No empezaron inmediatamente a cavar. Primero había que organizar a los lugareños, dictar definidas normas judiciales, administrativas y legislativas, y encuadrar a los militares. Había que definir la zona que abarcaba el nuevo estado. Clemens y Hachasangrienta examinaron la cuestión y acabaron decidiendo que unos cinco kilómetros orilla arriba y otros cinco orilla abajo partiendo del lugar donde empezarían a cavar sería una zona aceptable. Se construyó en las fronteras una especie de línea Maginot, que consistía en una faja de seis metros de anchura de estacas de bambú de medio metro, dirigidas hacia varios ángulos, que brotaban del suelo. La línea de protección iba desde la base de los montes hasta la orilla del Río. Se construyeron cabañas junto a los "caballos de Frisia", y en ellas vivían lanceros y mujeres como guarnición. Se construyó un tercer "caballo de Frisia" en la orilla. Cuando se acabó de construir, se envió el barco dragón vikingo Río arriba, al punto en que había una mina de pedernal si no mentía el Extranjero Misterioso. Hachasangrienta quedó atrás con quince de sus hombres. Puso al mando de la expedición a su lugarteniente, Snorri Ragnarsson. Snorri había de tratar con los lugareños para que les de jasen extraer el pedernal, prometiéndoles participación en el hierro una vez extraído. Si los locales se negaban a tratar, debía amenazarles. Hachasangrienta consideró que Joe Miller debía ir en el barco porque el gran tamaño del titántropo y sus rasgos grotescos asustarían a los locales.
Sam Clemens estaba de acuerdo con el noruego en este punto, pero no en verse separado de Joe. Sin embargo, no quería ir en el barco con Joe por miedo a lo que pudiese hacer Hachasangrienta en su ausencia. El rey era arrogante y colérico. Si ofendía a los recién conquistados, podría provocar una revolución que derrocase a aquel puñado de vikingos.
Sam paseó frente a su cabaña, fumando y pensando con ansiedad. Bajo la hierba había hierro más que suficiente para realizar El Sueño. Sin embargo, aún no podía empezar a extraerlo, necesitaba hacer antes una serie de preparativos. A cada paso que planeaba dar se veía obstaculizado por una docena de problemas más. Se sentía tan frustrado que casi rompió el puro de un mordisco. La gente que estaba asentada en el territorio de la mina de pedernal necesitaba ver a Joe para suavizarse y aceptar una cooperación. Pero si Joe se iba, Hachasangrienta podía aprovechar el momento para matar a Sam. No lo haría abiertamente, por miedo a Joe, pero podría aparentar fácilmente un accidente. Sam maldecía y sudaba.
-Si muero, resucitaré en algún otro lugar, tan lejano a éste que podría tardar mil años en llegar aquí en canoa. Y mientras tanto, otros extraerían el hierro y construirían mi barco fluvial. ¡Y es mío! ¡Mío! ¡No suyo! ¡Mío!
Lothar von Richthofen fue a verle.
-He localizado dos personas de la clase que buscas. ¡Sólo que uno no es hombre!
¡Imagínate, una mujer ingeniero!
El hombre, John Wesley O'Brien, era un ingeniero siderúrgico de mediados del siglo xix. La mujer era mitad mongola mitad rusa, y había pasado la mayor parte de su vida en las comunidades mineras de Siberia.
Sam Clemens les dio la mano y les explicó brevemente lo que pensaba hacer de momento y lo que esperaba hacer más tarde.
-Si hay un yacimiento de bauxita cerca de aquí -dijo O'Brien- es muy probable que podamos construir el tipo de barco que quieres.
Estaba muy emocionado, como lo estaría cualquier hombre que hubiese abandonado ya toda esperanza de ejercer allí su profesión terrestre. Había allí muchos hombres y mujeres que querían trabajar aunque no fuese más que para matar el tiempo. Había médicos que no podían más que arreglar un hueso roto de vez en cuando; impresores que no tenían tipos que utilizar, ni papel; carteros sin ninguna carta que entregar; herradores sin ningún caballo que herrar; labradores sin nada que cultivar; amas de casa sin hijos, la comida preparada ya, las labores domésticas reducidas a quince minutos diarios y sin tener que ir a comprar; vendedores sin nada que vender; predicadores cuya religión estaba totalmente desacreditada por la existencia de aquel mundo; contrabandistas de alcohol sin posibilidades de hacerlo; botoneros sin botones; chulos y prostitutas cuyas profesiones se veían arruinadas por el exceso de aficionados; mecánicos sin coches; publicitarios sin publicidad; fabricantes de alfombras que sólo podían trabajar con hierba y fibras de bambú; vaqueros sin caballos ni vacas; pintores sin pintura ni lienzos; pianistas sin pianos; ferroviarios sin hierro; corredores de bolsa sin bolsa ni acciones que vender o comprar; y así sucesivamente.
-Sin embargo -continuó O'Brien-, tú quieres un buque de vapor, y eso no me parece muy realista. Tendrías que parar una vez al día para cortar madera combustible, lo cual significaría una gran pérdida de tiempo aún en el caso de que los lugareños te permitiesen apoderarte de parte de sus limitados suministros de bambú y de pino. Además, vuestras hachas y calderas y otras piezas se gastarían antes de llegar al final del viaje, y no tendríais espacio suficiente para transportar el hierro que hiciese falta para las piezas de repuesto. No, lo que necesitas son motores eléctricos.
