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Chapter 49 - EL FABULOSO BARCO FLUVIAL (18)

Por esta vez, el rey Juan estaba de acuerdo con Sam. Insistía en que las dos primeras pistolas que se fabricasen fuesen entregadas una a Sam y otra a él, y la docena siguiente a sus guardaespaldas. Luego podría entrenarse y organizarse aquel nuevo grupo.

Sam estaba agradecido por aquel respaldo, pero se prometió investigar cuidadosamente a los individuos que ingresasen en el grupo de los Pistoleros. No quería que en él fuesen mayoría los leales a Juan.

Van Boom se esforzó por ocultar su disgusto.

-¡Escuchen! Yo cogeré un buen arco de tejo y doce flechas y me colocaré a veinticinco metros de distancia. A una señal, ustedes ocho pueden avanzar hacia mí, disparando sus Mark I... ¡Apuesto a que les derribo a los ocho antes de que se acerquen a mí lo bastante como para poder herirme! ¿Vale la apuesta? ¡Estoy dispuesto a apostar mi vida!

-No seas infantil -dijo Sam. Van Boom alzó los ojos al cielo.

-¿Que soy infantil? ¡Estás amenazando a Parolando, y amenazando el proyecto de tu barco, por tu empeño en tener armas de fuego para jugar!

-Tan pronto como tengamos las pistolas podrás empezar a hacer todos los arcos que quieras -dijo Sam- ¡Mira! ¡Haremos armaduras para los Pistoleros! ¡Esto elimina tus objeciones! ¿Por qué no lo pensé antes? Nuestros hombres llevarán una vestidura de acero que les protegerá contra las armas de la edad de piedra del enemigo. Ya verán cuando disparen con sus arcos de tejo: sus flechas de punta de pedernal se aplastarán contra el acero, y los Pistoleros podrán acabar tranquilamente con el enemigo.

-Olvidas que hemos tenido que intercambiar mineral e incluso armas metálicas por madera y otros materiales que necesitamos -dijo Van Boom-. El enemigo tendrá flechas con punta de acero que pueden atravesar la armadura. No te olvides de Grécy y Agincourt.

-No hay modo de convencerte -dijo Sam-. Tienes que ser medio holandés, para ser tan terco.

-Si tu idea es representativa de la idea del hombre blanco, entonces me alegro de ser medio zulú -dijo Van Boom.

-No te enfades -contestó Sam-. ¡Y felicidades por la pistola! ¿Sabes lo-que te digo? Vamos a llamarla la Van Boom-Mark I. ¿Qué te parece?

-Yo preferiría que mi nombre no se relacionase con ella -dijo el ingeniero-. En fin. Haré doscientas pistolas. Pero me gustaría construir una versión perfeccionada, la Mark II de la que hablamos.

-Haz primero doscientas de éstas, luego empezaremos con la Mark II -dijo Sam-. No queremos perder el tiempo intentando conseguir el arma perfecta para descubrir de pronto que no tenemos ninguna. Así que...

Habló un rato sobre la Mark II. Le apasionaban los aparatos mecánicos. En la Tierra había inventado una serie de cosas, todas las cuales iban a hacerle rico. Y en una máquina, la impresora Paige, gastó todo el dinero que había ganado con sus libros.

Sam pensó en aquel monstruo impresor, y en cómo aquella maravillosa máquina le había llevado a la ruina. Por un segundo, Paige y Van Boom eran uno, y él se sentía culpable y un poco asustado.

Van Boom puso objeciones después a los materiales y el trabajo dedicado al AMP-I, su prototipo de máquina aérea. Sam no le hizo caso. Fue con los otros al hangar, que estaba en las llanuras a kilómetro y medio hacia el norte de la casa de Sam. El aparato no estaba terminado del todo, pero sería casi igual de frágil y esquemático cuando estuviese listo para volar como ahora.

