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Chapter 11 - 9. Los conspiradores

Para el doctor Darell y Pelleas Anthor, las veladas pasaban en agradable conversación, y los días en placentera inactividad. Podría haber sido una visita cualquiera. El doctor Darell presentó al joven como un primo suyo del espacio exterior, y este común parentesco amortiguó el posible interés de los demás.

No obstante, en las charlas a veces surgía un nombre. La gente escuchaba con amable atención. El doctor Darell decía «no» o decía «sí». Una llamada por la onda abierta de la comunidad anunció una invitación casual: «Me gustaría que conocierais a mi primo».

Los preparativos de Arcadia procedían a su propio modo. De hecho, sus actos podían considerarse como los menos directos de todos.

Por ejemplo: persuadió a Olynthus Dam, en la escuela, para que le regalase un receptor de sonido de fabricación casera, utilizando métodos que indicaban un futuro muy peligroso para todos los hombres con los que pudiera entrar en contacto. A fin de evitar los detalles, demostró tan desusado interés por la afición tan cacareada de Olynthus que tenía un taller en su casa, combinado con la transferencia muy bien modulada

de este interés a las regordetas facciones de Olynthus, que el infortunado muchacho acabó: 1) perorando interminablemente sobre los principios del motor de hiperonda; 2) fijándose de modo embriagador en los grandes y absortos ojos dirigidos casualmente hacia él, y 3) poniendo en las manos de ella su más preciada creación, el mencionado receptor de sonido.

Arcadia, a partir de entonces, cultivó a Olynthus en grado decreciente durante un tiempo prudencial, suficiente como para alejar toda sospecha de que el receptor de sonido había sido la causa de su amistad. Durante los meses que siguieron, Olynthus conservó en la mente

el recuerdo de aquel breve período de su vida, hasta que, finalmente, lo olvidó por falta de ulteriores motivos.

Cuando llegó la séptima noche, y cinco hombres se reunieron en la sala de estar de los Darell, bien provistos de comida y tabaco, la mesa del dormitorio de Arcadia estaba ocupada por aquel irreconocible producto casero de la inventiva de Olynthus.

Eran cinco hombres: el doctor Darell, con hebras de plata en los cabellos y vestido meticulosamente, aparentando algo más de sus cuarenta y dos años; Pelleas Anthor, serio y de mirada inquieta por el

momento, joven de aspecto e inseguro de sí mismo; y tres hombres nuevos: Jole Turbor, locutor de televisión, corpulento y de labios gruesos; el doctor Elvett Semic, profesor, ya jubilado, de Física en la Universidad, flaco y arrugado, con un traje que le venía grande; y Homir Munn, bibliotecario, esbelto y terriblemente intranquilo.

El doctor Darell habló con serenidad, en tono normal y sencillo:

Esta reunión, caballeros, ha sido convocada por algo más que por razones sociales. Puede que lo hayan adivinado. Como han sido elegidos deliberadamente a causa de su pasado, adivinarán también el peligro que ello implica. No es mi

intención subestimarlo, pero quiero señalar que, en cualquier caso, estamos todos condenados. Habrán observado que ninguno de ustedes ha sido invitado con la menor tentativa de secreto. No se les ha pedido que vinieran aquí ocultándose. Las ventanas no han sido ajustadas a la opacidad desde el exterior. En la habitación no hay ninguna clase de pantalla. Atraer la atención del enemigo equivaldría a nuestra perdición; y el mejor modo de atraer la atención es adoptar una actitud misteriosa y teatral.

¡Ja! dijo Arcadia, inclinada sobre el receptor, que transmitía las voces con algún que otro chirrido.

¿Lo comprenden?

Elvett Semic torció el labio inferior y mostró los dientes, acrobacia que precedía cada una de sus frases.

Vamos, al grano. Háblenos de este jovencito.

El doctor Darell explicó:

Su nombre es Pelleas Anthor. Fue alumno de mi viejo colega Kleise, que murió el año pasado. Kleise me envió su pauta cerebral hasta el quinto subnivel, y esta pauta ha sido ahora comparada con la del hombre que tienen ustedes delante. Sé que una pauta cerebral no puede ser duplicada hasta este punto, ni siquiera por consumados psicólogos. Si no conocen este hecho, tendrán que creer en mi palabra.

Turbor intervino, con los labios fruncidos.

