Los cinco días siguientes los pasaron llevando el barco hasta el Río. Les costó otras dos semanas reparar el Dreyrugr. Durante todo este tiempo mantuvieron un vigía, pero nadie penetró en la zona. Echaron al agua el barco, aún sin mástiles ni velas, y bajaron a remo Río abajo, sin ver ni rastro de vida humana.
La tripulación, acostumbrada a las llanuras llenas de hombres y mujeres, se sentía inquieta. El silencio resultaba desquiciante. No había más animales en aquel mundo que los peces del río y los gusanos de la tierra, pero los humanos habían hecho siempre suficiente ruido.
-Pronto estarán aquí las hienas -dijo Clemens a Hachasangrienta-. Ese hierro es mucho más valioso de lo que era el oro en la Tierra. ¿Quieres luchar? Tendrás lucha hasta que te canses.
El vikingo enarboló el hacha, y dio un respingo por el dolor de sus costillas.
-¡Déjales que vengan! ¡Sabrán que han participado en una batalla para alegrar los corazones de las valkirias!
-¡Fanfarrón! -dijo Joe Miller.
Sam sonrió, pero se colocó detrás del titántropo. Hachasangrienta no tenía miedo más que a una persona en el mundo, pero podría perder fácilmente el control y enfurecerse. Sin embargo, necesitaba a Miller, que valía por veinte guerreros.
El barco viajó sin contratiempos durante dos días utilizando las horas de sol. De noche, hacía guardia un hombre y los demás dormían. A la tarde del tercer día, el titántropo, Clemens y von Richthofen estaban sentados en la cubierta de popa fumando sus puros y sorbiendo whisky del que les habían proporcionado sus cilindros en la última parada.
-¿Por qué le llamas Joe Miller? -preguntó Lothar.
-Su verdadero nombre es impronunciable, mucho más largo que cualquier término técnico de un filósofo alemán -dijo Clemens-. Cuando le conocí no pude pronunciarlo, nunca llegué a conseguirlo. En cuanto aprendió el bastante inglés como para contarme un chiste (estaba tan ansioso de aprenderlo que no podía esperar el momento), decidí llamarle Joe Miller. Me contó un chiste que me dejó atónito. Tenía idea de aquel chiste desde hacía mucho tiempo. Lo oí por primera vez, aunque de una forma distinta, cuando era niño en Hannibal, Missouri, y continué oyéndolo, para mi desdicha, por cienmilésima vez cuando ya era viejo. Pero oír la misma historia de labios de un hombre que había muerto cien mil años, quizá un millón, antes de que yo naciese, era demasiado...
-¿Qué historia era?
-Bueno, era ese cuento del cazador que perseguía a un corzo herido durante todo el día. Llegó la noche y con ella una violenta tempestad. El cazador vio la luz de una hoguera y se paró a la puerta de una cueva. Preguntó al viejo hechicero que vivía en ella si podía pasar la noche allí. Y el viejo hechicero le dijo: "Desde luego, pero vamos a estar muy apretados. Tendrás que dormir con mi hija..." ¿Hace falta que siga?
-Zam no ze rió -masculló Joe-. Por lo que yo penzé que no tenía zentido del humor. Clemens pellizcó afectuosamente la nariz en forma de proyectil de Joe.
-A veces me parece que tienes razón -dijo Clemens-. Pero en realidad soy el hombre con más sentido del humor del mundo, porque soy el más afligido. La risa tiene sus raíces en el dolor.
Estuvo un rato fumando el puro y mirando a la ribera. Justo antes de que oscureciese el barco había penetrado en la zona afectada por el intenso calor provocado por el meteorito. Aparte los árboles de hierro, todo había sido devorado por las llamas. Los árboles de hierro habían perdido sus inmensas hojas, e incluso su corteza, enormemente resistente, se había carbonizado y caído, y la madera que había debajo, más dura que el granito, se había chamuscado. Además, la llamarada había inclinado o derribado muchos árboles de hierro arrancándolos de su base. Las piedras de cilindros estaban oscurecidas y habían perdido la vertical, pero conservaban su forma.
