Los Ancianos de aquella región particular de Rossem no eran exactamente como uno los hubiera imaginado. No eran una mera extrapolación de la clase campesina, más viejos, más autoritarios, menos amables.
Nada de eso.
La dignidad que les distinguió en el primer encuentro fue incrementándose hasta dar la impresión de ser su característica predominante.
Se sentaron alrededor de la mesa
ovalada como pensadores graves y de movimientos lentos. La mayoría había llegado a la senectud. Los pocos que lucían barba la llevaban corta y bien cuidada. Algunos parecían tener menos de cuarenta años, lo cual ponía de manifiesto que el título de «Ancianos» era más un término respetuoso que una descripción literal de su edad.
Los dos hombres llegados del espacio exterior se sentaron a un extremo de la mesa, y durante el solemne silencio que acompañó a la frugal comida, más ceremoniosa que nutritiva, se dedicaron a observar los contrastes de aquel nuevo ambiente.
Después de la comida y de una o dos
respetuosas indicaciones demasiado cortas y sencillas para ser calificadas de discursos por parte de los Ancianos que al parecer gozaban de mayor estima, en la asamblea reinó cierta informalidad.
Fue como si la dignidad de saludar a personajes extranjeros hubiera cedido el paso a las amables y rústicas cualidades de la curiosidad y el compañerismo.
Rodearon a los dos extranjeros y les acribillaron a preguntas.
Preguntaron si era difícil manejar una astronave, cuántos hombres se requerían para hacerlo, si era posible fabricar mejores motores para sus coches de superficie, si era cierto que raramente nevaba en otros planetas, como se decía
que era el caso de Tazenda, cuántos habitantes tenía su mundo, si era grande como Tazenda, si estaba lejos, cómo tejían sus ropas y qué les prestaba aquel brillo metálico, por qué no llevaban pieles; si se afeitaban todos los días, qué clase de piedra era la que había engarzada en el anillo de Pritcher La lista parecía no tener fin.
Y casi siempre las preguntas iban dirigidas a Pritcher, como si, por el hecho de ser el de más edad, le confiriesen automáticamente una mayor autoridad. Pritcher se vio obligado a contestar cada vez con mayor detalle. Era como sumergirse entre un grupo de niños. Las preguntas tenían una total y desarmante
ingenuidad. Su ansiedad de saber era completamente irresistible.
Pritcher explicó que las astronaves no eran difíciles de manejar y que la tripulación variaba de uno a varios miembros, según el tamaño; que desconocía los detalles de los motores de sus coches, pero que sin duda podrían perfeccionarse; que los climas de los planetas eran tremendamente diversos; que en su mundo vivían muchos centenares de millones, pero que era mucho más pequeño e insignificante que el gran imperio de Tazenda; que sus ropas estaban tejidas a base de silicona y el brillo metálico se conseguía artificialmente por medio de una
orientación apropiada de las moléculas de la superficie; y que producían un calor artificial, por lo que las pieles eran innecesarias; que se afeitaban todos los días; que la piedra de su anillo era una amatista. Contra su voluntad, sintió que aquellos ingenuos provincianos le inspiraban simpatía.
A cada respuesta que daba, los Ancianos intercambiaban rápidos comentarios, debatiendo la información recibida. Era difícil seguir aquellas discusiones porque hablaban la lengua universal galáctica con un acento propio, y debido a su largo aislamiento de las corrientes modernas, sus formas se habían convertido en arcaicas.
Casi se habría podido decir que sus breves comentarios se aproximaban al borde de la comprensión, pero de algún modo eludían la interpretación exacta de su significado.
Hasta que, finalmente, Channis les interrumpió para decir:
Bondadosos señores, ahora tendrán que responder ustedes a nuestras preguntas, porque somos extranjeros y nos interesaría mucho saber todo lo posible sobre Tazenda.
Entonces se produjo un gran silencio, y cada uno de los hasta entonces locuaces Ancianos cayó en el mutismo. Sus manos, que se habían movido rápida y delicadamente mientras hablaban, como
si con ello quisieran dar más matices a su interrogatorio, se quedaron inmóviles de improviso. Se miraron furtivamente unos a otros, al parecer deseando cada uno de ellos que fuese otro quien hablara.
Pritcher intervino con rapidez:
Mi compañero lo ha preguntado de buena fe, porque la fama de Tazenda se extiende por toda la Galaxia y nosotros, naturalmente, informaremos al gobernador de la lealtad y la devoción de los Ancianos de Rossem.