No hay más remedio que empezar por algo. Aceptaremos su palabra, dado que es usted el más grande electroneurólogo de la Galaxia, ahora que Kleise ha muerto. Al menos, así es como le he descrito en mi comentario de la televisión, e incluso estoy convencido de ello. ¿Qué edad tiene usted, Anthor?

Veintinueve años, señor Turbor.

Humm. ¿Y también es electroneurólogo? ¿Uno de categoría?

Sólo un estudiante de esa ciencia. Pero trabajo con tesón, y he tenido el privilegio de ser alumno de Kleise.

Munn interrumpió. Tartamudeaba

ligeramente en momentos de tensión:

Me gus taría que empe zasen. Creo que to dos hablan demasiado.

El doctor Darell enarcó una ceja en dirección a Munn.

Tiene razón, Homir. Usted tiene la palabra, Pelleas.

Aún no repuso Pelleas Anthor con lentitud, porque antes de empezar, aunque aprecio la opinión del señor Munn, tengo que solicitar datos de ondas cerebrales.

Darell frunció el ceño.

¿Qué significa esto, Anthor? ¿A

qué ondas cerebrales se refiere?

A las pautas de todos ustedes. Usted ha tomado la mía, doctor Darell.

Yo he de tomar la de usted y las de los demás. Y he de hacer las mediciones yo mismo.

Turbor dijo:

No hay razón para que se fíe de nosotros Darell. El joven esta en su derecho.

Gracias dijo Anthor. Si nos conduce a su laboratorio, doctor Darell, iniciaremos la tarea. Me tomé la libertad de comprobar sus aparatos esta mañana.

La ciencia de la electroencefalografía era a la vez nueva y antigua. Era antigua en el sentido de que el conocimiento de las microcorrientes generadas por las células

nerviosas de los seres vivos pertenecía a aquella inmensa categoría del saber humano cuyo origen se había perdido por completo. Era un conocimiento que se remontaba a los primeros vestigios de la historia humana

Y, no obstante, también era nueva. El dato de la existencia de microcorrientes se adormeció a lo largo de decenas de miles de años, en los tiempos del Imperio Galáctico, como uno de esos vívidos y caprichosos, pero totalmente inútiles, elementos del saber humano. Algunos habían intentado formar clasificaciones de ondas analizando la vigilia y el sueño, la calma y la excitación, la salud y la enfermedad; pero incluso las más amplias

deducciones habían presentado multitud de excepciones que las desvirtuaban.

Otros habían intentado demostrar la existencia de grupos de ondas cerebrales, análogos a los bien conocidos grupos sanguíneos, y demostrar que el medio ambiente era el factor determinante. Éstos fueron los aficionados a la clasificación racial, que pretendían que el hombre podía dividirse en subespecies. Pero semejante filosofía no pudo luchar contra el arrollador impulso económico de un Imperio Galáctico, una unidad política que abarcaba veinte millones de sistemas estelares, desde el mundo central de Trántor, ahora un deslumbrante e imposible recuerdo del gran pasado,

hasta el más solitario asteroide de la periferia.

Por añadidura, en una sociedad entregada, como la del Primer Imperio, a las ciencias físicas y la tecnología inanimada, existía una vaga pero potente aversión al estudio de la mente. Era menos respetable por ser de menor utilidad inmediata; y no encontraba financiación porque era menos provechosa.

Después de la caída del Primer Imperio se produjo la fragmentación de la ciencia organizada, retrasándose todo más hacia el pasado, incluso más allá de las bases fundamentales de la energía atómica, hasta la energía química del

carbón y el petróleo. La única excepción, naturalmente, fue la Primera Fundación, donde la chispa de la ciencia, revitalizada e intensificada, era mantenida asiduamente. Sin embargo, también allí gobernaba la física, y el cerebro, aparte de la cirugía, era terreno abandonado por todos.

Hari Seldon fue el primero en expresar lo que después acabó siendo aceptado como la verdad.

Las microcorrientes nerviosas dijo una vez llevan consigo la chispa de todos los impulsos y reacciones, conscientes e inconscientes. Las ondas cerebrales registradas sobre papel cuadriculado en forma de temblorosos

picos y hendiduras son espejo de los combinados pulsos mentales de miles de millones de células. Teóricamente, el análisis revelaría los pensamientos y emociones del sujeto, incluso los más insignificantes. Las diferencias detectadas no se deben solamente a defectos físicos, heredados o adquiridos, sino también a cambiantes estados emocionales, a una mayor educación y experiencia, e incluso a algo tan sutil como un cambio en la filosofía de la vida del sujeto.