-Es similar a algunos de los aviones que se construyeron en 1910 -dijo Von Richthofen-

. Iré descubierto de la cintura para arriba, sentado en el asiento del piloto. La máquina parece más que nada una libélula de metal. Su principal objetivo es comprobar la eficacia de nuestros materiales y del motor con alcohol de madera como combustible.

Von Richthofen prometió que podría realizarse el primer vuelo en un plazo de tres semanas. Mostró a Sam los planos de los lanzadores de cohetes que irían colocados bajo las alas.

-El avión puede transportar unos seis cohetes pequeños, pero sólo será efectivo para hacer exploraciones. Únicamente alcanzará una velocidad de sesenta kilómetros por hora contra el viento. Pero será divertido pilotarlo.

A Sam le desilusionó que el avión no tuviese dos asientos. Estaba deseando volar, pues sería la primera vez que lo hiciera en su vida, es decir en su segunda vida. Pero Von Richthofen dijo que el modelo siguiente tendría dos asientos, y que Sam sería su primer pasajero.

-Después de que lo pruebes -dijo Sam. Esperaba que Juan protestase por esto e insistiese en ir él el primero. Pero evidentemente no tenía demasiadas ganas de dejar la tierra.

La última parada fue en los astilleros, situados a medio camino entre el hangar y la casa de Sam. La máquina protegida con madera de pino estaría terminada en una semana. El Dragón de Fuego I era el modelo anfibio del barco. Era una bella máquina, hecha de magnalio grueso, de unos nueve metros de longitud, de línea similar al crucero con paletas de la marina norteamericana, con tres torretas en su cubierta superior. Funcionaba a vapor, quemando alcohol de madera, podía operar en agua o en tierra, llevaba una tripulación de once personas, y era, según proclamaba Sam, invencible.

Acarició el frío casco verde y dijo:

-Con esto no tendremos que preocuparnos de los arqueros. Este aparatito podría destruir él solo un país. Tiene un cañón de vapor como no ha habido otro ni en este planeta ni en la Tierra. Por funcionar a vapor y por tener una caldera tan grande.

En conjunto, aquel recorrido le había hecho sentirse feliz. Era verdad que apenas si se habían iniciado los planes para la construcción del gran barco fluvial. Pero eso llevaba tiempo. Era vital que el estado se protegiese primero, y con sólo los preparativos ya era suficiente. Se frotó las manos y encendió un nuevo puro, aspirando profundamente el humo verde.

Y entonces vio a Livy.

Su amada Livy, enferma durante tantos años, y que murió finalmente en Italia en 1904. Resucitada para la vida, para la juventud y la belleza, pero no, ay, para él.

Livy caminaba hacia él, con su cilindro en la mano, vestida con una especie de falda blanca de borde escarlata que le llegaba a mitad de los muslos y un fino pañuelo blanco como blusa. Tenía una hermosa figura, bonitas piernas, y un bello rostro. Tenía una amplia frente de un blanco satinado. Unos ojos grandes y luminosos. Unos labios plenos y delicados; una sonrisa atractiva; dientes pequeños y muy blancos. Solía peinarse el cabello negro con raya al medio, con flequillo y recogido atrás en un moño en forma de ocho. Llevaba sobre una oreja una flor de las enredaderas de los árboles de hierro. Su collar estaba hecho de las retorcidas vértebras rojas del pez cornudo.

Sam sintió como si un gato le lamiese el corazón.

Ella se cimbreaba mientras se acercaba a él, y sus senos se movían bajo la tela semitransparente. Allí estaba su Livy, que había sido siempre tan recatada, que había llevado vestidos de gruesa tela que la cubrían desde el cuello a los tobillos, que nunca se había desvestido delante de él con la luz encendida. Ahora le recordaba a las mujeres semidesnudas de las islas Sandwich. Se sintió incómodo, y sabía el porqué. La incomodidad que sentía entre las nativas se debía a un tiempo a la atracción indeseada que sentía hacia ellas, y a la repulsión que esto le provocaba. Ambos sentimientos eran interdependientes, y nada tenían que ver con las nativas en sí.