No se oyó ningún suspiro de alivio, pero los rostros se animaron un poco. Un Anciano acarició su barba con el pulgar y el índice, la estiró con una ligera presión y dijo:
Somos los servidores de los
Señores de Tazenda.
El enojo de Pritcher por la inoportuna pregunta de Channis se disipó. Al menos era evidente que la edad, que parecía pesarle en los últimos tiempos, no le había deteriorado su capacidad de suavizar las faltas cometidas por los demás.
Continuó:
En nuestra lejana parte del universo no sabemos gran cosa de la historia de los Señores de Tazenda. Suponemos que han gobernado estos mundos con benevolencia durante mucho tiempo.
Contestó el mismo Anciano que había hablado antes. De un modo automático se
había convertido en el portavoz del grupo. Explicó:
Ni el abuelo del más anciano puede recordar un tiempo en que los Señores estuvieran ausentes.
¿Siempre ha reinado la paz?
¡Siempre! Vaciló. El gobernador es un Señor fuerte y poderoso que no titubearía en castigar a los traidores. Ninguno de nosotros lo somos, naturalmente.
Me imagino que en el pasado habrá castigado a algunos, si se lo merecían.
Una nueva vacilación.
Aquí no hay traidores, ni los ha habido nunca. Pero no es así en otros mundos, donde la traición ha sido
castigada con la muerte. No es bueno pensar en ello, pues nosotros somos hombres humildes y pobres labradores que no tenemos nada que ver con cuestiones de política.
La ansiedad de su voz y la común preocupación en los ojos de todos ellos resultaban evidentes.
Pritcher preguntó con suavidad:
¿Podría informarnos de cómo hay que solicitar una audiencia con su gobernador?
Instantáneamente, un elemento de repentina perplejidad se adueñó de la situación.
Tras una larga pausa, el anciano dijo:
Cómo, ¿no lo sabían? El
gobernador vendrá aquí mañana. Les estaba esperando. Ha sido un gran honor para nosotros. Esperamos, esperamos ansiosamente que le hablarán de nuestra lealtad hacia él.
Pritcher esbozó una vaga sonrisa.
¿Nos esperaba?
El Anciano les miró con extrañeza.
Claro, hace ya una semana que les estamos esperando.
Su alojamiento era, sin duda alguna, lujoso para aquel mundo. Pritcher había vivido en lugares peores. Channis sólo demostraba indiferencia hacia lo que le rodeaba.
Pero entre ambos había un elemento de tensión distinto del que había existido hasta entonces. Pritcher sentía que se aproximaba el momento de tomar una decisión definitiva, y, sin embargo, era aconsejable seguir esperando. Ver primero al gobernador significaba ampliar el juego a dimensiones peligrosas, pero, por otra parte, ganar aquella partida podía multiplicar las ganancias. Sintió una oleada de irritación ante el ceño ligeramente fruncido de Channis, ante la delicada incertidumbre con que el joven se mordía el labio inferior. Detestaba aquella inútil comedia y deseaba ponerle fin. Dijo:
Parece que se nos han adelantado.
Sí fue la lacónica respuesta de
Channis.
¿Sólo eso? ¿No tiene ninguna contribución de mayor alcance que hacer? Venimos aquí y nos encontramos con que el gobernador nos esperaba. Es posible que el gobernador nos comunique que somos esperados en el propio Tazenda. ¿Qué valor tiene, entonces, toda nuestra misión?
Channis le miró y repuso, sin tratar de ocultar el tono cansado de su voz:
Esperarnos es una cosa; saber quiénes somos y para qué hemos venido, es otra.
¿Se imagina que podrá callarlo ante los hombres de la Segunda Fundación?
Quizá. ¿Por qué no? ¿Pondría usted su mano en el fuego por eso? Suponga que nuestra nave fue detectada en el espacio. ¿Acaso es extraño que un mundo mantenga puestos de observación fronterizos? Aunque fuéramos extranjeros corrientes, despertaríamos su interés.
¿El interés suficiente como para que un gobernador venga a vernos en lugar de ir nosotros a verle a él?
Channis se encogió de hombros.
Tendremos que ocuparnos de este problema más tarde. Veamos primero qué clase de hombre es el gobernador.
