Aún había niebla. El Río y el borde de la orilla estaban nebulosos, pero podía ver la masa inmensa de piedra en forma de hongo de una piedra de cilindros situada a unos dos kilómetros de la colina abajo al otro lado de la llanura, al borde del agua. Un momento después, vio un barco muy pequeño que surgía de entre la niebla. De él saltaron dos figuras que partieron en canoa hacia la orilla y luego se alejaron corriendo por la derecha. La luz del cielo era lo suficientemente clara como para que Sam les viese, aunque a veces se perdían tapados por los edificios. Tras rodear la alfarería de dos plantas, se dirigieron recto hacia las colinas. Entonces los perdió, pero le pareció que se dirigían hacia el "palacio" de troncos de Juan Plantagenet.
Mierda para el sistema de vigilancia de Parolando. Todo el frente del Río estaba vigilado por un sistema de puestos de control situados a unos trescientos metros de distancia entre sí. Eran cabañas asentadas sobre pilares de diez metros en las que había cuatro hombres de guardia. Si veían algo sospechoso, debían tocar sus tambores, soplar sus trompas de hueso y encender antorchas.
¿Dos hombres deslizándose entre la niebla para llevar noticias al rey Juan, al ex rey
Juan de Inglaterra?
Quince minutos después, Sam vio una sombra que corría entre las sombras. La cuerda de la pequeña campana que había en la entrada se agitó. Observó por la portilla de estribor. Una cara blanca miraba hacia él. Era el espía de Sam, William Grevel, famoso comerciante en lanas, ciudadano de Londres, muerto en el año de Nuestro Señor de
1401. No había ovejas ni otra clase de mamíferos más que los hombres a lo largo del Río. Pero el antiguo mercader había mostrado grandes aptitudes para el espionaje y le entusiasmaba estar despierto toda la noche, husmeando. Sam le hizo señas de que subiese. Grevel corrió por la "escalerilla" y entró una vez Sam hubo abierto la gruesa puerta de roble.
Sam dijo en esperanto:
-Saluton, leutenanto Grevel. Kio estas? ("Hola, lugarteniente Grevel, ¿qué es lo que pasa?") Grevel dijo:
-Bonan matenon, Estro. Ciu grasa fripono, Regó Johano, estas jus akceplita dúo spionoj. ("Buenos días, jefe. Ese pillastre del rey Juan acaba de recibir a dos espías".)
Ni Sam ni Grevel podían entenderse en inglés, pero les iba bien, en general, con el esperanto.
Sam hizo una mueca. Bill Grevel se había deslizado por la rama de un árbol de hierro, burlando así un puesto de vigilancia, y se había descolgado con una soga hasta el tejado del edificio de dos plantas. Había cruzado el dormitorio, donde dormían tres mujeres, y luego había subido una escalera. Juan y sus espías, un italiano del siglo xx y una húngara del siglo vi, estaban allí sentados ante una mesa debajo de Grevel. Los dos habían informado sobre su viaje Río arriba. Juan estaba furioso, y no era para menos desde su punto de vista.
Sam, tras el informe de Grevel, también se puso furioso.
-¡Intentar asesinar a Arturo de Nueva Britania! ¿Es, que ese hombre pretende que nos hundamos todos?
Paseó arriba y abajo, luego se detuvo, encendió un gran puro y volvió a pasear. Se detuvo de nuevo, e invitó a Grevel a tomar queso y vino.
Era una de las ironías de la "casualidad", o quizá de los Eticos que habían dispuesto todo aquello, que el rey Juan de Inglaterra y el sobrino al que había asesinado estuviesen absurdamente situados a una distancia de cincuenta kilómetros. Arturo, príncipe de Britania en la Tierra muerta, había organizado a las gentes entre las que se encontró, formando una nación que llamó Nueva Britania. Había muy pocos antiguos britanos en el
territorio de quince kilómetros de longitud sobre el que reinaba, pero eso daba igual. Aquello era Nueva Britania.