"Además, hay un hombre en esta zona, al que conocí poco después de mi traslación aquí, no sé donde está en este momento, pero no debe encontrarse lejos. Lo localizaré. Es un mago de la electricidad, un ingeniero de finales del siglo xx que sabe construir el tipo de motores que necesitáis.
-¡No vayas tan de prisa! -dijo Sam-. ¿De dónde íbamos a sacar la tremenda cantidad de energía eléctrica necesaria? Tendríamos que construir unas cataratas del Niágara transportables...
O'Brien era un joven bajo y delgado con un mechón de pelo casi color naranja y unos rasgos tan delicados que parecía afeminado. Tenía siempre una sonrisa forzada que lograba, sin embargo, resultar agradable.
-Tenemos electricidad disponible -dijo- a todo lo largo del Río. Señaló la piedra de cilindros más próxima.
-Esas piedras desprenden tres veces al día una enorme cantidad de energía eléctrica.
¿Por qué no podemos ligar a una serie de ellas cables transmisores y almacenar las descargas para hacer funcionar nuestros motores?
Sam frunció el ceño un instante y luego dijo:
-¡Qué idiota soy! ¡Delante de mis narices y nunca se me ocurrió pensarlo! ¡Por supuesto!
Luego achicó los ojos y arqueó sus tupidas cejas.
-¿Cómo demonios puedes almacenar toda esa energía? No sé mucho de electricidad, pero sé que haría falta una batería más alta que la torre Eiffel o un condensador como una montaña.
-Yo también creía lo mismo -dijo O'Brien negando con un gesto-. Pero ese tipo, que es mulato, mitad afrikaan mitad zulú, Lobengula Van Boom, me dijo que si dispusiera de los materiales necesarios podría construir un aparato de almacenaje (un batacitor, dijo), un cubo de unos diez metros que podría contener diez megakilovatios hora y soltarlos al ritmo de a una décima de amperio o todos a la vez.
"Así que si podemos extraer la bauxita y hacer alambre de aluminio, y hay varios problemas para hacer incluso eso, podríamos utilizar el aluminio en circuitos y motores eléctricos. El aluminio no es tan eficaz como el cobre, pero no tenemos cobre y el aluminio servirá.
La cólera y la frustración de Sam desaparecieron. Rió entre dientes, chasqueó los dedos y dio un saltito en el aire.
-¡Busca a Van Boom! ¡Quiero hablar con él!
Dio una última chupada a su puro, que resplandeció como las imágenes de su mente. Ya el gran barco blanco de paletas subía a todo vapor (¿o iría electrificado?). Río arriba con Sam Clemens en el lugar de mando, Sam Clemens tocado con una gorra de capitán hecha de piel de pez dragón, Sam Clemens capitán del fabuloso y único buque de paletas, el gran navío que zarpaba hacia su viaje de más de un millón de kilómetros.
¡Jamás había existido barco tal, ni tal Río, ni tal viaje! Sonaban las sirenas, repiqueteaban las campanillas, la tripulación estaría compuesta por los hombres y mujeres más grandes, o casi más grandes, de casi todos los tiempos. Desde el subhumano Joe Miller, de un millón de años antes de Cristo, al científico, de cuerpo delicado pero gran cerebro, de finales del siglo xx.
Von Richthofen lo trajo de nuevo a la realidad inmediata.
-Yo estoy preparado ya para empezar la extracción. Pero, ¿qué piensas hacer con
Joe?
-No soy capaz de decidir lo que debo hacer -dijo Sam con un gruñido-. Con que falle una cosa todo el edificio se tambalea. ¡Está bien, está bien! Enviaré a Joe. Tengo que probar suerte. Pero estando sin él me siento tan desvalido como un banquero en un Viernes Negro. Hablaré con Hachasangrienta y con Joe, y tú puedes empezar con tu grupo. Pero tenemos que hacer una ceremonia. Habrá un discurso, y luego yo haré la primera excavación.
Unos minutos más tarde, con el estómago caldeado por un buen trago de whisky, el puro en la boca, concluido su discurso, Sam empezó a cavar. La pala de bambú tenía un borde afilado, pero la hierba estaba tan dura y era tan espesa, que fue necesario utilizar la pala a modo de machete. Sudando, maldiciendo, proclamando que él siempre había odiado el ejercicio físico y que no tenía condiciones de cavador, Sam clavó su pala en la hierba. Al intentar alzarla de nuevo se dio cuenta de que apenas si podía levantar media palada. Sería necesario eliminar la hierba y el barro antes.
-¡Por la gran cuchara de cuerno! -dijo, tirando al suelo la pala-. ¡Que haga esta tarea un campesino! ¡Yo soy un trabajador intelectual!
La multitud se rió, y todos empezaron a trabajar con cuchillos de pedernal y bambú y hachas de pedernal.
-Si el hierro está a tres metros de profundidad -dijo Sam- tardaremos diez años en encontrarlo. Joe; es mejor que consigamos pedernal suficiente; si no, no habrá nada que hacer.
-¿Tengo que ir yo? -dijo Joe Miller-. Te echaré de menoz, Zam.
-No te preocupes por eso, lo superarás -dijo Sam-. Y no te preocupes por mí.