Por último, Clemens dijo:
-Lothar, es un momento muy indicado para explicarte algo del motivo de nuestra empresa. Joe puede decírtelo a su modo. Yo te explicaré algo que no entenderías. Es una extraña historia, pero no más, en realidad, de lo que es cuanto ha sucedido aquí desde que todos despertamos de entre los muertos.
-Tengo zed -dijo Joe-. Déjame echar un trago antez.
Los ojos azul oscuro, sombreados por los anillos de hueso, se centraron en el vacío de la copa. Parecía atisbar allí dentro como si intentase conjurar las escenas que iba a describir. Con sonidos guturales, pronunciando unas consonantes más fuertes que otras,
dando así a su inglés un tono rechinante, aunque cómico por el ceceo, su voz brotaba de un pecho profundo y resonante como del pozo del oráculo de belfos. Habló de la Torre de las Nieblas.
-En alguna parte Río arriba, me dezperté, deznudo como eztoy ahora. Eztaba en un lugar que debe hallarze muy al norte de ezte planeta, porque hacía mucho frío y la luz no era tan brillante. No había humanoz, zolo nozotroz, loz titántropoz, como noz llama Zam. Teníamoz zilindroz, zolo que mucho mayorez que loz vueztroz, como puedez ver. Y no teníamoz cerveza ni whizky. No conocíamoz el alcohol, azi que no lo recibíamoz en nueztroz zilindroz. Bebíamoz agua del Río.
"Penzamoz que noz encontrábamoz en el lugar al que ze iba dezpuéz de morir, que loz... loz diozez noz habían dado ezte lugar y todo cuanto necezitábamoz. Eramoz felicez, amábamoz, comíamoz y dormíamoz y combatíamoz a nueztroz enemigoz. Y yo habría zido muy feliz allí zi no hubieze zido por el barco.
"Zí, el barco. Por favor Zam, no me interrumpaz. Ya me haz hecho baztante dezgraciado ezplicándome que no había diozez. Aunque yo hubieze vizto a los diozez.
-¿Ver a los dioses? -dijo Lothar.
-No ezactamente. Yo vi dónde vivían. Vi zu nave.
-¿Qué? -dijo von Richthofen-. ¿Pero qué es lo que dices? Clemens agitó su puro.
-Después; déjale hablar. Si le interrumpes demasiado, se embarulla.
-En el zitio de donde vengo nadie habla cuando eztá hablando otro. Zi lo hacez te ganaz un puñetazo en la nariz.
-Pues con una nariz tan grande como la vuestra, Joe, debe doler -dijo Sam. Miller se golpeó delicadamente su probóscide.
-Ez la única que tengo. Y eztoy orgullozo de ella. En ningún zitio de ezta parte del valle hay un pigmeo que tenga una nariz como la mía. En el zitio de donde yo vengo, el tamaño de la nariz indica el tamaño del... ¿cuál ez la palabra, Zam?
Sam rió entre dientes y se sacó el puro de la boca.
-Nos hablabas de la nave, Joe.
-Zí. ¡No! ¡No hablaba de ezo! Aún no había llegado a ezo. Como iba diciendo, un buen día eztaba yo tumbado en la ribera viendo jugar a loz pecez. Eztaba penzando en levantarme y hacer un anzuelo para pezcar. De pronto, oí un ruido. Alcé la vizta y allí, en un recodo del Río, eztaba aquel terrible monztruo.
"Quedé zobrecogido. Me levanté de un zalto e iba a ezcapar corriendo cuando vi que había hombrez zobre él. Parecían hombrez, pero cuando el monztruo ze aprozimó máz, vi que eran unoz tipoz pequeñitoz y cazi zin nariz. Podría haber acabado con todoz elloz con una mano zolo, y zin embargo iban cabalgando en aquella monztruoza zerpiente del Río como zobre la ezpalda de un ozo. Azi que...
Clemens, escuchando, sintió de nuevo lo que había sentido cuando oyó la historia por primera vez. Sintió como si estuviese defendiendo a aquella criatura de la aurora de la humanidad. Pese a su tono chillón y a su ceceo y a sus tartamudeos y a sus dificultades para agrupar las palabras, aquel titán hablaba de modo impresionante. Clemens percibía su propio pánico y su propio asombro, y una necesidad casi abrumadora de salir corriendo. Sentía también la necesidad de hacer lo contrario, la curiosidad del primate, la cosa de la que él procedía, si no un hombre completo, al menos un pariente cercano. Bajo aquel cráneo había una materia gris que no se contentaba simplemente con existir sino que quería alimentarse con las formas de cosas desconocidas, de fenómenos nunca vistos.