Arturo había tardado ocho meses en descubrir que su tío era vecino suyo. Había viajado de incógnito a Parolando para comprobar con sus propios ojos la identidad de aquel tío que le había degollado y arrojado su cadáver atado con un peso al Sena. Arturo quería capturar a Juan y mantenerlo vivo el mayor tiempo posible sometiéndole a refinadas torturas. Matar a Juan hubiese sido inútil, no hubiese podido coronar su venganza. Resucitaría al día siguiente en otro lugar a miles de kilómetros de distancia.
Pero Arturo había enviado emisarios exigiendo que le entregaran a Juan. Tales peticiones habían sido rechazadas, claro está, aunque sólo el sentido del honor y el miedo a Juan impedían a Sam acceder a las demandas de Arturo. Y ahora Juan había enviado a cuatro hombres a asesinar a Arturo. Dos habían sido muertos. Los otros dos habían escapado con heridas leves. Esto significaba una invasión. Arturo no solo pretendía vengarse de Juan, sino también apoderarse del hierro del meteorito.
Entre Parolando y Nueva Britania había una zona de unos veinticinco kilómetros de extensión a la orilla derecha del Río conocida como Tierra de Chernsky, o, en esperanto, Cernskujo. Chernsky, un coronel de caballería australiano del siglo xvi, no había querido aliarse con Arturo, pero la nación situada inmediatamente al norte de Nueva Britania estaba gobernada por lyeyasu. Era éste un individuo de gran ambición, el hombre que había establecido el Shogunato de Tokudagwa en 1600 con capital en Yedo, que más tarde se llamaría Tokio. Los espías de Sam decían que japoneses y bretones se habían reunido seis veces en conferencia de guerra.
Además, inmediatamente al norte de Iyeyasujo estaba Kleomenujo. Gobernaba esta nación Cleomenes, que había sido rey de Esparta y hermanastro de aquel Leónidas que defendió el desfiladero de las Termopilas. Cleomenes se había reunido tres veces con lyeyasu y Arturo.
Inmediatamente al sur de Parolando había una extensión de unos diecisiete kilómetros llamada Publia, por su rey Publius Crasus. Publius había sido oficial de caballería de César durante las guerras de las Galias. Su actitud era amistosa, aunque exigía buen precio por permitir a Sam cortar su madera.
Al sur de Publia estaba Tifonujo, gobernado por Tai Fung, uno de los capitanes del
Khan Kublai, muerto en la Tierra al caer borracho de un caballo.
Y al sur de Tifonujo se encontraba Soul City, gobernada por Elwood Hacking y Milton
Firebrass.
Sam se detuvo y miró a Grevel con las cejas fruncidas.
-Lo malo del asunto, Bill, es que yo no puedo hacer nada. Si le digo a Juan que sé que intenta asesinar a Arturo, el cual, por lo que sé, merece que lo asesinen, sabrá que he enviado espías a su casa. Y se limitará a negarlo todo y a pedirme que muestre a los que le acusan... Y ya sabes lo que eso significaría para ellos y para ti.
Grevel palideció.
-No te preocupes -dijo Sam-, no lo haré. No. Lo único que puedo hacer es estar tranquilo y observar el desarrollo de los acontecimientos. Pero estoy harto de mantenerme tranquilo. Ese hombre es el tipo más despreciable que he conocido, y si supieses a cuántos he conocido, editores incluidos, te darías cuenta de la profundidad de mis palabras.
-Juan podría ser cobrador de impuestos -dijo Grevel, como si se tratase del mayor de los insultos. Y para él lo era.
-Maldito sea el día en que tomé la decisión de pactar con Juan y hacerle mi socio - murmuró Sam, exhalando el humo mientras se volvía hacia Grevel-. Pero si no me hubiese aliado con él, hubiese perdido la posibilidad de conseguir el hierro.