Pritcher enseñó los dientes mientras reía de forma forzada. La situación se
estaba volviendo ridícula. Channis prosiguió con extraña animación:
Al menos sabemos una cosa: Tazenda es la Segunda Fundación, o un millón de pequeños indicios apuntan unánimemente hacia la dirección equivocada. ¿Cómo interpreta usted el evidente terror que inspira Tazenda a estos nativos? No veo signos de dominación política. Al parecer, sus grupos de Ancianos se reúnen libremente y sin ninguna clase de interferencia. Los impuestos de que hablan no se me antojan muy altos ni que se recauden con gran severidad. Los nativos hablan mucho de su pobreza, pero parecen fuertes y bien alimentados. Las casas son
humildes, así como los pueblos, pero adecuados para sus fines. De hecho, este mundo me fascina. Nunca había visto ningún otro tan inhóspito, pero estoy convencido de que la población no sufre y de que en sus vidas sin complicaciones hay una felicidad equilibrada de la que carecen las sofisticadas poblaciones de los centros más avanzados.
¿De modo que es usted un admirador de las virtudes campesinas?
Las estrellas no lo permitan. A Channis pareció divertirle la idea. Sólo estoy señalando la importancia de todo esto. Da la impresión de que Tazenda administra con eficiencia, y digo eficiencia en un sentido muy diferente de
la del antiguo Imperio o la Primera Fundación, o incluso de nuestra propia Unión. Todas ellas han hecho gala de una eficiencia mecánica, reflejada en valores más tangibles. Tazenda aporta felicidad y suficiencia. ¿No ve usted que toda la orientación de su dominio es diferente? No es física, sino psicológica.
¿De veras? Pritcher se permitió un tono irónico. ¿Y el terror con que los Ancianos hablaron del castigo impuesto a la traición por los bondadosos administradores psicólogos? ¿Acaso apoya eso su tesis?
¿Fueron ellos objeto del castigo? Sólo hablaron del castigo de los demás, como si el conocimiento del citado
castigo hubiera sido tan bien implantado en ellos que nunca necesita ser impuesto. Las actitudes mentales adecuadas están tan asentadas en sus mentes que estoy seguro de que no hay en este planeta ni un solo soldado tazendiano. ¿No se ha dado cuenta de todo esto?
Tal vez me la dé repuso fríamente Pritcher cuando vea al gobernador. A propósito, ¿y si manipulan nuestras mentes?
Channis replicó con brutal desprecio:
Usted ya debería estar acostumbrado a ello.
Pritcher palideció perceptiblemente, y, con visible esfuerzo, dio media vuelta. Aquel día no volvieron a hablarse.
En el frío glacial de la noche silenciosa y sin viento, mientras escuchaba la respiración acompasada de su compañero, Pritcher ajustó su transmisor de muñeca a la región de ultraondas que era inaccesible para Channis, y con pequeños toques de la uña se puso en contacto con la nave.
La respuesta llegó en breves períodos de tan inaudible vibración que apenas asomaba al umbral de los sentidos.
Por dos veces, Pritcher preguntó:
¿Ninguna comunicación todavía? Por dos veces llegó la respuesta:
Ninguna. Seguimos esperando.
Saltó de la cama. En la habitación hacía frío. Se envolvió bien con la manta de piel y se sentó a contemplar las numerosísimas estrellas, que eran tan diferentes en su fulgor y en la complejidad de su disposición a la monótona bruma de la lente galáctica que dominaba el firmamento nocturno de su periferia nativa.
En alguna parte entre aquellas estrellas se hallaba la respuesta a las complicaciones que le atormentaban, y sintió un gran deseo de que llegara aquella solución y terminara todo el asunto.
Por un momento volvió a preguntarse si el Mulo tendría razón, si la Conversión
le habría privado de su firme y aguda confianza en sí mismo. ¿O sería simplemente la edad y las fluctuaciones de aquellos últimos años?
No le importaba demasiado. Estaba cansado.
El gobernador de Rossem llegó con escasa ostentación. Su único séquito era el hombre uniformado que conducía el coche de superficie.
El vehículo era de lujoso diseño, pero Pritcher lo encontró poco práctico. Giraba con torpeza, y más de una vez pareció encabritarse ante un cambio de marcha demasiado rápido. Por su diseño
se deducía en seguida que funcionaba con combustible químico y no con atómico.
El gobernador tazendiano pisó con suavidad la fina capa de nieve y avanzó entre dos hileras de respetuosos Ancianos. No les miró, sino que entró rápidamente, y ellos le siguieron.
Desde el alojamiento que se les había asignado, los dos hombres de la Unión contemplaron la escena. El gobernador era corpulento, macizo, bajo y de aspecto vulgar.
Pero ¿qué importaba aquello?