Livy había recibido una educación puritana, pero ésta no la había destrozado. En la Tierra aprendió a beber, e incluso le gustaba la cerveza, había fumado unas cuantas veces, y se había hecho escéptica, o al menos tenía grandes dudas. Había transigido incluso con los constantes juramentos de Sam y se había permitido hasta alguna palabra gruesa si las chicas no estaban delante. Las acusaciones de que ella había censurado los libros de Sam, castrándolos al hacerlo, eran falsas. La mayor parte de la censura la había llevado a cabo él mismo.

Sí, Livy había mostrado siempre gran capacidad de adaptación.

Demasiada. Ahora, después de veinte años de separación, ella se había enamorado de Cyrano de Bergerac. Y Sam tenía el incómodo sentimiento de que aquel disparatado francés había despertado en ella algo que Sam podría haber despertado si no hubiese sido tan inhibido. Pero después de todos aquellos años en el Río y de mascar una cierta cantidad de goma de los sueños, Sam había perdido muchas de sus inhibiciones.

Pero para él era ya demasiado tarde.

A menos que Cyrano desapareciese de escena...

-Hola, Sam -dijo ella en inglés-. ¿Cómo te encuentras en este día tan hermoso?

-Aquí todos los días son hermosos -dijo él-. ¡Uno no puede siquiera hablar del tiempo, y no digamos hacer nada respecto a él!

Ella se rió. Una hermosa risa.

-Ven conmigo a la piedra de cilindros -dijo ella-. Casi es ya la hora de comer.

Todos los días se juraba no acercarse a ella porque le hacía demasiado daño. Y todos los días aprovechaba la más mínima oportunidad para acercarse lo más posible a ella.

-¿Cómo está Cyrano? -preguntó.

-Oh, muy contento porque por fin va a tener un florete. Bildron, el constructor de espadas, prometió que la primera sería para él... Después de las vuestras, la tuya y la de los otros consejeros, claro está. Cyrano había tardado tanto en aceptar que jamás volvería a tener una espada de metal en la mano... Luego oyó hablar del meteorito y vino

hasta aquí... Y ahora el mejor espadachín del mundo tendrá la posibilidad de demostrar a todos que su reputación no era falsa, como dicen algunos mentirosos.

-Oye, Livy -dijo él-, yo no dije que la gente mintiese sobre su reputación. Dije que quizá exagerasen algo. Aún no me creo esa historia de que rechazó a doscientos espadachines él solo.

-¡La lucha de la Porte de Nesle fue auténtica! ¡Y no fueron doscientos! Tú eres el que exageras, Sam, como siempre. Había un montón de sicarios, que podrían ser unos cien o menos. Pero aunque solo fuesen veinticinco, el hecho es que Cyrano los atacó él solo para salvar a su amigo el Caballero de Ligniére. Mató a dos, hirió a siete, e hizo dispersarse a los demás. ¡Esa es la verdad!

-No quiero ponerme a discutir ahora los méritos de tu hombre -dijo él-. No quiero discutir nada. Hablemos como solíamos hacerlo cuando éramos tan felices... Antes de que te pusieses enferma.

Ella se detuvo. Su expresión se agrió.

-Siempre supe que mi enfermedad te irritaba, Sam.

-No, no era eso -negó Sam-. Creo que me sentí culpable de que estuvieses enferma, como si en cierto modo tuviese yo la culpa. Pero nunca te odié por eso. Me odiaba a mí mismo, si es que odiaba a alguien.

-Yo no dije que me odiases. Dije que te irritaba mi enfermedad -replicó ella-. Y que lo demostrabas de diversos modos. Oh, tú quizá pensases que eras siempre noble y gentil y amoroso. Y la mayoría de las veces lo eras. Lo eras de verdad. Pero en muchas ocasiones, bastantes, tu expresión, tus palabras, tus murmullos y tus gestos... ¿Cómo podría describirse exactamente lo que eran? No soy capaz, pero sé que yo te irritaba, a veces te enfurecía, porque estaba enferma.