Despidió a Grevel después de darle las gracias. Sobre los montes del otro lado del Río el cielo estaba rojo. Pronto toda la bóveda celeste estaría rosada en los bordes y azul
arriba, pero aún pasaría un rato antes de que el sol emergiera sobre las montañas. Antes de eso, las piedras de cilindros se descargarían.
Se lavó la cara en una palangana, se peinó su espesa mata pelirroja hacia atrás, se aplicó pasta de dientes con la punta de un dedo en dientes y encías, hizo gárgaras y escupió. Luego se puso un cinturón con cuatro fundas y una bolsita que colgaba de una cinta. Se echó por los hombros, a modo de capa, una larga toalla, cogió un palo de roble con la punta de hierro y, con la otra mano, su cilindro. Bajó las escaleras. La hierba aún estaba húmeda. Todas las noches llovía a las tres en punto durante media hora, y el valle no se secaba hasta después de salir el sol. Si no fuese por la ausencia de gérmenes y virus patógenos, la mitad de los hombres del valle habrían muerto de neumonía o de gripe mucho tiempo atrás.
Sam era de nuevo joven y vigoroso, pero no por eso le gustaba hacer ejercicio. Mientras bajaba caminando, pensaba en el pequeño ferrocarril que le gustaría construir desde su casa hasta la orilla del Río, pero sería demasiado limitativo. ¿Por qué no construir un automóvil cuyo motor funcionase con alcohol de madera?
Comenzó a unírsele otra gente: tuvo que dedicarse a contestar a los "Saluton!" y "Bonan matenon!". Al final de su paseo, entregó su cilindro a un hombre para que lo colocase en una hendidura del techo de granito gris de la piedra de cilindros. Colocaron en la hendidura unos seiscientos cilindros grises, y la multitud se retiró a una respetable distancia. Quince minutos después, la piedra lanzó un bramido. Brotaron llamas azules de unos siete metros de altura, y el eco del estallido atronó en los montes. Los guardadores de la piedra de cilindros nombrados para aquel día subieron a la piedra y comenzaron a entregar los cilindros. Sam regresó a la timonera, preguntándose mientras caminaba por qué no delegaría a alguien la misión de cargar su cilindro. Lo cierto era que un hombre dependía tanto de su cilindro que no podía confiárselo a ningún otro.
De nuevo en casa, abrió la tapa. En seis pequeños recipientes estaba su desayuno y diversos artículos de añadidura.
El cilindro tenía un falso fondo en el que estaba el convertidor de energía en materia y los menús programados. Aquella mañana tenía jamón y huevos, tostadas con mantequilla y mermelada, un vaso de leche, una raja de melón, diez cigarrillos, un porro de marijuana, un taquito de goma de los sueños, un puro, y una copa de algún delicioso licor.
Se sentó a comer con gusto, pero pronto se agrió su buena disposición. Al mirar por la portilla de estribor (para no ver la puerta de la casa de Cyrano), vio a un joven de rodillas ante su cabaña. El individuo rezaba, con los ojos cerrados y las manos unidas. Vestía sólo una especie de falda escocesa, y un hueso en espiral de un pez del Río colgaba de su cuello, sujeto por una tira de cuero. Tenía el pelo rubio oscuro, la cara ancha y el cuerpo musculoso. Pero empezaban a aparecer sus costillas. El hombre que rezaba era Hermann Goering. Sam lanzó un juramento y se levantó de su silla, derribándola; la colocó de nuevo en pie, y trasladó su desayuno del escritorio a la gran mesa redonda del centro de la estancia. Aquel tipo le había estropeado el desayuno una vez más. Si había algo que Sam no pudiera soportar, era un pecador arrepentido, y Hermann Goering había pecado más que la mayoría y era ahora, a modo de compensación, más santo que la mayoría, o así se lo parecía a Sam, aunque Goering proclamaba que era el más humilde de los humildes, en cierto sentido.