Pritcher se maldijo a sí mismo por su nerviosismo. No se traslucía en su rostro, que continuaba impasible, por lo que no sufría ninguna humillación ante Channis,
pero sabía muy bien que su presión sanguínea había subido y notaba que tenía la garganta seca.
No era un caso de temor físico. Pritcher no se contaba entre aquellos hombres obtusos y carentes de imaginación a los que su estupidez impedía sentir miedo, pero podía hacer frente al citado temor.
Aquello era algo diferente. Era el otro temor.
Echó una rápida ojeada a Channis. El joven se estaba contemplando las uñas de una mano y se pulía ociosamente alguna irregularidad.
Algo en el interior de Pritcher bulló de indignación. ¿Qué podía temer
Channis de la manipulación mental?
Pritcher trató de recordar. Recordar cómo era antes de que el Mulo convirtiera al empedernido demócrata que creía haber sido. Era difícil hacerlo; no podía localizarse mentalmente. No podía romper los alambres que le unían emocionalmente al Mulo. Con gran esfuerzo pudo recordar que una vez había intentado asesinar al Mulo, pero por más que se esforzó no pudo reconstruir sus emociones de entonces. Tal vez se lo impedía el instinto de conservación de su propia mente, porque sólo la idea intuitiva de lo que pudieron ser aquellas emociones sin comprender los detalles, sino meramente su tendencia, le
revolvía el estómago.
¿Y si el gobernador hurgaba en su mente?
¿Y si los insustanciales tentáculos mentales de un hombre de la Segunda Fundación se insinuaban en las grietas emocionales de su cerebro y se quedaban en ellas?
No hubo ninguna sensación la primera vez, ni dolor, ni sacudida mental, ni siquiera una impresión de discontinuidad. Siempre había querido al Mulo. Si existió un tiempo con anterioridad cinco años atrás, por ejemplo en que pensó que no le quería, que le odiaba, fue sólo una espantosa ilusión, y la idea de aquella ilusión le
avergonzaba.
Pero no hubo ningún dolor.
¿Le ocurriría lo mismo cuando viera al gobernador? ¿Acaso todo lo sucedido hasta entonces, todo su servicio al Mulo, toda la orientación de su vida, se transformaría en un momento en el confuso sueño de otra vida contenido en la palabra democracia? ¿Sería el Mulo sólo un sueño y su lealtad exclusivamente para Tazenda?
Se volvió en redondo de improviso, con un fuerte deseo de vomitar.
Y entonces la voz de Channis resonó en su oído:
Creo que ya llega, general.
Pritcher se volvió de nuevo. Un
Anciano había abierto la puerta sin ruido y se hallaba en el umbral, tranquilo y respetuoso.
Su Excelencia, el gobernador de Rossem, en nombre de los señores de Tazenda, se complace en otorgar el permiso para una audiencia y solicita su presencia ante él.
Aceptado murmuró Channis, apretándose el cinturón y ajustando una capucha rossemiana sobre su cabeza.
Pritcher juntó las mandíbulas. Aquél era el inicio del verdadero juego.
El aspecto del gobernador de Rossem no tenía nada de formidable. En primer
lugar, llevaba la cabeza descubierta, y sus escasos cabellos, de un castaño claro con hebras grises, le prestaban un aire benévolo. Sus ojos, rodeados de arrugas, parecían calculadores, pero su mentón recién afeitado era pequeño, y, según la Convención Universal de los seguidores de la seudociencia que consiste en leer el carácter en la estructura ósea del rostro, parecía del tipo «débil».
Pritcher evitó los ojos y contempló el mentón. Ignoraba si aquello sería efectivo, o si había algo que pudiera serlo.
La voz del gobernador, estridente, dijo con indiferencia:
Bien venidos a Rossem. Os
saludamos en paz. ¿Habéis comido?
Su mano, de dedos largos y venas abultadas, hizo un gesto casi real sobre la mesa en forma de U.
Se inclinaron y se sentaron. El gobernador ocupaba el lado exterior de la base de la U y ellos el interior, mientras los Ancianos formaban dos hileras a lo largo de ambos brazos.
El gobernador habló con frases cortas y abruptas, alabando la comida, importada de Tazenda que realmente era distinta, y mucho mejor que la tosca comida de los Ancianos, criticando el clima de Rossem y refiriéndose en tono casual a las complicaciones de los viajes espaciales.
Channis habló un poco; Pritcher no pronunció palabra.
