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Chapter 39 - EL FABULOSO BARCO FLUVIAL (8)

Se sentía insignificante, tal débil y desvalido como un perrillo. ¿Qué podía él, o cualquier humano, contra seres con poderes tan inmensos que podían realizar aquel milagro?

Sin embargo, tenía que haber una explicación, una explicación física. La ciencia y el fácil control de inmensas fuerzas habían hecho esto; no había allí nada sobrenatural.

Había una esperanza confortadora. Uno de los seres desconocidos podría estar del lado de la Humanidad. ¿Por qué? ¿En qué batalla mística?

Por entonces, toda la tripulación se había levantado. Hachasangrienta y Von Richthofen subieron a cubierta al mismo tiempo. Hachasangrienta frunció el ceño al ver allí al alemán, porque él no le había autorizado a estar en cubierta. Pero al ver la vegetación se emocionó tanto que se olvidó de ello.

Los rayos del sol brillaban sobre las grises estructuras en forma de hongos de las piedras de cilindros. Brillaban sobre centenares de pequeñas masas de vapor y de algo que parecía niebla, que habían brotado súbitamente en la hierba junto a las piedras. Las masas de niebla temblaban como olas de calor, y de pronto cristalizaron en cuerpos sólidos. Sobre la hierba había centenares de hombres y mujeres. Estaban desnudos, y junto a cada uno de ellos había un montoncito de toallas y un cilindro.

-Es un cambio saludable -murmuró Sam al alemán-. Los que murieron como consecuencia de la caída del meteorito y de que se estropearan los cilindros de la orilla occidental. Gente de todas partes. Una buena cosa, tardarán tiempo en organizarse, y no sabrán que hay hierro bajo sus pies.

-¿Cómo encontraremos el meteorito? -dijo Lothar von Richthofen-. Todo parece indicar que está sepultado.

-Si es que aún está -dijo Sam. Soltó una maldición-. No creo que quien tenga poder para hacer todo esto de la noche a la mañana haya de esforzarse mucho para eliminar un meteorito, aunque sea de ese tamaño.

Soltó un gruñido y añadió:

-¡O quizá haya caído en mitad del Río y esté sepultado ahora a mil metros de profundidad!

-Pareces deprimido, amigo -dijo Lothar-. No debes estarlo. En primer lugar, quizá no hayan eliminado el meteorito. En segundo, ¿qué más da que lo hayan hecho? No puedes estar peor de lo que estabas antes. Y aún hay vino, mujeres y canciones.

-No puedo sentirme satisfecho con eso -dijo Sam-. Además, no me cabe en la cabeza que fuésemos resucitados de entre los muertos para poder gozar por toda la eternidad. No tiene ningún sentido creer eso.

-¿Por qué no? -dijo Lothar riendo-. Tú no sabes qué motivos tienen esos seres misteriosos para crear todo esto y colocarnos aquí. Quizá ellos se alimenten de nuestros sentimientos.

A Sam aquello le pareció interesante. Sintió que se desvanecía parte de su depresión. Una nueva idea, aunque en sí misma fuese deprimente, le exaltaba.

-¿Quieres decir que quizá seamos ganado emocional? ¿Que nuestros propietarios se alimentan de grandes y jugosos filetes de amor, de costillas de esperanza, de hígados de desesperación, de sesos de risa, de corazones de odio y de mollejas de orgasmo?

-Es solo una teoría -dijo Lothar-. Pero es tan buena como otras que he oído, y quizá mejor que la mayoría. A mí no me importa que se alimenten de mí. En realidad, puede que yo sea una de sus mejores piezas. Pero fíjate, mira qué belleza hay allí. ¡Déjame con ella!

Brevemente iluminado, Sam volvió a hundirse de nuevo en las oscuras sombras. Quizá el alemán tuviese razón, en cuyo caso un ser humano tenía tantas oportunidades para enfrentarse a lo desconocido como una vaca de burlar a sus dueños. Al menos un toro podía cornear, podía matar antes de enfrentarse con la derrota inevitable.

Explicó la situación a Hachasangrienta. El noruego pareció dudar.

-¿Cómo podemos encontrar esa estrella caída? No podemos cavar en la tierra en cualquier sitio buscándola. Ya sabes lo dura que es la hierba. Se tardan varios días en hacer un agujero pequeño con útiles de piedra. Y la hierba crece enseguida y llena el agujero.

-Tiene que haber un medio -dijo Sam-. Si tuviésemos una piedra imán o algún tipo de detector de metales. Pero no lo tenemos.

