna llena. Estrellas gigantes de diversos colores, algunas tan grandes que parecían fragmentos arrancados de la luna, cubrían los cielos. Entre ellas, tras ellas, e incluso, al parecer, delante de algunas de las más luminosas, pendían brillantes arroyos y sábanas. Eran nubes de gas cósmico, esplendores que nunca dejaban de emocionar a los individuos más sensibles de las riberas del Río.
Sam Clemens, frunciendo los labios por el gusto amargo del licor que había bebido la noche anterior, e incluso por el sabor aún más amargo del sueño, cruzó la estancia. Abrió del todo sus ojos cuando llegó al escritorio, prendió un encendedor, y aplicó el alambre encendido a una lámpara de aceite de pescado que había en un estante de piedra.
Abrió una portilla y miró hacia el Río. Un año atrás sólo habría visto una lisa llanura de kilómetro y medio cubierta de hierba baja, dura, luminosa y verde. Ahora era una masa horrible de tierra apilada, profundos agujeros y numerosos edificios de bambú y pino donde se hallaban las fundiciones. Había centrales siderúrgicas, fábricas de cristal, de cemento, había hornos, ferreterías, armerías, laboratorios y fábricas de ácido nítrico y de ácido sulfúrico. A un kilómetro de distancia había una pared alta de madera de pino tras la que se guardaba el primer barco de metal que allí se construía.
A su izquierda flameaban antorchas. Los hombres cavaban también de noche, extrayendo piezas del bloque de ferroníquel.
Tras él había antes un bosque de árboles de hierro de trescientos metros de altura, pinos, abetos, robles negros, robles blancos, tejos y espesas matas de bambú. Todos ellos llenaban las colinas; las colinas aún seguían allí, pero los árboles, salvo los de hierro, habían desaparecido, y también había desaparecido el bambú. Sólo seguían en pie los inmensos árboles de hierro, que se habían resistido a las hachas de acero de las gentes de Clemens. Las altas hierbas habían sido cortadas y sus fibras transformadas químicamente en materiales para hacer sogas y papel, pero sus raíces eran demasiado duras y estaban demasiado enredadas, y no había razón suficiente para acabar con ellas. El trabajo y los materiales utilizados para cavar a través de las raíces de la hierba baja de las llanuras para obtener el metal habían resultado muy caros. No en dinero, porque éste no existía, pero sí en sudor, y en instrumentos de piedra y de acero estropeados.
Aquella zona que había sido bella, llena de árboles, de hierba luminosa, con los capullos de colores de la hiedra que cubría los árboles, era ahora como un campo de batalla. Para construir un hermoso barco había sido necesario crear fealdad.
Sam tembló por la humedad y el viento frío que siempre llegaba al final de la noche en la parte alta del Río. Temblaba también al pensar en aquella desolación. El amaba la belleza y el orden natural, y amaba el aspecto del valle en estado salvaje, pensase lo que pensase sobre aquel mundo. Y ahora él lo había convertido en algo espantoso solo por un sueño. Y se veía obligado a ampliar aquella destrucción, porque sus hornos y fábricas necesitaban más madera para combustible, para papel, para carbón. Toda lo que su estado poseía se había agotado, y se había agotado también casi toda la que Cernskujo, el estado limítrofe del norte, y la que Publiujo, el limítrofe por el sur, comerciaba con él. Si deseaba más tendría que hacer la guerra a sus estados vecinos o establecer acuerdos comerciales con los estados más distantes o con los situados a la otra orilla del Río. O bien conquistarlos y apoderarse de su madera El no quería hacer eso. Odiaba por principio la guerra, y apenas si podía soportarla en la práctica.
Pero si quería conseguir su barco tenía que disponer de madera como combustible para sus fábricas.
Tenía que obtener también bauxita y criolita y platino, si quería generadores y motores de aluminio.
La fuente más cercana de estos tres materiales estaba en Soul City, la nación situada a unos cuarenta kilómetros Río abajo, dominada por Elbut Wood Hacking, que odiaba a los blancos.
Hasta el momento, Sam había logrado intercambiar armas de hierro por bauxita, criolita, cinabrio y platino. El propio país de Sam, Parolando, necesitaba con urgencia armas. A un peso se añadía otro, pues Hacking insistía en que Parolando utilizase a sus propias gentes para extraer y transportar el mineral.
Sam suspiró profundamente. ¿Por qué demonios el Misterioso Extraño no había dirigido el meteorito de modo que cayese junto a los yacimientos de bauxita? Así, cuando Sam y los vikingos de Hachasangrienta hubiesen llegado a la zona inmediatamente después de la caída del meteorito, podrían haber ocupado la tierra que ahora era Soul City. Cuando hubiera llegado Hacking, se hubiese visto obligado a unirse a Clemens o a marcharse.
Entonces, ni siquiera los poderes del Extraño podían desviar fácilmente una masa de ferroníquel de cien mil toneladas de su curso y hacerla caer a sólo unos cuarenta kilómetros de la bauxita y de otros minerales. En realidad, el Extraño había supuesto haber dado en el blanco. Le había dicho a Sam, antes de desaparecer hacia su misión desconocida, que los minerales estaban Rio arriba, en un radio de diez kilómetros. Pero se había confundido. Y esto alegraba y enfurecía a un tiempo a Sam. Su furia era porque los minerales no estaban a su alcance, y su alegría porque los Éticos pudiesen cometer errores.