Pero ni siquiera Seldon podía ir más allá de la especulación.

Y ahora hacía cincuenta años que los hombres de la Primera Fundación estaban

investigando aquel complicado e increíblemente vasto almacén de nuevos conocimientos. El enfoque, naturalmente, se hacía con técnicas nuevas, como, por ejemplo, el uso de electrodos en suturas craneales con un medio recién desarrollado que permitía el contacto directo con las células grises, sin necesitar siquiera el afeitado de un sector de la cabeza. También había un dispositivo que automáticamente registraba las ondas cerebrales en su totalidad y como funciones separadas de seis variables independientes.

Lo más significativo era, tal vez, el creciente respeto con que se consideraba la encefalografía y el encefalógrafo.

Kleise, el más grande de todos ellos, ocupaba en convenciones científicas el mismo lugar de honor que los físicos. El doctor Darell, aunque ya no dedicaba su actividad a esta ciencia, era casi tan conocido por sus brillantes avances en el análisis encefalográfico como por el hecho de ser hijo de Bayta Darell, la gran heroína de la generación anterior.

Así pues, en aquellos momentos el doctor Darell se hallaba sentado en su propia silla, con los ligeros electrodos presionando apenas su cráneo, mientras las agujas registradoras iban de un lado a otro sobre el papel cuadriculado. Estaba de espaldas a ellas, pues de otro modo, como era bien sabido, la vista de las

curvas en movimiento inducía un esfuerzo inconsciente por controlarlas, produciendo visibles resultados; pero sabía que la esfera central expresaba la curva Sigma, fuertemente rítmica y poco variable, que era de esperar, de su potente y disciplinada mente. Aquella curva sería reforzada y purificada en la esfera auxiliar que se ocupaba de la onda del cerebelo. Habría los bruscos y casi discontinuos saltos del lóbulo frontal, y el ligero temblor de las regiones profundas, con su escaso alcance de frecuencias

Conocía su propia pauta de ondas cerebrales tanto como un artista podía ser perfectamente consciente del color de sus ojos.

Pelleas Anthor no hizo ningún comentario cuando Darell se levantó de la silla reclinable. El joven extrajo los siete registros y les dio una ojeada con la mirada rápida y penetrante de quien sabe con exactitud cuál es la minúscula faceta que está buscando.

Si no tiene inconveniente, doctor Semic

El rostro de Semic, amarillento por la edad, era grave. La electroencefalografía era una ciencia que apenas conocía; una recién llegada hacia la que sentía un vago resentimiento. Sabía que era viejo y que la pauta de sus ondas lo pondría de manifiesto. Lo proclamaban las arrugas de su rostro, sólo hablaban de su cuerpo.

Las pautas de sus ondas cerebrales podían proclamar asimismo su vejez. Era una invasión inoportuna y desagradable de la última fortaleza protectora de un hombre: su propia mente.

Le ajustaron los electrodos. El proceso no era doloroso en ningún momento, por supuesto. Sólo se sentía un insignificante cosquilleo muy por debajo del umbral de la sensación.

Después le tocó el turno a Turbor, que permaneció inmóvil e impasible durante los quince minutos del proceso, y a Munn, que se estremeció al primer contacto de los electrodos y después pasó toda la sesión haciendo girar los ojos en las órbitas, como si quisiera mirar hacia

atrás por un agujero de su occipucio.

Y ahora dijo Darell, cuando todo hubo terminado.

Y ahora repitió Anthor en tono de excusa hay una persona más en la casa.

Darell, frunciendo el ceño, preguntó:

¿Mi hija?

Sí. Recuerde que sugerí que se quedara en casa esta noche.

¿Para un examen encefalográfico?

¿Por qué?

No puedo continuar si no se hace. Darell se encogió de hombros y subió

las escaleras. Arcadia, advertida, tuvo tiempo de desconectar el receptor de sonido antes de que él entrara; luego le

siguió hasta la planta baja con sumisa obediencia. Era la primera vez en su vida

exceptuando la pauta mental básica que le tomaron poco después de nacer para fines de identificación y registro que se encontraba bajo los electrodos.

¿Puedo verlo? preguntó cuando se hubo terminado, alargando la mano.

El doctor Darell dijo:

No lo entenderías, Arcadia. ¿No es hora ya de que te vayas a la cama?

Sí, padre repuso ella, sumisa. Buenas noches a todos.

