Akihiko
Mis compañeros habían muerto como moscas y el duro entrenamiento al que habían estado sumidos durante toda su vida había resultado ser en vano, igual que el mío. No había podido proteger a mi príncipe, ni tampoco a Diana, la mujer por la que lo daría todo, hasta mi último aliento.
Siempre había estado enamorado de ella, a pesar de no haber podido verla en los últimos dos años, aunque eso era algo que jamás sería capaz de reconocer en voz alta. Yo solo era un guerrero, lo único que se me daba bien era luchar y en las relaciones personales había resultado ser un fracasado, ya que no se me daba bien la comunicación y me costaba establecer un vínculo especial con la gente nueva. Por si aquello fuera poco, la única mujer que me había hecho perder la razón había resultado estar prometida desde niña con el único amigo que había considerado tener, el cual no la merecía.
En todo esto había estado pensando cuando la realidad se desvaneció delante de mí, sin previo aviso. Cuando por fin desperté, fui incapaz de saber cuánto tiempo había permanecido paralizado y en la oscuridad, aunque cualquier cosa habría sido mejor que ver lo que estaba viendo en aquel momento.
- ¡Diana! – grité al verla delante de mí, con un cuchillo de hielo rozándole el cuello y empuñado por el peor enemigo al que nos habíamos enfrentado de momento.
Aquel bárbaro había cortado su suave y larga melena anaranjada y ahora el cabello le caía de cualquier manera por la cara y no le llegaba ni a los hombros. Además, pude ver cómo le sangraba el labio y parecía que le hubiera roto la mandíbula. Abundantes lágrimas cayeron por sus mejillas, mientras mantenía sus ojos fijos en mí. Siempre la había visto con una sonrisa en la cara, incluso cuando sonreír le era difícil, pero aquel frío había conseguido arrebatársela definitivamente.
La ira se apoderó de mí al verla en aquel estado.
- ¡¿Qué le has hecho?! ¡Te mataré! – grité e intenté lanzarme sobre Fausto, el cual se mostraba tan impasible como siempre y con una sonrisa de oreja a oreja.
Sin embargo, había estado tan ocupado observando cada detalle de Diana, que había olvidado comprobar si mi enemigo había puesto algún tipo de seguridad para que no escapara. En efecto, así había sido, me encontraba atado de manos y pies por un tipo de artilugio que me hizo lanzar un profundo alarido de lo más profundo de mi garganta, justo en el momento en el que usé toda la fuerza que me quedaba para abalanzarme sobre él. Miles de descargas eléctricas se fundieron en cada centímetro de mi cuerpo, haciendo desvanecer hasta mi voz, que había sonado muy potente en un primer momento.
Tras aquello, apenas me quedaba energía para mover un solo músculo y lo único que podía hacer era dirigir mi mirada hacia Diana con la esperanza de poder tranquilizarla, pero en lugar de eso, tuvo el efecto opuesto.
No podía creer que iba a morir sin que ella supiera lo que sentía, a pesar de tenerla tan cerca en los últimos momentos que creía que serían de mi vida. Siempre había estado limitándome, cada paso que había dado los últimos dos años había servido para alejarme cada vez más de Diana y llevaba tanto tiempo enamorado de ella que me había acostumbrado al tremendo sentimiento de aceptación de que jamás podría estar conmigo. Aunque ahora todo había cambiado, con el regreso de nuestra legítima reina, el compromiso que unía a Skay y Diana se había roto, ya no había motivos para alejarme o para no poder decirle que le quería. Ella merecía que alguien la quisiera como yo la quería y merecía saber la verdad. Ojalá hubiera sido más valiente en el amor, ojalá hubiera hablado cuando podía, porque en ese momento no me salían las palabras. Y ya no sabía si volvería algún día a ser capaz... tal vez ya fuera demasiado tarde.
Las frías descargas eléctricas me dejaron completamente entumecido y me obligaron a bajar la cabeza y caer al suelo, inmediatamente fuera de combate, hecho que provocó que Fausto empezara a reírse a carcajadas. Así eran los fríos: sólo el dolor de los demás podía hacerles felices, eran como psicópatas, incapaces de sentir remordimientos, ni amor, ni nada en general. A veces incluso los compadecía, ya que estaban destinados a pasarse el resto de su vida prácticamente muertos, sin un cálido corazón que avivara sus fríos cuerpos.
- No te recomiendo moverte mucho... los grilletes que lleváis puestos son capaces incluso de mataros... – explicó con tranquilidad, como si nuestras vidas no tuvieran ningún valor - Y no me gustaría que echárais a perder los mejores juegos de todas las eras. Harán historia y si no morís se celebrarán dentro de muy poco. - prosiguió diciendo, consiguiendo que me recorriera un escalofrío.
A pesar de que no tenía ni idea de lo que sus palabras significaban, sabía que aquello no podría ser nada bueno. Estábamos condenados.
Diana se encontraba destrozada, tan mal como nunca antes la había visto y quise gritar y lanzarme de nuevo contra Fausto, aún sabiendo que me arriesgaba a más descargas eléctricas, tan solo para poder vengar lo que le había hecho a la chica, pero no pude. Era incapaz de levantarme del suelo y hacer nada por la mujer a la que había amado en secreto toda mi vida. ¿Ese iba a ser nuestro final? El final de una historia que tristemente solo había sucedido en mis mejores fantasías.
Entonces, el heredero desvió su atención de mí y empezó a amordazar a Diana, incapaz de negarse, ya que los grilletes tampoco le permitían defenderse. Su cuchillo se hundió profundamente en la carne de sus piernas y brazos, tiñiendo el suelo de rojo vivo y cuando creí que aquel horror ya no podía ser mayor, Fausto dirigió su sonrisa hacia mí, disfrutando del dolor que aquella visión me estaba provocando, y destripó el top de Diana, que a pesar de haber estado aguantando en silencio aquella tortura, lanzó un grito de lo más profundo de su ser debido a la rudeza empleada. Cerré los ojos con fuerza, no quería ver nada más, pero el príncipe me abrió los ojos con fuerza y me amenazó con matarme.
Lo único que vi fue lo que quedaba de una Diana ensangrentada y llorando, que se tapaba como podía los senos. Le habían robado la luz, pero aquello todavía no acababa ahí. El futuro rey de los fríos, me enseñó de nuevo su cuchillo de hielo y con dureza, giró a Diana y la tiró al suelo, quedando de espaldas.
Y sólo cuando el filo volvió a internarse en su carne, esta vez en su espalda y de forma lenta y deliberada, fui capaz de volver a gritar.