Este hecho en poco ayudaba a los humanos encerrados para siempre entre inmensas montañas de seiscientos metros de altura en un valle de doce kilómetros de anchura como media.
Estarían allí aprisionados miles de años, si no perpetuamente, a menos que Samuel
Langhorne Clemens pudiese construir su barco fluvial.
Sam se acercó al armario de pino, abrió una puerta, y sacó una botella de cristal opaco. Contenía medio litro de whisky donado por gente que no bebía. Dio un buen trago, pestañeó, carraspeó, se palmeó el pecho, y puso de nuevo en su sitio la botella. ¡Aj! Nada mejor para empezar el día. Sobre todo cuando has tenido una pesadilla que el Gran Censor de los Sueños debería haber rechazado. Sí, si es que el Gran Censor ama a uno de sus creadores de sueños favorito y vela por él. Por Sam Clemens. Quizá el Gran Censor no le amara en realidad. Al parecer muy pocos amaban ya a Sam. Sam tenía que hacer cosas que no quería hacer para conseguir que se construyera su barco.
Y luego, allí estaba Livy, su esposa en la Tierra durante treinta y cuatro años.
Lanzó un juramento, acarició un bigote inexistente, volvió al armario, y sacó de nuevo la botella. Otro trago. De sus ojos brotaron lágrimas, pero no supo si provenían del whisky o de pensar en Livy. Probablemente las lágrimas, en aquel mundo de fuerzas completas, misteriosas operaciones, misteriosos operadores, se debiesen a ambas cosas. Más otras cosas que su inconsciente no se molestaba en descubrir en aquel momento. Su inconsciente esperaría a que su consciente se inclinase, para atarse sus cordones mentales de los zapatos, y arrear entonces una patada en el culo a dicho consciente.
Cruzó los cortinajes de bambú y miró por la portilla. Allí fuera, a unos doscientos metros, bajo las ramas del árbol de hierro, había una cabaña redonda de dos habitaciones y de techo cónico. En el dormitorio estaba Olivia Langdon Clemens, su esposa (su ex esposa), y aquel francés, aquel larguirucho y narigudo Savinien de Cyrano II de Bergerac, espadachín, libertino y hombre de letras.
-¿Cómo pudiste, Livy? -dijo Sam-. ¿Cómo pudiste destruir el amor de tu juventud? Había pasado ya un año desde el día en que apareciera con Cyrano de Bergerac.
Había sido una enorme sorpresa para él. En sus setenta y cuatro años en la Tierra y sus veinte años en el mundo del Río, nunca se había sorprendido más. Pero se recobró. O se habría recobrado si no le hubiese esperado otra sorpresa, aunque menor. Nada podía exceder a la primera. Después de todo, él no podía esperar que Livy no se ligase a un hombre en veintiún años, siendo como era joven y bella otra vez y apasionada aún, y sin tener razonables esperanzas de volver a verle. También él había vivido con media docena de mujeres, y no podía esperar castidad o fidelidad de ella. Aunque sí había esperado que ella abandonase a su compañero nada más verle a él.
Pero no fue así. Ella amaba a Bergerac.
La había visto casi todos los días desde la noche en que había surgido de entre las nieblas del Río. Hablaban con bastante cortesía, y a veces lograban romper la reserva y reír y bromear como lo habían hecho en la Tierra. A veces, breve pero innegablemente, sus ojos se decían que el viejo amor vibraba aún entre ellos. Luego, cuando él sentía que había roto ya la ansiedad, como una urticaria, como se decía más tarde a sí mismo riendo, cuando sentía ganas de llorar, había avanzado hacia ella, pese a sí mismo, y ella había retrocedido hacia Cyrano si estaba allí, o le había buscado si no estaba.
Y allí estaba noche tras noche con aquel maldito francés, aquel narigudo y larguirucho pero ingenioso, inteligente, bravo y vigoroso francés. La rana viril, murmuró Sam. Podía imaginárselo saltando, croando de lujuria, hacia la blanca, torneada y suave carne de Livy. Saltando, croando...
Se estremeció. Aquello no era bueno. No siquiera cuando llevaba allí mujeres en secreto (aunque no tenía por qué ocultar nada) podía olvidarla del todo. Ni siquiera cuando mascaba goma de los sueños podía olvidarla, sino que entonces la imagen de ella, arrastrada por los vientos del deseo, navegaba con mayor vigor por el mar de su mente templado por la droga. La hermosa fragata Livy con sus velas blancas hinchadas al viento, con su casco limpio y curvado...
Y oía sus risas, aquellas risas maravillosas. Eso era lo más difícil de soportar.
Salía a pasear y miraba por las portillas frontales. Se acercaba al pedestal de roble y al famoso gran timón que él había tallado. Aquella estancia era su "timonera", y las dos habitaciones que había detrás el "texas". El edificio estaba situado en la ladera de la colina más próxima a la llanura. Se asentaba en pilotes de diez metros y se llegaba a él por una escalera o escalerilla (para utilizar un término más náutico) por el lado de estribor, o por una portilla a la que se llegaba directamente desde la colina por la parte de atrás. Sobre la timonera había una gran campana, la única de aquel mundo, por lo que Sam sabía. Tan pronto como la clepsidra marcara las seis, él tocaría la gran campana, y el valle oscuro iría reviviendo lentamente.