Deja a un lado esa maldita humildad arrogante, había dicho Sam. O al menos no la exhibas delante de mí...
Si no hubiese sido por la Carta Magna que Sam había redactado (pese a las protestas del rey Juan, y repitiendo así la historia), Sam hubiese expulsado a patadas a Goering y a sus seguidores mucho tiempo atrás. Bueno, por lo menos la semana anterior. Pero la Carta, la Constitución del estado de Parolando, la constitución más democrática de la historia de la humanidad, concedía libertad religiosa total y libertad de expresión total. Bueno, casi total. Tenía que haber ciertas limitaciones.
Pero su propio documento prohibía a Sam impedir predicar a los misioneros de la
Iglesia de la Segunda Oportunidad.
Sin embargo, si Goering seguía protestando, haciendo discursos para convertir a más individuos a su doctrina de resistencia pacifista, Sam Clemens no lograría terminar su barco. Hermann Goering había convertido el barco en un símbolo. Decía que representaba la vanidad, la codicia, las ansias de violencia y el olvido de los designios del Creador para el mundo del hombre.
El hombre no debía construir barcos. Debía construir mansiones más amplias para el alma. Lo único que el hombre necesitaba ahora era un techo sobre la cabeza que le protegiese de la lluvia y unas finas paredes que le proporcionasen cierta intimidad de vez en cuando. El hombre ya no tenía que ganarse el pan con el sudor de su frente. Se le entregaban alimentos y bebidas sin exigírsele nada a cambio, ni siquiera gratitud. El hombre tenía tiempo para determinar su destino. Pero el hombre no debía agredir a otros, ni robarles sus posesiones, su amor o su dignidad. Debía respetar a los demás y a sí mismo. Pero esto no podía hacerlo robando, saqueando, agrediendo y despreciando... Debía...
Sam se volvió. Goering tenía algunos buenos sentimientos con los que Sam estaba de acuerdo, pero Goering se equivocaba si creía que lamiéndoles las botas a los que les habían puesto allí podrían alcanzar una Utopía o la salvación de las almas. La Humanidad había sido engañada de nuevo. Estaba siendo utilizada desconsideradamente. Todo, la resurrección, el rejuvenecimiento, la ausencia de enfermedades, la comida, el tabaco, las drogas y el licor gratis, la ausencia de trabajo duro y de necesidades económicas, todo era una ilusión, una barrita de caramelo para engatusar al infantil género humano y llevarle a un oscuro callejón donde... ¿donde qué? Sam no lo sabía, pero el Misterioso Extraño había dicho que el género humano estaba siendo víctima de la más cruel de todas las farsas, una farsa más cruel incluso que la primera, que la vida en la Tierra. El hombre había sido resucitado y aclimatado en aquel planeta para ser objeto de un descomunal estudio científico. Eso era todo. Y cuando el estudio concluyese, el hombre caería de nuevo en la oscuridad y en el olvido.
De nuevo burlado.
Pero, ¿qué se proponía obtener el Extraño explicando esto a ciertos hombres elegidos?
¿Por qué había escogido a un pequeño número para que le ayudasen a derrotar a sus congéneres los Éticos? ¿Qué era lo que en realidad perseguía el Extraño? ¿Estaba engañando a Sam y a Cyrano y a Ulises y a los otros a quienes Sam aún no conocía?
Sam Clemens no sabía nada. Ignoraba tanto como había ignorado en la Tierra, pero estaba seguro de una cosa: quería aquel barco.
Las nieblas se habían desvanecido; había concluido la hora del desayuno. Comprobó la clepsidra y tocó la gran campana de la timonera. Tan pronto como el repiqueteo cesó, comenzaron a oírse los silbatos de madera de los sargentos. A lo largo de los quince kilómetros del valle del Río que abarcaba Parolando, sonaban los silbatos. Luego comenzaron a tocar los tambores, y Parolando empezó a trabajar.