El murmullo de la cafetería se volvía un sonido de fondo mientras me sumergía en las páginas de mi libro. El aroma a café recién hecho flotaba en el aire, mezclándose con la calidez de los rayos de sol que entraban por la gran ventana. Afuera, el bullicio de la ciudad seguía su curso, pero para mí, solo existía la historia que sostenía entre mis manos.
A veces levantaba la mirada para observar el mundo exterior, no porque me interesara particularmente lo que ocurría afuera, sino porque me gustaba conectar las palabras del libro con la vida real, encontrar esas coincidencias sutiles que daban sentido a todo.
Fue en una de esas pausas cuando lo vi.
—¿Está libre?— preguntó una voz masculina con tono neutro, pero firme.
Levanté la vista y me encontré con unos ojos azul profundo que me observaban con impaciencia. Mi cerebro tardó en procesar la pregunta porque, por un instante, me perdí en el rostro de aquel desconocido. Tenía cabello oscuro, ligeramente despeinado, cejas pobladas que acentuaban su expresión seria, labios bien definidos y una mandíbula fuerte que le daba un aire imponente.
La pregunta se repitió, esta vez con un matiz de impaciencia.
—¿La silla está libre?— insistió él, señalando el asiento frente a mí.
Parpadeé rápidamente, sintiéndome estúpida por haberlo mirado tanto tiempo sin responder. Solo asentí con la cabeza, incapaz de articular palabra.
Él tomó la silla y la llevo a otra mesa donde lo esperaban más personas, ignorándome por completo.
Lo seguí con la mirada mientras se acomodaba en la mesa cercana. Su postura relajada, su manera de acomodarse la chaqueta, su sonrisa y ademanes al conversar… todo en él irradiaba seguridad.
Suspiré, sintiendo un ligero calor en mis mejillas. Me recriminé a mí misma por mi reacción exagerada. No era como si un desconocido atractivo sea algo fuera de lo común, pero había algo en él que me desarmó por completo.
Los días pasaron, y cada vez que volvía a la cafetería, lo hacía con la esperanza secreta de verlo otra vez. A veces me decía a mí misma que era una tontería, pero no podía evitarlo. Algo en la fugaz interacción con aquel hombre había dejada una marca en mi mente.
Sin embargo, él no volvió a aparecer.
El otoño llegó, trayendo consigo el aroma a hojas secas y la brisa refrescante que anunciaba el cambio de estación. Continué con mi rutina, aunque la expectativa de volver a verlo había perdido la intensidad con el paso de los días.
Esa tarde, vestía un suéter blanco tejido por mi abuela, que resaltaba mis ojos color miel, y un par de jeans que me daban comodidad. Caminaba con mi libro en mano intentando guardarlo en mi bolso mientras me dirigía a la salida de la cafetería. El cierre del bolso se atoró, y en mi intento por arreglarlo sin dejar de avanzar, choqué de lleno contra un cuerpo firme y cálido.
El impacto me hizo tambalearme, pero unas manos fuertes me sujetaron de los brazos antes de que pudiera caer.
—¿Estás bien? —preguntó la voz masculina que había permanecido en mi mente durante días.
Levanté la vista, y ahí estaba él, más cerca de lo que nunca imaginé. Sus ojos azules me miraban con intensidad, y la ligera sonrisa que se dibujó en sus labios me dejó sin aire.
Me tendió el libro que había caído al suelo.
—Lo siento, me distraje —murmuré, avergonzada, ruborizada, arreglando mi cabello nerviosamente y sin dejar de mirarlo.
—No te preocupes, lo importante es que tú estés bien.
Su voz tenía un tono grave, pero con una suavidad que me desconcertó. Sin esperar más, se dio media vuelta y entró en la cafetería.
Me quedé ahí, inmóvil, viendo como él desaparecía en el interior del lugar. Sentí una punzada de tristeza al darme cuenta de que él no me había reconocido, que aquel encuentro fortuito semanas atrás no había significado nada para él.
Con el corazón latiendo desacompasado, crucé la avenida y me dirigí al parque. Me senté en una banca, observando a la gente pasar. Mis pensamientos eran caos totalmente, pero una pregunta dominaba mi mente: ¿Por qué me siento así por alguien que ni siquiera conozco?
—Caleb —escuché de pronto.
Miré hacia arriba, frunciendo la nariz y el ceño por los rayos de sol. Ahí estaba él, parado frente a mí, con las manos en los bolsillos. El sol, detrás, lo hacía verse poderoso, lo iluminaba cuál figura mítica.
—Me llamo Caleb —repitió con una leve sonrisa.
El viento jugueteó con su cabello y sentí un escalofrío recorrer mi espalda.
—Míriam —respondí, sin pensarlo demasiado.
Caleb se sentó a mi lado, con la misma naturalidad con la que el viento soplaba a su alrededor. Ese mismo viento trajo su aroma de nuevo, aspiré y sucumbí por dentro. «¿Qué hacía aquí?», no podía dejar de mirarlo, mientras él permanecía de perfil y, observaba el paisaje. Sonreí y comencé a fabricar en mi mente un poema, una historia, «el sol en tu mirada».
El silencio entre nosotros no era incómodo, sino lleno de significado. En un momento la conversación comenzó a fluir naturalmente, a veces nuestras miradas se encontraban y yo viajaba en la suya preguntándome que mundos existían dentro.
Finalmente, Caleb sacó una cámara fotográfica de su chaqueta y, sin previo aviso, me tomó una foto.
—¡Oye! —exclamé, sorprendida.
Él sonrió con aire travieso.
—Eres muy hermosa —comentó con naturalidad—. La guardaré, si no te molesta.
Sentí el calor subir a mi rostro. No supe qué responder. Caleb se levantó, mirándome con una mezcla de diversión y misterio.
—Debo irme. Quizá volvamos a coincidir… ya sé qué café te gusta.
Se alejó sin esperar respuesta, desvaneciéndose entre la multitud del parque.
Me quedé ahí, con el corazón latiéndome desbocado. Saqué mi teléfono y puse mis audífonos. Mientras Apocalypse de Cigarettes After Sex sonaba en mis oídos, me permití sonreír.
No sabía que significaba ese encuentro, ni si volvería a verlo. Pero en mi pecho, un nuevo sentimiento había comenzado a crecer.