Así pues, Joe Miller estaba en la orilla sujetando firmemente el asa de su cilindro, preparado para llevárselo si tenía que huir.
El monstruo se aproximó flotando. Joe empezó a pensar que podía estar muerto. Pero si lo estaba, ¿por qué la gran cabeza que había en su parte delantera como preparada
para embestir? Sin embargo no parecía vivo. Daba una sensación de muerte. Esto no quería decir nada, desde luego. Joe había visto a un oso herido fingir estar muerto y levantarse de pronto y arrancarle el brazo a un compañero suyo de cacería.
Además, aunque él había visto morir al cazador, le había vuelto a ver vivo otra vez el día en que despertó en las riberas con otros de su especie. Y si él, y Joe también, podían volver a la vida, ¿por qué no podía aquella cabeza serpentina y petrificada perder su inmovilidad de madera y agarrarle entre sus dientes?
Pero despreció sus temores y, tembloroso, se aproximó al monstruo. El era un titán, un hermano mayor del hombre, de la aurora misma del género humano, y con la curiosidad del primate. Un pigmeo, sarnoso como los otros pero que llevaba sobre la frente un círculo de cristal con un sol llameante de un rojo intenso, localizó a Joe Miller. Los otros que iban sobre la bestia de madera se colocaron tras el individuo del círculo de cristal con lanzas y extraños aparatos que Joe supo más tarde que eran arcos y flechas. No parecían asustados por el coloso, pero esto podría deberse a que estaban tan cansados de su incesante remar contra corriente que no se preocupaban por lo que pudiese suceder en la orilla.
El jefe pigmeo tardó mucho tiempo en conseguir que Joe subiera a bordo. Bajaron a la orilla a cargar sus cilindros mientras Joe retrocedía separándose de ellos. Comieron, y Joe comió también, pero a distancia. Sus compañeros se habían ido corriendo a las colinas, asustados también por el barco. Luego, una vez demostrado que la serpiente del río no amenazaba a Joe, se aproximaron lentamente.
Los pigmeos retrocedieron hacia el barco. Y entonces el jefe sacó un extraño objeto de su cilindro e hizo brotar un alambre resplandeciente en su punta, y brotó humo de aquel objeto y de la boca del pigmeo. Joe dio un salto ante la primera bocanada. Sus amigos volvieron a correr hacia las colinas. Joe se preguntó si aquellos pigmeos desnarigados serían las crías del dragón. Quizá sus hijos tuviesen aquella forma larval, pero pudieran, como su madre, echar bocanadas de fuego y humo...
-Pero no zoy tan tonto -dijo Joe-. No tardé mucho en darme cuenta de que el humo venía del objeto, lo que llamáiz un cigarro. Zu jefe me ezplicó que zi zubia al barco, podría fumar un cigarro. Debí volverme loco para hacer una coza como aquella, pero quería fumar aquel cigarro. Puede que penzara que imprezionaría a mi tribu, no lo zé.
Subió al barco, que se ladeó un poco con su peso. Enarboló su cilindro para mostrarles que si le atacaban les aplastaría el cráneo con él. Ellos se hicieron cargo y no se aproximaron. El jefe dio a Joe un cigarro, y aunque Joe tosió un poco y encontró extraño el sabor del tabaco, le gustó. Luego, cuando bebió cerveza por primera vez, se quedó extasiado.
Así que Joe decidió continuar en la espalda de la serpiente del Río y subir aguas arriba con los pigmeos. Le pusieron a trabajar en una gran palanca, y le llamaron Tehuti.
-¿Tehuti? -dijo von Richthofen.
-La forma griega es Thoth -dijo Clemens-. Para los egipcios era como el dios Ibis de largo pico. Supongo que debía recordarles también al dios babuino, Bast, pero aquella tremenda nariz eliminaba esa posibilidad. Así que se convirtió en Thotho o Tehuti.