Lothar había estado ocupado haciendo señas a la monumental rubia de la orilla, pero no había dejado de escuchar a Sam. Se volvió y dijo:

-Las cosas se ven de otro modo desde el aire. Cuarenta generaciones de campesinos pueden trabajar la tierra sobre un antiguo edificio sin darse cuenta. Pero un aviador puede volar sobre esa tierra y ver inmediatamente que allí hay algo enterrado. Hay una diferencia de coloración, de vegetación a veces, aunque eso aquí no tendría mucha aplicación. Pero el terreno revela cosas subterráneas al que vuela alto. El suelo está a un nivel diferente sobre las ruinas.

Sam se entusiasmó.

-¿Quieres decir que si podemos construirte un planeador podrías localizar el lugar?

-Eso sería estupendo -dijo Lothar-. Podemos hacerlo algún día, pero de momento no será necesario volar.

Basta con que subamos los montes hasta suficiente altura para tener una buena vista del valle. Sam lanzó un alegre juramento.

-¡Fue un golpe de suerte encontrarte! ¡Nunca habría caído en eso!

-Pero quizá no podamos subir lo suficiente alto -dijo frunciendo el ceño-. Mirad aquellas montañas. Ascienden en vertical, lisas como un político que niega haber hecho promesas en su campaña electoral.

Hachasangrienta preguntó con impaciencia de qué hablaban: Sam se lo explicó.

-Quizá ese tipo nos sirva de algo después de todo-dijo Hachasangrienta-. No hay ningún problema, o al menos no hay ningún problema insuperable, si podemos tallar peldaños hasta una altura de unos trescientos metros. Nos llevará mucho tiempo, pero merecerá la pena.

-¿Y si no hay pedernal? -dijo Sam.

-Podríamos hacer pólvora y abrirnos paso con ella

-dijo Hachasangrienta-. Con pólvora podríamos.

-Para eso necesitamos excrementos humanos, de los que no hay escasez -dijo Sam-. Y el bambú y el pino nos pueden dar carbón vegetal. Pero, ¿cómo obtener azufre? No debe de haber azufre en un radio de mil quinientos kilómetros o más.

-Sabemos que hay mucho a unos mil kilómetros río abajo -dijo Hachasangrienta-. Pero lo primero es lo primero. Ante todo hemos de localizar el meteorito. Luego, logrado esto, no debemos hacer nada hasta que no construyamos un fuerte para defenderlo. Te

aseguro que quizá podamos llegar los primeros allí, pero no seremos los únicos. De todas partes vendrán lobos atraídos por su aroma. Vendrán muchos, y tendremos que combatir para conservar el hierro. Así que... lo primero localizar la estrella, luego prepararnos para defenderla. Sam lanzó otro juramento.

-Puede que estemos pasando ante el meteorito en este momento -dijo.

-Entonces desembarquemos aquí -dijo Hachasangrienta-. Es un sitio tan bueno como cualquier otro para empezar. Además, aún tenemos que desayunar.

Tres días más tarde, la tripulación del Dreyrugr había descubierto que no existía pedernal ni calcedonia en la zona inmediata. Todo el que pudiese haber habitado anteriormente allí debía de haberse calcinado por el impacto del meteorito. Y el suelo y la vegetación colocados allí después no contenían piedra alguna.

A veces, podían encontrarse rocas útiles para hacer herramientas y armas al pie de las colinas, en la base de las montañas. O, si los montes estaban quebrados en la base, como sucedía a veces, tenían piedras utilizables. Aquella zona estaba pelada.

-No tenemos suerte -se lamentó Sam una noche, hablando con von Richthofen-. No tenemos ningún medio de encontrar el meteorito. Y aunque lo encontrásemos, no tendríamos medio de desenterrarlo. Y si pudiésemos hacerlo, ¿cómo lo extraeríamos? El ferroníquel es un material muy denso y muy duro.

-Eres el humorista más grande del mundo -dijo Lothar-. ¿Has cambiado mucho desde que resucitaste?

-¿Qué tiene que ver una cosa con otra? -preguntó Sam-. Un humorista es un hombre con el alma negra, negra, pero que convierte su oscuridad en explosiones de luz. Y cuando la luz muere, vuelve la negrura.