Subió corriendo las escaleras y se metió en la cama con un mínimo de preparación. Puso el receptor de sonido de Olynthus debajo de la almohada y se

sintió como un personaje de película, entusiasmada y excitada por su

«espionaje».

Las primeras palabras que oyó fueron pronunciadas por Anthor:

Caballeros, todos los análisis son satisfactorios, incluido el de la niña.

«¡Niña!», pensó Arcadia, furiosa, e hizo una mueca a Anthor en la oscuridad.

Anthor abrió su cartera y extrajo de ella varias docenas de registros de ondas cerebrales. No eran originales. La cartera estaba provista de una cerradura especial; si una mano que no fuera la suya hubiese sostenido la llave, el contenido se habría

quemado silenciosa e instantáneamente, reduciéndose a un montón de cenizas indescifrables. Una vez sacados de la cartera, los registros sufrían el mismo proceso al cabo de media hora.

Pero durante su breve duración, Anthor habló rápidamente:

Tengo aquí los registros de varios funcionarios del Gobierno de Anacreonte. Éste es el de un psicólogo de la Universidad de Locris; éste, el de un industrial de Siwenna. El resto véanlo ustedes mismos.

Todos se apiñaron sobre los documentos. Para todos, menos para Darell, no eran más que líneas sinuosas sobre papel cuadriculado. Darell, en

cambio, veía en ellos un claro lenguaje.

Anthor observó:

Fíjese, doctor Darell, en la región plana existente entre las ondas secundarias tauianas del lóbulo frontal que todos estos registros tienen en común. ¿Desea usar mi regla analítica, señor, para comprobar esta afirmación?

La regla analítica podía considerarse un pariente lejano en la forma en que puede serlo un rascacielos de una choza

de aquel juguete del jardín de infancia, la regla de cálculo logarítmico. Darell la usó con la soltura que confiere una larga práctica. Hizo unos dibujos con el resultado, y, tal como afirmara Anthor, observó que había planicies en las

regiones del lóbulo frontal donde debía haber fuertes desniveles.

¿Cómo interpretaría usted eso, doctor Darell? preguntó Anthor.

No estoy seguro. A primera vista, no me parece posible. Incluso en casos de amnesia hay supresión, pero no desaparición. ¿Cirugía cerebral drástica, tal vez?

¡Oh, algo ha sido cortado, sí! exclamó Anthor con impaciencia. Pero no en el sentido físico. Creo que el Mulo podría haber hecho exactamente lo siguiente: suprimir de modo total la capacidad para cierta emoción o actitud mental, y no dejar más que una planicie como ésta. O si no

O si no, podría haberlo hecho la Segunda Fundación. Iba usted a decir eso, ¿verdad? preguntó Turbor con una lenta sonrisa.

No había necesidad de contestar a aquella pregunta completamente retórica.

¿Qué le hizo sospechar, señor

Anthor? inquirió Munn.

No fui yo, sino el doctor Kleise quien sospechó. Coleccionaba pautas de ondas cerebrales como lo hace la policía Planetaria, pero con fines diferentes. Se especializaba en intelectuales, funcionarios del Gobierno y comerciantes importantes. Verán, es evidente que si la Segunda Fundación dirige el curso histórico de la Galaxia, nuestro curso, ha

de hacerlo sutilmente y de forma imperceptible. Si manipulan las mentes, como deben de estar haciendo, serán las mentes de personas con influencia, ya sea cultural, industrial o política. Y el doctor Kleise coleccionaba precisamente ésas.

Ya objetó Munn, pero ¿hay corroboración? ¿Cómo actúa esa gente? Me refiero a los que tienen la planicie. Tal vez sea un fenómeno perfectamente normal.

Miró con ansiedad a los otros con sus ojos azules y algo infantiles, pero no recibió ninguna respuesta alentadora.

Dejemos esto al doctor Darell dijo Anthor. Pregúntele cuántas veces ha visto este fenómeno en sus estudios

generales, o en casos mencionados por la literatura de la generación anterior. Después pregúntele cuáles son las probabilidades de que sea descubierto uno de cada mil casos entre las categorías que estudió el doctor Kleise.

Supongo que no cabe la menor duda observó Darell, pensativo de que son mentalidades artificiales. Han sido manipuladas. En cierto modo, yo ya sospechaba esto

Lo sé, doctor Darell dijo Anthor

. También sé que en un tiempo trabajó con el doctor Kleise. Me gustaría saber por qué dejó de hacerlo.