Cuando hubieron terminado las pequeñas frutas confitadas el gobernador se apoyó en el respaldo de su asiento. Sus pequeños ojos lanzaban chispas:
He indagado acerca de vuestra nave. Naturalmente, quiero asegurarme de que reciba la atención y los cuidados debidos. Tengo entendido que se desconoce su paradero.
Es cierto respondió Channis en tono despreocupado, la hemos dejado en el espacio. Es una nave grande, apropiada para largos viajes por regiones a veces hostiles, y pensamos que aterrizando aquí podíamos inspirar dudas
acerca de nuestras pacíficas intenciones. Preferimos aterrizar solos y desarmados.
Un acto amistoso comentó el gobernador sin convicción. ¿Una nave grande, has dicho?
No es una nave de guerra, Excelencia.
Hummm. ¿De dónde procedéis?
De un mundo pequeño situado en el sector de Santanni, Excelencia. Tal vez usted no conoce su existencia, ya que carece de importancia. Estamos interesados en establecer relaciones comerciales.
Comerciales, ¿eh? ¿Y qué es lo que vendéis?
Maquinaria de toda clase,
Excelencia. A cambio desearíamos alimentos, madera, metales
Hummmm. El gobernador parecía recelar. Entiendo poco de estas cuestiones. Quizá podamos llegar a un acuerdo después de que yo haya revisado con calma vuestras credenciales, pues comprenderéis que mi Gobierno exigirá una información para proceder al estudio de la cuestión. Cuando yo haya examinado vuestra nave será conveniente que os dirijáis a Tazenda.
No hubo respuesta, y la actitud del gobernador se enfrió considerablemente.
Pero, ante todo, es necesario que yo vea vuestra nave.
Channis dijo con tono distante:
Por desgracia, la nave está siendo reparada en estos momentos. Si Su Excelencia accede a esperar cuarenta y ocho horas, podremos complacerle.
No estoy acostumbrado a esperar. Por primera vez, la mirada de Pritcher
se encontró con la del gobernador, frente a frente, y el general se quedó sin aliento. Durante un instante tuvo la impresión de que se ahogaba, pero en seguida pudo desviar la vista.
Channis no cedió.
La nave no puede tomar tierra hasta dentro de cuarenta y ocho horas, Excelencia. Nosotros estamos aquí, y desarmados. ¿Se puede dudar de nuestras buenas intenciones?
Hubo un largo silencio, y entonces el gobernador contestó con un gruñido:
Habladme del mundo del que procedéis.
Eso fue todo. Así terminó. Ya no se pronunciaron más palabras desagradables. El gobernador, después de cumplir con su deber oficial, pareció perder interés, y la audiencia acabó en un silencio de tedio.
Y cuando todo hubo terminado, Pritcher se encontró de nuevo en su alojamiento y se examinó a sí mismo.
Cuidadosamente, conteniendo el aliento, rebuscó en sus emociones.
Concluyó que no había ninguna diferencia, pero ¿acaso podía sentirla?
¿Se había sentido diferente después de la Conversión del Mulo? ¿No le había parecido todo muy natural, como tenía que ser?
Realizó un experimento.
Con fría determinación, gritó a las silenciosas cavernas de su mente: «La Segunda Fundación ha de ser descubierta y destruida».
La emoción que acompañó a aquel grito fue un odio convencido. Ni siquiera hubo el más leve matiz de duda.
Cuando pensó en sustituir la frase
«Segunda Fundación» por la palabra
«Mulo», la sola emoción casi le ahogó y
su lengua quedó paralizada.
Hasta ahí todo iba bien.
Pero ¿y si le habían manipulado de otro modo más sutilmente? ¿Se habrían producido pequeños cambios? ¿Cambios que no podía detectar porque su misma existencia embotaba su criterio?
Aún no había manera de saberlo.
¡Pero seguía sintiendo una absoluta lealtad hacia el Mulo! Si aquello no había cambiado, lo demás no importaba.
Ajustó de nuevo su mente a la acción. Channis estaba ocupado al otro extremo del dormitorio. La uña de Pritcher rozó su comunicador de muñeca, y la respuesta que recibió desató en él tal oleada de alivio que casi le hizo tambalear.
Los músculos de su rostro no expresaron nada, pero en su interior gritaba de alegría y cuando Channis dio media vuelta y le miró de frente, comprendió que la farsa estaba a punto de terminar.
Cuarto interludio
Los dos Oradores se cruzaron en el camino, y uno detuvo al otro.
Tengo noticias del Primer Orador. En la mirada del otro brilló una leve
aprensión.
¿Punto de intersección?
¡Sí! ¡Ojalá vivamos para ver el amanecer!