Pasaron días y noches en la corriente del Río. A veces Joe se cansaba y quería que le desembarcasen. Podía hablar ya el lenguaje de los pigmeos, aunque con dificultades. El jefe aceptaba complacer a Joe, dado que era evidente que si se negaba podía matar a toda su tripulación. Pero hablaba con tristeza de que aquello sería el final de la educación de Tehuti, cuando mejor iba y más adelantaba en ella. Había sido sólo un animal, aunque con la cara del dios de la sabiduría, y pronto sería un hombre. ¿Animal? ¿Dios?
¿Hombre? ¿Qué eran ellos?
El orden no era absolutamente correcto, diría el jefe. El orden correcto, incluso hacia arriba, era animal, hombre y dios. Sin embargo, no había duda de que se podía ver a un
dios disfrazado de animal, y a un hombre pasando imperceptiblemente de animal a deidad, equilibrándose entre ambos, y de vez en cuando pasando de una cosa a otra.
Esto quedaba más allá del rudimentario cerebro de Tehuti. Se acuclillaría con el ceño fruncido en la ribera próxima. No habría ya puros ni cerveza. Los ribereños serían de su especie, pero no de su tribu, y podrían matarle. Además, estaba empezando a experimentar por primera vez el estímulo intelectual, y éste cesaría en cuanto volviese con los titántropos.
Así que miraba al jefe y pestañeaba, sonreía, movía la cabeza y le decía que iba a quedarse en el barco. Reanudaba su trabajo con la palanca y su estudio de la más maravillosa de todas las cosas: una lengua que sabía filosofía. Logró dominar su idioma y comenzó a captar las cosas maravillosas que el jefe le explicaba, aunque a veces era tan doloroso como agarrar un puñado de espigas. Si alguna idea se le escapaba, la perseguía, la capturaba, la devoraba, quizá la vomitase varias veces. Al final la digería y obtenía de ella cierto alimento.
El Río seguía fluyendo. Ellos remaban, siempre manteniéndose cerca de la orilla, donde la corriente era más débil. Días y noches, y ahora el sol no parecía subir tan alto en el cielo, sino que estaba un poco más bajo en su cénit de lo que lo había estado la semana anterior. Y el aire se hizo más fresco.
-Joe y su grupo -dijo Sam- estaban aproximándose al polo norte. La inclinación del ecuador de este planeta respecto al plano de la eclíptica es cero. Como sabéis, no hay estaciones; el día y la noche duran igual. Pero Joe se aproximaba al punto donde vería el sol siempre medio por debajo del horizonte y medio por encima. O así lo hubiese visto sin las montañas.
-Zí. Ziempre eztábamoz entre doz lucez. Yo tenía frío, aunque no tanto como loz hombrez. Elloz tiritaban.
-Su gran masa irradia calor con más lentitud que nuestros cuerpos -dijo Clemens.
-¡Por favor, por favor! ¿Me vaz a dejar hablar o no? Lothar y Sam sonrieron.
El continuó. El viento se hizo más fuerte, y el aire traía niebla. Comenzaba a sentirse incómodo. Tenía ganas de dar la vuelta, pero de momento no quería perder el respeto del jefe. Iría con ellos paso a paso hacia el objetivo que tuviesen marcado.
-¿Tú no sabías a dónde iban? -dijo Lothar.
-No ezactamente. Elloz querían llegar al origen del Río. Penzaban que quizáz loz diozez viviezen allí, y que loz diozez lez admitiezen en un auténtico mundo poztrero. Decían que ezte mundo no era el mundo verdadero. Que era una etapa en el camino hacia el mundo verdadero. Fuera cual fuera.
Un día Joe oyó un rumor que sonaba tan leve pero sin embargo tan próximo como los gases que se mueven en las tripas. Al poco rato el ruido se hizo atronador, y se dio cuenta de que era agua que caía de inmensas alturas.
El barco entró en una bahía protegida por un brazo de tierra. Ya no se alineaban a lo largo del río las piedras de cilindros. Los hombres tendrían que atrapar peces y secarlos. Había también una partida de brotes de bambú en el barco; los habían recogido en la región soleada para un caso como aquél.
El jefe y sus hombres rezaron, y el grupo comenzó a subir por una serie de cataratas. Allí la fuerza sobrehumana de Tehuti Joe Miller les ayudó a vencer obstáculos abrumadores. Otras veces, su gran peso fue un inconveniente y un peligro.