No había hostilidad en su pregunta; tal vez sólo precaución, pero, en cualquier caso, originó una larga pausa. Darell miró a sus invitados de uno en uno, y luego dijo bruscamente:

Porque la lucha de Kleise era inútil. Competía con un adversario demasiado fuerte para él. Estaba detectando lo que ambos, él y yo, sabíamos que detectaría: que no éramos nuestros propios dueños.

¡Y yo no quería saberlo! Quería respetarme a mí mismo; me gustaba pensar que nuestra Fundación era dueña de su alma colectiva; que nuestros antepasados no habían luchado y muerto

en vano. Creí que lo más sencillo era inhibirme del asunto mientras no estuviera completamente seguro. No necesitaba conservar mi puesto, ya que la pensión concedida a perpetuidad por el Gobierno a la familia de mi madre era suficiente para mis pequeñas necesidades. El laboratorio de mi casa bastaría para ahuyentar el tedio, y la vida llegaría algún día a su fin Entonces murió Kleise

Semic mostró los dientes y dijo:

Yo no conozco a ese tal Kleise.

¿Cómo murió?

Anthor intervino:

Murió. Y él lo intuyó. Medio año antes me dijo que se estaba acercando

demasiado

Ahora también nosotros nos es

tamos acercando dema siado, ¿verdad?

murmuró Munn, con la boca seca.

Sí asintió Anthor llanamente, pero ya nos acercábamos, en cualquier caso, todos nosotros. Por eso han sido elegidos. Yo era alumno de Kleise. El doctor Darell era colega suyo. Jole Turbor ha denunciado por televisión nuestra fe ciega en la mano salvadora de la Segunda Fundación, hasta que el Gobierno le ha hecho enmudecer a instancias, si puedo mencionarlo, de un poderoso financiero cuyo cerebro muestra lo que Kleise solía llamar la planicie manipulada. Homir Munn tiene

la mayor colección privada de datos relativos al Mulo, y ha publicado algunos ensayos que especulan sobre la naturaleza y función de la Segunda Fundación. El doctor Semic ha contribuido más que nadie a las matemáticas del análisis encefalográfico, aunque no creo que se diera cuenta de que sus matemáticas se aplicarían de este modo.

Semic abrió mucho los ojos y rio entre dientes.

No, jovencito. Yo analizaba los movimientos intranucleares; ya sabe, el problema de los n-cuerpos. Me pierdo en la encefalografía.

Bien, ya conocemos nuestra posición. Naturalmente, el Gobierno no

puede hacer nada en este asunto. Ignoro si el alcalde o alguien de su administración es consciente de la gravedad de la situación. Lo que sí sé es que nosotros cinco no tenemos nada que perder y mucho que ganar. A medida que aumenten nuestros conocimientos también aumentarán nuestras posibilidades de ir en la dirección correcta. Comprendan que no somos más que un comienzo.

¿Hasta qué punto se ha infiltrado esta Segunda Fundación? quiso saber Turbor.

No lo sé. Hay una respuesta probable: todas las infiltraciones que hemos descubierto estaban en los bordes

exteriores de la nación. El mundo capital puede estar todavía limpio, aunque ni siquiera eso es seguro de lo contrario, no les hubiera sometido a esta prueba. Usted, doctor Darell, era particularmente sospechoso, puesto que abandonó su investigación con Kleise. ¿No sabe que Kleise jamás se lo perdonó? Yo pensé que tal vez la Segunda Fundación le había corrompido, pero Kleise siempre insistía en que usted era un cobarde. Espero que me perdone, doctor Darell, por mencionar esto, pero lo hago para aclarar mi propia posición. Personalmente, creo comprender su actitud, y si fue cobardía la considero venial.

Darell tomó aliento antes de replicar:

¡Huí!, o llámelo como quiera. Sin embargo, intenté conservar nuestra amistad, pero él no me escribió ni me llamó hasta el día en que me envió sus datos de ondas cerebrales, y lo hizo una semana antes de morir

Perdonen interrumpió Homir Munn, con un acceso de nerviosa elocuencia, no, no comprendo su actitud. So somos un simple puñado de conspiradores, si lo único que ha cemos es hablar y hablar sin tino. Pero tampoco veo lo que po odemos hacer. Esto es muy in fantil. On ondas cerebrales y miste rios, y nada más.

¿No tienen idea de lo que va amos a

hacer?