Sam miró fijamente durante un rato el fuego de bambú. Había allí rostros compactos, aplastados, que se alargaban luego, que se expandían, que flotaban (como chispas) y que se achicaban hasta que la noche y las estrellas los absorbían. Livy, llorosa, giraba hacia arriba en espiral. Su hija Jean, con la cara inmóvil y fría que tenía en el ataúd, ardiendo pero helada, los labios cerrados, hacía un gesto y pasaba con el humo. Su padre en su ataúd. Su hermano Henry. Sus facciones abrasadas e hinchadas por la explosión de la caldera de vapor. Y luego una cara con una sonrisa burlona. La de Tom Blankenship, el muchacho que sirvió de modelo para Huckleberry Finn.

En Sam siempre había permanecido vivo el niño que deseaba navegar eternamente en una balsa Mississippi abajo con muchas aventuras y ninguna responsabilidad. Ahora tenía la posibilidad de navegar eternamente en una balsa. Podría correr infinidad de emocionantes aventuras, podría conocer suficientes duques y condes y reyes para satisfacer al más exigente. Podría vagabundear, holgazanear, pescar, hablar noche y día, no tendría que trabajar para comer, podría pasarse mil años haciendo exactamente lo que quisiese.

El problema era que no podía hacer exactamente lo que deseaba. Había demasiadas zonas donde se practicaba la esclavitud de los cilindros. Hombres malvados cogían cautivos y despojaban a sus prisioneros de los bienes que sus cilindros les ofrendaban: los puros, el licor, la goma de los sueños. Mantenían al prisionero con lo suficiente para que estuviese lo bastante vivo como para poder utilizar su cilindro. Ataban a los esclavos de pies y manos como si fuesen gallinas camino del mercado, para que no se suicidasen. Y si un hombre lograba suicidarse, era trasladado a otro punto a miles de kilómetros de distancia, y podía encontrarse otra vez en manos de esclavistas de cilindros.

Además, era un hombre adulto y no estaría tan feliz como un muchacho en una balsa. No; si debía viajar por el río, necesitaba protección, consuelo, y, un deseo innegable, autoridad. Además, había otra gran ambición ligada a la de ser piloto de un buque fluvial. Había logrado esto durante un tiempo en la Tierra. Ahora sería capitán de un barco de aquel Río, el mayor, más rápido y más poderoso buque fluvial que hubiese existido nunca, en el Río más grande del mundo, un río que convertía al Mississippi, Missouri y a todos

sus afluentes, y al Nilo, el Amazonas, el Congo, el Obi, el Río Amarillo, a todos unidos, en sólo un mísero arroyuelo. Su barco tendría seis cubiertas por encima de la línea de flotación, dispondría de dos inmensas ruedas laterales, de lujosos camarotes para los diversos pasajeros y para la tripulación, que estaría compuesta por hombres y mujeres famosos en su época; y él, Samuel Langhorne Clemens, Mark Twain, sería el capitán. Y el barco no se detendría hasta llegar al nacimiento del Río, donde enviarían una expedición contra los monstruos que habían creado aquel lugar y devuelto a toda la humanidad a sus dolores, frustraciones, desilusiones y pesares.

El viaje podría durar un centenar de años, incluso dos o tres siglos, pero daba igual. Aunque no hubiese mucho en aquel mundo, tiempo había de sobra.

Sam se animó un poco con el brillo de sus imágenes, el poderoso barco fluvial, él como su capitán en el camarote, su primer lugarteniente podría ser el Sr. Cristóbal Colón o el Sr. Francis Drake, su capitán de marineros (no, capitán no, comandante, sólo podía haber una persona a bordo con el título de capitán, el propio Sam Clemens), su comandante podría ser Alejandro el Grande, o Julio César, o Ulyses S. Grant.

El alfilerazo de un pensamiento taladró el maravilloso globo que flotaba al viento de sus sueños. Aquellos dos viejos bastardos, Alejandro y César, no se someterían mucho tiempo a una posición subordinada. Conspirarían desde el principio para hacerse con el mando del barco. ¿Y aceptaría un gran hombre como Grant recibir órdenes de él, de Sam Clemens, un simple humorista, un literato, en un mundo donde la literatura no existía?

El hidrógeno luminiscente de sus imágenes se esfumó. Sam se encogió. Pensó otra vez en Livy, tan cerca y arrebatada por lo mismo que había hecho posible su otro sueño. Se la habían mostrado brevemente como si todo fuese obra de un dios cruel, y luego la habían hecho desaparecer otra vez. ¿Y era posible aquel otro sueño? No podría encontrar aquel inmenso depósito de hierro que debía estar en alguna parte por allí cerca...