Continuaron hacia arriba, empapados por la omnipresente rociada. Cuando llegaron a un acantilado liso como el hielo, de miles de metros de altura, desesperaron. Explorando el terreno encontraron una soga que colgaba del acantilado. Estaba formada por toallas ligadas entre sí. Joe probó su consistencia y se puso a escalar, los pies contra la roca y las manos en la soga, hasta que llegó a la cima. Se volvió y vio que los otros le seguían. El jefe, que era el que seguía a Joe, a mitad de camino se sintió sin fuerzas para
proseguir. Joe le ayudó tirando de la soga y subiéndolo hacia arriba. Junto con todos los demás hombres del grupo.
-¿Y de dónde llegaba aquella soga? -dijo von Richthofen.
-Alguien les había preparado el camino -dijo Clemens-. Dada la tecnología primitiva de este planeta, nadie podría haber descubierto un medio de fijar la soga en la roca a la que estaba fijada. Quizás con un globo un hombre pudiera subir hasta allí. Se podría hacer un globo con piel de pez dragón del Río, o con pieles humanas, claro está. Se podría obtener hidrógeno haciendo pasar vapor por una capa de carbón vegetal caliente, contando con un catalizador adecuado. Pero en este mundo en que tanto escasea el metal, ¿dónde hay un catalizador?
"El hidrógeno podría hacerse sin ningún catalizador, pero a costa de muchísimo combustible. Pero no había rastro de los hornos necesarios para hacer el hidrógeno. Y además ¿por qué dejarían allí la soga, cuando muy bien podrían necesitarla otra vez? No, solo una persona desconocida, llamémosle el Misterioso Extraño, pudo poner esa soga allí para Joe y su grupo, o para quien pudiese llegar. No me preguntes quién era o cómo lo hizo. Escucha. Aún hay más.
El grupo, llevándose la soga, caminó varios kilómetros entre dos luces por una llanura nebulosa. Llegaron a otro acantilado donde el río se ensanchaba sobre ellos en una catarata. Era tan ancho que a Joe le pareció que había allí agua suficiente como para que flotase en ella la luna de la Tierra. No le habría sorprendido ver aquella gran órbita platinegra aparecer al borde de la catarata allá arriba, lejos, y caer entre las aguas atronadoras y hacerse pedazos en las rocas del pie.
El viento se hizo más fuerte y más ruidoso. La niebla más espesa. Las gotas de agua se condensaban en las toallas con las que estaban protegidos ahora de la cabeza a los pies. El acantilado que había ante ellos era liso como un espejo y tan perpendicular como el que acababan de subir. Su cima se perdía en la niebla. Podría estar solo a treinta metros de altura, o a diez mil. Buscaron al pie, esperando hallar un tipo de hendidura. Encontraron una. Era como una pequeña puerta en la zona de unión de la llanura y el acantilado. Estaba tan baja que hubieron de ponerse a cuarto patas y gatear. Joe se arañó los hombros contra las aristas de la roca. Pero la roca era suave, como si el agujero hubiese sido hecho por el hombre y pulido hasta dejarlo liso.
El túnel conducía en un ángulo de poco menos de cuarenta y cinco grados hacia arriba, atravesando la montaña. No había medio de calcular su longitud. Cuando Joe salió al otro lado tenía los hombros, las manos y las rodillas en carne viva y sangrando, pese a la protección de las toallas.
-No entiendo -dijo von Richthofen-. Me parece que las montañas se construyeron allí para impedir que los hombres llegasen al final del Río. ¿Por qué existía ese túnel excavado en la sólida roca para dejar paso a los intrusos? ¿Y por qué no había un túnel en el primer acantilado?
-Un túnel en el primer acantilado podría haberlo localizado un centinela o una patrulla que hubiese en la zona -dijo Clemens-. Pero el segundo acantilado estaba en la niebla.
-La cadena de toallas blancas era aún más escandalosa-dijo el alemán.
-Quizá la pusiesen allí poco antes de que llegase Joe. Von Richthofen se estremeció.
-¡Por amor de Dioz, dejadme que lo cuente! ¡Despuéz de todo ez mi hiztoria!
-Y una gran historia, además -dijo Clemens, mirando las grandes posaderas de Joe.
-Nunca me dejaz hablar.