Sí, una cosa. Pelleas Anthor les miró con los ojos brillantes. Necesitamos más información sobre la Segunda Fundación. Es la necesidad primordial. El Mulo pasó los cinco primeros años de su mandato buscando esta misma información y fracasó, o esto es lo que nos han hecho creer. Pero lo cierto es que dejó de buscar. ¿Por qué?

¿Por qué fracasó? ¿O por qué lo consiguió?

Más ch charla dijo Munn con amargura. ¿Cómo podemos saberlo?

Si quieren escucharme La capital del Mulo estaba en Kalgan. Kalgan no formaba parte de la esfera de influencia

comercial de la Fundación en la época anterior al Mulo, y tampoco forma parte de ella ahora. Actualmente, Kalgan está gobernado por un hombre, Stettin, a menos que mañana se produzca otra revolución palaciega. Stettin se autodenomina Primer Ciudadano y se considera sucesor del Mulo. Si en aquel mundo hay alguna tradición, se basa en la superhumanidad y grandeza del Mulo; una tradición de intensidad casi supersticiosa. Como resultado, el viejo palacio del Mulo es mantenido como un santuario. Ninguna persona sin autorización puede entrar en él; en su interior todo está intacto.

¿Y bien?

Me pregunto: ¿por qué todo eso? En tiempos como éstos nada ocurre sin una razón. ¿Y si no es sólo la superstición lo que hace inviolable el palacio del Mulo? ¿Y si todo es obra de la Segunda Fundación? Por último, ¿y si los resultados de los cinco años de búsqueda del Mulo se encuentran en el interior?

¡Oh, paparruchas!

¿Por qué no? interrogó Anthor

. A lo largo de toda su historia, la Segunda Fundación se ha ocultado; apenas si ha intervenido en los asuntos galácticos. Sé que a nosotros nos parecería más lógico destruir el palacio, o, al menos, retirar los datos; pero deben ustedes considerar la psicología de estos

maestros en esa ciencia. Son Seldons, son Mulos, y trabajan por caminos indirectos, a través de la mente. Jamás destruirían o robarían cuando pueden lograr sus fines creando un estado mental. ¿Sí o no?

No hubo una respuesta inmediata, y

Anthor continuó:

Y usted, Munn, es precisamente quien puede encontrar la información que necesitamos.

¿Yo? Fue un grito de asombro. Munn les miró rápidamente de uno en uno. No puedo hacer se semejante cosa. No soy un hombre de a acción ni un héroe de no ovela televisiva. Soy bibliotecario. Si pue puedo ayudarles de este mo modo, de acuerdo, desafiaré

a la Se egunda Fundación, pero no me la anzaré al espacio con una misión qui jotesca como ésta.

Escúcheme dijo Anthor, pacientemente. El doctor Darell y yo hemos llegado a la conclusión de que usted es el hombre indicado. Es la única manera de hacerlo con naturalidad. Dice que es bibliotecario. ¡Excelente! ¿Cuál es el tema que le inspira mayor interés? ¡El Mulo! Posee ya la mayor colección de material sobre el Mulo existente en la Galaxia. Es natural que desee incrementarla. Más natural en usted que en cualquier otra persona. Usted sí que podría solicitar permiso para entrar en el palacio de Kalgan sin despertar sospechas

de motivos ulteriores. Quizá se lo negarán, pero no sospecharán de usted. Y lo que es más: posee un crucero monoplaza. Se sabe que ha visitado planetas extranjeros durante sus vacaciones anuales. Incluso ha estado ya en Kalgan. ¿No comprende que sólo tiene que actuar como siempre lo ha hecho?

Pero no pue edo ir y espe petarle: «¿Tie ne la bondad de dejarme entrar en su más sa sagrado santuario, se señor Primer Ciudadano?».

¿Por qué no?

¡Por la Ga Galaxia, porque no me dejará!

Está bien. No le dejará. Entonces vuelva a casa y pensaremos en otra cosa.

Munn miró a su alrededor con impotente rebeldía. Sentía que iban a convencerle de algo que le repugnaba. Nadie se ofreció para ayudarle a esquivar el asunto.

Así pues, al final se adoptaron dos decisiones. La primera fue el reacio consentimiento de Munn en despegar hacia el espacio en cuanto comenzasen sus vacaciones de verano.

La otra fue una decisión no autorizada por parte de un miembro enteramente extraoficial de la reunión, tomada mientras desconectaba el receptor de sonido y se preparaba para dormir con considerable retraso sobre el horario habitual. Esta segunda decisión no nos concierne por el momento.