-¡No es cierto! -gritó él, con voz tan fuerte que muchas personas se volvieron a mirarles.

-¿Por qué discutir eso? Ahora ya no importa que sintieses una cosa u otra. Te amé entonces y aún te amo, en cierto modo. Pero no como te amé.

El guardó silencio durante el resto del paseo a través de la llanura hasta la piedra de cilindros. El puro le sabía a berza agria quemada.

Cyrano no estaba presente. Estaba controlando la construcción de un sector de la muralla que protegería la orilla del Río. Sam estaba alegre. Le era bastante difícil ver a Livy sola, pero cuando estaba con el francés, no podía soportar sus propios pensamientos.

En silencio, se separaron.

Una hermosa mujer de bonito cabello color de miel se acercó a él, y pudo, por un rato, dejar a un lado sus sentimientos respecto a Livy. La mujer se llamaba Gwenafra. Había muerto a la edad de siete años en un país que debía de haber sido Cornualles en la época en que los fenicios llegaron allí para explotar las minas de estaño. Había resucitado entre gentes que no hablaban su antiguo idioma celta, y había sido adoptada por un grupo que hablaba inglés. Por su descripción, uno de ellos era aquel Sir Richard Francis Burton al que Sam creía haber visto en la orilla poco antes de que cayera el meteorito. Burton y sus amigos habían construido un pequeño barco de vela para dirigirse al nacimiento del Río. Cosa que podía esperarse en un hombre que había dedicado la mitad de su vida a explorar el corazón de África y otras tierras desconocidas. En la Tierra, Burton había buscado el origen del Nilo, y había encontrado, en su lugar, el lago Tanganika. Pero en aquel nuevo mundo se había lanzado otra vez tras el origen de un río, el más grande de todos, sin que le arredrase la perspectiva de verse obligado a recorrer quizá quince o treinta millones de kilómetros.

Tras poco más de un año, su barco había sido atacado por hombres malvados, uno de los cuales había acuchillado a la pequeña Gwenafra y la había arrojado al Río, donde se había ahogado. Había despertado al día siguiente en la ribera muy lejos de allí, en el

hemisferio norte. Hacía mucho más frío, el sol era más débil, y la gente decía que recorridas veinte mil piedras de cilindros se llegaba a una zona en donde el sol estaba siempre mitad por encima y mitad por debajo de los montes. Y allí vivían hombres peludos con cara de mono de tres metros de altura y cuatrocientos kilos de peso. (Eso era verdad, Joe Miller era uno de aquellos titántropos.)

La gente que la adoptó hablaba suomenkielta, o sea, finlandés. Ribera abajo había suecos, gente del siglo xx que vivía una vida pacífica. Gwenafra se educó relativamente feliz con sus cariñosos padres adoptivos. Aprendió finés, sueco, inglés, un dialecto chino del siglo vi antes de Cristo, y esperanto.

Un día se ahogó otra vez por accidente, y despertó en aquella zona. Aún se acordaba de Burton, conservaba todavía el gran amor infantil que había sentido por él. Pero, como era realista, estaba dispuesta a amar a otros hombres. Y los tenía... y acababa de romper con uno de ellos, según había oído Sara. Ella quería un hombre que le fuese fiel, y no era fácil encontrarlos en aquel mundo.

Sam se sentía bastante atraído por ella. Lo único que le había impedido pedirle que se trasladase a vivir con él había sido el miedo a que Livy se enfadase. Un miedo ridículo... Ella no podía exigirle nada estando como estaba viviendo con Cyrano. Y había demostrado claramente que no le importaba cuál fuese la vida pública o privada de Sam. Sin embargo, contra toda lógica, tenía miedo a tomar otra mujer por compañera de cabaña. No quería romper aquel último lazo.

Charló un rato con Gwenafra, y confirmó que ella aún seguía libre.